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La mujer de la foto 5

en Voyerismo

Cuando llegaron de la comida, mi secretaria entró en el despacho, nos saludamos, se sentó en su mesa, se arremangó la falda y se puso a trabajar. Yo también lo estaba haciendo hasta que le pedí unos papeles y vi que estaba de nuevo con la mano izquierda acariciándose el clítoris. Ella, con la derecha, me los pasó sin dejar de tocarse suavemente y sin levantar la cabeza de las cosas que estaba haciendo, como no dándose cuenta de ello. Me quedé mirándola, en silencio, y me tocaba por encima del pantalón, hasta que ella se me quedó también mirando y, al ver que yo la miraba la entrepierna, ella se miró y paró de golpe, pidiéndome disculpas.

–No tienes por qué disculparte. Es algo natural que hace todo el mundo.

Y, sin más, me saqué mi pene erecto del pantalón. No podía aguantarlo más y así aproveché el momento. Ella se quedó mirándolo y pasó a meterse un dedo en su vagina mientras con la otra mano seguía acariciándose el clítoris. Era la primera vez que me lo veía, y parece que le gustó puesto que no parpadeaba. Y así como estábamos, los dos nos pusimos a masturbar, mirándonos mutuamente y en silencio. Poco a poco fuimos incrementando más el ritmo hasta que yo primero y ella después, acabamos la tarea. Yo había puesto un dispensador de pañuelos en ambas mesas y pudimos limpiarnos los dos, antes de ir al baño para dejarlo todo mejor. Cuando volví, cerré la puerta.

Al sentarnos de nuevo volvió a disculparse.

–De verdad –le volví a decir– no tiene que pedir perdón por nada de esto. Es algo que queda entre nosotros. Pero dígame, ¿por qué se has puesto así?

–Es algo que me ha pasado cuando nos hemos ido a comer los de la oficina.

–Cuénteme.

–Pues es que he empezado nada más salir de la oficina. Yo bajaba las escaleras, con el aire entrando bajo mi falda, con la excitación que llevaba después de todo lo que había pasado, cuando, en el hall del edificio, se encontraban unos cuantos de mis compañeros. Estaban allí claramente para mirarme las piernas y lo que llegasen a ver. Eso me ha puesto roja de la vergüenza al no saber bien dónde era lo que habían visto sus ojos. Además, simulando que estaban también esperando a alguna otra compañera, hemos estado allí un rato. Podía ver sus miradas y yo era la meta de ellas.

«Hemos decidido entre todos dónde ir. Al salir a la calle, nosotras íbamos delante y ellos nos seguían. Estaba claro de cuál era su plan. Yo intentaba controlar el vuelo de la falda, y ha sido muy difícil. El lugar elegido ha sido uno de ésos en los que las mesas son altas y las banquetas también. Ya me imaginaba algo parecido. De este modo, nos hemos ido sentando todos y los hombres nos dejaban caballerosamente sentarnos, mirándome sin ocultarse directamente la falda para ver si se subía algo. A mí me ha costado más de la cuenta por tener que controlarlo más. Además, ellos continuamente han estado yendo a los lavabos puesto que estaban justo delante de mí y a la vuelta de allí se me quedaban mirando. Me estaba costando mucho esfuerzo mantener las piernas lo más cerradas posible, comer tranquilamente y evitar que algo de ellos me viese. Aquel vaivén de miradas al final ha conseguido ponerme a cien, sentirme deseada por todos los hombres de la oficina. Además, sé que a ellas no les ha gustado nada que fuese yo sola el centro de atención.

«Me han preguntado además el por qué de mi nuevo puesto de trabajo. Les he contestado que no lo sabía. Que lo único era que usted necesitaba una secretaria y me eligió a mí, aunque no sabía por qué, aunque supongo que podríamos haber sido cualquiera de la oficina. Lo que sí les dije fue lo de llevar falda, continuando diciendo que usted me había dicho que era mejor para cuando llegasen clientes puesto que la imagen es muy importante.

«En un momento me he levantado yo para ir al baño y una de mis compañeras me ha dicho que me acompañaba. No he podido hacer nada para evitarlo pues haberlo hecho sí que hubiera levantado sospechas. Al llegar un lugar pequeño con un solo retrete y lavabo. Le he dicho que primero ella, mientras yo miraba al espejo, esperando que ella hiciese lo mismo, pero no; en mi turno, al sentarme y solo levantar la falda se me ha quedado mirando y me ha preguntado si no llevaba ropa interior. Mi respuesta ha sido obvia. Y hemos salido, en silencio.

«La conversación ha ido como siempre hasta que me han dicho que pagase yo por el nuevo ascenso. Me he levantado, he ido a la barra, he pagado, y al volver, todos me estaban mirando en silencio y los tíos me buscaban la falda. Estaba claro que mi compañera les había contado lo que había ocurrido en el baño y ahora lo sabían todos. Sentirme así de observada, además de avergonzada, me estaba poniendo cachonda, e incluso estaba sintiendo mis pezones arañar la tela de la camisa. ¿Nos vamos? Les dije. Y todos se pusieron a decir cualquier cosa para salir lo antes posible.

«Nada más salir, el viento empezó a hacer de las suyas. Mi falda intentaba levantarse y mis pezones continuaban queriendo salir de su cautiverio. Y, el poco tiempo que dura la caminata desde el bar hasta el edificio de la oficina, me he sentido más observada que nunca: unos compañeros detrás para ver si me veían el culo, otros delante girándose con la más leve conversación para dar su opinión y mirarme los pezones, y mis compañeras mirándome con odio porque ellas no eran las protagonistas. Y lo que más deseé en aquel momento era que el ascensor estuviese ya arreglado.»

–¿Y fue así? –Le pregunté.

–No. Los hombres que iban delante me dejaron pasar caballerosos, y los de detrás, continuaban con su galantería. Yo, para ser lo más natural y no darle importancia al momento, pasé antes que ellos dándoles las gracias y sonriendo. Y mientras estábamos subiendo me di cuenta que estaba mojada, que me había excitado como nunca al sentirme así de observada. Al llegar, sujeté la puerta para que pasara todo el mundo y esta vez me fijé yo en los demás: ellas, algunas, marcaban pezones, quizá por la situación; pero ellos marcaban todos el pantalón. Así que he llagado y me he tenido que masturbar.

–Bien, bien. Así que ahora me van a tener por un fetichista y machista por el rollo de la falda.

–¡Pero si es verdad! –Dijo casi gritando.

–Claro que es verdad. Y como lo es, a partir de mañana será más corta que la de hoy, con vuelo, claro está. Mitad de muslo.

–Está bien, señor –me gustó cuando me llamó señor–.

–Y el próximo día que llegue tarde tendrá que trabajar en las mismas condiciones que dentro de nuestro despacho, pero fuera, a la vista de todos sus compañeros, con la falda arremangada viendo lo guarra que es.

–Lo siento, señor. No volveré a desobedecer.

Yo no le había dicho en ningún momento que había desobedecido ni nada por el estilo. En su lugar, igual que los primeros días, era ella quien estaba sellando su futuro. Me gustaba lo sumisa que era. No en vano, toda esta historia había comenzado por unas fotos de bondage en las que se la veía vestida de sumisa.

Le dije que se pusiera a terminar su trabajo y que, si hoy no terminaba a la hora me daba igual. Ella asintió y se puso con sus tareas.

Una vez dio la hora de salida, todo el mundo fue saliendo menos nosotros dos. La gente nos miraba, sobretodo a ella, y se marchaba. El encargado dio unos toques en la puerta y, ante mis palabras, entró. Me dijo que ya se había ido todo el mundo y que solo quedábamos nosotros tres. Yo le dije que estábamos terminando unos papeles y que aún nos quedaba tiempo para irnos, pero que él se podía ir puesto que ya había trabajado bastante. Me dio las gracias y se fue. Yo le acompañé a la puerta y cerré con llave. Mi secretaria se me quedó mirando y me miró hasta que me senté de nuevo cerca de ella.

–¿Me va a hacer algo? –Preguntó con tono miedoso.

–No.

Fueron dos horas las que estuvimos trabajando. Ella más. Yo, alguna vez que otra le miraba cómo lo hacía. Ya había asumido lo de la falda y apenas se entretenía ni con ella ni tocándose.

–¿Cuánto le queda para terminar el trabajo?

–No sé –dijo–. Quizá otro par de horas.

–Pues va siendo hora de dejar la oficina. Tampoco soy un ogro. Ya acabará mañana. Su marido estará preocupado.

Esta vez me sonrió. Arregló un poco su mesa y nos pusimos de pie. Le acompañé a la puerta, abrí, la dejé salir y se despidió hasta el próximo día. Yo apagué las luces y cerré. Pero no fui a casa.