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El acogido

en Hetero: Infidelidad

He decidido escribir este relato que imagino que puede herir la sensibilidad de algún lector, pero era algo que debía hacer en algún momento por mi propia salud, como terapia. A veces compartir algo así puede ayudar más que el solitario recuerdo.

Me llamo Sara y tengo 42 años. Estoy casada desde hace 10 años y tengo 1 hijo. Hace 2 veranos, en junio de 2015, decidimos acoger a un joven extranjero a través de una organización especializada. Una amiga lo había hecho el verano anterior y me había dicho que era una experiencia muy bonita, gratificante para quienes acogen y para los chicos, a quienes esa breve estancia en nuestro país, les viene fenomenal para el aprendizaje de nuestra lengua y nuestras costumbres.

Yo prefería una niña, por aquello de compartir con ella mi gusto por ir de compras, por sentir la sensación de tener la hija que nunca pude tener, pero no pudo ser, nos asignaron un muchacho más joven que mi hijo, un francés de rostro triste y mirada franca, a juzgar por las fotos que nos enviaron.

Llegó un viernes por la mañana y su aspecto confirmó la idea que sobre él nos habíamos hecho en casa. Nos saludó de un modo muy formal, dándonos la mano. El pobre no sabía nada de nuestro idioma. Hola, adiós y gracias era todo su vocabulario, pero su mudez tenía algo de simpático y pronto pudimos comprobar que era amable y educado.

Inicialmente pretendimos que en su tiempo libre estuviera con mi hijo y sus amigos, tal y como nos había recomendado la asociación, pero por alguna razón aparte de la diferencia de edad, no congeniaron y su incapacidad para comunicarse no mejoraba la situación, así que acabó compartiendo más tiempo con mi marido y conmigo que con mi hijo.

Nuestra rutina no se vio muy alterada por su presencia, salvo que cada noche, antes de irse a la cama, adquirió el hábito de despedirse de mí con un beso, si bien se trataba de un beso distinto al que aquí nos damos en esas circunstancias. La diferencia consistía en que me lo daba en los labios, aunque de un modo natural, como lo haría un niño jugando con su madre. Era algo casto a lo que al principio no di importancia alguna.

No hasta que me pareció que se estaba produciendo en aquel gesto una evolución. El beso era rápido cuando había personas delante y menos rápido si el saludo se producía estando solos, si bien no me provocaba ningún malestar, ni entendí que debiera alarmarme, hasta que un día de un modo casi natural separó sus labios arrastrando los míos, de modo que durante un instante, apenas un segundo, los dos mantuvimos las bocas abiertas mientras nuestros labios estaban unidos. Fue la primera vez que pensé que debía acabar con esta costumbre, aunque el niño no me lo ponía fácil, y dado que no tenía mucho sentido que en público no pusiera objeción y en privado lo evitara, decidí pasar del asunto.

El que no pasó fue el niño que en la siguiente oportunidad hizo lo mismo, solo que esa vez el instante fue un segundo más largo y noté su aliento en mi boca, lo que me provocó una ansiedad que juzgué malsana. Fue el inicio de mi confusión, de mi locura. Era solo un niño y aunque fuera solo por un instante habría aceptado su lengua. Aquello me sumió en tal estado de desasosiego que lo evité durante unos días, aunque creo que él no se daba cuenta de mi estado.  La loca era yo.

Durante esos días le observé aún con más atención, pero continué preocupándome por su bienestar, dado que permanecía siempre mudo y su aspecto pálido y enfermizo sacaban mi parte más tierna y maternal. Decididamente era un niño inofensivo que necesitaba todo el cariño y protección que se le pudiera dar en un país extraño con una familia que no era la suya, de modo que me alejé de mis propios fantasmas y dejé de dar importancia al modo en el que me besaba, con el pretexto de que era solo un crío.

Una noche mi hijo me despertó y me dijo que nuestro invitado se encontraba mal. Me levanté y fui a su cuarto a verle. Le toqué la frente con la palma de la mano y me pareció que estaba caliente. Tenía más color de lo normal en las mejillas, de modo que le puse el termómetro y le preparé un paracetamol. Me senté en la cama junto a él, le atusé el pelo para tranquilizarle mientras le sonreía y él apoyó su cabeza en mi hombro. Permanecimos así un instante hasta que le besé la frente para comprobar si la temperatura le bajaba o no. En ese momento deslizó su cabeza hasta mi brazo, de modo que quedó quieto frente a mí, en la misma postura que un bebé y, como si realmente lo fuera, aproximó sus labios a mi pecho y los puso alrededor de mi pezón a través del camisón. Fue algo desconcertante, pero permití que lo hiciera. Dejé que sus labios succionaran mi pezón que se había puesto duro al contacto, ansiándolo como una madre, a la vez que sentía una humedad en mi entrepierna que nada tenía que ver con la maternidad. Fue un instante de locura que tuve que romper cogiendo suavemente su cabeza hasta apoyarla en la almohada. Después otro beso en la frente, lo tapé y me fui a mi cuarto.

La verdad es que me asusté. Aquello había ido demasiado lejos. Ya no valían las excusas. Era cierto que se trataba de un niño, pero aún lo era más que no era un lactante. Sin embargo, no me podía quitar de la cabeza la sensación que provocó su boca en mi pecho.

La noche siguiente se repitió el guión. Acababa de dormirme cuando noté que mi hijo me tocaba en el hombro. Nuestro invitado seguía enfermo y necesitaba mi ayuda. Cómo iba a decirle a mi hijo que no quería ir a la habitación del chaval. Me levanté, le puse la mano en la frente y desde ese momento todo se desarrolló del mismo modo que la noche anterior. Agua, paracetamol, la cabeza apoyada en mi hombro y poco después en mi brazo, sin que yo opusiera resistencia alguna. De modo que, con la misma naturalidad con la que me besaba al saludarme, me desabrochó un botón y esta vez sin tela intermedia, apoyó sus labios en mi pecho y comenzó a succionar mi pezón, provocando en mí una oleada de excitación superior a la que nunca había sentido. Esta vez lo dejé un rato más, y hasta le pasé una mano por su finísima cara, como lo hubiera hecho con mi bebé. ¿Era un gesto maternal o era una señal de aceptación del juego?

Al día siguiente no hizo falta que el niño estuviera enfermo, o lo fingiera. Yo misma, decidí ir a su cuarto a interesarme por él. Y se repitió la escena, esta vez sin paracetamol, con la salvedad de que por primera vez me  fijé en su entrepierna mientras succionaba mi pecho, y comprobé que el niño tenía una llamativa erección. Una especie de mástil levantaba su pantalón de pijama, y no pude contenerme. Rocé aquel bulto con mi mano tres o cuatro veces, hasta que sentí un torrente en las yemas de mis dedos confirmado con la humedad que se produjo en aquel pantalón que transformó su azul cielo en un azul marino viscoso. ¿Acaso fue la primera corrida en la vida de aquel chico? Me gustó pensar que así era.

Volví a acomodar su cabeza en la almohada y me despedí de él. La jornada terminó en mi cama, metiéndome el dedo siguiendo el acompasado ritmo de la pesada respiración de mi marido, hasta correrme pensando en nuestro jovencísimo acogido.

Todo esto, como es fácil de entender, me preocupó mucho, ya que el chico se convirtió para mí en una obsesión que me parecía repugnante, de modo que la noche siguiente decidí tomarme una pastilla para dormir e irme pronto a la cama con la esperanza de entrar en un profundo sueño que me permitiera olvidarme de él. Y lo conseguí. Entre en un cálido sueño en el que me sentía flotar y sentía un agradable cosquilleo por todo el cuerpo que me hacía sonreír. No sabía quién me hacía sentir tan bien, a veces aparecían imágenes del dueño de la frutería de abajo, que se mezclaban con otras de amigos, y todos me tocaban con ternura. No sé qué me hizo abrir un ojo, y estuve a punto de gritar cuando vi junto a mi cama al chico, con la mano extendida hacia mí, de rodillas, al lado de mi mesilla. El reloj digital marcaba las 2 y cuarto de la  mañana. La luz de los dígitos me permitía ver su cara, pero no alcanzaba a descifrar su expresión, aunque me pareció que estaba triste. Me desperté y me incorporé como un rayo. Aquello me parecía demasiado. Comprobé que mi marido no se movía, así que me senté frente al chico, puse un dedo sobre mis labios indicándole que se mantuviera en silencio y con la otra mano, le señalé la puerta del cuarto. Pero el negó con la cabeza y acercó su cabeza a mis pechos. Miré hacia atrás, asustada. Mi marido estaba de espaldas. Lo consentiría un segundo y luego lo echaría. Eso pensaba mientras el muchacho desabotonaba mi blusa y se acercaba un pecho a la boca. Y aquella succión me devolvió al placentero sueño del que acababa de despertar. Me humedecí de nuevo tanto que decidí continuar aquello de otro modo menos arriesgado. Aparté al chico, lo tomé de la mano y fui con él hasta su cuarto. Cerré la puerta con el pasador, me senté en su cama y le hice venir hacia mí. En un instante lo tenía acomodado en mi brazo succionando ávidamente mi pezón. Mientras lo hacía introduje la mano bajo su pijama, extraje su pene ardiente y comencé a bajarle y subirle la piel con suavidad, despacio, hasta extraerle toda su leche, tal y como él pretendía hacer con la mía. Luego volví a acostarle, cerró los ojos, y mientras conciliaba el sueño, introduje la misma mano que había usado con él bajo  mi pijama y me masturbé mirándolo fijamente.

Luego no pude conciliar el sueño. Estuve toda la noche enloquecida, intentando comprender lo que me estaba pasando. Nunca me había sentido así. Deseaba follarme a aquel niño, fuera como fuese, pero tenía que evitarlo a toda costa. No sabía qué podía hacer.

A la tarde el chico vino un poco más tarde de lo previsto, me saludó como siempre y se metió en la ducha. Hasta ese día no se me había ocurrido hacerlo pero lo cierto es que tenía necesidad de verlo desnudo, de modo que toqué a la puerta para preguntar si necesitaba algo. Como no me respondió, entré. El chico acababa de salir y se estaba secando la cabeza con la toalla. Nada más verme, su pene se enderezó apuntando hacia mí.  Sonrió avergonzado. Estaba espléndido. Cerré la puerta, tomé la toalla y le fui secando por todo el cuerpo. Al llegar a la cintura me agaché para hacerlo mejor, provocando que su miembro permaneciera a pocos centímetros de mi boca. Su grado de excitación era tal que empezaban a emerger gotitas de líquido seminal. Tenía algo de infantil, dado que apenas se divisaba algo del glande cubierto casi en su totalidad por una piel de aspecto suave y brillante. Iba a retirarme cuando noté sus manos en mi cara, atrayéndome hacia él. Entonces abrí la boca y comencé a chupar aquella tiernísima polla, succionándola como él hacía con mis pezones. En poco tiempo, me inundó la cara de leche. Noté su calidez descendiendo de mi boca por el cuello hasta mi escote, mientras cogía de nuevo la toalla y acababa de secar sus piernas.

Es fácil comprender que aquello supuso un avance importante en nuestra extraña relación.

Aquella noche fue él quien reclamó mi atención. Abrió con sumo cuidado la puerta de mi dormitorio y permaneció quieto observándome. Yo estaba despierta, así que me giré hacia él, me levanté y lo acompañé a su cama. Todo sucedió como siempre, salvo que después de provocarle otra eyaculación, me tumbé en la cama junto a él, introduje mi mano bajo mi pijama y comencé a acariciarme mientras él me miraba interesado. Cuando ya me encontraba al borde del orgasmo, tomé su mano con mi mano libre, y le guié hasta mi sexo. El chico se dejó llevar y pronto le permití seguir solo y mover sus dedos en mi sexo, de un modo torpe e inseguro, lo que no impidió que me corriera en sus manos como una ninfómana ante sus extasiados ojos.

Aquello le gustó más de lo que yo podía imaginar, tal y como pude comprobar dos días después en la comida de celebración del cumpleaños de mi hijo. Cuando estábamos en el segundo plato, noté su mano subir por mi pierna bajo el mantel a la búsqueda ansiosa de mi sexo, que se inundó al instante. Abrí las piernas permitiendo el movimiento de sus dedos pese a tener frente a mí a mi marido y a mi cuñada. Para el chico el juego resultaba sencillo porque apenas participaba en la conversación, pero yo tuve que seguir un diálogo con los invitados mientras los dedos del niño hurgaban en mis entrañas y me provocaban estremecimientos de placer. Al fin me corrí antes de responder a un comentario de mi marido sobre la cena. Gracias a Dios, el orgasmo me provocó u temblor que hizo que se me cayera el tenedor al plato, lo que desvió la atención de los comensales. Cualquier mujer que hubiera visto mi cara hubiera sabido que estaba corriéndome, pero me consolé pesando que nadie salvo quien me había magreado con descaro sabía lo que había pasado.

No obstante, lo más emocionante estaba por llegar. Cuando mi marido trajo la tarta con las velas encendidas, se apagaron las luces y todos empezamos a cantar, el chico cogió mi mano y la atrajo hacia su polla que emergía de su bragueta como un faro, así que entre gritos, cánticos y risas mi mano oculta bajo el mantel se movió arriba y abajo hasta que una vez más extraje un torrente de leche espesa que se escurrió por toda mi mano justo antes de levantarme para hacer los honores y repartir la tarta entre los invitados.

Ya no quedaba otro paso que enseñarle a follar a una mujer, así que la noche siguiente fui yo quien entró en su cuarto con la idea clara de desvirgarlo y mostrarle cómo disfrutar de una hembra. Al principio el chico intentó inclinarse sobre mis pechos como siempre, pero lo impedí, tomé sus manos y le guié por toda mi ropa, iniciándole en el arte de desvestir a una mujer. Lo hizo con evidentes nervios, y se quedó extasiado tras su obra, cuando me mostré completamente desnuda frente a él. Permití que me acariciara por todos los lados, lo que me provocó un estado de excitación maravilloso. Noté que se cebaba en mi culo, por lo que se lo ofrecí en su plenitud, agachándome para facilitar sus caricias. Era maravilloso sentir aquellas manos que lo tocaban como si fuera una joya, tan distinto a las palmadas que me daba mi marido. Incluso deseé abrirlo y guiar su polla hasta mi ano, lo que nunca había dejado hacer a nadie. No obstante, pensé que mi joven amante estaba aún demasiado verde para eso, por lo que me conformé con sus ávidas caricias.

Pasados unos minutos fui yo la que lo desnudó completamente y me detuve un buen rato acariciando aquella piel con apenas vello, hasta llegar a aquella polla ardiente que pugnaba inútilmente por salirse de la piel que lo rodeaba. Cuando juzgué que estaba al máximo de su excitación lo atraje hacia mí, obligándole a tumbarse encima y con la mano derecha guié su miembro hasta introducirlo en mi coño. El resto vino solo. Instintivamente el chico empezó a empujar como un animal en celo, metiéndome aquella barra candente hasta adentro. Sus testículos chocaban contra mi cuerpo en cada embestida. Abrí mis piernas al máximo y con mis manos en sus nalgas ayudé en cada empujón, ansiosa por recibirlo, hasta que estalló y se derramó en mí. Disfruté mucho cuando sentí fluir su hirviente líquido en mis entrañas, hasta que me sobrevino un orgasmo exquisito aun con él en mi interior.

Comprobé de inmediato la ventaja de aquella juventud, porque 5 minutos más tarde tenía otra vez la polla tiesa para mí, así que me puse de espaldas a él, y abrí mis piernas para que de nuevo me penetrara y me provocara otro orgasmo. Se mantuvo 10 minutos empujando, sudando, antes de lanzar un grito ahogado cuando de nuevo se corrió en mi interior. Cuando se separó tomé su rostro con mis manos y por fin nos besamos con las lenguas entrelazadas, mezclando nuestras ansias y salivas durante una eternidad, haciéndome recordar aquellos largos besos de adolescentes cuando despegar la boca de la del otro nos parecía un instante perdido. Me encantó cómo me absorbía y me impedía sacar mi lengua de su boca. Cuando al fin lo conseguía él introducía la suya hasta mi garganta, insaciable, mientras sus manos volvían a tocar todo mi cuerpo temeroso de perderse algún centímetro de piel.

Ya nada iba a impedir que folláramos todos los días hasta su marcha que recuerdo con amargura.

Me interesará que comentéis lo que os parece para contaros más cosas sobre mí y mi pasión por los adolecentes, una vez superados mis miedos.