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La hija

en Sexo con maduros

A menudo las cosas ocurren porque sí. Sin un origen comprensible. Hay personas que pasan su vida pretendiendo algo que jamás va a suceder, y otras que se encuentran con ello sin querer.

Alfredo creía que pertenecía al primer grupo, hasta el día en que fue a la casa de su amante para despedirse de ella para siempre y su hija entró en la cocina, en aquel momento mágico que marcó el inicio de una relación fantástica.  Acababa de entrar en la casa de su amante, a quien visitaba regularmente tres días por semana y permanecía en la cocina esperando que la mujer acabara de hacer la comida que todas las noches preparaba para el día siguiente, cuando entró la niña de unos 16 o 17 años a por algo de comer.

Alfredo no la miró casi, dado que solo se trataban lo justo para saludarse y despedirse, y quería acabar aquella última visita cuanto antes. Además estaba en ese momento atascado en un juego de imágenes y palabras que tenía descargado en el móvil para combatir momentos de espera como aquel. No encontraba el momento de decir lo que tenía que decir. La chica buscó algo que no encontró en la nevera y cuando iba a salir se interesó por lo que estaba haciendo el amigo de su madre, quien permitió con desgana que participara en aquel juego.

De ese modo la niña se acercó a él y tomó de su mano el teléfono para preguntarle por las reglas. Era sencillo. En la pantalla aparecían 4 imágenes y debajo de ellas unos recuadros vacíos que había que completar con letras para formar una palabra que fuera común a todas ellas. En cada recuadro había que poner una letra, de modo que la única pista consistía en que el jugador conocía la extensión de la palabra. El juego ofrecía otras ayudas a cambio de perder parte del premio que correspondía por avanzar de una palabra a otra.

Comprendidas las reglas, la niña se puso justo delante de Alfredo, mirando fijamente al móvil que tenía en su mano en busca de la solución. El hombre estaba apoyado sobre la encimera, quedando entre el mueble y el sugerente cuerpo de la niña al que acabó rozando casi sin querer. No tardó nada en percibir que aquel roce provocaba en ella agradables sensaciones porque de inmediato percibió que su respiración se aceleraba, de modo que, sin dejar de mirar a la madre que permanecía de espaldas a ellos, decidió pasar la mano izquierda primero por la cintura y luego por el trasero de la niña.

La chica aún se acercó más, aceptando la caricia mientras protestaba porque no daba con la solución.  El hombre pasó entonces la mano por toda la extensión de su ceñido vaquero beige despacio, disfrutando de cada centímetro de su culo, repasando las costuras con los dedos arriba y abajo, gozando de la respiración acelerada de ella. Incluso continuó tocándola cuando la madre se volvió hacia ellos, dado que el propio cuerpo de la chica ocultaba su mano. Cuando aquélla volvió a girarse para continuar con sus quehaceres atrajo a la niña un poco más hacia él poniendo la mano bajo su tripa, justo en la hebilla del cinturón, y le acercó los labios a la oreja, provocando que ella ladeara su cabeza hacia él, en busca del contacto con su boca. Alfredo imaginó la humedad en la entrepierna de la chica y decidió provocarla al máximo descendiendo un dedo por la cremallera de su bragueta hasta la cálida intersección de sus piernas, provocando su entrega total.

Cuando la madre volvió a girarse hacia ellos con un trapo entre las manos, diciendo que la comida estaba lista, Alfredo se retiró, tomó el móvil de las manos de la chica y se despidió de ella con una broma sobre su falta de pericia en el juego, retándola para el día siguiente.

En cuanto la chica salió por la puerta, tomó a la madre por la cintura, la sentó sobre la mesa de la cocina, abrió sus piernas y se metió entre ellas para que sintiera su poderosa erección mientras la tocaba en los pechos y la besaba con una intensidad muy superior a la normal. Ella le reprendió diciéndole que su hija podía verlos, pero pronto se entregó a ese sexo pasional que casi había olvidado. Se dejó tumbar sobre la mesa mientras oía como el hombre se desabrochaba el cinturón y se bajaba pantalón y calzoncillo a la vez. Oyó como empujaba una silla que le estorbaba y luego sintió como pasaba los brazos bajo cada una de sus piernas para acomodarla y ajustar bien la altura antes de empalarla de un golpe. Cerró los ojos y se dejó follar con una intensidad animal hasta que le sobrevino el orgasmo. De ese modo no pudo ver cómo el hombre que la embestía no paraba de mirar la puerta por donde había salido su hija unos minutos antes.

Alfredo volvió al día siguiente con ganas de jugar de nuevo, deseando que la hija estuviera en casa, pero no hubo suerte. La madre le recibió encantada, pensando sin duda que la juerga iba a repetirse, sin saber que el hombre necesitaba un estímulo superior a ella. Alfredo no veía más allá del culito de esa niña y necesitaba tocarlo como fuera, así que alargó todo lo posible la visita esperándola. Para ello tuvo que calmar las necesidades de la madre por lo que, consciente de que no iba a lograr una erección parecida a la del día anterior, optó por el sexo oral. Le apetecía repetir en la cocina, así que llevó a la mujer de nuevo hasta la mesa, la magreó un buen rato, mientras la besaba y mordisqueaba sus pezones y cuanto juzgó que la tenía bien dispuesta, la reclinó sobre la mesa, sacó una botella de vino blanco de la nevera y vertió una cantidad sobre el sexo de ella. Usó los dedos para mezclar el vino con los jugos de la mujer y procedió a lamer aquel coño minuciosamente, disfrutando de los gemidos que provocaba hasta que el orgasmo le estalló en la boca.

Fue un buen trabajo que la mujer premió invitándole a cenar. Y la suerte se alió con Alfredo cuando nada más sentarse a la mesa apareció la niña, hambrienta.

Alfredo no podía disimular su alegría, así que se levantó a para poner unos cubiertos más en la mesa, aunque se decepcionó cuando la chica dijo que no se podía sentar porque tenía que estudiar. Le bastaba con un bocadillo de tortilla francesa que la madre se dispuso a hacer de inmediato. En cuanto la madre les dio la espalda para coger la sartén, la niña cogió el móvil de Alfredo de encima de la mesa, dispuesta a continuar el juego. Así lo entendió el hombre que se acercó a su espalda a velocidad de vértigo, para no desperdiciar ni un solo segundo. Y sucedió todo como el día anterior, salvo que en esta ocasión la niña llevaba puestos unos pantalones de tela fina, más holgados, que sirvieron al hombre para comprobar aún mejor la redondez y dureza del culo de la chica, que no paró de acariciar un solo segundo mientras ella fingía estar absorta en el juego. Una vez más pudo sentir la agitación de su respiración, alimentada por su juvenil deseo sexual.

Preparado el bocadillo en un tiempo que a ambos les pareció cortísimo, la niña se separó de él para tomar el plato que le ofrecía su madre y con una sonrisa imposible de definir le devolvió el teléfono. Alfredo tenía el pene erecto como hacía años que no lo sentía, pero tuvo que observar impotente como aquel maravilloso culo desaparecía por la puerta. Estuvo tentado de seguirla, pero no se le ocurrió excusa alguna, de modo que decidió improvisar sin pensar en las consecuencias que aquello pudiera tener. Nada que perder, se dijo, antes de desabotonarse el pantalón delante de su amante y bajarse el calzoncillo para mostrar su enorme erección.

–Creía que íbamos a cenar–dijo la mujer

–Tú tomarás antes un aperitivo–contestó él sonriendo mientras señalaba su enorme miembro. ¿Creías que sólo tú ibas a gozar hoy?

Un poco extrañada por la calentura del hombre, la mujer se acercó para palpar con su mano la polla, como comprobando que aquello era cierto, y frotó un poco antes de arrodillarse para lamerlo con delicadeza e introducírselo en la boca. Alfredo entretanto acariciaba la cabeza de su amante, guiándola en sus movimientos. Estaba a punto de correrse cuando oyó un ruido, que le hizo dirigir su vista a la puerta de entrada a la cocina. Estaba seguro de que se había abierto un poco e intuyó que detrás estaba la niña espiando. No le dio tiempo a asegurarse. La madre había continuado la labor y se vació en su boca, impidiendo que se retirara con la mano en su cabeza. Unas gotas cayeron al suelo, pero el resto fue absorbido por la mujer que limpió todos los restos cuidadosamente con su lengua.

La niña ya no volvió a aparecer por la cocina y Alfredo no encontró la manera de entrar a su cuarto, por más que lo deseara. Así que, aunque su madre estaba encantada, buscó una excusa y se fue de aquella casa, pensando lo curioso que era todo, que la persona que estaba más contenta y satisfecha de los tres, era la que sobraba.

Tuvo que dejar pasar un fin de semana que se le hizo larguísimo hasta el lunes que volvió a visitarlas, implorando suerte a todos los dioses que hubiera disponibles. Alguno se apiadó de él porque le abrió la puerta la niña con una preciosa sonrisa, vestida con una camiseta y un pantaloncito vaquero corto que debía ponerse para estar en casa. Alfredo no se anduvo con miramientos. La saludó con un beso suave en la oreja, pasándole una mano por aquel lindo culito que se moría por tocar. Le pareció maravilloso que solamente con aquello la chica se pusiera casi a jadear. Imaginó su braguita empapada e inmediatamente su polla se irguió hasta dolerle.

Cuando ella se separó de él y lo introdujo en la sala donde estaba su madre, Alfredo tomó la decisión de abandonarla en ese mismo instante y proponer a la niña que saliera con él de aquella jaula, pero no tuvo tiempo. Su amante parecía saber perfectamente lo que iba a decir y no le permitió hacerlo. Le puso un dedo en la boca, mientras con la mano le tocaba la bragueta, consciente de su erección

–¿ Vienes así por mí?– le preguntó con evidente sorna.

Él no supo qué contestar. Una cosa era dejar la relación y otra decirle que se moría por follar con su hija. Optó por guardar silencio, consciente de que era lo mejor que se podía hacer, trasladando con ello a la mujer la responsabilidad de continuar la conversación.

Pronto pudo ver que había hecho lo correcto

–¿Crees que no sé lo que pasa? ¿que no me entero de lo que sucede en mi casa? –continuó la madre con rostro serio

Eran preguntas retóricas. Era obvio que había que guardar silencio. Mantenerse a la espera con la esperanza de que el final fuera el mismo, con la diferencia, beneficiosa para él, de que la iniciativa la había tomado ella.

Esta vez el silencio fue más prolongado. Alfredo no se había movido. Continuaba en el mismo sitio desde que la niña le había hecho pasar al cuarto. Todo continuaba igual, salvo su pene, desaparecida su inicial erección. Siguió en silencio, expectante, hasta que sucedió lo único que no había podido prever.

–Mi hija se ha enamorado de ti, del estúpido modo en que es capaz de enamorarse una joven de su edad– dijo de repente – Y no desaprovechará ningún momento para seducirte e intentar separarte de mí. Está sufriendo mucho y eso me hace sufrir a mí. Pobre niña.

Se dio la vuelta y se sentó en un sofá. Ya no le miraba a él. Tenía la vista perdida en algún lugar de la librería. Alfredo no quería hablar. Cualquier cosa que dijera podría estropear algo que ahora intuía prometedor. La madre no estaba hecha una furia como cabría haber supuesto. Al contrario, meditaba una solución al drama, un arreglo que gustara a la chica. Alfredo sabía perfectamente lo que a ella y a él les gustaba y querían, pero no podía decirlo.

A continuación sucedió lo más previsible. La madre se incorporó con aire decidido, le empujó levemente por la espalda, abrió la puerta de la sala y levantó su brazo señalando la puerta de salida de la casa a la que ni siquiera se tomó la molestia de acompañarlo.

Alfredo se quedó solo en el pasillo, dudando. No sabía si volver a entrar a explicarse o largarse de allí y pensar qué hacer en adelante con más tranquilidad. En ese estado se encontraba cuando oyó que una puerta se abría a su espalda. Volvió la cabeza esperando ver salir a alguien, sin duda la niña, pero no pasó nada. La puerta estaba levemente entreabierta y Alfredo permaneció unos segundos más en aquel pasillo, mirando, interpretando aquel momento como una invitación.

Sin hacer ruido alguno avanzó un poco hasta el cuarto, empujó la puerta y entró en la habitación de la niña, a la que pudo ver sentada de espaldas a la puerta, entretenida, leyendo algo en un ordenador. Cuando percibió su presencia giró su cabeza hacia él. Estaba seria. Su rostro no mostró ningún signo de sorpresa. Alfredo cerró la puerta con mucha suavidad y se acercó despacio a la chica que permanecía quieta, expectante, la cabeza vuelta de nuevo hacia la pantalla del ordenador. El hombre se puso tras ella y comenzó a acariciar con suavidad su larga melena negra, después su carita redonda y luego, descendiendo con sus manos muy suavemente, su escote y el inicio de sus pechos atrapados en un gracioso sujetador rosa. Disfrutó mucho notando la aceleradísima respiración de la muchacha, sabiendo que ya no iba a poner freno a ninguno de sus movimientos. De ese modo, desde arriba, con lentitud calculada fue desabotonando los primeros botones de su camisa, hasta acceder a la copa de sus pechos, pequeños pero perfectos, como dos bolitas de billar, deteniéndose en endurecer ambos pezones.

La chica seguía con la vista fija en la pantalla del ordenador sin decir nada. Tan solo el ruido de su agitado respirar y algún suspiro incontrolable alteraba el silencio de la habitación y del resto de la casa.

Alfredo se retiró hacia atrás hasta dar con el borde de la cama y se sentó sobre el edredón rosa que la cubría, con la el brazo extendido y la palma de su mano abierta, hacia arriba, invitándola. Tardó ella un poco en levantarse y acudir hacia el hombre, que finalmente la tomó de la mano, la sentó sobre sus rodillas y mientras acariciaba con los labios su cuello, bajó la cremallera de su pantalón e introdujo sus dedos entre la tela en busca de sexo que halló pronto empapado, tal como esperaba. Jugó un poquito con sus dedos abriendo los labios de aquel extraordinario fruto, para sacarlos después y acercarlos primero a la nariz, y luego a los labios de la niña, musitando en su oreja que una mujer siempre debía conocer su propio sabor. A lo que la niña respondió abriendo su boca levemente para lamer las yemas de los dedos de su experto amante.

Probado el néctar, la joven apoyó la cabeza sobre el pecho de él, tomó su mano y la dirigió de nuevo a su entrepierna, necesitada de caricias. Nada más introducir de nuevo los dedos en el sexo de la chica y acercar los labios a los suyos se desencadenó un maravilloso orgasmo que llenó la mano del hombre de gran cantidad de líquido y su boca de una exhalación por la que temió que pudiera quedar sin aliento. Todo ello acompañado de un estremecimiento que afectó al cuerpo entero de la chica y se propagó en el de Alfredo.

 Ya me diréis si queréis que continúe