miprimita.com

Por evitar un mal mayor...

en Dominación

 Ni yo misma podía creerme lo que estaba haciendo.

Mis piernas avanzaban pasillo adelante, cruzando el párking, tomando dirección escaleras arriba deshaciendo el camino que hacía no más de dos minutos había hecho en sentido contrario.

No quería volver atrás. Sabía que no debía, pero... ¿qué otra cosa podía hacer?.

Me esforzaba por no romper a llorar allí mismo. Aunque no quedaba casi nadie en el edificio no quería que nadie me viese así de compungida. Bastaba con que un compañero de la oficina me viese tan nerviosa para que todo se precipitase.

Evité tomar el ascensor, y mientras subía por las escaleras hacia el despacho del director, en mi cabeza no aparecían más que pensamientos que me alertaban de que aquello no era buena idea. Nada había sido una buena idea, y ahora debía pagar las consecuencias de mis actos, pero así no. Así no podía ser. Debía haber otra salida, pero ciertamente no se me ocurría cual. 

¿A donde iba ir ahora?. ¿Cómo podría llegar a casa y decirle a mi familia que me habían despedido?. ¿Como reconocerle a mi marido el inmenso error que había cometido?. Necesitaba conservar mi trabajo. Necesitaba que nada de aquello saliese a la luz. Sería el fin de todo. Mis piernas temblaban mientras inexplicablemente seguían avanzando sin que la parte más racional de mi cerebro pudiese impedírselo.

 Sí, era cierto. Había cometido un delito pero nunca pensé que todo pudiese acabar así. Eso nunca había estado dentro de mis planes. Intentaba auto justificarme diciendo que no había robado a nadie, que nadie había salido perjudicado. ¿Qué algo peor hubiese podido pasar?; sí, era cierto, pero afortunadamente no había sucedido.

¿Qué había falseado documentos?; sí, cierto. ¿Qué había utilizado fondos de algunos clientes para de manera fraudulenta operar en los mercados y quedarme con las plusvalías?. Cierto también. ¿Qué podría haberle causado un grave prejuicio a la entidad?. Sí, lo sabía, pero en mi cabeza insistía una y otra vez en que nada de eso había sucedido. Me habían pillado y claro está que las consecuencias eran aquellas, pero todavía no acababa de creérmelo.

Las últimas palabras que me dirigió Alfredo, el director, todavía retumbaban en mis oídos. ¡Pues coge la puerta y lárgate!

Palabras contundentes, rudas, llenas de desprecio.

Escuchaba ese eco una y otra vez mientras tomaba el último tramo de pasillo y continuaba hasta la puerta que minutos atrás había cerrado de un portazo, intentando aparentar que todavía conservaba un mínimo de dignidad. 

Entré bruscamente, sin ni tan siquiera llamar a la puerta. Total, ya estaba despedida.

-¿Pero de verdad era eso lo que imaginaba que iba a pasar?; le pregunté airada desde el umbral de la puerta.

Ni me respondió.

-¿Realmente es eso lo que quiere?. insistí mientras me adentraba en el despacho.

Yo no quiero nada. Ya le dije todo lo que tenía que decirle. Tomó su decisión y la acepto. Ahora acepte Vd. la mía y márchese por favor.

-Pero por favor, Alfredo, recapacite. Intentaba relajar la tensión del momento.

-F, U, E, R, A... me ordenó así, deletreando muy lentamente.

-Vamos por favor, tiene que haber otra manera de solucionar esto; insistía.

-No hay nada que solucionar. No hay más nada que decir. Los hechos son los que son.

Estaba allí petrificada, sin saber como reaccionar, sin saber que decir. Tentada a marcharme, ahora ya sí definitivamente; temerosa de atreverme a cumplir la instrucción que minutos atrás Alfredo me había dado. Una orden simple, sencilla de acatar, aparentemente trivial y que sin embargo los dos sabíamos que supondría mucho más. Casi sin pensarlo, tragué saliva y rendida, procedí.

Me desabotoné uno, dos y hasta tres botones de la blusa. Ajusté las solapas debajo de la chaqueta, y dejé que se me viese el canalillo más allá de lo que se consideraría aceptable en una situación como aquella. Más allá de lo que se consideraría aceptable en prácticamente cualquier situación.

A mis recién cumplidos 40 años, todavía conservaba unos pechos turgentes, firmes y de tamaño generoso. Gracias además al sujetador que aquel día llevaba puesto, uno de esos que "juntan y realzan", liso, sin encajes, en color azul marino, mi escote lucía desafiante entre las solapas de la chaqueta.

-¿Era esto lo que quería?. ¿Esto es lo que valgo para Vd?.

-Marta, por favor, no se haga ahora la digna. Le había ofrecido una salida, y Vd. la desechó saliendo toda airada por esa puerta, insultándome y amenazándome con contarlo todo. ¿Con contar el qué exactamente?... Porque creo yo que a la luz de los acontecimientos su credibilidad estaría más que en entredicho y dudo que le convenga lo más mínimo en airear este asunto.

-Dudo que a la empresa le convenga mucho el escándalo; me apresuré a rebatir.

-En eso sabe que coincidimos, y precisamente por eso le ofrecí esas condiciones. Vd. tomó la decisión.

-No me joda Alfredo; nunca había hablado así a mi jefe. ¿Qué condiciones son esas?.

-Mejores que las que se merece. Y lo sabe.

-¿Marcharme voluntariamente, sin finiquito alguno y tras haber sido vejada?

-Librándose de tener que responder judicialmente y conservando alguna mínima oportunidad de volver a encontrar empleo en otro sitio; me contestó mientras sus ojos no podían evitar perderse en mi escote.

Creo que mi oferta era más que generosa y Vd. la despreció con sus improperios. Tan solo le había pedido que se abriese un poco la camisa. Vd decidió no hacerlo y se marchó, pero por lo que veo, parece que ha cambiado de parecer; expuso mientras hacía ademán de señalarme el canalillo.

-¿Y que es lo que esperaría de mi exactamente?; pregunté invadida por el nerviosismo. Era obvio que no se iba a conformar con aquel inocente atrevimiento.

-¿Qué estaría dispuesta a ofrecerme?; preguntó mirándome directamente a los ojos.

Dudé. Estaba extremadamente nerviosa. No sabía si realmente aquello iba en serio o no.

Comenzaba a temer que todo se me estuviese escapando de las manos. Comencé a ser consciente de la posibilidad de que aquello fuese a más.

Seguramente no fueron más que algunos segundos de incómodo y dubidativo silencio, pero en mi cabeza, parecían horas las que pasaban dándole vueltas a los posibles escenarios.

Por un instante me ví siendo follada allí mismo, encima de aquella mesa. La imagen de mi marido se me vino a la mente. No podía hacerle eso.

Pensé... ¡Tal vez tan solo espera que le haga una paja!. ¿Sería capaz de eso?.

¿Y si quiere que se la chupe?. Uff.... las piernas comenzaba a flojearme.

Alfredo era un hombre considerablemente atractivo. Tal vez uno o dos años más joven que yo, varonil, bien cuidado. No era nada de su físico lo que me causase rechazo, sino el simple hecho de que bajo ningún aspecto deseaba nada con él. Quería a mi marido; estaba profundamente enamorada de él. Sé que en las películas una situación así podría incluso considerarse mínimamente morbosa, pero en aquella realidad todo era muy distinto. Mi angustia iba cada vez a más.

Intentaba autoconvencerme de que sí sería capaz de practicarle sexo oral. En el peor de los casos recurriría a esas artimañas que todas las mujeres sabemos, para procurar que se corriera pronto. En más de una ocasión lo había hecho así con mi marido cuando me pedía un desahogo rápido y yo tenía más bien pocas ganas. Mucho juego de manos, alguna que otra tragada profunda y me cuidaría de hacerlo explotar lejos de mi boca. Si ya poco me gustaba el sabor del esperma de mi marido mucho menos me iba a gustar que este hombre se me corriese en la boca. ¿Y si así tuviese que ser?; volvía a imaginarme el peor de los escenarios.

¿Y si fuese de esos que les gustar llevar el control y me obliga a tragármelo todo?... Sería un mal rato que tendría que pasar, y con suerte ahí se acabaría todo.

Otro fogonazo mental invadió mi cabeza y tomé consciencia de lo que supondría tener que dejar que Alfredo me follase. Sí, tal cual. Empecé a pensar que en absoluto podría soportar eso. Parecerá ridículo, pero eso ya lo consideraba demasiado íntimo.

O peor aún. ¿Y si pretendía penetrarme analmente?. ¡Eso nunca!. Comencé a temerme lo peor. Era algo que nunca me había atrevido a probar. Se lo negué siempre a mi marido y en absoluto podía permitir que ese desconocido se apoderase de mi preciada puerta trasera. Ni mi marido, ni yo misma, ni mucho menos Alfredo se merecían eso.

Ensimismada estaba valorando todas estas posibilidades cuando las palabras de Alfredo me hicieron volver a la realidad.

-Sáquese la camisa. Simplemente lo ordenó.

Temerosa, sin saber que responder, queriendo atreverme a decir que no y marcharme nuevamente por aquella puerta, sin poder hacerlo, comencé a sacarme la chaqueta, dejándola encima de la silla, y posteriormente, tras desabotonar los 3 botones que me quedaban cerrados, me saqué la camisa blanca para quedar expuesta a su atenta mirada.

-El sujetador; continuó.

Dudé. Sudaba. Notaba mis axilas húmedas. Sin mediar palabra, desabroché los corchetes, tiré el sostén sobre la silla, y le regalé una inmejorable vista de mis pechos totalmente desnudos.

-Tanta vergüenza y resulta que es Vd. de las que practica topless.

Era un buen observador, y justo recién terminado el verano, todavía conservaba un espléndido tono bronceado por la totalidad de mi torso. No había marcas que delatasen el más mínimo pudor. Era cierto. Pero aquello era diferente.

-No es lo mismo. Fueron las únicas palabras que conseguí que saliesen de mi boca.

Me moría de vergüenza allí de pie, mostrándole las tetas a aquel hombre. Él, simplemente miraba.

Seguía intentando adelantarme a los acontecimientos e imaginarme hasta donde sería capaz de llegar. Sabia cuales eran mis límites pero dudaba si Alfredo estaría dispuesto a aceptarlos.

Él seguía sin decir absolutamente nada. Simplemente se recreaba mirándome.

Sabía que no sería tan fácil, pero sin poder mantenerme más en aquel silencio, expuse:

-¿Conforme?... ¿Está satisfecho?. ¿Podemos dar por resuelto el incidente?; ¿Puedo marcharme ya?.. balbuceaba.

-Sabe que puede marcharse cuando quiera. De hecho, ya lo había hecho y ha decidido volver. Estaba claro que no iba a ponérmelo fácil.

-Quiero decir que si cumplirá con su parte del acuerdo. Yo me marcho sin armar ruido y Vd. no me denuncia ni me arruina la vida.

-Esa oferta era válida antes; cuando le pedí que simplemente se abriera un poco el escote; hasta el momento que me insultó y se marchó dando un portazo.

-He vuelto ¿no?. Estoy aquí.

Otra vez el silencio como su única respuesta, mientras continuaba repasándome visualmente plácidamente recostado sobre su sillón.

Volví a insistir:

-No me ha respondido. ¿Qué es lo que espera de mi exactamente?.

Por fin habló:

-Fui yo el que le hizo otra pregunta: ¿Qué está dispuesta a ofrecerme?.

El rubor de mis mejillas contrastaba con el resto de frío que sentía en el resto del cuerpo. Un escalofrío helado me recorrió la espalda. No quise desviarle la mirada, pero apostaría a que mis pezones estaban totalmente erectos, desafiantes.

-¿De verdad es necesario que hablemos de ello?. Vamos Alfredo... déjese de jueguecitos, está claro lo que espera de mi. Por favor, acabemos ya...

Ansiaba que terminase con aquella tensión. Quería oirle decir concretamente lo que quería de mí, hubiese celebrado incluso descubrir que quería darme por el culo, algo que me hiciese salir de allí corriendo, cualquier cosa antes que continuar manteniendo aquella intriga, aquella humillante situación de permanecer expuesta ante él, con el pecho desnudo, mientras él se recreaba torturándome, haciéndome morir de vergüenza, pensando que lo peor todavía podía estar por venir.

-Sáquese el pantalón por favor. Parecía que él no tenía prisa alguna.

Pensaba una y otra vez que aquello era un error; que no podía acabar bien. Estuve tentada por enésima vez a abandonar aquel despacho y asumir lo que tuviese que ser.

Por otro lado ya había llegado hasta aquel punto. Con suerte, quedaría poco para el desenlace final.

Vamos Marta -me decía para mis adentros- tú puedes, piensa en tu familia, piensa que será algo rápido; un mal trago que evitará un mal mucho mayor.

Temblorosa, con un nudo en la garganta, así la cintura del pantalón y venciendo la resistencia de la ceñida tela lo desabotoné. Sus ojos permanecían clavados en los míos deleitándose en la angustia y temor de mi mirada.

Bajé la cremallera, agarré la tela con más firmeza y poco a poco me fuí bajando el pantalón. Primero hasta las rodillas e inmediatamente después, hasta sacármelo totalmente. Lo doblé cuidadosamente y lo coloqué encima de la silla. Casi por instinto, volví a calzarme los zapatos de tacón.

Una casi imperceptible y pícara sonrisa pareció reflejarse en su rostro. Intenté recobrar el aliento, y permanecí estoicamente allí de pie, impávida ante su atenta mirada.

A juego con el sujetador vestía un finísimo tanga de licra, también azul marino, también totalmente liso, sin adorno ni encaje alguno.

De frente a él imaginaba que estaría intentando averiguar como sería por la parte de atrás. Pensaba que me ordenaría girarme, para ver si efectivamente llevaba tanga como tal vez a él le hubiese gustado; si por la contra era una braguita clásica o vete tú a saber.

Temía que la fina telilla se me estuviese hundiendo en la rajita de mi depilado sexo, mostrando indiscretamente la sonrisa de mis labios ante él.

Disimuladamente ajusté la fina tela, y dejé nuevamente los brazos caídos, permitiéndole escrutarme visualmente.

Mientras él continuaba deleitándose con el espectáculo, el nudo en mi garganta comprimía más y más fuerte. Me costaba respirar; me costaba tragar saliva; las piernas me flaqueaban; un sudor frío me empapaba las axilas. Presentía que lo peor llegaría justo ahora. Temía descubrir lo que querría hacer conmigo. Me imaginaba teniendo que abrir las piernas para él; dejándole entrar dentro de mi; temí que quisiese hacérmelo por detrás; casi podía imaginarme el sabor de su miembro en mi boca. Pensé en mi marido. Pensé que tal vez si me imaginaba que era él todo sería más fácil. Mis ojos se tornaban cada vez más vidriosos.

Un relámpago de luz me hizo volver a la realidad. Sí; acabada de hacerme una foto con su móvil y ni me había dado cuenta. Instintivamente me cubrí con los brazos.

-¿Pero qué hace?; le reproché levantando la voz.

-Soy yo el que dicta las normas; respondió tranquilamente para enfatizar que era él el que mandaba.

-Eso no por favor. Esto no puede salir de aquí. Por favor Álvaro, se lo suplico... haré lo que quiera pero mi familia no puede enterarse. Me sentía ya totalmente vulnerable.

-Si juega bien sus cartas todo quedará entre Vd. y yo. Tiene mi palabra. Descúbrase por favor.

¿Qué otra cosa podía hacer?. Ya había llegado demasiado lejos. Ya no había marcha atrás. Si me retiraba ahora no sabía donde podría terminar aquella foto. Tan sólo me quedaba la huida hacia adelante. Resignada, bajé mis brazos, erguí la cabeza y permití que me continuase sacando fotos.

Continuaba en aquella misma postura, sin saber exactamente que esperaba de mi. Imaginándome lo peor y angustiándome precisamente por eso, por no saber qué imaginar. Se veía que disfrutaba del ritual, de andar el camino más que de llegar a la meta. Todavía me permitía conservar puesta la escueta braguita, y sin embargo, me sentía más desnuda que en ninguna otra ocasión. Él conservaba el mismo semblante serio, impávido, atento tan sólo a observarme, y distrayendo su atención únicamente para acariciar con sus dedos la pantalla, seguramente para enfocar mejor partes concretas de mi cuerpo. Giró la webcam que había encima de la mesa de su escritorio, se oyeron un par de clicks con el ratón del ordenador, y supe que había comenzado también a gravarme en vídeo. Simplemente no pude decir nada. Permanecí allí, quieta, sumisa, entregada.

Se levantó de la silla y nada más sentir que se dirigía hacia mí mi corazón comenzó a palpitar muchísimo más fuerte todavía. Temblé. Creo que una gota de gélido sudor se deslizó por mi axila derecha.

Bordeó su escritorio y comenzó a pasearse en círculos alrededor mía. Yo permanecía inmóvil.

Ahora sí, desde atrás, pudo descubrir la desnudez de mis glúteos. Quedó un rato observándome de espaldas. Deduje que le había gustado descubrir la escueta forma de mi lencería. Volví a oir el sonido del obturador de la cámara, click, click, click...

Noté que comenzaba a acercarse. Mi corazón quería explotar. En no más de unas milésimas de segundo multitud de imágenes se cruzaban por mi cerebro. A cada cual más angustiosa que las anteriores.

Sentí como su mano alcanzó la parte baja de mi espalda. Aquel dedo acariciando furtivamente la cinturilla de mi tanga hizo que un escalofrío me erizase la piel.

Intentaba mantener la compostura pero era evidente que estaba angustiada.

Tiró ligeramente de la fina licra hacia atrás. Pensé que con el ánimo de bajármelo para dejarme totalmente accesible, pero al parecer no. Simplemente separó un poco la tela de mi cintura, deduje que se percató de la pequeña marca que semanas atrás, en la playa, el tanga había dejado en mi bronceada piel. Debió de imaginarme tomando el sol así ataviada, tan ligera de ropa, tan sexy, y sin decir más nada, lo dejó quedar tal y como estaba y volvió a dirigirse hacia su silla.

Percatarme de su retirada pensé que me haría sentirme más tranquila, pero todo lo contrario. Justo cuando pensaba que ya había llegado el momento del desenlace, cuando estaba dispuesta a cerrar los ojos y dejarme hacer lo que fuese que me tuviese dispuesto, prefirió alargar mi agonía y retornó a la casilla de partida. No sabía cuanto tiempo podría aguantar aquello. Mis piernas flojeaban. Ojalá pudiese al menos sentarme.

-Acaríciate para mi; me ordenó.

Extrañada en parte, pero sobre todo altamente avergonzada, no supe muy bien como reaccionar. Había entendido lo que me había dicho, sabía lo que esperaba de mi, pero lo cierto, es que no sabía como actuar exactamente.

Torpemente comencé a acariciarme el pecho. Hubiese querido aparentar un gesto mínimamente sensual, pero simplemente no me salía. El miedo en mi rostro debía ser más que evidente.

Mis manos se deslizaban por mi cuello, por mi escote. Aproveché para sutilmente secarme el frío sudor de las axilas. Comencé a acariciarme las tetas, envolviéndolas con mis manos, notando más sudor bajo ellas, sintiendo como mis habitualmente extensas areolas se constreñían, como mis pezones estaban erectos, presos del pánico, extremadamente sensibles.

Él me observaba. Continué bajando mi mano derecha por mi vientre, rodeando mi ombligo, sentí un escalofrío como si fuese otra mano la que me acariciaba. Noté en sus ojos que justo eso era lo que él quería.

Deslicé tímidamente mi mano dentro de mi braguita. Mis dedos sintieron la ligera aspereza de mi pubis rasurado hacía apenas un par de días. Avancé hasta tropezar con el comienzo de mi hendidura. Dudé.

-Continúa; me ordeno. Mastúrbate para mi.

El rubor me quemaba las mejillas. No había vuelta atrás. Cerré los ojos en busca de un mínimo de intimidad y deslicé mi dedo índice a lo largo de mi raja. Un primer recorrido de mi dedo despegó mis labios. Al segundo pase algo extraño llamó mi atención. Una tercera caricia, ahora con mis dedos índice y corazón, confirmó mi sorpresa. No podía ser. Me notaba ligeramente húmeda.

Repetí la incursión intentando convencerme de que no; no era eso. Sería ese sudor frío que desde hacía un buen rato se empeñaba a transpirar por todos los poros de mi piel.

Cuanto más separaba mis labios más húmeda me notaba. Evitaba abrir demasiado las piernas.

Hubiese preferido incluso justificarme con que con la angustia del momento se me hubiese escapado un poco de pis, pero no... en cuanto las yemas de mis dedos rozaron el capuchón de mi clítoris, y penetraron no más que un par de centímetros en mi vulva lo noté claramente. Reconocí la viscosidad lasciva de una mujer.

No podía ser. No quería que fuese. Entré más adentro y horrorizada comprobé como efectivamente estaba empapada. Muchísimo más húmeda de lo que nunca había recordado. Sobresaltada abrí los ojos y me tropezé con su penetrante mirada, clavada en mis ojos, percatándose en mi expresión de mi incredulidad, de mi angustia, de mi vergüenza.

Uno, dos, tal vez tres segundos; no más. Un fugaz instante en el que nuestras miradas parecían encadenadas la una a la otra, mientras mis dedos terminaba de impregnarse dentro de mi. Inicié el camino de salida, recorriendo de nuevo la longitud de mi raja, atrapando mi clítoris entre ambos dedos, deslizándome arria y abajo. Agaché la mirada y comprobé con horror como la mancha de humedad sobre la fina tela de mi entrepierna me había delatado. Álvaro también se dió cuenta de ello. No dijo nada.

Intentando aparentar que nada había sucedido, retiré mi mano de entre mis piernas y la devolví al punto de origen, a mis pechos, donde conjuntamente con la otra proseguían las sutiles caricias sobre mis tetas. En el recorrido ascendente, un finísimo hilo viscoso se tensó hasta terminar rompiendo.

-No pares; quiero ver como te corres.

Volví a mi sexo. Indudablemente estaba empapada. Me sentía tremendamente culpable. Me decía a mi misma que aquella situación en absoluto me resultaba excitante, pero por alguna extraña razón, mi cuerpo se empeñaba en actuar de modo totalmente contrario.

Mi vulva parecía querer deshacerse en aquel viscoso y cálido néctar. Nunca había sentido nada igual. Nunca me había sentido tan sucia, tan irremediablemente mojada.

Contrariamente mi líbido parecía no ir por el mismo camino. En lugar de sentir el placer que sería de esperar, en mi pecho crecía cada vez más aquella sensación de angustia que me asfixiaba.

Mis dedos chapoteaban bajo la fina licra que a esas alturas ya estaba empapada. Intentaba no hacerlo pero resultaba imposible. Con cada caricia, con cada mete y saca de mis dedos aquel delator "chof, chof..." retumbaba en la habitación. Era humillante.

Pensaba en mi marido. Intentaba imaginarme que era su polla la que me rozaba las entrañas. Buscaba algún tipo de estímulo dentro de mi cabeza que me ayudase a concentrarme en aquel orgasmo que tan díficil se me antojaba. Me conocía y sabía que difícilmente terminaría corriéndome así tan solo con las manos. Habitualmente necesitaba algún tipo de ayuda, bien fuese un vibrador, bien fuese el tan socorrido grifo de la ducha.

Me acordaba de todas aquellas veces que mi marido había intentado hacerme llegar al clímax con sus caricias, con su lengua incluso, desprovisto de toda ayuda exterior y sin querer llegar a copularme. Recordaba como casi nunca había sido capaz, e inexcusablemente teníamos que terminar en coito. Me acordaba de todo eso mientras mis flujos comenzaban ya a escurrirme por la mano, escapando del tanga, escurriéndome por la cara interior del muslo.

Seguía pensando en mi marido. La sensación de angustia iba a más en mi pecho. Mi corazón parecía querer estallar.

-No voy a poder; supliqué clemencia a Álvaro.

-Sí. Si que podrás. Tienes que poder.

-Te haré lo que quieras a ti, pero yo no llegaré. Sútil forma de referirme al orgasmo.

-Métete los dedos en la boca; me ordenó con firmeza mientras permanecía allí sentado, impávido.

Me mostré reticente, pero viendo que no iba a dejarlo pasar accedí. Retiré mi mano y tímidamente apoyé mis empapados dedos en la comisura de mis labios.

-Saboréate; continuó.

No voy a decir que nunca hubiese saboreado mi propia esencia. A fin de humedecerme era normal que recogiese en mis dedos algo de saliva, pero aquello era muy distinto. Mis dedos estaban realmente impregnados y catarlos a la vista de aquel hombre era algo excesivo. No me quedaba otro remedio. Introduje aquellos dos dedos en mi boca y me embriagué de su sabor; de aquella cálida salinidad, de aquel delator néctar. Una vez más, me acordé de mi marido. Quería pensar que era su polla la que se derretía en mi boca.

-¿Lo notas, verdad?. Por mucho que quieras negarlo te gusta. Una sonrisilla maliciosa se dibujaba en su rostro. Venga; continúa, mastúrbate para mi.

-Basta ya por favor; mis ánimos flaqueaban casi tanto como mis piernas.

-Córrete para mi y podrás marcharte a casa.

Asombrada y dubitativa pregunté:

-¿No vas a querer...?; no me dejó terminar.

-¿Follarte?. ¡En absoluto!. ¿Crees acaso que me mereces?... Mi polla no entra dentro de cualquiera que saca las bragas a la primera de cambio.

Sus humillantes palabras me dolieron profundamente. En absoluto tenía yo deseo alguno por aquel hombre, de eso estaba segura. ¿O tal vez no?... ¿Como explicar si no aquella lascivia entre mis piernas?. Estaba confusa: dolida, humillada, avergonzada, nerviosa... muchísimas cosas y en el fondo, tal vez también excitada.

Tenía que poner fin a aquello. "Vamos Marta, ¡tu puedes!", pensé para mis adentros dispuesta a darle a aquel sádico lo que quería. "Un simple orgasmo y fin de la historia", intentaba autoconvecerme.

Volví a dirigir mi mano al interior de mis bragas. Acaricié mi vulva con toda la plenitud de mi mano a fin de absorber aquella increíble cantidad de flujo. Quise ayudarme de la telilla del tanga, pero empapado ya como estaba poca absorción podía ofrecer ya. Avancé como pude en aquel mar de deseo y centré mi atención en el clítoris. Quería acabar pronto. Cerré los ojos nuevamente en busca de intimidad. Coloqué la yema de mi dedo corazón estratégicamente encima de mi botoncito; superpuse el índice encima para aportar más presión y localicé toda mi acción en ese preciso punto. Movimientos concéntricos, hacia un lado, hacia el otro; aumentando la velocidad, después disminuyéndola, presionando un poco más fuerte, aliviando después la presión.

Intentaba no pensar en nada, quería relajarme, quería correrme pero estaba bloqueada. Dejé que mis dedos resbalaran a lo largo de toda mi entrepierna. Con el canto de la mano recorrí todo mi perineo, despejando el camino, asustándome ante el significado que podría tener aquella increíble humedad. Nunca antes me había derretido así. ¡Nunca!. No quería reconocerlo, pero era posible que en el fondo, mi inconsciente, si estuviese disfrutando de aquel acto de entrega.

Cambié de estrategia. Introduje mi dedo corazón hasta lo más hondo de mi coño, mientras mi palma cubría totalmente mi pubis. Culebreaba el dedo en mi interior, mientras palmoteaba acompasadamente el resto de mi mano. Álvaró volvió a levantarse de la silla. Por un momento me asusté, pero no quise perder la concentración. Tenía que conseguir correrme cuanto antes.

Paseaba nuevamente en círculos a mi alrededor, en silencio, sacando más fotografías. La webcam seguía grabando. Yo peleaba por llegar al clímax.

Se detuvo detrás mía y agarrándome la cintura del tanga me lo bajó hasta mitad de los muslos. No pude evitar sonrojarme todavía más. Acababa de perder el último reducto de intimidad que todavía conservaba. Intentaba que no me afectase. Seguía masturbándome.

Volvió a posicionarse tras la mesa, pero en lugar de sentarse recogió la silla y quedó de pie ante mi. Una vez más nuestras miradas tropezaron. No quería desaprovechar la poquísima intimidad que la palma de mi mano sobre mi pubis todavía me brindaba, pero aquella postura comenzaba a dar síntoma de fatiga y cada vez era menos eficiente.

No me quedó más remedio que descubrirme totalmente ante él y permitirle ver mi sexo desnudo, totalmente depilado, empapado, brillante. Noté en sus ojos un ligero gesto de agrado.

Quería acabar ya, pero la angustia de mi interior me lo impedía. Probé todo tipo de  movimientos. Alternando la entrada de uno, dos y hasta tres dedos en mi interior con vigorosas caricias contra mi clítoris. Jugueteé a aprisionar su capuchón entre mis dedos, para que este se escurriese en mitad de toda aquella viscosidad. Probé a separar las piernas todo lo que el elástico en mis muslos me permitía, abriéndome los labios con una mano y acariciándome con la otra. Cerré los ojos, volví a abrirlos, volví a reiniciar aquellas rutinas una y otra vez, sinceramente entregada, despojada del más mínimo pudor ante la mirada atenta e impasible de Álvaro.

Mis piernas dijeron hasta aquí hemos llegado. Me sentía desfallecer, presa de los nervios, impotente, tuve que descansar mi antebrazo sobre la mesa, repartiendo parte de mi peso para que mis piernas descansasen.

Reclinada así hacia adelante, con el culo en pompa, apoyada sobre la mesa, insistía una y otra vez en mi ya dolorido sexo. Necesitaba aquel orgasmo fuese como fuese. Pensé en fingir pero sabía que se daría cuenta de ello.

Volvió a situarse detrás mía, disfrutando de mi trasero expuesto sobre su mesa. Aquella postura me resultaba todavía más humillante, pero ciertamente no podía más. Estaba resignada a que aquel hombre disfrutase humillándome, así que intenté no pensar en nada más que no fuese conseguir mi objetivo.

-Abre bien las piernas y gírate hacia mi; me ordenó.

A punto de desfallecer giré la cabeza y ví como se disponía a hacerme más fotos. Quería tenerme así, sumisa y entregada, y mostrándole el rostro de la derrota.

Deduje que le gustaba aquella posición, así que sin saber muy bien porqué, como queriendo complacerlo, sacudí las caderas para que el tanga se me cayese rodillas abajo, levantando un pie del suelo liberé una de mis piernas hasta apoyarla encima de la silla donde reposaba mi ropa, y aupando la cadera, abrí bien las piernas, separando bien mis nalgas, y continué metiéndome los dedos cuidándome de mostrarle mi culo bien abierto.

El sonido del obturador al dispararse la instantánea era lo único que alteraba el chof-chor imperante en el despacho. Tras aquel espontáneo gesto de ofrecimiento, me angustié pensando en porqué lo había hecho. Él tan solo me había pedido que me girase y abriese las piernas. Podía haber cumplido igualmente sin necesidad de ofrecerle más. Pero no, había salido de mi. Quise enfatizar mi condición sumisa y provocarlo. Quise exponerme totalmente ante él. Quise... no sé muy bien lo que quise en aquel instante.

Reclinada sobre la mesa, con una pierna sobre la silla, la cabeza girada manteniéndole la mirada, y el culo totalmente abierto para él, dilatado, enrojecido, lubricado con mis propios fluidos y sintiéndome una traidora ante mi misma y a la lealtad que a mi marido le debía, comencé a notar que el orgasmo amenazaba con llegar.

No quería aceptarlo, pero sí... con cada entrada y salida de aquellos dedos en mi vulva, parecía ser que finalmente sí terminaría corriéndome. Me sentía fatal.

La angustia de mi pecho crecía exponencialmente al ritmo que crecía mi deseo. No podía ser.

Álvaro volvió a sentarse en su silla, delante mía, a escasos centímetros. Quería recuperar la verticalidad pero estaba desfallecida, de modo que mi torso reclinado encima de la mesa, apoyado sobre un brazo, me acercaba inexorablemente a él.

Insistía en mirarme a los ojos mientras en los míos la sensación de culpa iba cada vez a más. Aquellos dos dedos habían encontrado el acomodo perfecto en mi interior. El ángulo de ataque era el exacto y la presión de mi palma sobre el clítoris había hecho el resto. Horrorizada tomé plena consciencia de que ya no había marcha atrás. Iba a correrme.

Y fué justamente esa toma de conciencia de que había sido yo la que me había excitado, la que se había derretido ante aquel hombre como nunca antes lo había hecho, la que había querido denigrarse adoptando aquella postura lo más sumisa posible lo que hizo que toda la tensión acumulada hasta el momento se materializase del modo más inesperado. Rompí a llorar. Lloré de un modo sentido, profundo, desde lo más hondo de mi interior, mientras mis dedos se afanaban en arrancarme aquel delator orgasmo que tanta culpa habría de arrojar sobre mí.

Álvaro no se inmutó. Simplemente continuó con su mirada clavada en mis llorosos ojos, viéndome sufrir y disfrutar a la vez, y en aquel instante de culpa, en aquella profunda resignación, en aquella sucia e indigna entrega estallé en el más intenso orgasmo que nunca jamás había tenido.

Latigazos de placer recorrían toda mi espalda. Mis dedos terminaban de exprimir todo aquel delirio, mientras yo jadeaba, gritaba, suspiraba y lloraba ante aquel hombre que sin conocerme, sin tocarme siquiera, había llegado a hacerme sentir lo que nunca nadie había conseguido antes.

Desfallecida, exhausta, sudorosa y sucia, extredamente sucia, tanto física como emocionalmente, caí medio desfallecida en el suelo.

Acurrucada sobre mis rodillas, intentando sin éxito alguno apaciguar mi llanto, desnuda, sobre la pringosa mancha que había dejado sobre el suelo de madera, comencé a imaginarme con qué ojos podría volver a mirar a mi marido a la cara.

Álvaro se levantó de su silla y se acercó hacia mi. Allí de pie, reforzando su superioridad, me dedicó una última mirada condescendiente.

Se agachó, cogió mi tanga por una esquina, como con escrúpulos y lo guardó en su cajón. Era su trofeo de caza.

-Puedes irte; se limitó a decir. Tienes mi palabra de que esto nunca saldrá de aquí.

Sacando fuerzas de donde no las tenía recogí malamente mi ropa. Por si acaso quedaba alguien de última hora rondando por el pasillo, vestí el pantalón y la camisa apresuradamente. Ni tan siquiera me puse el sujetador. Me recompuse como malamente pude y apresuradamente, intentando no ser vista, volví a coger camino hacia el párking, donde una vez a salvo, dentro de mi coche, comencé nuevamente a llorar desconsoladamente.

Justo en ese instante, la pantalla del manos libres se encendió al entrarme una llamada. Era mi marido; seguramente llamaba para preguntar si tardaría mucho en llegar para ir preparando la cena. Le colgué. No podía hacer otra cosa.

NB: Estimado lector/a. De tus sinceros comentarios dependerá que esta historia tenga o no continuación.