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Blancanieves 3 - No todo es placer

en No Consentido

Desperté y me revolví inquieta. Estaba tumbada en el suelo.  Sentí el frio y la dureza del pavimento.  Observé el resto de la estancia.  Sobre la cama descansaba la reina, majestuosa incluso mientras dormía.  A sus pies, hecho un ovillo, el escudero también dormía.

Me incorporé con la intención de marchar silenciosamente, pero mis movimientos la despertaron.  Se desperezó y se incorporó.  Se fijó en el muchacho que dormía a su lado y le zarandeó hasta despertarlo. 

-¿Vas a algún sitio?-se dirigía a mi-quédate donde estás, no te he dado permiso para marcharte.

Y me quedé de pie, en medio de la estancia, sin saber qué hacer.

Me ordenó acercarme y se dirigió al joven, ya más despejado.

-Creo que ayer tu nueva amiga quedó bastante satisfecha, deberías repetirle la experiencia para que sepa apreciarla mejor.

El joven terminó de desperezarse, lanzó una mirada a su polla endurecida y me sonrió.  Extendió el brazo, ofreciendo su mano para que me acercase más.  La reina se incorporó, pero permaneció en la cama. 

Suspiré asustada, porque al empezar a moverme había notado mi cuerpo dolorido.  A pesar de ello, no me atreví a contradecirla, pensando que se me pasarían las molestias.

Me acerqué al lecho y el joven se reclinó, y lentamente me quito toda la ropa.  Acariciaba mi cuerpo lentamente, recreándose en él.  Al rozar mis pezones rápidamente se endurecieron y noté la humedad entre mis piernas.  Más animada, me atreví a alargar la mano y tocarle yo también.  Un rápido manotazo de la reina me disuadió de continuar.  Los labios sustituyeron a sus manos, y disfruté mientras chupaba y lamía todo mi cuerpo.  Su pelo largo rozaba mi piel y aumentaba el cosquilleo que invadía mi estómago. 

Me tumbó sobre la cama y se colocó sobre mi.  Observé sus muslos fuertes, los musculosos brazos y sus rasgos aún aniñados.  Con suavidad me giró y acarició mi espalda, muy lentamente.  Notaba contra mis nalgas su polla, y cada vez la notaba más dura.  Acercó sus dedos a mi boca, y me pidió que los chupase.  Le obedecí.  Abrió mis nalgas y pasó los dedos húmedos entre ellas, insistiendo suavemente en el ano.  Yo había dejado de sentir el dolor que tenía al despertar.  Se separó de mi y de repente noté su polla intentando abrirse camino.  Mi cuerpo se estremeció y mis  músculos contraídos se opusieron a él.  Se dio cuenta y se detuvo.  La reina al percatarse se inclinó un poco más.

-Sigue, no te he dicho que te detengas-sus palabras fueron ásperas y frías.

El muchacho intentó explicarse, pero no le dio opción de réplica y le ordenó continuar.  Yo gemía asustada y temerosa,  mis manos aferradas a las sábanas.  Volví a sentirle pegado a mi espalda.  Su polla presionando en mi culo,  poco a poco, sin detenerse.   Sentí dolor y una tensión insoportable.  Iba a hacerme daño,  sabía que me iba a doler.  No podía contener las lágrimas.  Y seguía embistiendo.  Noté que había entrado un poco en mí.  El dolor fue más intenso.  Y de repente se inclinó y me susurró al oído “voy a atravesarte” con tono amenazador.  Sin tiempo a reaccionar, se clavó dentro de mi.  No pude reprimir el grito,  mi cuerpo se rompía,  la respiración más agitada cada vez.    Su movimiento se fue haciendo más rítmico y para mi un poco más soportable.  Continúo clavándose en mi hasta que entre gemidos se corrió y me llenó con su leche.  Cuando se apartó de mi, me quedé fría.  Me acurruqué entre las sábanas y cerré los ojos.

Al darse cuenta de mi malestar, el joven se tumbó a mi lado y me rodeó con sus brazos.  Su cuerpo todavía sudoroso y húmedo me dio calor y me reconfortó un poco.  No sé que me decía, pero sus susurros al oído me calmaron.  Una mano me acariciaba la mejilla.  Y su brazo alrededor de la cintura me daba tranquilidad. 

Observando la escena, la reina se enfureció y su mirada nos fulminó a ambos.  Con un gesto brusco nos separó.  Le dio dos fuertes bofetadas y le apartó de la cama.  En cuanto a mi,  se acercó furibunda y me arrastró fuera del lecho.  Continuaba desnuda.  Me arrastró por el suelo. Llegó hasta la ventana.  Dos columnas la enmarcaban.

De un cajón de la cómoda la reina sacó unas cuerdas toscas y gruesas.  Me colocó mirando hacia el interior de la estancia, las piernas separadas, los brazos estirados.  Tras las columnas se ocultaban unas argollas estratégicamente situadas.  Con mano hábil trasteó las cuerdas y en unos instantes me encontré inmovilizada y totalmente expuesta a cualquiera que traspasara la puerta.   Mi cuerpo temblaba, la mezcla de miedo y frio me mantenía asustada y alerta.  La reina me miró con aire dubitativo, y sin pronunciar palabra se giró y caminó hacia el muchacho. 

No se había movido de donde estaba.  Observaba la escena con interés pero sin mostrar ninguna emoción.  Pero su expresión cambió al ver avanzar a la reina.  De pie en medio de la habitación, con un gesto le indicó que se acercase.  Se levantó perezosamente y dio un paso.

-Al suelo, no mereces caminar- el tono frio de la reina me traspasó, aunque no fuese dirigido a mi- te has portado mal, Gonzalo, y ahora vendrás como tú sabes.

Al oírla, Gonzalo se arrodilló y a cuatro patas avanzó hasta ella.  A pesar de lo humillante de la situación sus movimientos eran suaves y armoniosos.  Llegó junto a ella, la cabeza a la altura de sus rodillas.  Con gesto distraído le acarició el cabello e inmediatamente le abofeteó con fuerza.  Gonzalo no se movió.  La reina acercó un taburete y le hizo un gesto.  Todavía arrodillado, apoyó su torso sobre él, la cabeza rozando el suelo.  Al observarlo detenidamente, vi en su piel unas leves marcas, la piel enrojecida. 

Gonzalo vio como la reina se acercaba y el nudo que sentía en el estómago casi le hizo doblarse de pura angustia.  Entre los sirvientes de palacio la furia de la reina era conocida y temida.  Y Gonzalo había visto lo que había sido capaz de hacer.  En un segundo pasaron por su cabeza todas las historias susurradas por los criados en las noches de invierno alrededor de la crepitante hoguera.  Se hablaba, se hablaba de aquel marqués que osó discutir con la reina la posesión de unas pocas tierras, desapareció sin dejar rastro, su familia tuvo que huir y en sus tierras solo quedaban malas hierbas y alimañas feroces.  Se hablaba de aquella planchadora que en un descuido quemó un vestido de la reina, desapareció, su marido y sus hijos fueron vendidos como esclavos y nunca más se supo de ellos. Y sobre todo se hablaba de las catacumbas bajo las mazmorras de palacio, tan profundas que nunca llegaba la más mínima luz ni corriente de aire.  A veces en la quietud de la noche se oyen gemidos en el palacio que llegan desde allí, ¿los gemidos del marqués? Tal vez de la planchadora, y quien sabe de cuantos más.  ¿Qué no sería capaz de hacerle al hijo de un zapatero?

La reina sacó de un armario varios objetos.  No sabía que eran, y mucho menos que uso pensaba darles.  Con ellos entre las manos volvió junto a Gonzalo.  Desechó un pañuelo negro, y con mano firme sujetó una tira de grueso cuero alrededor de su cabeza, introduciéndola en su boca.  Le ordenó que abriese las piernas cuanto pudiese.  Sujetó en su mano lo que a mi me pareció un plumero extraño.  En vez de plumas tenía unas tiras de cuero, finas y delgadas, no demasiado largas.  Con suaves movimientos empezó a golpear sus hombros con el plumero.  Gonzalo se estremecía a cada golpe.  Descendió por la espalda, y cada golpe iba acompañado de un suspiro.  Continuó por sus nalgas y luego por sus muslos.  Al llegar a las rodillas, recorrió de nuevo la piel en sentido inverso.  Por el ruido que emitía, creí adivinar que la intensidad de cada golpe iba en aumento.  El tono ligeramente enrojecido de la piel me lo confirmó.  La respiración de Gonzalo se volvió agitada, aunque permaneció inmóvil.  Pronto pude apreciar el resultado de cada golpe.  Se marcaba claramente el trazo de cada impacto sobre la piel.  Pensé que debía dolerle, y que el miedo le paralizaba.  Sin embargo, observé sus manos a los lados del taburete y las vi distendidas, con las palmas abiertas.  Eso me confundió. 

Gonzalo giró levemente la cabeza y me miró.  No vi miedo en su cara.  Y con una media sonrisa, me guiñó un ojo.  Yo ya no entendía nada.  Le estaba golpeando, el dolor se marcaba en su piel, y él sonreía.  Entonces le gustaba.

Cuando más confiado y tranquilo estaba Gonzalo, el plumero descendió bruscamente y cayó entre sus piernas.  Sonó la trayectoria cortando el aire, y se oyó un chasquido al golpear su polla.  Después de unos pocos golpes se centró en sus testículos.  En el rostro de la reina se leía el ensañamiento y el placer que le causaba.  En ese momento se tensó todo su cuerpo y no pudo evitar soltar un alarido sordo.  La reina siguió golpeando, repetidamente, un golpe tras otro, sin moverse de su objetivo.  Ahora si vi sus manos crispadas.  El cuerpo en tensión.  Continuó hasta que Gonzalo gritó.  Y continuó un poco más.  Lloraba y gritaba al mismo tiempo.  Y terminó pidiendo perdón y clemencia.  La reina, impasible, no se detuvo hasta pasados unos minutos que a Gonzalo debieron parecerle eternos. 

-Por hoy es suficiente, Gonzalo.  No te has ganado nada más.- se apartó de él sin apenas mirarle- No volverás hasta que yo te haga llamar.  Y por supuesto no te acercarás a ninguna mujer sin mi permiso.  Yo te avisaré cuando puedes volver al placer.  Mientras tanto, puedes meditar y recordar a quien perteneces.  Retírate ya de mi vista.

Cuando Gonzalo abandonó la habitación, aún a medio vestir y con el resto de sus ropas en la mano, la reina vino hacia mí, todavía llevaba el plumero en sus manos.  Yo lo miraba, con una mezcla de miedo y deseo.  Adivinó el sentido de mi mirada, y se le escapó una sonrisa.

-¿Tú también quieres probarlo?

No contesté pero la luz de mis ojos le sirvió de respuesta. 

-Tendremos que desayunar primero, necesito fuerzas para ocuparme de ti.

Llamó a la doncella y le pidió el desayuno.  Cuando Elga volvió con una bandeja, le pidió que se quedase.

-No te vayas, Elga.  Vamos a dar el desayuno a nuestra invitada, y después podrás ver como disfruta de un nuevo juego.