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Un recuerdo hecho de estrellas (I)

en Amor filial

La música hace eco en su cráneo, retumba en su pecho. Luces que parpadean, vapor flotando entre relámpagos de color. Nerea mueve las caderas con las manos de alguien en la cintura. Son grandes. No le ha visto la cara al chico que baila con ella, ni siquiera sabe si es guapo. Pero es más alto y se mueve bien, con eso le basta. Está borracha, se siente como en una nube caliente. Lo tiene detrás, muy cerca. Las manos la atraen hasta que pega la espalda en su pecho, el trasero roza el bulto de su entrepierna. Nota que le respira en la nuca. Cosquillas.

Las manos la manejan, a ella no le importa. Le gusta, de hecho. Y se da la vuelta para mirarlo. Con todo, no está segura de que sea su tipo. La atrae por la cintura, buscándola, y ella se retira porque no merece el beso que le exige. De repente son separados por otros cuerpos, zombis a merced del DJ.

Nerea aprovecha la oportunidad para irse. Las notas más bajas roncan en sus pulmones, las más altas acuchillan los oídos. Mareada, se dirige hacia el baño. Allí encuentra menos calma de la que necesita.

Ni la luz blanca de los fluorescentes consigue disipar su malestar, más bien al contrario. Hay pintadas en las paredes, serrín en el suelo. Y apesta a desinfectante, a orina, a vómito. La música embotada excava por sus tripas, le da náuseas.

Con las manos se echa agua en la cara. Mierda, no recordaba que se había maquillado. Al mirarse en el espejo apenas se reconoce a sí misma. ¿Qué está haciendo? Siente lástima de su aspecto.

Joder, no debería haber bebido tanto.

Sale del baño sin arreglarse el maquillaje. Avanza entre cuerpos que se retuercen, sumergiéndose de nuevo en la multitud. Espera reencontrar al chico para seguir donde lo habían dejado.

Él la encuentra. Una mano grande la atrapa por el codo y la arrastra a través de la pista. Nerea se agarra a su chaqueta. ¿La tenía antes? En fin, qué importa.

Desorientada, sigue mirando al suelo para no tropezar. De pronto las baldosas negras de la discoteca son el asfalto de la calle. Viento. ¿Han salido?

—Oye… perdón por lo de antes…

A la luz de las farolas le parece más guapo, y más mayor. Parpadea porque cree estar alucinando. Los ojos desenfocados reconocen por fin a quién tiene delante: su padre.

—Papá, ¿qué…?

Las palabras quedan atascadas en su boca pastosa. La angustia trepa por su garganta, quiere vomitar.

—¿A qué estás jugando, Nerea? —Aunque se esfuerza por sonar calmado, se nota lo muy enfadado que está.

—¿Me has seguido?

—Me dijiste que ibas a pasar la noche en casa de Carla. —En sus ojos fieros también se observa tristeza, decepción—. ¿Por qué me mientes?

—¿En serio, papá? ¡Me has seguido!

Forcejear no sirve para nada. Los dedos siguen anclados alrededor de su muñeca, un agarre suave pero autoritario. Da un tirón. Por suerte no logra soltarse, porque habría caído en mitad de la carretera. Un coche toca el claxon pasando a toda velocidad.

—Suéltame, por favor.

—¿Dónde ibas a pasar la noche? —pregunta bajando el tono, alcanzando un timbre preocupado, casi cariñoso.

—No lo sé… 

—¿Por qué te haces esto, Nerea?

—¡No lo sé, papá! —chilla desarticuladamente, sintiendo que va a llorar—. ¡¡Suéltame!!

Muchos de los que hacen cola en la puerta de la discoteca miran ahora en su dirección, algunos se ríen.

—Vamos, te llevaré a casa —murmura soltándola por fin.

Nerea mira hacia el cielo rosáceo de la noche urbana. Caminan acompañados de un silencio agridulce, en dirección al coche.

—No quiero ir a casa —confiesa antes de entrar—, me gustaría ver estrellas.

—¿Estrellas?

—Sí, como cuando era pequeña. En el campo, con mamá. ¿Te acuerdas?

—Claro que lo recuerdo. —Sonríe enternecido—. Pero solo fue una vez, y salió fatal.

—Muchos mosquitos.

—Decías que no querías repetirlo. 

—Ya, pero las estrellas eran bonitas. —Con la mano se coloca el cabello detrás de la oreja, vuelve a mirar al cielo contaminado.

—Y estábamos los tres juntos.

—Ya. ¿La echas de menos? —Muestra una sonrisa nerviosa, le incomoda hablar de ella.

—Muchísimo. Todos los días. ¿Y tú?

—A veces.

No sabe qué más decir. Mira a los ojos tristes de su padre y se siente culpable por no escoger mejor las palabras. Entra en el coche porque la puerta sigue abierta.

—¿Me llevas a mirar estrellas o no? —pregunta con fastidio.

—Ponte el cinturón, conozco el sitio perfecto.

Hace rato que conduce. Ha llovido, y es como si las calles estuvieran bañadas en oro por el reflejo de las luces. Por algún motivo nunca se ha sentido tan cómoda. Allí está a salvo, rodeada de olores conocidos como la tapicería del coche o el perfume de su padre. Los párpados le pesan.

—¿Aún quieres ver estrellas? —pregunta con diversión una agradable voz varonil.

Nerea nota una mano en la rodilla, se frota los ojos. ¿Cuándo se ha quedado dormida? Frente a las luces del coche se extiende solo un montón de tierra. En su ventanilla, oscuridad.

Sale del vehículo. Está aparcado a un lado de una carretera de montaña, en un pequeño mirador. Su padre la espera con los codos apoyados en el guardarraíl. Justo detrás de la valla hay un barranco cuyo fondo desaparece en la negrura, y más allá brilla la ciudad postrada a los pies de un cielo rebosante de estrellas.

—¿Te gusta?

—No está mal —concede, buscando sitio a su lado—. Aunque hace frío.

—¿Quieres mi chaqueta?

Se la tiende sin esperar a que responda. Nerea mete los brazos, las mangas le van un poco grandes. Sube la cremallera hasta taparse la boca. Aspira profundamente: es cálida, huele como él. Y al expulsar el aire le tiembla el pecho.

—Gracias —suspira.

—¿Sabes? A tu madre le encantaba este sitio. Solíamos venir cuando éramos jóvenes, antes de que nacieras. Una vez me dijo que aquí no le costaba hablar. Ya la conoces, nunca fue muy habladora. Ni siquiera cuando tenía tu edad.

Al mirarlo de perfil, en la penumbra, se parece al recuerdo de su infancia: más joven, más risueño, más loco, más guapo. De pronto vienen a su memoria escenas de cuando era pequeña. Su padre la lleva a caballito, en la feria, mientras come una nube de algodón, y le cura los arañazos que se ha hecho al caerse de la bicicleta, la arropa, lee un cuento, y le da un beso en la frente, y todos esos recuerdos flotan en el aire como el vaho que surge de sus labios.

—Nerea, ¿me escuchas?

Con esa pregunta la devuelve a la realidad. Masculla algo, solo espera que su padre no haya notado cómo lo miraba. Desvía los ojos hacia el mar de luz de la ciudad.

—A veces me recuerdas a tu madre —le confiesa él—, siempre tan pensativa.

—No me parezco en nada a ella —gruñe, sin apartar la vista de un punto impreciso de la infinitud.

—Eres idéntica, igualita a cuando la conocí.

—¿Ah, sí? ¿Y en qué, si se puede saber? —suelta de pronto, irritada sin saber muy bien el motivo.

—Las dos sois guapísimas.

Su enfado se esfuma tan pronto como había aparecido, en su lugar queda una especie de timidez infantil. Sonríe incómoda, asomada al barranco, y patea una piedra que desaparece cayendo hacia la nada.

—Te lo parece porque soy tu hija.

—No. Lo eres, de verdad. Eres guapísima, como ella.

 Nerea muerde el cuello de la chaqueta. Hace rato que tiene la cremallera en la boca, juega usando la lengua. La tela huele como el abrazo que necesita. Las manos sudan en los bolsillos. Mira a su padre de soslayo, nerviosa, pensando que podría haber sido cualquier hombre en la intimidad de la noche. Pero no lo es. Y no quiere que lo sea.

—¿Cómo era mamá? Antes de que yo naciera, me refiero.

Le tiemblan los hombros y tiene la mirada acuosa. Necesita creer que es por el viento, o por el frío, pero una parte de ella sabe, sin lugar a dudas, que son ganas de soltar todo lo que tiene dentro. Demonios, cuánto necesita ese abrazo, y qué poco se atreve a pedirlo.

—Hum… complicada —responde al cabo de unos instantes.

Su padre sonríe hacia el cielo estrellado. Basta con mirarlo para saber que sus pensamientos están lejos de allí, quizá buscando cobijo entre los brazos de su exmujer. A Nerea todo eso le da envidia.

—¿Me quería? —murmura.

—¿Tu madre?

—Sí, ¿mamá me quería?

—Mucho. Y aún te quiere.

—No lo parece —masculla mordiendo la cremallera—. ¿Tú me quieres?

—Los dos te queremos muchísimo, Nerea. Es solo que a ella le cuesta demostrarlo.

—Pero tú me quieres más, ¿no?

—Nerea…

—¡Dime que me quieres más!

La envidia se ha convertido en algo parecido al odio. O puede que sea frustración, quién sabe. En cualquier caso, no tiene muy claro si lo siente por su madre, por ella misma o por un amor no correspondido.

—Te quiero mucho, Nerea.

—¿Cuánto?

—Muchísimo.

—¿Más que mamá?

—Sí.

—¿Mucho más que mamá? —insiste con un gimoteo infantil, a punto de llorar.

—Muchísimo más que ella, no sabes cuánto.

Entonces las lágrimas caen por sus mejillas destempladas. Llora porque por mucho que la quiera nunca será tanto como ella quiere, ni como ella quiere. Nerea tiene envidia porque ese cielo rebosante de estrellas significa mucho para su madre y nada para ella. Por fin lo entiende: no es rabia, ni frustración, solo celos. Una rabieta infantil por el amor de papá, así de simple. Qué estúpida.

Llora contra el pecho de su padre, que la abraza. Seguro que ni siquiera entiende por qué está llorando. ¿Cómo iba a explicárselo? No vale la pena intentarlo. Prefiere quedarse quieta, a salvo entre sus brazos, protegida por el calor de su cuerpo. Si pudiera escoger cualquier lugar del mundo para quedarse para siempre, sería ese.

 Una mano grande le arropa la nuca. La cara de Nerea busca refugio en la camiseta de su padre. Moquea, se siente ridícula. ¿Desde cuándo es una niña? Quizá siempre lo ha sido en el fondo. Y le gusta, no le importaría seguir siéndolo si así recibe más de sus abrazos.

Pero no le basta con un abrazo. Su madre tuvo más que eso. Los dedos se afianzan en los pliegues de ropa, tiran hacia abajo. Ahora llora cerca de su cuello. Y se ha puesto de puntillas. Lo busca. Él debe de haberse dado cuenta, porque la sujeta de la cintura para detenerla.

Le da un beso en la mejilla. Las manos la agarran más fuerte, casi a la altura de las costillas, cerca de los pechos.

—Venga, Nerea, ya basta…

Eso es todo lo que consigue articular mientras trata de quitársela de encima. Sin demasiado esfuerzo, en opinión de ella. De hecho, casi le parece que esas manos intentan auparla.

El segundo beso aterriza en los labios. Un sabor extraño; el del pecado, seguramente. Y una sensación indescriptible, diferente a cualquier beso que hubiera dado o recibido antes.

—¿Nerea, qué…?

Lo hace callar con más besos. Ya lo tiene acorralado contra el coche. No opone más resistencia que un vago intento de forcejeo. Casi da la sensación de que desea esto tanto como ella. Tampoco es que importe demasiado. Nerea vuelve a estar en una nube de calor. Nota que se extiende por el vientre, hacia los muslos. Respira agitada y no le pasa inadvertido que a él le ocurre lo mismo.

Joder, no va a detenerse ahora.