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Adriana, Dulce enfermera, Cap I

en Hetero: Infidelidad

ADRIANA

Autor: Mark De Luna

Mientras se vestía esa mañana, Adriana no dejaba de pensar en la noche anterior. Otra discusión con su marido, de nuevo por el sexo, de nuevo porque él no era capaz de lograr una erección. Estaba tan cansada como frustrada; ya iban a ser tres meses que no tenían intimidad y su relación conyugal se deterioraba cada vez más.

Adriana y Raúl se habían conocido desde siempre. Cuando entraron a estudiar juntos a la primaria se hicieron amigos casi a primera vista y, con el tiempo, comenzaron un apegado noviazgo.

Ella pasó de niña linda a convertirse en una belleza y él de un muchacho algo simplón a un hombre apuesto. Su relación siempre fue genial, con bromas, risas y mucho amor. Su relación perduro en la universidad, y luego, cuando ambos terminaron sus respectivas carreras, decidieron casarse.

Pero ya habían pasado dos años desde su encantadora boda y su excitante luna de miel, y Adriana estaba muy preocupada por lo que le pasaba a Raúl.

Desde que comenzaron a salir como novios, y empezaron a tener sus primeras experiencias sexuales, la cosa había funcionado a las mil maravillas. Si bien es cierto que ninguno de los dos tuvo otras parejas para comparar, ambos estaban satisfechos practicando un sexo bastante normal. Él la trataba como una princesa, sin penetrarla fuerte ni nada por el estilo, y ella estaba contenta de recibir dentro de sí al hombre que amaba, aunque muchas veces él se preocupaba más por su placer que por el de Adriana.

Pero todo había cambiado cuando Raúl comenzó a tener problemas para lograr una erección. Al principio bastaba con una estimulación de ella, una paja o una mamada. Pero con el tiempo dejó de ser suficiente; ya no importaba lo que la joven hiciera, no lograba nada. Al principio se culpaba, creía que ella no era lo suficiente hermosa para satisfacer a su amado, mientras él le decía que no fuera tonta, que era la mujer más bella del mundo. Sin embargo, las últimas semanas todo había ido para peor. Él dejó de ser el hombre amable y comprensivo para pasar a ser un gruñón que lo único que hacía cada noche era culparla de su situación.

―No lo haces bien ―decía Raúl ante las pajas que su esposa le daba―. Si le pusieras más ganas tal vez se me pararía —le gritaba enojado ante la imposibilidad de tener una erección, ni siquiera con su esposa tratando de chupar su flácida verga.

Los reclamos de su marido hicieron que, poco a poco, Adriana comenzara a cansarse de recibir las culpas que ahora estaba segura no eran suyas. Así iniciaron las discusiones; él diciendo que su esposa no era lo suficientemente fogosa en la cama, ella diciendo que si su herramienta no funcionaba no era su responsabilidad.

La pelea de la noche anterior había sido la peor discusión que habían tenido, tanto así que Raúl, por primera vez desde que se casaron, fue a dormirse al sofá de la sala.

Adriana era una mujer humilde pues creció en el seno de una familia de bajos recursos. No eran pobres en extremo, pero nunca pudieron darse ninguna clase de lujos. Ella era la menor de tres hermanos. Erika, la mayor, le llevaba seis años, y Luis, el del medio, tres.

Con veintiséis años, Adriana estaba logrando el sueño de toda su vida: ser enfermera. En realidad, ella quería convertirse en doctora, pero debido a lo caro de esa carrera no pudo lograrlo. Aplicó a varias becas, pero nunca pudo conseguir ninguna, así que tuvo que conformarse con ser enfermera. Aun así, ella no se sentía frustrada, había trabajado mucho para poder pagarse su carrera y su verdadera aspiración siempre había sido ayudar a gente enferma. Desde que vio morir a su padre de cáncer de pulmón cuando era niña sin poder hacer nada se dijo que crecería para ayudar a los enfermos.

Y vaya que creció. Se convirtió en una mujer sumamente hermosa, era la envidia de todas sus amigas. Tenía un cuerpo escultural que se moldeo de forma exuberante debido a las horas que solía pasar en el gimnasio. Su trasero era firme y bien torneado, tenía unas piernas deliciosas que atraían todas las miradas cuando se ponía short o alguna falda, y unas tetas de infarto, tan grandes que muchas veces parecían querer salirse de su escote.

Adriana sabía de su belleza, pero su educación humilde la había hecho ser siempre una chica tranquila, nada provocadora. Pensaba que ella le pertenecía a su esposo y con eso estaba satisfecha.

Al menos fue así, hasta que todo empezó a derrumbarse.

Adriana terminó de vestirse esa mañana. Se puso unos jeans algo ajustados y una camisa blanca con sujetador, igual blanco, por debajo, además de una chaqueta de piel por encima. Era ropa discreta como la que siempre usaba, estaba distraída y triste por la pelea que había tenido con Raúl la noche anterior. No le gustaba pelear con él, lo amaba demasiado.

Salió de su casa a las 8:00 de la mañana, a la misma hora de siempre para llegar a tiempo a su turno a las 10:00. Tomó el metro en una estación cercana a su casa y se bajó en la estación más cercana a su trabajo.

Llevaba cerca de un año y medio ejerciendo en el hospital General, uno de los más importantes del país. Adriana se sentía orgullosa de haber conseguido un puesto en ese lugar, muchas de sus compañeras solo podían soñar con trabajar en una institución tan prestigiosa. Era un edificio alto y robusto que se veía imponente entre las construcciones más modestas que lo circundaban. En los pisos de más arriba funcionaban las oficinas administrativas y todo eso, aunque lo cierto es que en la última planta solo estaba la oficina de la directora del hospital y nada más.

Al llegar, Adriana saludó a la recepcionista y se dirigió a los camerinos para cambiarse y ponerse su uniforme. Era de las pocas enfermeras que hacían eso, la mayoría prefería llegar ya con el uniforme puesto desde su casa; ella no. ―Por si acaso ―se decía―, nunca se sabe que puede pasar.

Comenzó a desnudarse hasta quedar solo con su conjunto de ropa interior blanca, estaba a punto de ponerse el uniforme cuando escuchó una voz tras ella.

―Vaya que tienes un cuerpazo.

Adriana se giró con una ligera sonrisa. Reconoció la voz de su mejor amiga.

―Hola, Vicky.

―Hola, compañera —respondió su amiga sonriendo, mientras con la mirada recorría todo el cuerpo de Adriana―. En serio, estás rebuena, que suerte tiene Raúl de poder disfrutar ese cuerpazo todas las noches.

Adriana estaba acostumbrada a ese tipo de comentarios por parte de Victoria. Desde que la conoció al entrar a estudiar la carrera de enfermería y se hicieron amigas, constantemente le decía que estaba hermosa y que tenía envidia de las miradas que provocaba en los hombres; lo cual no tenía mucho sentido en la mente de Adriana, pues Victoria no era fea y sabía que muchos hombres querían algo con ella, y que muchas veces lo conseguían.

―No digas tonterías ―le dijo con una sonrisa―. Mejor dime qué pasó en el turno de la noche.

―Pues no mucho, la verdad. Fue una noche tranquila. En nuestra área solo hubo tres ingresos: una señora diabética, una mujer que se accidentó en su auto, aunque al parecer no es nada grave, y un señor que se calló de un caballo y tiene una pierna y un brazo rotos.

―Vaya, pues sí que fue tranquila ―admitió Adriana.

Por lo regular, al ser un hospital tan prestigioso, lo normal era tener bastantes más ingresados al día, aunque a veces había noches como esa.

―Bueno, me voy a mi casa ―dijo Victoria, que había terminado su turno―. Estoy exhausta. Nos vemos, amiga.

Adriana se despidió de ella y terminó de vestirse. Su uniforme, al igual que en la mayoría de los hospitales, era totalmente blanco, pantalón y camisa a botones, además de una chaquetina azul que se podía llevar o no encima de la camisa. ella por lo general la llevaba, pero esa tarde hacía demasiado calor como para ponérsela.

Luego de vestirse se dirigió a la oficina del doctor Garza, su superior inmediato, para ver qué paciente le asignaban, ya que el último que tenía había sido dado de alta el día anterior.

El doctor Garza era un hombre muy respetado en el hospital, de hecho, era un profesional muy reconocido en su área. Era, sin duda, el mejor neurólogo del país. También tenía muchos conocimientos en otros tantos campos de la medicina, por eso era el doctor más preciado del hospital y todos le tenían una gran admiración.

Aunque no tanto cuando se trataba de cosas personales. No era ningún secreto que el doctor Garza, un hombre mayor, de casi sesenta años, era alguien demasiado libidinoso, que aprovechaba cada situación que tenía para intentar seducir a cualquier mujer que le gustaba: enfermeras, doctoras, incluso pacientes y familiares de pacientes. Definitivamente era un hombre que no tenía buena fama entre el personal femenino del hospital.

Pese al poco tiempo que llevaba ahí, Adriana había escuchado que algunas chicas se habían dejado seducir por él. No lo entendía, pues su jefe no era un hombre particularmente apuesto, aunque la verdad sea dicha tampoco era el hombre más feo que había visto, solo era normal. Tenía una barba canosa bastante frondosa, era gordo, no en exceso, pero su barriga se notaba con facilidad, y además era bastante más bajo que ella.

Adriana sabía bien que el doctor había puesto su mirada en ella desde que ingresó en el hospital, que por eso había pedido que estuviera bajo su cargo desde su primera semana ahí, pero no le importaba. Era estúpido pensar que ella alguna vez le haría caso; además, así tenía la oportunidad de trabajar con uno de los mejores doctores del país.

Se dirigió a la oficina del doctor y llamó a la puerta.

―Adelante ―dijo una voz ronca desde dentro.

―Hola, doctor Garza ―saludó Adriana abriendo la puerta.

―Ah, hola, Adriana. ―El doctor levantó la vista de su escritorio para verla y sonrió―. Justo iba a ir a buscarla.

―Bueno, ya estoy aquí ―dijo ella con una sonrisa.

―No sé si sepa que anoche solo hubo tres ingresos.

―Sí, ya me informaron.

―Genial, bueno, nosotros nos encargaremos del señor que llegó con fracturas de pierna y brazo, el señor… ―Buscó el nombre en los papeles que tenía en la mano― …Rodrigo Pérez. Al parecer es un agricultor, aunque también tiene una granja. Estaba paseando con su caballo y se calló provocándose esas fracturas.

―Entiendo ―asintió Adriana ante la explicación.

―No es nada grave, solo necesita una operación en la pierna; se ve algo destrozada, pero la podré arreglar sin problema.

Esa confianza en sí mismo, totalmente justificada, era algo que Adriana admiraba de él. Sabía que era un buen doctor, el mejor tal vez, y no intentaba ocultarlo, ni siquiera con una operación tan fácil como aquella.

―El paciente también es diabético ―continuó informándole el doctor mientras le entregaba un papel a Adriana―. Así que hay que estar midiendo su glucosa. Asegúrese de pedirle una dieta para diabéticos y esté al pendiente de que coma bien. En este papel están las instrucciones de todos los medicamentos que tiene que administrarle; la mayoría son para el dolor.

―Está bien, doctor.

―Asegúrese de avisarme si surge algún inconveniente, usted tiene mi número de teléfono. Me tocó el turno nocturno esta semana, así que ya me voy, pero regresaré para cuando se acabe el suyo; pasaré a ver cómo está el paciente. El doctor Rodríguez hará la visita en la tarde.

―Claro, doctor. No se preocupe.

Dicho esto, Adriana se giró hacia la puerta para irse, pero el doctor la llamó:

—Adriana, espere.

La hermosa enfermera se giró para ver al doctor acercarse y quedar junto a ella, muy cerca de hecho.

―¿Ha pensado sobre mi invitación? ―le preguntó el doctor Garza en un tono más confidencial.

Sabía que el tema terminaría saliendo. El hospital iba a celebrar una cena con todos los trabajadores el próximo sábado debido al aniversario número cincuenta de la institución. Todos irían, desde los doctores hasta los encargados de la limpieza estaban invitados; ellos y un acompañante. Adriana se descuidó y mencionó que Raúl tenía un viaje de trabajo para esas fechas, así que no podría acompañarla. Y el doctor Garza no había perdido la oportunidad de invitarla. Ella no le había dado una respuesta clara, porque no quería hacerlo enfadar, pero parecía que el mensaje entre líneas no sería suficiente para el doctor.

—No lo sé, doctor. La verdad es que no me sentiría cómoda, tengo esposo, y usted tiene esposa ―le dijo algo incomoda.

«Aunque no parece importarle demasiado ―pensó Adriana»

―¿Y eso qué importa? Solo es una invitación como colegas, no tiene por qué verlo de otro modo. ―Sus palabras decían una cosa, pero sus ojos decían otra.

―Lo siento, doctor, pero creo que voy a declinar su invitación; ni siquiera tengo ropa decente que ponerme ese día —dijo con una sonrisa inocente.

―No se preocupe por eso. ―El doctor se había acercado más a ella. Tomó la mano de Adriana entre las de él―. Yo puedo darle dinero para que se compre algún vestido lindo.

La joven no se esperaba eso; tampoco que el doctor tuviera la osadía de tomar su mano, ni que le ofreciera comprarle ropa. En cualquier otro momento se hubiera sentido ofendida por ambas cosas, se habría separado de él y salido de la oficina. Pero ese día, después de todos los problemas que había pasado con su marido, no estaba de humor para ofenderse. Solo sonrió.

―No lo sé, doctor… Mire, déjeme pensarlo, aún faltan varios días. El jueves le doy mi respuesta definitiva, ¿le parece?

―Está bien ―dijo él, soltando su mano―. El jueves entonces.

Adriana salió de la oficina algo turbada. No entendía cómo no se había negado, se reprendía mentalmente por eso, ella era una mujer casada, no podía ir por ahí con hombres que le doblaban la edad, no era correcto. Mientras caminaba por los pasillos del hospital pensó en volver atrás y negarse directamente a la invitación, pero, cuando estaba a punto de hacerlo, su teléfono sonó. Esperando que fuera Raúl lo sacó de su bolsillo con rapidez. Se decepcionó un poco al ver que quien llamaba era su madre. Antes de responder, se prometió que se negaría con el doctor en la primera oportunidad que tuviera.

―Hola mamá ―dijo respondiendo la llamada.

―Hola, querida. ¿Cómo estás?

―Bien. ¿Y esa sorpresa? Nunca me llamas tan temprano. ¿Pasa algo? ―se preocupa Adriana.

―Nada grave, hija. Es solo que tu hermana me pidió que te preguntara si podrías darle clases a tu sobrino.

―¿Clases de qué?

―No lo sé ―admitió su madre―. Solo me dijo que tiene malas calificaciones. Y ya sabes que es su último semestre en la prepa; necesita buenas notas para salir con buen promedio y poder entrar a la universidad. Y como tú eres la lista de la familia…

―Está bien ―aceptó Adriana haciendo un gesto de exasperación por el típico discurso de su madre―. Dile a Erika que me pasaré a eso de las 7:00 de la tarde. En su casa me explicara todo.

En parte aceptó porque quería que a su sobrino le fuera bien, en parte porque no quería llegar temprano a la casa y ver a Raúl.

―Gracias, querida. Te dejo trabajar. Le diré a tu hermana. Adiós.

Después de colgar, Adriana pensó en su sobrino: un joven que en unas semanas cumpliría los dieciocho. Su hermana Erika se había embarazo y casado ―en ese orden― cuando apenas tenía dieciséis años, algo que obviamente hizo enfadar a su madre, que estuvo mucho tiempo sin hablarle. Esto había causado que Erika dejara de estudiar para cuidar de su hijo.

Cuando su hermana se embarazó, Adriana tenía apenas nueve años de edad, y, muy emocionada, le pidió a Erika que la dejara elegir el nombre del niño. Ella le dijo que si sacaba las mejores notas de su clase le podría poner el nombre que quisiera a su sobrinito. Adriana cumplió el desafío y llamó al bebé Adrian, para que siempre que lo llamara por su nombre pensara en ella. A Erika esto se le hizo muy gracioso y aceptó. Así, desde que el niño nació, Adriana y él habían sido muy unidos; tía y sobrino, cómplices de travesuras, a veces parecían más primos que otra cosa. Y todavía eran tan cercanos que el joven prefería contarle a ella de sus problemas que a su propia madre.

Pensaba en lo bien que le haría pasar tiempo con su sobrino cuando llegó a la habitación de su paciente. Era una de las camas exclusivas. En ese hospital, si uno quería tener su propia habitación, tenía que pagar, y no era barato, así que claramente el señor tenía dinero. Entró y lo observó acostado en la cama, con un brazo y una pierna enyesadas. No había nadie más en la habitación.

―Buenos días ―dijo con una sonrisa.

―Güenas. ―El señor estaba con la cabeza girada hacia el ventanal, con cara de angustia, como si deseara salir de ahí lo antes posible.  Pero cuando se giró, y vio a la belleza de enfermera que acababa de entrar, sus ojos se iluminaron.

―Mi nombre es Adriana. Voy a ser su enfermera de turno.

―Oiii ―dijo el señor en una jerga muy de gente de campo―. No me dijeron que aquí las enfermeras eran ángeles.

Adriana sonrió. No era la primera vez que algún paciente le hacía un cumplido, pero es que le salió tan gracioso al señor.

―Gracias.

El señor Pérez era justo la imagen que uno tiene de un hombre de campo en México. Es cierto que no iba con sombrero ni con camisas de franela, pues llevaba la bata de paciente, pero su bigote, su cara arrugada y sus maneras algo rudas lo delataban por completo. Era un sujeto delgado y, al parecer, alto. Según su expediente tenía sesenta años.

―Vine a ver como se encuentra ―dijo Adriana.

―Pos ´toy roto.

―Sí, eso puedo ver. Me refiero a si siente mucho dolor, o si necesita algo ―le acalró Adriana.

―No me duele, las medicinas que me metieron me quitaron el dolor ―dijo como buen macho el señor Pérez. La enfermera no supo si creerle o no.

Adriana notó como a veces el señor hablaba bien y a veces con jerga de campo. Le pareció curioso, seguro estaba haciendo un esfuerzo por hablar bien.

―Pero sí hay algo que me jode ―dijo luego en hombre con tono molesto―, que no puedo ir a mear o a cagar.

Sorprendida, Adriana miró hacia abajo, buscando el recipiente desechable al que debía estar conectada la sonda que debía tener puesta en el pene el señor Pérez. No vio nada.

―¿No le pusieron sonda? ―preguntó extrañada.

―¡No los dejé! ―dijo visiblemente molesto en hombre.

―¿Por qué? ―Adriana trató de calmarlo hablándole con un tono sereno.

―¡Porque no voy a dejar que nadie me meta cosas en la verga! ―exclamó―. La verga es para meter, no para que le metan cosas.

Adriana no era una mujer que se amedrentara por ese tipo de lenguaje, y la respuesta del hombre le pareció graciosa, y lo demostró sonriendo.

―Entiendo. ¿Quiere ir al baño ahora?

―Sí ―admitió secamente el señor Pérez.

Adriana acercó la silla de ruedas de la habitación.

―Bien, déjeme llamar a alguien para que me ayude. Me temo que yo sola no puedo subirlo a la silla y volverlo a subir a la cama después.

—Claro, claro, pero no le diga a un hombre. Traiga otra enfermera, no quiero que ningún hombre me vea la verga.

―Está bien, don Rodrigo.

No era la primera vez que trataba con un hombre como él, criado lejos de la “civilización”, creciendo a la antigua, machista y homofóbico. Sabía que lo mejor era no contrariarlo. Además, por alguna razón, había algo en ese hombre que le hacía pensar que no era mala persona, solo había sido criado de forma diferente.

Salió de la habitación y llamó a la primera enfermera que se encontró para que la ayudara. Entre las dos fue bastante sencillo bajar de la cama a la silla al señor Pérez. Sin lastimarle ni la pierna ni el brazo, lo llevaron en la silla al baño y, entre las dos, lo sentaron en el inodoro.

Se quedaron vigilando que nada le pasara. Luego de un momento, el hombre anunció que ya estaba listo. Cuando lo ayudaron a volver a la silla, Adriana no pudo evitar fijarse en que el miembro del señor se estaba poniendo erecto. No supo explicarse por qué, tal vez por saberse observado por dos mujeres, pero lo cierto es que la mujer pudo ver que era de un tamaño bastante grande, aunque no pudo verla toda debido a que la bata no la dejó ver bien.

De pronto, se descubrió a sí misma intentando ver más. Cuando se dio cuenta, se reprendió mentalmente y evitó volver a mirarla. Pero ya era tarde, pues se dio cuenta que el señor Pérez le dirigía una sonrisa cómplice.

Cuando lo volvieron a subir a la cama, y le agradeció a la otra enfermera, Adriana se quedó de nuevo sola con el hombre, sin poder sacarse de su mente la imagen del tremendo miembro que había visto.

―Bueno, ahora tengo que medir su nivel de glucosa. Tengo que hacerle un pequeño piquete en el dedo, no le va a doler.

―Está bien, doctora. Ya me los han hecho muchas veces ―aceptó el hombre en un tono bastante más amigable.

Mientras le hacía la prueba y comprobaba en el glucómetro que estaba dentro del rango que el doctor le había indicado, se lo hizo saber:

―Parece que todo está en orden. Por ahora me retiro. Si necesita cualquier cosa, pulse este botón y vendré a ayudarlo. De cualquier modo, en un rato volveré a darle sus medicamentos para el dolor.

Mientras Adriana se dirigía a la puerta. el señor la llamó:

―Doctora…

A Adriana no le molestaba que la llamaran doctora. Era la típica forma que tenía la gente de campo.

―¿Sí? ―dijo ella girándose para verlo.

―No está mal, ¿verdad?

―¿Qué cosa?

―Usted sabe de lo que hablo.

Y dicho esto, el hombre se giró como pudo y cerró los ojos, mientras Adriana se quedaba pensando… Claro que sabía de lo que hablaba, y claro que no estaba mal.

Un par de horas después, Adriana volvió a la habitación de don Rodrigo para darle sus medicamentos contra el dolor.

―Hola, don Rodrigo. Es hora de sus medicamentos, señor.

El hombre solo asintió y se tomó las pastillas, mientras Adriana administraba en el suero los otros medicamentos.

―En un rato más le traerán la comida. Vendré a asegurarme que se coma todo ―le anunció Adriana en tono maternal y salió lo más rápido que pudo sin decir nada más. En su mente aún vagaba el pedazo de herramienta que había visto en ese viejo.

Una hora después volvió a entrar a la habitación para asegurarse de que el viejo comiera todo lo que le habían dado. Mientras vigilaba que comiera, Adriana notó como el señor cada cierto tiempo le dedicaba intensas miradas.

―¿Qué pasa? ―le preguntó.

―¿Tiene novio?

Adriana no esperaba la pregunta. No se sentía cómoda hablando de su vida privada con sus pacientes, pero al ver la sonrisa del viejo, decidió hacer una excepción.

―Soy casada.

Obviamente el viejo no esperaba esa respuesta, pues sus ojos se abrieron como platos. Pero se recompuso y, después de darle una mordida a una manzana que le habían traído con la comida, volvió a hablar:

―Sabe, señorita. Yo ya ´toi viejo, pero cuando era joven, aunque no lo crea, yo me acosté con muchas viejas allá en el rancho. ―Al ver que la expresión de la mujer delataba que no entendía por qué le decía esto, el viejo continuó―: Tengo mucha experiencia con ustedes las mujeres, y sé cuándo una no está satisfecha. Y la forma en que usted vio mi verga en el baño no es como lo haría una mujer casada satisfecha con lo que su marido le da por las noches.

El que el viejo se tomara la libertad de decirle esas cosas molestó a Adriana, que se levantó de su asiento bruscamente.

―Primero que nada, yo a usted no le vi nada, y segundo, soy una mujer felizmente casada; no tengo ningún problema con mi marido y, además, a usted no le interesa mi vida ―le soltó muy molesta. Luego se volteó y se largó de la habitación.

Mientras ella caminaba hacia la puerta, el viejo sonreía mirando el contorneo del culo de su quería doctorcita.

―¿Qué te pasa? ―le preguntó a Adriana otra enfermera que la vio llegar a la sala de descanso toda enfadada.

―Nada ―respondió ella intentando fingir tranquilidad―, paciente difícil.

Adriana se acercó a la nevera que tenían las enfermeras en la sala. Tomó un jugo de manzana y se dejó caer en una silla cercana, no sin antes notar que otras enfermeras igual se habían girado para verla.

―Pues sí que debe ser difícil ―dijo María, otra enfermera―. En todo el tiempo que llevas aquí nunca te había visto poner mala cara al salir de ver a un paciente.

―La gente del campo ―respondió Adriana, sonriendo―. Ya sabes como son.

María asintió. Era una enfermera que llevaba al menos cinco años en el hospital. Tenía alrededor de treinta años y, al igual que Adriana, era de esas que son deseadas por todos los hombres: alta, con unos pechos de infarto y una figura bastante estilizada. No era tan atractiva y bella como la exuberante Adriana, pero poco le faltaba. Eso sí, María tenía fama de ser bastante puta y su actitud a veces demostraba que esa fama se la tenía bien ganada.

―Uy, sí. La semana pasada me tocó atender a un hombre que aprovechaba cada ocasión para manosearme ―contó.

―Y a ti te gustaba, ¿verdad? Jaja ―bromeó otra enfermera.

―¡Cállate, perra! ―exclamó María, simulando indignación, al tiempo que las demás enfermeras que ahí se encontraban se reían.

Incluso Adriana se permitió una sonrisa, aunque su mente siguió pensando en el episodio que acababa de ocurrir en la habitación de su paciente.

El resto del día transcurrió sin incidentes. La mujer fue a darle los medicamentos que restaban al señor Pérez y este no hizo ningún comentario sobre lo que había dicho anteriormente, ni en esa, ni en las otras oportunidades en que Adriana lo visitó para chequear su condición.

Pasadas las seis de la tarde, el doctor Garza se presentó en la sala de las enfermeras y le pidió a Adriana que lo acompañara a ver al paciente.

―Buenas tardes ―le dijo nada más entrar y verlo en la cama―. Soy el doctor Garza, su médico asignado.

―Buenas, doctor ―respondió el señor Pérez.

―¿Cómo se encuentra?

―Pos muy aburrido. Aquí solo estoy acostado.

―Entiendo ―dijo el doctor―. Pero tendrá que aguantar un buen tiempo así. En un rato más le haremos unas pruebas para ver cuándo podremos hacerle la cirugía en la pierna.

―¿Las pruebas me las hará la señorita? ―preguntó el paciente refiriéndose a Adriana mientras sonreía.

―No ―respondió ella―. Mi turno ya acabó, en unos momentos vendrá la enfermera del turno de noche a hacerse cargo.

Visiblemente decepcionado, el viejo Rodrigo asintió.

―Espero que sea al menos la mitad de hermosa que usted ―dijo para sorpresa de Adriana y la diversión del doctor Garza.

―No ―negó con una sonrisa maliciosa el doctor―. La enfermera Alondra es buena persona, pero no es tan guapa. Para nada guapa en realidad.

La respuesta impresionó bastante a Adriana, que abrió mucho los ojos y miró extrañada a su jefe. No esperaba que el doctor Garza fuera a hablar así de una enfermera.

―Bueno, tendré que esperar hasta mañana para verla ―dijo decepcionado el señor Pérez.

Dicho esto, doctor y enfermera se despidieron y salieron de la habitación.

―Doctor, no fue correcto hablar así de Alondra ―dijo Adriana ya a solas con su jefe en el pasillo.

―¿Por qué no? ―preguntó él―. Solo dije la verdad. Alondra me cae muy bien, pero es gorda y vieja. No es ni la mitad de hermosa que usted.

―Pero no esta…

Adriana no pudo terminar la frase. El doctor se giró hacia ella.

―A ver, Adriana. Tú eres sin ninguna duda la mujer más sexy que hay en este hospital. No debes sentir pena por alguien como Alondra; su mejor tiempo ya pasó, y créeme, ella no era ninguna belleza incluso de joven.

―Aun así…

Adriana no supo que decir. Sabía que no estaba bien que hablara así de una persona, y menos cuando ni siquiera estaba presente, pero el hecho de que el doctor le dijera que ella era la más sexy de todo el hospital la dejó pensando. Nadie le había dicho eso, y aunque en su mente pensaba que tal vez estaba exagerando, el hecho de que alguien pensara de esa forma de ella terminó de convencerla de que los problemas de Raúl no eran su culpa, que era lo suficientemente hermosa como para generar deseo en un hombre.

―Lo siento, doctor. Me tengo que ir. Nos vemos mañana ―dijo cuando terminó con sus cavilaciones.

―Claro, nos vemos mañana. No olvide pensar sobre mi invitación.

Adriana solo asintió y se encaminó a los camerinos.

A las siete en punto llegó a la casa de su hermana, que no estaba tan lejos de su casa. Aún tenía algunas cosas en la cabeza: sus problemas con Raúl, la invitación del doctor Garza, lo que le había dicho don Rodrigo sobre estar insatisfecha… Pero sabía que hablar con Erika y su sobrino le ayudaría a despejarse.

Forzó una sonrisa cuando su hermana le abrió la puerta. Se saludaron afectuosamente y le preguntó cómo estaba.

―Yo bien, pero tu sobrino no mucho ―dijo Erika con una sonrisa mientras le indicaba que pasara a la sala.

―¿Tan mal le va en la escuela?

―Sí, algo así, pero mejor siéntate, que te lo expliqué él mismo. Salió a la tienda, no debe demorar.

Adriana se sentó en la sala. Además de las fotos familiares, las estanterías estaban llenas de libros y cosas como figuras de acción de series o películas. En especial había miniaturas de Star Wars  y de series como Dragon Ball. Roberto, el esposo de Erika, era fan de ese tipo de cosas, y cada que tenía oportunidad compraba ese tipo de cachivaches. A Erika parecía no molestarle que se gastara dinero en eso, y Adriana, aunque no le parecía lo más normal en un hombre maduro, tampoco creía que fuera el peor hobby del mundo. De cualquier manera, ella no tenía ni voz ni voto en ese asunto, aunque, cada vez que visitaba a su hermana, se asombraba de ver nuevas figuras y naves, o algo de ese estilo.

―¿Y Roberto? ―preguntó a su hermana.

―Trabajando. Últimamente llega como a las ocho.

Adriana asintió. Roberto no le caía muy bien, hace tiempo había notado como la miraba. Era un hombre casado que no debía fijarse en otra mujer, menos en su cuñada, pero a estas alturas de la vida ya no era tan ingenua, sabía que los hombres pensaban con lo que les cuelga entre las piernas.

―¿Y cómo está Raúl? ―preguntó Erika.

―Bien ―respondió Adriana a secas, lo que hizo que su hermana supiera que algo pasaba.

―¿En serio? —la miró, cuestionándola.

―Aah ―suspiró Adriana―. La verdad es que no. Estamos teniendo una pequeña crisis. Hemos discutido últimamente.

―¿Es grave?

―Nooo, ¿cómo crees? ―mintió Adriana, para que su hermana dejara de interrogarla―. Tonteras como a donde ir, qué comer, nada importante en realidad.

―Bueno, es normal. Una pareja no puede estar siempre de acuerdo, ¿verdad?

―No, claro que no ―dijo Adriana algo nerviosa. No le gustaba mentirle a su hermana.

En ese momento, justo cuando Adriana estaba cansándose de esa platica, se abrió la puerta de la casa y apareció su sobrino.

Adrian, al verla, sonrió y fue a abrazarla.

―Hola, chico ―dijo ella respondiendo su abrazo.

―Hola, tía ―respondió él.

Adrián era un joven bastante apuesto. En la opinión de Adriana, había sacado lo mejor de su madre y de su padre. Era alto y tenía los ojos de su madre que le concedían un semblante juvenil y agradable.

―A ver, muchacho, deja de abrazar a tu tía y siéntate para que le pidas lo que tienes que pedirle ―le cortó su madre.

Ante la reprimenda, Adrián soltó el abrazo y visiblemente avergonzado tomó asiento y comenzó a hablar:

―Tía, necesito de tu ayuda. Llevó muchas materias mal, si no consigo aprobar los exámenes finales no podré graduarme y entrar a la universidad ―confesó el muchacho.

Adriana lo miró con firmeza, pero en el fondo sabía que no podía enfadarse con su sobrino.

―¿Qué tan mal estás?

―Bueno, necesito sacar mínimo nueve en todos los exámenes finales ―dijo Adrian poniendo cara como que se venía un chaparrón.

―Pues vaya que estás mal ―dijo Adriana sonriendo.

Él asintió, avergonzado.

―Este muchacho no pone atención en clases. No sé por qué, seguramente tiene en mente a alguna chica ―intervino Erika.

―¡Mamá! ―El joven, sonrojado, la miró enfadado.

―Jajaja. ¿Cuándo son tus exámenes? ―quiso saber Adriana.

―En tres semanas. El último es justo en mi cumpleaños.

―Mmmmm. Está bien ―aceptó la tía―. Te ayudaré a estudiar, pero debes prometerme una cosa. ―Lo miró muy seria―. Mi trabajo es duro. Termino bastante cansada todos los días. Así que, si voy a venir aquí a ayudarte a estudiar, quiero que me prometas que te lo tomarás en serio y que no voy a estarte llamando la atención a cada momento.

―Lo prometo.

―Está bien. Como sabes, mi día libre son los miércoles, así que todos los demás días yo puedo venir después del trabajo y estudiar contigo un par de horas. El miércoles, sin embargo, tú puedes ir a mi casa y aprovechamos para estudiar un poco más.

El muchacho se levantó de un salto y se abalanzó sobre ella para abrazarla.

―¡Gracias, Adriana!

―De nada, hombre ―dijo Adriana entre risas, para luego ponerse seria―. Bueno, comenzaremos hoy mismo, así que trae tus cosas.

―¿Por qué no estudian en su habitación? ―propuso Erika.

―Por mi está bien ―dijo Adriana poniéndose de pie―. Sube, Adrian, que ahora te alcanzo.

El muchacho obedeció y salió disparado a su habitación.

―Gracias ―dijo Erika.

―Bah, no te preocupes, sabes que nunca he podido negarle nada.

Ese primer día de estudio transcurrió sin ningún problema. Adrián puso atención a todo lo que su tía tuvo que enseñarle, y Adriana comprobó que su sobrino no era un chico tonto. Tal vez su problema era la falta de atención. Pensó que quizá sí era cosa de chicas.

―¿De verdad te distraes pensando en chicas? ―preguntó Adriana una vez que terminaron, cuando se disponían a salir de la habitación, tras dos horas de estudio.

―No, nada de eso, solo me distraigo con facilidad.

Se le notaba que no estaba diciendo toda la verdad, pero no quería interrogarlo; al fin y al cabo, ella no era su madre, así que se limitó a asentir.

Bajaron a la sala para que Adriana se despidiera. Abajo los esperaban Erika y Roberto, que ya había llegado del trabajo.

―Adriana, hola ―dijo su cuñado en cuanto la vio.

―Hola, Roberto. ¿Qué tal?

―¿A que debemos el placer de tu visita?

―Voy a estar viniendo a ayudarle a estudiar a mi sobrinito hasta sus exámenes finales.

―¿De verdad? Gracias ―dijo Roberto. En su mirada se reflejaba verdadero agradecimiento, claramente no quería que su hijo tuviera problemas para graduarse.

Sin embargo, por un instante, Adriana pudo ver en sus ojos el deseo que su cuñado sentía por ella; aunque fue solo durante un instante, pues su esposa estaba presente.

Roberto era un hombre un poco mayor que su hermana. Su rostro serio cubierto por una barba de candado exudaba severidad. Si bien Erika había sido bastante atractiva en su juventud, Adriana pensaba que con los años se había dejado estar precisamente porque su marido no se cuidaba mucho; pues él, con los años, había subido algo de peso y se había puesto hogareño a tal grado que aburria.

 Adriana se hacía la tonta cada vez que sorprendía a su cuñado mirándola con esa mirada depredadora. Nunca le había contado ni a Raúl ni a Erika para no crear problemas en la familia que pudiera distanciarlos. De pronto le dio mucha rabia que Roberto se tomara esas libertades para con ella. Si él lo hacía, el propio esposo de su hermana, qué podía esperarse de hombres como el señor Pérez o el doctor Garza.

Pero se quitó eso de la cabeza. Al fin y al cabo, sabía que el pobre de su cuñado no hacía más que sucumbir a sus instintos de hombre. Así que termino por aceptar las palabras de Roberto e ignoró esa mirada pecaminosa.

―No es nada ―dijo, sonriendo―, me gusta ayudar a mi sobrino.

―¿Te quedas a cenar? ―preguntó su hermana.

―No, gracias, pero no puedo. Estoy cansada y ahora mismo quiero llegar rápido a mi casa.

Se despidieron y Adriana de inmediato llamó a un Uber para que fuera por ella. No quería perder tiempo en llegar a su casa, estaba ya bastante cansada e intuía que su marido no estaría de buenas.

Raúl ya estaba en casa, sentado en el sofá viendo la televisión.

―Hola, amor ―lo saludó, pero no recibió ninguna respuesta. Creyendo que no la había escuchado decidió dejarlo ver su programa mientras ella se daba un baño.

Se dirigió a su cuarto y, quitándose la ropa, se metió al cuarto de baño. Entró en la ducha y fue como si llegara al cielo. El sentir el agua tibia sobre su cuerpo la reconfortaba bastante después de un día de tanto trabajo y esmero.

Después de algunos minutos salió de la ducha y se dirigió a la sala. Tenía pensado servirse un plato de cereal para cenar, pero la voz de su esposo la detuvo.

―¿Dónde estabas? ―preguntó Raúl sin apartar la vista de la televisión.

―¿Perdón? ―Era la primera vez que su esposo la interrogaba por lo que hacía antes de llegar a casa.

―Llegas tres horas tarde. ¿Dónde estabas?

Adriana no tenía ganas de discutir, así que mientras abría la puerta del refrigerador y sacaba algo de leche, le respondió:

―En casa de Erika. Me pidió que por favor ayudara a Adrián a estudiar después del trabajo, tiene los exámenes finales muy cerca.

Al escuchar esto, Raúl apagó la televisión y dirigió su mirada a su esposa, que se había vestido con un pijama de pantalón corto y una blusa holgada.

―¿De verdad? ¿No será que estabas en otro lado?

Adriana lo miró a los ojos, en ellos se notaba enojo.

―¿Dónde más?

―Pues no lo sé ―dijo el hombre sentándose en una silla cerca de donde Adriana estaba ya cenando su cereal―, tal vez ahora que ya no puedo complacerte en la cama, te buscaste otro que si puede.

Ante la sorpresa, Adriana escupió el cereal y todo.

―¡¿Pero qué tonterías dices?! ―exclamó.

―¡¿Cómo sé que no es verdad?! ―dijo él, alzando la voz―. Llevó tres meses sin poder lograr una erección. Yo creo que ya te hartaste, ya ni siquiera intentas provocarme para que… ¡para que se me levante!

—Pues claro, ya intenté todo y no ocurre. Te he dicho muchas veces que vayas a un médico y te niegas.

―Obvio que me niego, no voy a dejar que nadie más se entere de esto ―dijo Raúl, indignado.

―Entonces no me culpes a mí de tus problemas, y mucho menos te atrevas a insinuar que soy una mujer tan fácil como para irme con otro hombre por esa razón cuando he estado contigo toda mi vida. ¡Eres mi esposo!

Dicho esto, Adriana se levantó rápidamente y se fue a su habitación, cerrándola por dentro para que Raúl no pudiera entrar. Se echó a la cama a llorar, no esperaba que su esposo la acusara de serle infiel como si ella fuera una… una… una puta.

―Adriana, perdóname ―oyó a Raúl tras la puerta. Ella no respondió, no quería volver a hablar con él, no ese día.

Al día siguiente se levantó como de costumbre, hizo lo mismo que hacia todos los días antes de irse y se encaminó a la estación del metro. Raúl ya se había ido a su trabajo, estaba molesta, quizá demasiado.

Mientras iba en el metro, por su mente comenzó a pasar de nuevo lo que el señor Pérez le había dicho la tarde anterior, que estaba insatisfecha. Tal vez Raúl creía lo mismo, tal vez por eso pensaba que le era infiel, él sabía mejor que nadie que no le estaba cumpliendo en la cama.

Al igual que ella, pero intentaba mantener ese pensamiento alejado. Aunque mientras más pensaba en las palabras del señor Perez, más venía a su mente algo que quería mantener alejado de sus pensamientos; una cosa grande y gruesa que había visto sin querer.

Llegó al hospital y después de cambiarse se dirigió a la oficina del doctor Garza, que la esperaba para hablar con ella antes de irse.

―Parece que el paciente tuvo un accidente en la noche ―le dijo el doctor.

―¿Qué le pasó? ―preguntó ella, alarmada.

―Nada grave, solo se orinó en la cama ―respondió él, sonriendo al ver la preocupación que la enfermera mostraba por el señor ese.

―¿Por qué no lo llevaron al baño?

―Estaba dormido, o eso me han dicho. Se orinó sin saberlo ―le explicó el doctor.

―Ya veo.

―Alondra estaba esperando a que usted regresara para que la ayudara a bañarlo.

―¿Por qué no pidió ayuda a otra enfermera?

―Al parecer ―volvió a sonreír el doctor―, el paciente no quiere que lo bañe nadie más que usted.

Adriana se sorprendió ante tal revelación. Se sorprendió pensando que si lo bañaba podría ver de nuevo esa verga, ahora toda entera. De inmediato sacó eso de su cabeza. Era una mujer casada, por Dios.

Al ver sus cavilaciones, el doctor Garza aprovechó para acercarse a ella y tomar su mano. Adriana lo miró a los ojos.

―¿Ya pensaste sobre mi invitación? Perdona si soy molesto, pero sería un honor para mí que me acompañas, sería la envidia de todo el hospital ―dijo sonriendo.

―Lo siento, doctor. ―Adriana no separó su mano de la de él, ni ella misma entendía por qué, sintió que las manos del doctor le transmitían un candor tan extraño como agradable, uno que se dispersó por todo su cuerpo―. Ayer tuve un mal día, no pude pensar sobre ello, le prometo que el jueves le daré mi respuesta.

―Está bien ―dijo él y soltó su mano―. Esperaré ansioso.

Adriana salió de la oficina muy confundida y se encaminó a la habitación del señor Perez. Cuando llegó, al viejo le cambio la cara, dibujándosele una sonrisa de oreja a oreja.

―Buenos días, doctora.

―Buenos días, don. ¿Cómo está eso de que tenemos que bañarlo porque se hizo del baño?

Ante esta pregunta, el hombre se sonrojó un poco.

―Lo siento, nunca me había pasado que no me despertara cuando me daban ganas de orinar, deben ser todos los medicamentos que me han dado ―admitió el viejo.

―Sí, debe ser eso ―dijo ella, sonriendo―. Bueno, ¿está listo?

Ante la afirmación del hombre, Adriana llamó a Alondra para que la ayudara en la labor de bañarlo.

Lo subieron a la silla de ruedas y lo llevaron al baño. Comenzaron a desvestirlo mientras Adriana se esforzaba por no mirar a su paciente de la cintura para abajo, pero no le quedó más remedio cuando, una vez desnudo, tuvieron que cubrirle la pierna con una toalla para evitar que el yeso se mojara. Al agacharse para hacerlo, Adriana quedó prácticamente de frente a la verga del viejo, que aún en estado de reposo denotaba un tamaño considerable. Tuvo que hacer grandes esfuerzos por no quedarse mirándola embobada. Simulando, con gran esfuerzo, no darle importancia, Adriana siguió con su trabajo hasta que estuvo listo, se puso de pie y con ayuda de Alondra le cubrieron también el brazo.

Templaron el agua de la regadera hasta que estuvo a una temperatura agradable. Se sentía extrañamente acalorada, de una misteriosa forma que hacía que se le pusieran los pelos de punta.

―¿Y la silla? ―preguntó Adriana al percatarse de que no estaba en el baño la silla que se suele usar para sentar en ella a pacientes que no se podían mantener de pie mientras los bañaban.

―No lo sé ―dijo Alondra―. Iré a buscar una.

Adriana se asustó ante la idea de quedarse sola con ese señor en el baño. Estuvo a punto de detener a su compañera, pero se sintió tan estúpida que se mordió la lengua mientras Alondra salía por la puerta, dejándola parada junto al desnudo señor Pérez.

―¿Y bien? ¿Le gusta? ―le preguntó el viejo en cuanto quedaron solos.

―¿De qué habla? ―respondió ella haciéndose la desentendida. Sentió un extraño rubor en su rostro.

―Usted sabe de qué hablo. Ahora que la vio entera, dígame, ¿qué le parece?

Al ver que la mujer no decía nada, el hombre volvió a reír y le dijo:

―Ya que estamos en esta situación, puede aprovechar cuando me esté enjabonando y tocarla, claro, si usted gusta. No creo que la enfermera gorda diga nada.

Ante tales palabras, Adriana no pudo hacer otra cosa que poner cara de ofendida. Sin embargo, a pesar de todo, no se negó a la invitación.

Alondra no tardó en volver con una silla, en la que, con sumo cuidado, entre las dos pusieron al paciente. Por fortuna era delgado y no pesaba mucho.

Comenzaron a lavarlo. Alondra empezó por enjabonarle la cabeza con shampoo y Adriana partió enjabonando el resto de su cuerpo, primero los brazos y el torso. Mientras lo hacía, no dejaba de pensar en lo cerca que estaba esa cosa enorme; desde su posición, la verga del viejo parecía mirarla, invitándola a tocarla. Estaba aún en reposo, y ya era grande. Adriana comenzó a imaginarse el tamaño que podría alcanzar en su máximo esplendor.

Luego de terminar con el torso, pasó a enjabonarle las piernas. Arrodillada como quedó, no perdía detalle del miembro del hombre. De pronto sintió una extraña ansiedad en su pecho, algo en ella le impedía apartar la mirada de aquel órgano masculino que tenía ante sus ojos, y en su pensamiento retumbaba la voz del viejo invitándola a tocarla.

«…puede aprovechar cuando me esté enjabonando y tocarla, claro, si usted gusta…»

Entonces, guiada por una lujuria que hasta entonces no había sentido en su vida, vigiló que Alondra no estuviera poniendo atención y cuando vio que estaba enjabonándole la espalda, con su mano derecha tomó la verga del hombre y comenzó a enjabonarla.

Notó de inmediato que era una herramienta bastante gruesa. Aun estando solo medio despierta, era más gorda que la de su esposo, sin duda. También era más negra. Siguió enjabonando y miró a los ojos al viejo, que le sonreía con lujuria. Ella se hizo la desentendida y miró para otro lado, pero con su mano siguió masajeando la cosa del viejo hasta emular algo muy parecido a una paja. Esto duró solo unos segundos, porque, apenas notó movimiento por parte de Alondra, se detuvo rápidamente y comenzó a enjuagar las piernas y demás. De reojo detectó la expresión decepcionada del maduro paciente.

Una vez terminaron de lavarlo, lo secaron, le pusieron una bata seca y lo subieron sobre la silla de ruedas. Lo sacaron del baño y entre las dos volvieron a subirlo a la cama.

El viejo y Adriana cruzaron sus miradas varias, como solo dos personas cómplices en algo pueden hacerlo.

―Uf, estoy toda mojada ―exclamó Alondra de repente.

―¿Tú también? ―preguntó Adriana distraída, mientras cambiaba su mirada del viejo a su compañera enfermera.

―Sí ―dijo su compañera mientras se miraba todo el uniforme mojado.

―Ah…, sí ―respondió Adriana al comprender que se refería a su ropa. y no a otra cosa.

―Vamos a cambiarnos ―le dijo Alondra.

Mientras salían de la habitación, Adriana volvió la vista al paciente y le dijo:

―En un rato vuelvo para darle sus medicinas.

Los camerinos de Alondra estaban en el segundo piso, así que se separaron nada más llegar al ascensor. Mientras Adriana se dirigía a cambiarse el uniforme mojado, iba tan sumida en sus pensamientos que no se percató de las miradas que provocaba su sensual figura empapada, tanto en hombres como en mujeres.

¿Por qué?, se preguntaba. No era la primera verga que veía, había bañado a muchos pacientes antes, los había vistos desnudos y había visto sus penes, y muchos incluso se le habían insinuado más descarado de lo que había hecho el señor Pérez. Pero era la primera vez que experimentaba una sensación tan fuerte.

La única respuesta lógica que encontraba era que de verdad estaba insatisfecha sexualmente. Al parecer, la impotencia de Raúl había hecho que ella se viera afectada más de lo que se imaginaba. Su cuerpo quería sexo, y reaccionaba ante cualquier hombre dispuesto a dárselo.

Pero su mente sabía que estaba mal, no podía pensar de ese modo sobre ningún hombre que no fuera su esposo.

En eso estaba cuando llegó al camerino. Encontró a su amiga Victoria que se estaba cambiando para irse.

―Hola, Vicky. Todavía por aquí.

—Ay, sí, tuvimos problemas con la paciente.

―Mmm ―fue toda la respuesta que Adriana pudo dar.

―¿Qué te pasa? ―preguntó Vicky acercándose a ella.

―Me mojé bañando a un paciente ―respondió ella, señalando su ropa mientras comenzaba a desvestirse.

―No me refiero a eso. Desde hace días estás rara. Cuéntame que te pasa, tal vez pueda ayudarte ―le dijo muy seria su amiga.

―No es nada.

―No me digas que no es nada ―la regañó Vicky―. Te conozco muy bien como para saber que te pasa algo de verdad.

Adriana suspiró. Sabía que era cierto, su amiga la conocía bien y no se daría por satisfecha hasta que le dijera la verdad.

―Es que he tenido algunos problemas con Raúl ―confesó al fin―. Hemos discutido mucho últimamente.

―¿Por qué?

―Prefiero no decirlo.

Su amiga la miró interrogante, pero decidió no presionar.

―Y, para colmo ―continuó Adriana―, el doctor Garza quiere que lo acompañe a la cena del hospital.

―¡¿De verdad?! —sonó una voz tras ellas.

Se giraron y vieron a María que acababa de entrar al camerino.

―Llegas tarde ―dijo Adriana, intentando cambiar el tema.

―Deja eso. ¿De verdad el doctor Garza te invitó a la cena? ―insistió María, muerta del asombró.

―Sí ―admitió Adriana, pensando que hacerse la tonta o mentir sería plantar una bomba de tiempo para que se corriera el rumor.

―¿Y qué le dijiste?

―Pues…, nada ―respondió Adriana.

―¿Nada? ―preguntó indignada la recién llegada―. ¿Pero eres tonta o qué?

―¿Perdón?

Adriana y Vicky se quedaron mirando a la enfermera más experimentada.

―No puedes negarte al doctor Garza. ¿Sabes que es el doctor más poderoso del hospital, verdad? Puede hacer que te despidan. Además, no está tan mal, aún con la barba y la barriga; aunque más atractiva es su cartera, jajaja.

―Pero soy una mujer casada. No puedo ir saliendo por ahí con cualquier hombre.

―¿Y qué importa? Solo es una cena, nadie dice que hagas algo indebido ―dijo en tono confabulatorio María.

Adriana se la quedó mirando y buscó ayuda en Vicky que se limitó a hacer un gesto de “Puede ser”.

―Y, aunque así afuera ―continuó María―, no tiene nada de malo que te acuestes con otros hombres.

—¡¿De qué demonios hablas?! ―se terminó de indignar Adriana.

―¿Quieres saber cuál es mi secreto para estar felizmente casada? ―la confrontó María, tras mirar para todos lados y asegurarse de que nadie más las escuchara.

―¿Estás casada?

―Sí ―asintió María sin darle importancia―. Escucha, el gran secreto es salir de la rutina. Si siempre te acuestas con el mismo hombre se volverá monótono y no lo disfrutaras, lo que va a llevar a discusiones, y luego a peleas, y al fin a la separación. Hazme caso, lo mejor es salir de esa rutina.

Esas palabras terminaron de confundir a Adriana, que se limitó a negar con la cabeza. Sus amigas salieron del camerino, Vicky a su casa, María a desempeñar las labores de su turno. Ese extraño calor volvió a ponerle los pelos de punta.

CONTINUARA