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Una historia sobre sexo.

en Gays

Hacía rato que el Sol había huido como una rata, correteando hacia su sucia madriguera subterránea, abandonándonos a todos en la soledad de la oscuridad. Al principio no le di importancia, había buena compañía, cháchara insulsa pero animada y cerveza fría. Pero si hay una constante en mi vida es que las cosas buenas se acaban deprisa. Tardé un rato en darme cuenta. Hizo falta que cerrara la puerta de mi casa y abriera la de mi despensa para encontrarme cara a cara con el mismo vacío que solía asaltar mis entrañas. El nudo se ataba fuerte, y no sabía si lo provocaba el hambre o el recurrente pensamiento de que encontraría mi cama como la había dejado por la mañana: deshecha, vacía y helada.

Cerré un armario y abrí otro. El dinero escasea para vicios como la comida, pero el whisky es una necesidad. Sin calefacción, ni comida, ni trabajo, ni compañía, ni esperanza, con las garras del invierno arañando los cristales de la ventana, necesitaba sentir algo caliente bajándome por la garganta. El licor no era lo que tenía en mente, pero tendría que bastarme.

No cogí vaso, no me apetecía manchar. Simplemente, abracé el cuerpo anguloso de la botella con fuerza y apoyé sus fríos labios contra los míos mientras caminaba rumbo al sofá. Un armatoste moderno, pensado para una terraza. Rígido, sencillo, incómodo y feo; pero barato. Y cumplía con su función: soportar mi trasero. Allí me entregué a aquella parodia de amante, mientras sentía como el silencio se descojonaba de mi soledad.

Dejé que el amargor ahogara mi lengua y el ardor desgarrara mi garganta, mientras mi vientre se llenaba. No era lo que deseaba, pero no tardaría en aturdirme lo suficiente para ignorar las columnas de cajas que se apilaban a mí alrededor, todavía sin abrir desde que hubiera terminado la mudanza. Entre los oscuros resquicios que formaban, el polvo y las pelusas escondían sus madrigueras, burlándose de cualquier empeño que dedicara a limpiar. Las paredes me sonreían con aquellas manchas parcheadas y brochetazos de aficionado, que dibujaban sonrisas de desprecio. La luz anaranjada de la bombilla desnuda, que colgaba ahorcada del techo, me hería los ojos sin contemplación.

Allí no había nadie a quién engañar. Ni siquiera podía engañarme a mí mismo porque tampoco estaba. Todo lo que quedaba era una carcasa, un títere desencordado y abandonado, un montón de mierda que ya no tenía a nadie que dirigiera sus pasos, ni siquiera alguien que lo echara a reciclar. Y el whisky, un licor barato que apestaba en la boca y ardía en la garganta, me golpeaba el vientre mientras sentía los diminutos engranajes de mi cadera ponerse en marcha, bombeando sangre a un trozo de carne que hacía mucho tiempo que nadie quería comerse. Una mano no soltaba al chapero en forma de botella, pero no dejaba de ser un chapero manco, así que era mi otra mano la que cobró vida propia y se decidió a agarrar con fuerza el bulto entre mis piernas. 

Pero el nudo de mis entrañas, heladas como si me hubieran rajado el vientre, arrancado las tripas con un gancho de carnicero y colgado dentro de un congelador, no hacía más que aumentar. Tenía ganas de follar. De hecho, tenía ganas de mucho más, pero si quiera podía conformarme con la versión simple, rápida y vulgar. No era sólo una mala racha, era auténtica repulsión. Ni un chapero de verdad hubiera aceptado chupármela, aunque hubiera estado dispuesto a pagarle hasta el último de mis céntimos. ¿Por qué? No lo sabía. No soy un querubín, pero tampoco se rompen los espejos si los miro. No parezco una estatua romana, pero tampoco un cerdo el día antes de San Martín. Y me duchaba todos los días aunque el agua estuviera helada.

No. No era una repulsión física. Si existe algo como el alma, cuando yo nací la mía ya estaba caducada. Y la peste era tal que se dejaba notar a través de mis gestos, de mis palabras, de mi mirada. Desesperación, pensaban unos: se me notaba desesperado por echar un polvo, como si tuviera los ojos de un cocainómano y babeara como un perro famélico frente a un chuletón. Moral, decían otros: viejo, aburrido y gruñón, maniatado por un estúpido código ético que nadie esperaba cumplir en estos tiempos que corren.

Yo creo que es, más bien, depresión.

No se me da bien cuidar de otros. Ni siquiera sé cuidarme de mí mismo. Ni siquiera soy capaz de dejar salir toda esta mierda estampando la botella contra la pared, o lanzándome balcón abajo. No creo en la otra vida, pero sé que la muerte me traería felicidad; si entiendo por felicidad que dejaría de sentir cómo la mierda me inunda la boca. Supongo que precisamente por eso nunca me decido a dar el paso, porque, en el fondo, me encanta tener una excusa que me martirice y me haga sufrir.

Pensaba en eso, como todas las madrugadas, pero sin dejar de masajear el bulto en mi pantalón. Deslicé los dedos bragueta arriba, hasta que índice y pulgar sujetaron un pliegue del vaquero, y el dedo corazón empujaba el botón fuera del ojal. Un amplio arco hacia fuera, y la bragueta rasgó el silencio dejando paso libre al fardo que se marcaba en mi ceñida ropa interior. Los dedos se apoyaron a un lado y al otro, delineando la forma alargada aún blanda y esponjosa que cedía bajo la firme presión, que aumentaba en la base y deslizaba hacia la punta para relajar la tensión y retomar el punto de partida.

Mientras me masajeaba, seguía pensando en el asco que me provocaba a mí mismo. En todos esos fracasos que se apilaban como las cajas de las pizzas frías, cuyos restos en descomposición eran pasto de las moscas en algún vertedero. Fracasos como haber dejado de estudiar, como no haber aprendido a conducir, como no haber sabido valorar a nadie, como no haber follado todo lo que habría podido si no me pesara una moral que sólo disfrazaba un arrogante sentido de superioridad y un pánico fervoroso al juicio y rechazo al que podían someterme los demás.

Pero pensar en esas cosas no me impidió deslizar mi mano por encima de la suave tela de mi bóxer para luego colar las yemas por debajo del elástico. Ya estaba caliente como mi whisky y dura como la botella. Acaricié la piel y me estremecí con el tacto de terciopelo, intentando imaginar que era su miembro. Deslicé el pulgar entre los ensortijados y ásperos cabellos de la base, recorrí el largo y firme tronco, y jugueteé con el prepucio, sintiendo la cálida humedad. Aunque hacía mucho de la última vez, sabía que era una humedad salada; pero aquel tacto nunca fui capaz de relacionarlo a otra cosa que al dulce glaseado de un donut que me moría por chupar.

Con los ojos entrecerrados y un suspiro exhalado desde un rincón helado que desconocía, mi mente ofuscada comenzó a recordar aquella noche de camas frías, sábanas revueltas e imaginación inflamada, a la penumbra de las farolas. Casi podía volver a ver con toda claridad sus labios expulsando el aliento con celeridad entrecortada. La rodilla en ángulo levantaba la sábana y cortaba mi ángulo de visión, pero acertaba a distinguir un repetitivito y tímido temblor. Y aunque nunca estuve seguro de qué vi aquella noche, o de si simplemente lo soñé, mi cuerpo se paralizaba hasta el punto de no dejarme respirar, mientras mi propio aliento me inflamaba por dentro, con el deseo de extender la mano apenas aquel metro de separación, arrancar la sábana que le cubría, y arrojar mis labios en una cascada de besos que querían como único fin saborearle en todo su esplendor.

Paré. Y resoplé.

La luz anaranjada volvía a hendirme los ojos, y aunque mi miembro permaneciera inhiesto y duro, la caricia del prepucio se había tornado en un áspero arañazo desgarrador. El helado nudo que formaban mis tripas disipó el calor del alcohol en la parte inferior de mi cuerpo y abandonó a mi mente en la patética realidad de mi soledad. Y aunque la frustración había tomado mi ánimo, mi carne seguía ardiendo, desesperada por un tacto que no lograba ofrecerle nadie.

Cerré los ojos, crispé los dedos con dureza y forcé a mis fantasías tomar otra forma. Intenté rememorar los escasos momentos de placer que se me habían concedido. Tumbado en aquella enorme cama, con mi primer amante sentado a horcajadas, botando incesante mientras penetraba en sus entrañas. La crema de chocolate goteando sobre un miembro corto pero grueso, de piel morena y capullo escarlata, mientras mi lengua se deslizaba hambrienta. El crujido de las hojas al soplar el frío viento, helando mi trasero mientras mi cadera buscaba calor en la fricción contra otra espalda, con una de mis manos calentando la dureza de su entrepierna y la otra recorriendo los valles ocultos bajo la ropa, dibujándose sobre su abdomen. El coro de gemidos y caricias que se deslizaban confusas y tímidas en la oscuridad de un dormitorio, mientras las lenguas agasajaban labios, barbillas, orejas y cuellos. Su miembro empujado entre mis nalgas enjabonadas, mientras sus manos me acariciaban cada vez con más fuerza y gana, incluso después de que el éxtasis perdiera todas mis palabras...

Pero aquellos recuerdos no lograban nada más que recordarme lo que ya no tenía. Estaba solo.

Ya no podía recordar, pero sí podía soñar. Pensé en las noches compartiendo dormitorio con aquellos amigos hetero pero de cuerpos esculturales, con los que tantas veces había fantaseado. Pensé en aquella noche de baile, en las que mi lengua conoció todos los secretos de otra lengua, y mis manos recorrían su ropa con desenfrenado deseo de descubrir todos sus misterios... sin éxito. Pensé en aquellos mensajes de texto cargados de promesas de erotismo y sexualidad, tan reales como una campaña electoral. Pensé en aquel hombre cuyo físico se cuadraba a lo que me gustaba, cuyas aficiones afines a las mías me permitían hacerle el amor a su intelecto, y cuyos conocimientos prohibidos sobre los placeres de la carne y de la noche tanto interés despertaban en mí...

Pero seguía estando jodidamente solo.

Y el doloroso vaivén que estrujaba mi miembro y arañaba mi glande amenazando con hacerlo reventar se mezcló con ese vacío cegador, esa explosión de placer, que estalló en mi cerebro, arqueó mi espalda, estremeció mi cadera y empapó mi vientre. Y me abandoné a aquella sensación, dejando que el cosquilleo se difuminara como un eco que se pierde en la lejanía, mientras el semen goteaba como la cera ardiente de un cirio, enfriándose rápidamente en contacto a mis dedos. El cansancio que sentía por mi vida se apoderó de mi mente y, finalmente, mi cuerpo quedó laxo como el de un cadáver mientras Morfeo arrastraba mi mente lejos de allí.

Lo último que pensó mi mente consciente fue: ojalá no me deje volver...