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De espuela enloquece

en Amor filial

DE ESPUELA ENLOQUECE

 

Rebeca entró en mi dormitorio como siempre, sin tocar a la puerta y con una total falta de respeto por mi intimidad. Por suerte, lo único que estaba interrumpiendo era una modorra nacida del bochornoso calor que tenía a todo el país amargado. Además, ni siquiera era realmente mi cuarto. Yo solo era un perdedor que había aparecido mendigando un espacio donde caerse muerto hacía un mes y medio.

—Eh, lobito —dijo ella con esa media sonrisa suya de canalla de cine, mostrando parte de su colmillo derecho—. Estoy muriendo de aburrimiento. Vamos fuera a jugar al voleibol un rato, anda. Como en los viejos tiempos.

Lo dijo como si no hubiesen pasado casi quince años desde esos “viejos tiempos”. Eso casi era la mitad de mi existencia.

Rebeca tenía la piel brillante por el sudor, algo imposible de evitar con aquel calor de mierda. Igual que era imposible evitar fijarse en toda la piel que tenía al descubierto con aquel top deportivo de tirantes negro que le dejaba todo el vientre al descubierto y aprisionaba unos pechos pequeños, pero firmes. El pantalón corto de licra se ceñía a sus caderas anchas como una segunda piel, cubriendo un poco por debajo de las ingles. Sus muslos y sus pantorrillas eran fuertes, el más mínimo movimiento provocaba una tensión en los músculos que te dejaba bien claro que una patada suya podría fracturarte algún hueso. Calzaba unas deportivas también negras. Era fácil adivinar su color favorito.

Resoplé con hastío, sin moverme de la cama, vestido solo con un pantalón corto, despatarrado con un ventilador a cinco centímetros de mi cara. Aunque la mujer parada junto a la puerta no fuese mi hermana mi reacción no habría sido diferente.

—Prefiero seguir con mi intento de dormir hasta que este puto calor se convierta en algo mínimamente soportable —respondí—. Pero gracias.

—No seas vago, lobito. —“Lobito”; el mote me lo puso a los once años, cuando me pilló imitando el aullido de un lobo que estaba viendo en un documental. ¿Qué puedo decir? Me encantan esos animales desde que tengo memoria—. Vamos, mueve el culo y ven conmigo, a ver si bajamos un poco esas lorzas.

Era difícil llevarle la contraria a Rebeca. Gracias a eso, el gilipollas de su novio toleraba mi presencia en la casa, aunque no perdía ocasión de demostrarme su desaprobación con comentarios y observaciones de mierda, todo muy pasivo-agresivo. Imbécil.

El comentario sobre mi cuestionable estado físico me dolió, máxime teniendo en cuenta la diferencia con su abdomen definido por años de diferentes tipos de ejercicio. Tal vez le sobrasen un par de kilos, algo apenas apreciable en el modo en que el elástico del short se hundía en la carne de su cintura. Pero ni siquiera llegué a ofenderme. Rebeca se expresaba así, no lo hacía con ánimo de hacer daño. Cuando Rebeca quería atacar, normalmente era menos sutil que eso.

—¿De verdad crees que es buena idea ponernos a darle golpes a una pelota con este calor? —intenté combatir, aunque ya me había rendido—. ¿Y si nos da una insolación o algo así?

—No te preocupes. Tenemos agua y cervezas de sobra. Y en el césped hay sombra ahora mismo, así que no te vas a morir. Venga, en pie. He decidido ponerte en forma, que me da que desde que te dejó la rubita retrasada, no has mojado el churro. De ahora en adelante, ejercicio y noche de copas con tu hermanita. Vamos a sacarle partido al verano, al menos para ti.

Había dado en el clavo, por supuesto. La “rubita retrasada” era Irene, que había elegido la misma semana en que me habían despedido del trabajo para despedirme de su vida. Dos días después, ya la habían visto de la mano con otro rubito cachas y bien bronceado. Las señales indicaban que sobre mi cabeza ostentaba una cornamenta que sería la envidia de un ciervo adulto.

El recuerdo de mi ex y su novio sacado de Los vigilantes de la playa tuvo la virtud de activarme. Me incorporé en la cama, muy consciente de los michelines que se formaban en mi vientre. No era nada escandaloso, vestido hasta pasaba por delgado, pero no pude evitar sentirme avergonzado.

—¡Esa es la actitud, lobo alfa! —exclamó Rebeca, de nuevo con su sonrisa canalla. Me encantaba esa sonrisa, tenía que admitirlo. No era una sonrisa de presentadora de televisión, pero tenía más carisma que cualquiera de esas influencers que plagaban las redes sociales.

Lo de “lobo alfa” me hizo sonreír.

—Sí, estoy hecho un líder de cojones —dije, aunque sin mal humor—. Está bien, dragoncita. Mátame con tu obsesión por el ejercicio.

El apodo improvisado que le había dedicado la hizo reír. Si su sonrisa canallesca era carismática, su risa de pícara capaz de timarte hasta los calcetines no se quedaba atrás. El origen de mi ocurrencia no era ningún misterio. Un dragón tatuado se enroscaba por todo el brazo izquierdo de mi hermana, ascendiendo hasta alcanzar el cuello, donde se veía cómo le clavaba los colmillos en la carne. La piel de Rebeca era muy blanca, al igual que la mía. Piel de norteños, como solía decir. Y el tatuaje, principalmente de color verde oscuro y negro, destacaba con fuerza.

Me puse una camiseta blanca que tenía sobre una silla y me calcé mis zapatillas sobre unos calcetines.

—Listo —dije—. Los que vamos a morir, te saludan.

—Vamos, idiota —replicó ella enseñando el colmillo con su sonrisa, dándose la vuelta.

La seguí por el pasillo, fijándome en las gotas de sudor que descendían por su cuello y la zona lumbar. La cola de caballo castaña que oscilaba a un lado y a otro como un péndulo se veía húmeda, igual que el resto del cabello.

—¿Has estado haciendo ejercicio? —le pregunté.

—Acabo de venir de darle a la bicicleta —dijo, entrando a la cocina.

—Joder, ¿y todavía quieres ponerte a jugar con la pelota? ¿Eres humana?

—Qué pregunta. —Abrió la nevera y cogió dos botellas de litro y media de agua, pasándomelas—. Pues claro que no soy humana. Soy un dragoncito, ¿recuerdas?

Sacó un pack de seis cervezas y cerró la nevera con un golpe de cadera.

—Cuidado, no te la vayas a cargar con esas caderas de acero —bromeé.

—Ten cuidado tú de que no te rompa nada, lobito —replicó, sonriendo, y me propinó otro golpe de cadera que dio directamente en mi paquete.

—¡Oye! —me quejé, aunque no me dolió nada—. ¿Me quieres dejar estéril?

—¿Es que quieres traer un bicho llorón al mundo?

—Ni de coña —dije, riéndome.

—Muy bien.

La convicción de no querer ser padres era algo que teníamos en común. Curiosamente, no pasaba lo mismo con Iván, que de vez en cuando soltaba el rollo de “Mira, cariño, ¿no te comerías a ese bebé?” La respuesta habitual de mi hermana solía ser: “Solo si me lo condimentan bien. Y con guarnición de patatas, por favor.” Ni que decir tiene que mis carcajadas no hacían que Iván sintiese más simpatía hacia mí.

Salimos fuera. Sentí el odio de Dios en toda mi cara, en forma de aire abrasador.

—¿No prefieres ver una película con esas cervezas, con el ventilador al lado? —casi lloriqueé.

—No, hermano. Hoy me siento especialmente activa. Necesito agotarme o igual me da por matar a alguien, ¿sabes?

—¿Qué tal matar a alguien que tenga aire acondicionado en su casa? —dije.

Nos reímos, pero hubo algo raro en nuestras risas. Algo artificioso. Estoy seguro de que a ella le vino a la mente el mismo recuerdo que a mí.

Fuimos a la parte trasera del terreno. La casa pertenecía a los padres de Iván, un matrimonio bien adinerado que, si bien tenía dinero para permitirse aquella casita con un terreno bien amplio, no consideraron necesario comprar un maldito aparato de aire acondicionado. El césped era amplio, cubierto de hierba verde bien segada. El garaje biplaza donde solo estaba aparcado el Opel Corsa de Rebeca, amén de su bicicleta y algunos aparatos de gimnasia, se encontraba a una decena de metros. El muro que rodeaba la propiedad era lo bastante alto como para darnos intimidad, aunque la casa vecina más cercana se encontraba a más de cien metros. Lo único que había a un lado era una carretera que se cruzaba con la que pasaba por delante de la casa; al otro lado, un solar vacío, y por detrás, una pendiente que daba a una zona boscosa.

Tal como ella había dicho, una maravillosa sombra, proyectada por la casa, caía sobre el césped. Si bien, solo cubría la mitad del mismo. Debían de ser las seis de la tarde, más o menos.

La pelota, blanca y bastante gastada por el uso (aunque nunca había visto jugar a Rebeca con su novio, en general solo la había visto a ella jugando contra la fachada de la casa), estaba en la hierba, tal vez a unos diez metros. Rebeca se inclinó para cogerla, poniendo a prueba la elasticidad de la licra con aquellas nalgas a juego con las poderosas piernas. Era una suerte que quisiera jugar al voleibol en vez de al fútbol. Luego la recordé haciendo flexiones y me dije que, seguramente, me daría una paliza de cualquier manera. Yo había tenido épocas de ir al gimnasio y salir a correr, tampoco es que fuera un cuerpo escombro. De hecho, tenía los hombros anchos y las piernas bastante fuertes. Pero ante la forma física casi espartana de mi hermana me sentía el ser más fofo sobre la faz de la tierra. Rebeca tenía treinta y cinco años —seis más que yo— y un cuerpo que ya quisieran muchas con diez años menos. Y de rostro, tres cuartos de lo mismo. Sin ningún maquillaje, sudando y con la claridad haciendo que frunciese el ceño, aparentaba mi edad. Bien arreglada y con el escaso maquillaje que solía ponerse cuando salía, pasaba por una de veinticinco, aunque las arrugas alrededor de los ojos cuando sonreía la delataban un poco. Por otro lado, esas pequeñas arrugas la hacían aún más atractiva, y le daban una expresividad que solo potenciaba su magnetismo.

Rebeca dejó las cervezas donde había estado el balón, y se alejó algunos metros, quedando expuesta al sol. Yo, naturalmente, me quedé a la sombra.

—Y yo que creía que nos beberíamos una birra antes de empezar —dije.

—Vamos a calentar un poco antes —dijo ella—. Las cervezas harán de red, a falta de algo mejor. Jugamos un rato y nos bebemos una, ¿vale?

—Sabes que han pasado como quince años desde la última vez que jugamos a esto, ¿verdad? Y ya entonces jugábamos muy libremente.

—No vamos a ningún campeonato, no te preocupes. —Exhibió su sonrisa canalla marca Rebeca—. Tan solo es desfogarse hasta casi morir. ¿No te parece el plan más maravilloso del mundo?

—Eres una dragona un poco loca, ¿sabías? —Pero lo dije riéndome, por supuesto. No sabía por qué, pero, a pesar del calor asfixiante y el sudor, también me sentía extrañamente activo y con ganas de empezar—. Muy bien, pues vamos a morirnos un poco. Aunque antes, con o sin tu permiso, voy a hidratarme un poco.

“Un poco” significó un tercio del agua de la botella. Dejé las dos botellas a un lado y me posicioné frente a mi hermana.

—Te vas a mear en media hora —se burló ella.

—Yo creo que la voy a sudar toda en diez minutos. O en cinco.

Empezamos a jugar. Mi torpeza se manifestó desde el principio, como era de esperar. Conseguí alcanzar los primeros tres lanzamientos suyos, luego Rebeca decidió dejar de ponérmelo fácil. Me hizo ir de un lado a otro, y por mucho que me esforzase, la pelota siempre acababa fuera de mi alcance. Fueron unos diez minutos y ya estaba jadeando y con el corazón a punto de salírseme por la boca.

—Venga, vamos a hacer un descanso —dijo ella en un alarde de generosidad.

Me derrumbé sobre la hierba. Rebeca me alcanzó una lata de cerveza. En la otra mano llevaba otra, abierta, para ella. Su respiración estaba agitada y sudaba a mares, pero en el brillo de sus ojos vi que solo tenía ganas de más. Dio un largo sorbo a su cerveza, parte se desbordó por la comisura de sus labios carnosos, se mezcló con el sudor y descendió por su cuello y entre sus pechos, empapando aún más el top. La licra perfilaba sus pezones duros como piedras. Joder, ¿por qué me tenía que fijar en esos detalles?

—¿Qué? —me dijo, sonrisa canalla en ristre—. ¿Ya quieres irte corriendo a la casa?

—Ni de puta coña. —Y lo más raro es que fui sincero.

Me premió con una carcajada.

—¡Ese es mi hermano! ¿Sabes qué falta?

Yo ya me estaba ventilando media cerveza. Reprimí un eructo.

—¿Qué? —pregunté.

—Música, claro. Ahora vengo.

Se dirigió a la casa a paso ligero. ¿Cómo podía tener tanta energía? Ah, ya, años de entrenamiento.

Me volví a tumbar, mirando al cielo, recuperando el ritmo cardiaco de una persona que no está a punto de sufrir un infarto. Escuché los pasos de Rebeca.

—Y aquí estoy de nuevo —dijo.

No me moví. No era cuestión de gastar más fuerzas de las necesarias. La escuché hacer algunos ruidos. Deduje que había traído el reproductor de mp3 que tenía en la sala. Al poco, comenzó a escucharse música rock, que identifiqué al momento como Papa Roach.

—Venga, continuemos —dijo, pasando sobre mí con una larga zancada al tiempo que me arrebataba la lata de cerveza de las manos.

—¡Eh, cabrona! —reaccioné, poniéndome en pie.

Rebeca bebió un trago de mi cerveza en actitud juguetona. Se la fui a coger y la elevó, apartándola de la trayectoria de mi mano. Se rio a dos centímetros de mi cara.

—¿Crees que te mereces beberte mi cerveza, lobito? —dijo, y se llevó la lata a los labios.

Traté de cogérsela de nuevo. Me esquivó con un giro que hizo que parte de la bebida se le saliese por fuera. Se limitó a relamerse.

—Si no quieres que coja tu cerveza, no me invites en primer lugar —dije, algo molesto por el comentario, como si yo fuese un gorrón.

—Venga, venga. Solo me estoy metiendo contigo, no me seas un ofendidito de esos. —Pero no me devolvió la cerveza. De hecho, terminó de bebérsela, tirando la lata a un lado.

Sabía que solo estaba provocándome, jugando, animada por la música, el ejercicio y el alcohol. Me di la vuelta y bebí de la botella de agua.

Rebeca ya tenía la pelota en la mano, la hacía girar sobre su índice con habilidad.

—¿Listo, hermano lobo?

—Listo, hermana tocapelotas.

Ella solo sonrió. Lanzó la pelota con un potente manotazo, claramente destinado a que fallase desde el principio. Pero esta vez logré estar a la altura. Corrí, salté y se la devolví. No fue con mucha fuerza. De haber habido una red, esta la habría parado, pero no era el caso y fue directa a su lado del terreno. De un salto hacia delante, apoyando una rodilla en el césped, Rebeca me la lanzó de vuelta con un golpe de muñeca, con la fuerza suficiente para que solo se elevase un poco y cayese muy cerca de las cervezas que servían de límite. No pude llegar hasta ella a tiempo.

—No ha estado mal —dijo Rebeca, cogiendo el balón que le lancé de mala gana para que iniciase la ronda de nuevo.

Yo me sentía cada vez más activo, con ganas de correr, saltar y agotarme. Estaba disfrutando, y no hacía ni media hora, lo último que deseaba era moverme de mi cama. Al parecer, las endorfinas hacían su efecto. La música, la cerveza y la actitud provocativa de mi hermana ayudaban bastante.

Rebeca inició el juego con otro saque agresivo. Se la devolví con fuerza, al tiempo que saltaba. Hasta yo me sorprendía de mi propia capacidad. No me sentía así desde… Bueno, ni siquiera me acordaba. Rebeca me la devolvió, yo se la lancé de vuelta. No había ningún intento de técnica o golpe controlado, era simplemente devolvernos la pelota con todas nuestras fuerzas, como desahogando algún tipo de violencia soterrada que palpitaba en nuestras entrañas, un poco más fuerte cada vez. Un poco más liberada.

Papa Roach dio paso a Nirvana, que dio paso a Metallica, que dio paso a Marilyn Manson. La lista de reproducción de mi hermana para hacer sus ejercicios era enérgica, agresiva y no daba un momento de respiro. La banda sonora perfecta para aquella especie de contienda que estábamos librando en ese momento.

Uno de las veces, el balón que le devolví pasó entre sus manos y le dio en la cara. Era la primera vez que la hacía fallar. Debería haberme preocupado por si le había hecho daño. Hubiera sido mi reacción en cualquier otro momento. Pero en ese instante, solo sentí un subidón de euforia que se sobrepuso a mi cansancio.

—¡Sí! —grité, casi sin aliento, y me reí.

Rebeca se llevó la mano a la boca para comprobar si sangraba. Ahí entré un poco en razón.

—Eh, no te hice daño, ¿no? —pregunté, acercándome.

—Qué va —dijo alegremente, recogiendo el balón—. Por fin te activas, lobito. Que ya iba siendo hora. ¿Quieres parar un rato?

Podría haber dicho que sí, o podría haber preguntado hasta cuándo pensaba estar con aquello. Jadeaba con fuerza, el corazón galopaba en mi pecho como un caballo desbocado, me temblaban los músculos y estaba sudando como nunca. Rebeca no estaba más fresca. Su cuerpo estaba totalmente empapado. Las prendas de licra se pegaban a su cuerpo como una pintura aceitosa. Allí, con las piernas un poco separadas, los músculos tensos, mechones de pelo aplastados, la coleta cayéndole sobre un hombro, aquella sonrisa de chica que te la iba a jugar en cualquier momento y ni siquiera le podrías guardar rencor, me pareció lo más sexy que hubiese parido el universo. Estaba tan cansado y a la vez tan embriagado por la actividad que ni siquiera me molesté en sentirme avergonzado. Estoy seguro de que mis ojos brillaron.

—¿Es que te quieres rendir, dragoncita? —le dije, entrando en su juego.

Soltó una carcajada que me hizo cosquillas, no precisamente en los oídos.

—Vaya, vaya, ¿quieres que te lleve al límite? —me dijo.

Ni siquiera me cuestioné a qué podía referirse. Mi cerebro iba por libre.

—A ver si voy a ser yo el que te lleve al límite. —Imité su sonrisa canalla. O, al menos, lo intenté.

Comenzó una canción: One, two; one, two; one, two, three… Y un guitarreo lleno de energía. Love Bites, de Halestorm.

—Pues vamos allá, lobito.

Lanzó la pelota al aire, saltó y golpeó. La pelota vino con fuerza, pero no la suficiente como para no reaccionar. Se la devolví casi con rabia. Me la devolvió con el doble de fuerza. Se estrelló contra mi cara, dejándome la mejilla entumecida.

—Donde las dan, las toman, hermanito —dijo, con una amplia sonrisa—. No te me vayas a echar a llorar, ¿eh?

—Ni lo sueñes.

Recogí el balón. Reanudé el juego con el lanzamiento más fuerte que mis músculos exhaustos dieron de sí. Continuamos con aquella partida que para cualquiera que tuviese un mínimo de idea sobre voleibol, le habría parecido una herejía. Era más una pelea, el balón era la proyección de nuestros puños, un combate de boxeo, una lucha por hacer que el rival se agotase hasta la rendición. Corríamos a un lado y a otro, nos desafiábamos con la mirada, fanfarroneábamos con nuestras sonrisas y golpeábamos con saña, traspasado el límite de nuestras fuerzas desde hacía un rato, cada movimiento convertido en un aspersor de sudor, cada esfuerzo un aviso de que no tendríamos aliento para la siguiente acción.

Al final, pasó lo que tenía que pasar. Que yo no pude más. En una de las muchas veces en que la pelota se me escapó, no me vi capaz de ir hasta ella y me limité a dejarme caer, con el estómago revuelto, extenuado.

Sonaba una canción que no conocía.

Little supernovas in my head

Little soft pulses in my dead

Little souvenirs and secrets shared

Little off guard and unprepared

 

Escuché los pasos de Rebeca acercándose. El sonido de la lengüeta metálica siendo presionada hasta abrir la boquilla de la lata con ese sonido tan característico del gas liberado me hizo ser consciente de la sequedad en mi boca, incapaz de segregar otra cosa que no fuese saliva espumosa.

Rebeca pasó un pie a cada lado de mis costados y se sentó sobre mi vientre. Aunque era obvio que no apoyó todo su peso sobre mí, pero sí lo suficiente como para sentir el calor que emanaba. De nuevo, aunque mi cerebro era consciente de la rareza de la situación, de un modo lejano, casi el eco de un pensamiento, no le di ninguna importancia. Mis ojos cobraron vida propia para clavarse entre aquellos portentosos muslos, en la licra empapada lo bastante estirada como para permitir un vistazo breve a sus ingles tensas. Su vientre terso estaba bañado en sudor. Percibí la forma del elástico de su tanga. La forma en que el short se ceñía a su vagina era hipnótica. Sentí el deseo de tocarlo. Casi sentí en mis dedos la textura de la licra presionada contra su coño, el calor y la humedad que emanaba.

Rebeca me sacó de mi ensimismamiento apoyando la lata de cerveza en mi pecho.

—¿Tienes sed, lobito? —Me miraba desde la altura, como una reina a su súbdito. Una reina de mechones sudados y desordenados, de rostro enrojecido por el esfuerzo, de labios carnosos formando una media sonrisa traviesa. Era más una hembra alfa, dominante, segura de sí misma, toda fuerza e instinto.

Fui a coger la lata, sin fuerzas para responder. Ella la apartó antes de poder rozarla y bebió un largo sorbo.

—Aaah, qué sabrosa —dijo, regodeándose en su burla.

—No seas hija de puta, venga.

Extendí la mano para que me la diese. Ella puso la lata junto a mi mano. Cuando mis dedos se fueron a cerrar, volvió a quitarla de mi alcance.

—¡Joder! —exclamé.

Se puso en pie y se apartó de mí, riéndose.

—Gánatelo, lobo flojucho —dijo, alejándose con un contoneo de caderas exagerado que era una prolongación de su burla. Aquel culo rotundo, firme, cincelado en deseo carnal, con más poder para hacer aullar a un hombre que mil lunas llenas.

Se me iba la cabeza.

Me puse en pie, parte de mi agotamiento olvidado, espoleado por la rabia del momento. ¿Rabia? Bueno, tal vez no era la palabra adecuada.

—¡Dame eso! —grité, rodeando su vientre empapado con un brazo mientras con la otra mano traté de arrebatarle la lata. Ella elevó la mano que la sostenía para impedirlo. Echó el culo hacia atrás para mantenerme alejado. Sus nalgas se pegaron a mi paquete y entonces, y solo entonces, fui consciente de la tremenda erección que sufría.

Un destello de lucidez me hizo consciente de la situación, me dejó paralizado por unos instantes.

Rebeca tan solo se reía.

—¡Vete a por tu propia lata, vago! —me dijo, y su culo se restregó contra mi polla de tal modo que se me nubló la vista por un momento del placer. La lucidez se fue a tomar por el culo.

—¡Y una mierda! —repliqué, sujetándola por el vientre con fuerza. Joder, estaba durísimo. Me pegué a su espalda al tiempo que mis dedos alcanzaron la lata y se aferraron a ella por encima de su mano. Mi nariz estaba pegada a su cola de caballo. Tenía el pelo húmedo y algo apelmazado, pero adoré su olor y su tacto.

Rebeca dio un tirón y liberó tanto su mano como la lata de mi agarre. De un empujón con el otro brazo me hizo trastabillar hacia atrás hasta que me caí de culo. La miré entre confuso y resentido. Mi erección era más que obvia y tuve otro momento de lucidez al temer que ella me tratase de degenerado.

Pero no. Rebeca tan solo volvió a reírse, mirándome con altivez, y con gestos lentos y provocativos, se llevó la lata a los labios y bebió. Me puse en pie como por resorte. La lucidez se dio cuenta de que allí no pintaba nada y ya no regresó más.

—¡Que me des eso! —dije, agarrándola por la muñeca. Ella volvió a liberarse y tiró la lata a un lado. Tenía los carrillos inflados. Acto seguido, su boca se convirtió en un géiser que me empapó la cara de cerveza mezclada con saliva.

Volvió a reírse como una cría malcriada a la que le importaban una mierda las consecuencias de sus travesuras.

Me abalancé sobre ella, fuera de mí. Fuera de mí, sí, pero no de rabia. Desquiciado, sí, pero no por deseos de hacer daño. En ese momento, era una puta marioneta de mis impulsos, ni más ni menos.

Caímos los dos al suelo. Me quedé sobre ella, mi polla pegada a su cadera, mis manos apoyadas a cada lado de su cabeza, mis ojos clavados en los suyos. Ella sonreía, con su colmillo al descubierto.

—¿El lobito me va a morder? —dijo, las pupilas brillando febriles.

Me lancé a por su boca con un ansia desaforada, con una urgencia famélica. Ella correspondió con igual impetuosidad. Nuestros labios hambrientos se devoraron, nuestras lenguas entraron en liza. Atrapé su labio inferior con mis dientes, lo estiré hasta que gimió, volvimos a besarnos con apetito salvaje, nuestras lenguas enroscándose como serpientes furiosas. Me acomodé entre sus muslos, apretando mi polla contra su coño. Ella rodeó mi cintura con sus piernas de amazona. Me agarró por los hombros y, de un movimiento, me hizo rodar hasta ponerse ella sobre mí. Me sujetó la cara sin ningún cuidado y comenzó a lamérmela, jadeando, gimiendo, restregando el coño contra mi paquete endurecido. Mis manos se deslizaron por sus muslos arriba y abajo, ayudados por el sudor. No tardaron en aferrarse a su culo, firme como el mármol. Lo manoseé a conciencia, metiendo la licra entre sus nalgas, empujando hacia abajo para sentir aún más la presión de nuestras entrepiernas.

Busqué su cuello con mi boca, lo lamí, sintiendo el sudor salado en mi lengua, lo mordí, lo chupeteé.

Una de sus manos me agarró el pelo de la nuca con fuerza para obligarme a mirarla a la cara. Con la otra me dio una bofetada. Parpadeé, confuso. La siguiente bofetada fue un poco más fuerte.

—Catorce años esperando a esto, imbécil —dijo—. Llevo catorce años esperando a que me beses otra vez, hermano imbécil.

Sabía perfectamente a qué se refería, desde luego.

Catorce años atrás vivíamos con nuestro padre. Nuestra madre había muerto dos años antes, y probablemente influyese la basura de su marido. El cabrón de nuestro padre, ese maltratador putero para el que cualquier excusa justificaba una paliza o un aluvión de insultos. Hasta el día en que se le fue la mano por completo. Ni siquiera recuerdo el motivo, tan solo que sus puños parecían no cansarse de caer sobre mí. Entonces apareció Rebeca para salvarme, probablemente la vida. Algo se hizo añicos cuando se lo estrelló en la cabeza a ese hijo de puta. Pero no fue suficiente. De un revés, nuestro padre la tumbó. Entonces comenzó a ensañarse con ella, solo que su objetivo fue diferente. Le rasgó la ropa, la abrió de piernas, se desabrochó el pantalón y se dispuso a violarla. Rebeca se defendió, le pateó los huevos.

Por fin salí de mi estado de pánico y entendí que aquel día era matar o morir. La pesadilla estaba sucediendo en la cocina. Fue fácil encontrar un cuchillo. Y sorprendentemente fácil clavárselo a ese hijo de la gran puta en el costado, una, dos, tres veces. Nunca olvidaré la cara de pasmo que puso, la cara de absoluta incredulidad.

Rebeca me arrebató el cuchillo y terminó lo que yo había empezado. Nuestro padre ya estaba muerto, pero ella siguió apuñalando y apuñalando y sajando y rajando, una y otra vez. La sangre lo bañaba todo, estaba empapada en una mortaja carmesí. Tardó una vida en detenerse. La vida que acabábamos de dejar atrás.

Mis recuerdos están plagados de lagunas a partir de ese momento, como recuperados de una noche de borrachera. Recuerdo sus manos empapadas en sangre en mi rostro, sus ojos desencajados, enrojecidos por las lágrimas. Su voz temblorosa tratando de calmarme. “Todo va a salir bien —dijo—, todo va a estar bien.” Recuerdo con absoluta claridad el momento en el que se puso sobre mí a horcajadas y sus labios mojados en sangre me besaron, luchando contra mi entumecimiento, contra mis temblores y mis llantos y mi terror absoluto. Empezaron siendo besos torpes, un contacto invasivo y extraño. Entonces mi mundo comenzó a cobrar coherencia. Y empecé a devolverle los besos, a perderme a ellos. A refugiarme en ellos. Besos nacidos del puro instinto de autoconservación, hambrientos, insaciables. Recuerdo mis brazos apretándola contra mí. Y mi polla más dura que nunca pegada a su entrepierna. Recuerdo cómo nos frotábamos, sin parar, con fuerza, hasta corrernos entre gemidos. Nos habíamos corrido al mismo tiempo y ni siquiera me había quitado el pantalón. Ella con la ropa rasgada, aún conservaba las bragas y la falda. “Te quiero dentro —me decía, con la respiración agitada—, pero no podemos. Me harán pruebas. No podemos.”

Volví al mundo real al ver el cadáver destrozado de nuestro padre y regresé al abismo. Rebeca tomó el control. Me dijo qué debía hacer, qué debía decir. Me hizo ducharme a conciencia. Pero ella no, ella mantuvo la sangre inculpatoria hasta que vino la policía. La historia que contó y que me había hecho confirmar me exculpaba por completo. Pero no a ella. Ella fue detenida, encarcelada, ingresada en un hospital psiquiátrico.

Yo seguí con mi vida. Durante mucho tiempo estuve llorando su ausencia. Viví con unos tíos nuestros, parientes de nuestra madre. Me prohibieron que visitase a Rebeca. Dijeron que ella así lo quería. Cada noche la echaba de menos. Recordaba todas las ocasiones en que nuestro padre volcaba su violencia en mí y me iba llorando a mi cama, para, unas horas después, encontrarme con mi hermana junto a mí. Aquellas ocasiones luego enterradas en mi memoria en las que nos besábamos tímidamente en la oscuridad, fingiendo que no estaba ocurriendo en realidad, pero indudablemente haciéndolo.

Enterrar recuerdos se me da especialmente bien. Enterré todos estos sentimientos por mi hermana. Enterré todo lo que había ocurrido ese fatídico día. Lo enterré todo y seguí con mi vida.

Y ahora todo regresaba. Ahora, una vez más, el mundo volvía a tener coherencia. Ahora, con la boca de mi hermana fundiéndose con la mía en un éxtasis de gemidos, saliva, lametones animales y deseo reprimido durante mucho tiempo. Esta vez no había límites. No había nada que nos pudiese detener. Ni motivos para hacerlo.

La hago rodar a un lado, indicando con mis excitados movimientos que se tumbe boca abajo en la hierba. Ella me mira por encima del hombro con su media sonrisa deliciosa. Recorro sus impresionantes piernas desde las pantorrillas, ascendiendo por sus muslos, por sus caderas. Engancho mis dedos en la cinturilla del short y tiro hacia abajo poco a poco, desnudando el culo más perfecto que pueda haber en este mundo, tirando también del tanga, saboreando con los ojos el modo en que la tela negra se desprende del interior de sus nalgas. Dejando el short y el tanga a medio bajar, en sus muslos, paso a manosear aquellas nalgas firmes, macizas, voluptuosas, empapadas en sudor, con la piel pálida erizada por el contacto con el aire libre y la excitación.

—Vamos, lobito —jadea ella—, sácalo todo. Haz todo lo que quieras. Porque yo sí que te voy a hacer todo lo que quiera. Me lo debes.

Hago lo que llevaba deseando hacer desde el momento en que volvimos a vernos por primera vez desde su encierro, solo dos años atrás. Llevaba libre desde mucho antes, pero tardé demasiado en reunir el valor de verla en persona de nuevo. Tanto tiempo perdido. Tanto deseo soterrado, luchando sin saberlo por no afrontar aquellos sentimientos.

Pero ya no. Ahora no.

Muerdo una de aquellas deliciosas nalgas lo bastante fuerte como para dejarle la marca de mis dientes. Ella gime con dolor y placer. Mis manos separan las nalgas, revelando el agujero de su ano. Empiezo a lamer con largas pasadas de mi lengua, notando el sabor del sudor. Mi lengua asciende despacio hasta su espalda, para luego descender de nuevo por el valle de su culo, dedicando un tiempo a presionar su ano, a trazar círculos salivosos, a seguir presionando hasta que parte de mi lengua lograr entrar y entonces escarbo y escarbo, saboreando, deleitándome. Sus gemidos son continuos, profundos, casi un ronroneo. Se entremezclan con la música. ¿Qué está sonando? Marilyn Manson otra vez. The fight song.

Alzo mi cara, la boca llena de saliva y sudor cayendo en delgados hilos por mi barbilla. Termino de quitarle el short y el tanga.

—Me debes una cerveza, hermanita —le digo.

Voy a donde están las cervezas. Cojo una lata, la abro y regreso con mi hermana. Cuando vierto un chorro de cerveza en su culo, se estremece por el frío repentino. Vuelvo a lamer, esta vez recogiendo y tragando la bebida. La cerveza se desliza hasta su coño. Hago que eleve las caderas lo bastante como para permitirme hurgar con mi lengua en aquel deseado lugar. Ella se tumba boca arriba para facilitarme la tarea.

—Quiero que me lo comas hasta que me corra —me dijo.

Le dedico una sonrisa, abro los labios de su coño con una mano y vacío la lata de cerveza directamente en su interior, aunque casi todo sale por fuera. No importa. Meto la cara entre sus muslos y comienzo a lamer, a penetrarla con mi lengua, a chupetear su clítoris, a succionar los labios vaginales. Joder, podría pasarme la vida comiéndome el coño de mi hermana.

Ella hunde los dedos en mi pelo, me presiona con fuerza contra su vagina al tiempo que mueve las caderas, frotándose contra mi cara. Sus gemidos van in crescendo, aprieta mi cabeza entre sus muslos. Noto que falta poco para que se corra, de modo que aumento la intensidad de mis lametones, chupando y mordisqueando sin cesar, apenas capaz de respirar, mis manos recorriendo sus caderas, su cintura y su vientre con deseo, anhelando fundir mis dedos con su piel, ansiando consumirla con cada parte de mi ser y convertirnos en un solo ente únicamente capaz de sentir y procesar placer.

Rebeca se corre en mi cara. Presiona con más fuerza, me asfixia durante un momento durante el cual no ceso de chupar, tragándome sus fluidos.

—Oh, Dios, qué puto gusto —dice, suspirando, liberándome de la lasciva prisión de sus muslos.

Yo sigo paseando mi lengua por su cuerpo. Por sus ingles, dedicando chupetones a la cara interna de sus muslos, ascendiendo por su vientre perfecto.

Ella se incorpora. Con una mano tira de mi pelo hasta que me vuelvo hacia ella. Con el pulgar de la otra me abre la boca.

—Estamos siendo muy suaves, lobito —dice—. Y ninguno de los dos quiere eso. Nos vamos a reventar el uno el otro como con la pelota, solo que de un modo muchísimo mejor. Vamos a usarnos y a follar como deberíamos haberlo hecho sobre el cadáver de nuestro puto padre, ¿de acuerdo?

No espera ninguna respuesta por mi parte, ni falta que hace. Me escupe directamente en la boca. Me besa, metiendo la lengua en mi boca, recorriéndola. Nos chupamos los labios. Me muerde con fuerza el labio inferior. Se la devuelvo. Me tira del pelo y me escupe en la cara, para luego limpiarlo con su lengua con una lentitud enloquecedora. Nos enzarzamos en un beso interminable, separando las bocas para recrearnos en el modo en que la saliva une nuestros labios por medio de hilos que no dejamos que se rompan. Así una y otra vez.

Tiro de su coleta para echarle la cabeza hacia atrás y así saborear su cuello, tan fuerte y firme como el resto de su físico. Lo lamo, lo chupeteo con tanta fuerza que le dejo marcas rojas. Estrujo sus pezones por encima del top. Me pongo en pie. Me bajo el pantalón corto y el bóxer lo bastante como para liberar mi polla. No es una polla de actor porno de treinta centímetros, pero ella la mira como si fuese la mayor herramienta de placer de todos los tiempos. La engulle con ansia, sus labios la recorren hacia adelante y hacia atrás. Sus manos masajean mis huevos, luego mis nalgas, luego entre mis nalgas. Me penetra con un dedo, sin dejar de chupar. La sensación es rara el principio, pero me dejo hacer. Deshago su coleta, agarro mechones de su pelo con fuerza y embisto contra su boca, fuerte y rápido. El dedo en mi culo sigue el ritmo. Aparto su boca de mi polla para evitar correrme. Ella se echa hacia atrás, con la saliva y el líquido preseminal colgando de su barbilla. Sonríe con hambre. Se chupa el dedo que acaba de estar en mi culo.

Me deshago de mi ropa. Ella se quita el top. Me sitúo entre sus piernas, la polla a la entrada de su coño.

—Oh, sí, sí, sí —gime.

—¿Pero qué cojones pasa aquí? —grita una voz detrás nuestra.

Me vuelvo a tiempo de recibir un puñetazo en la cara. El puto Iván de los cojones. Se suponía que estaría todo el día fuera con sus colegas del trabajo. Es fin de semana, y el hijo de puta no tiene nada mejor que hacer que joderme el mejor y más importante polvo de mi vida.

—¡Puta asquerosa, te estás follando a tu propio hermano! —le grita a Rebeca—. ¿Es que estás loca?

—¡Vete a la mierda, imbécil! —Rebeca le empuja con fuerza, y de una patada lo tumba—. Lárgate de aquí o te reviento la boca.

Iván se levanta. Está claro que no tiene intención de irse.

—Puta —masculla—. Métete en casa antes de que lo haga yo a patadas. Y en cuanto al degenerado este… —Se vuelve hacia mí, señalándome. Solo que ya estoy un poco más cerca de él. Lo bastante como para agarrar ese dedo con una mano, mientras con la otra le devuelvo el puñetazo con el que me dio las buenas tardes.

Jamás me he sentido tan fuerte y agresivo como ahora.

—Venga, gilipollas —le digo—. ¿Qué tienes que decirle al degenerado este?

—¡Payaso! —Se lanza contra mí.

Nos enzarzamos en un forcejeo. Clavo mi rodilla en su vientre, varias veces. Castigo sus costillas a puñetazos. Un cabezazo le parte la nariz. No me había peleado con nadie desde el colegio. Y lo más curioso es que sigo empalmado.

Retrocede, las manos en la nariz sangrante.

—Esto me lo vais a pagar —amenaza.

—A tomar por culo, papanatas. —Rebeca se adelanta para darle un puntapié en los testículos que le hace caer de rodillas. Le coge por el pelo y le habla a un centímetro de la cara—. No vas a hacer pagar nada ni a contar nada. Si lo haces, todo el mundo sabrá lo que tienes en tu ordenador. Igual tu familia no ve con tan buenos ojos esa colección en biquini de tu sobrina pequeña, ¿me entiendes?

—¿Qué…?

—Lo que oyes, pedazo de mierda. Ahora mismo te vas a meter en tu coche y te vas a pirar de aquí durante tres o cuatro horas. Cuando vuelvas, no estaremos. Vas a contar que nos hemos dado un tiempo, y punto. ¿Entendido?

Iván está demasiado estupefacto para hablar.

—¿Entendido?

Iván asiente. Rebeca le empuja hacia atrás.

—Pues venga, largo de aquí, soplapollas.

Iván obedece, mirándonos con resentimiento a medida que se aleja. Durante un momento, temo que regrese armado con algún cuchillo o algo así. Lo que nos faltaba era vernos involucrados en otro crimen. Pero no, al poco tiempo escuchamos el motor del coche, que había dejado aparcado delante de la casa, y un momento después, cómo se aleja.

Rebeca se vuelve hacia mí. Con su sonrisa canalla en la cara, me mira a la polla, que ahora sí, ha bajado un poco, pero no demasiado. Se pega a mi cuerpo, restregando su coño empapado contra mi entrepierna. Me rodea el cuello con los brazos y empieza a lamerme la boca.

—Me acabo de poner aún más caliente, hermano lobo. Vas a tener que ponerte muy duro conmigo, ¿vale? —Otra vez, sin esperar respuesta, me clava los dientes en el hombro, hasta dolerme. Como respuesta, mis manos se hunden en sus nalgas con fuerza. Los dos movemos las caderas con intensidad, frotando nuestros genitales sin llegar a la penetración, como hicimos tantos años atrás, solo que en una situación completamente distinta. Separa la cara de mí para mirarme fijamente con ojos excitados—. ¿Vale? —pregunta de nuevo, y me da una bofetada lo bastante fuerte como para que me escueza.

La cojo del cuello y aprieto de manera controlada, solo para cortarle un poco la respiración. Lamo sus mejillas. Chupeteo el lóbulo de sus orejas.

—Vale —le susurro—. Vale, ahora y siempre. Quiero follarte cada día de mi vida. Hasta consumirnos.

—Oh, sí, lobito, me vas a montar como a tu perra en celo. Cada puto día de tu vida.

Sin soltarla del cuello, la llevo hasta la fachada de la casa, la pongo de espaldas a mí. Arquea la espalda para echar el culo hacia atrás. Separo una nalga con una mano, con la otra dirijo mi polla al interior de su coño. Por fin.

La penetro suavemente al principio, deleitándome en cómo mi polla entra en su vagina, inundándose de su calor, sumergiéndose en sus fluidos aparentemente interminables. Oh, joder, es la mejor sensación el mundo. Su coño arde de tal manera que mi polla parece que vaya a derretirse. La sujeto por la cintura y comienzo a penetrarla con fuerza creciente, con embestidas bruscas y profundas o con un rápido mete y saca. Varío el ritmo para prolongar la llegada del orgasmo cuanto puedo. Sin dejar de follarla, tiro de su pelo hasta que su cabeza casi roza mi pecho, con la otra mano aprieto su garganta y sigo realizando acometidas cada vez más violentas. El sonido de nuestra carne, de mi pelvis contra sus nalgas, suena como chasquidos húmedos debido al sudor que transpiramos profusamente.

Rebeca se corre una y otra vez, lo noto en las contracciones que estrangulan mi polla, por no hablar de sus elocuentes gemidos. En determinado momento, sus piernas flojean. Sin sacar la polla de su interior, la acompaño en el movimiento de arrodillarnos en el suelo. Apoya los codos y mantiene el culo en pompa.

—Hazme de todo, hermano —me dice con una voz capaz de aniquilar todo rastro de autocontrol.

Aún sin abandonar el ardiente refugio de su coño, abro sus nalgas y escupo entre ellas. Con los pulgares, masajeo su ano hasta poder penetrarlo con uno de ellos. Al poco, introduzco el segundo pulgar. Vuelvo a escupir un salivazo bien cargado.

—Quiero la polla de mi lobito en el culo ahora mismo —exige ella entre gemidos.

Sus deseos son órdenes. Saco la polla de su coño para penetrar el angosto túnel que es su recto. Sin miramientos. Ella grita, pero impulsa su culo hacia mí para que la penetración sea todavía más profunda. Esta vez follo sin medida, sin pensar en retrasar el momento de correrme ni en nada que no sea provocar sus gemidos y emborracharme en mi placer. La embisto mientras tiro de su pelo, mientras mis dedos se meten en su boca y se embadurnan con su saliva y disfrutan del tacto de su lengua inquieta. La embisto mientras el mundo se reduce a nuestros jadeos, nuestro cansancio, nuestra lujuria desatada, nuestro deseo desmedido. La deseo con tanta fuerza que nunca podré follármela con la suficiente intensidad como para demostrarlo. La deseo tanto que casi tengo ganas de llorar.

No, casi no. Mientras gimo con fuerza al tiempo que me corro dentro de su culo, las lágrimas brotan. Ni siquiera sé por qué exactamente. Pero no es por tristeza. Es por todo lo contrario.

Caigo derrumbado de espaldas, con la polla aún dura cubierta de semen. Rebeca también se deja caer de lado. Mi corrida se derrama de entre sus nalgas.

Al poco gatea hacia mí. Me besa los labios con dulzura, no exenta de avidez. Con su lengua húmeda y cálida, limpia las lágrimas que hay en mis mejillas y alrededor de los ojos.

—Te amo, hermano lobo —me dice.

Recorro su espalda desnuda, cubierta de sudor. La atraigo hacia mí para sentir su pecho contra el mío. Acaricio su mejilla y su pelo.

—Y yo a ti, hermana dragona.

Sonríe. Nos besamos.

—Tu hermana dragona aún está muy hambrienta de ti. —Me guiña un ojo. Su lengua desciende por mi pecho, traza círculos alrededor de mis pezones que me provocan una risa tonta. Sigue bajando por mi vientre con largas pasadas de su lengua de diablesa amante del pecado. Sigue bajando. Su lengua recorre mi polla medio flácida con lametones lentos y metódicos, recogiendo los restos de semen. Sigue bajando. Empapa mis huevos de saliva húmeda y caliente, la caricia lasciva de su lengua en mi escroto provoca un endurecimiento creciente de mi polla.

Sigue bajando. La punta de su lengua recorre el perineo. Abro mis piernas y elevo mis caderas para facilitarle la deliciosa tarea. Sigue bajando. Sus manos separan mis nalgas y su lengua comienza a lamer y presionar, lamer y presionar, hasta que mi ano pierde resistencia y siento cómo escarba en mi interior. Empiezo a gemir, a mover mi cintura a un lado y a otro.

Se aparta. Con sus manos, me indica que baje las caderas. Se pone a horcajadas sobre mí, sin romper el contacto visual conmigo. Su mano agarra mi polla, dura en ese momento, y la dirige al interior de su coño. Comienza a cabalgarme con movimientos controlados. Nuestros cuerpos se adaptan. Mis manos la agarran por la cintura y tiro de ella para sentir mi polla en lo más profundo de su ser. Luego acaricio sus pechos, pequeños y perfectos. Estrujo sus pezones. Hago que su torso baje para poder besarla sin dejar de penetrarla. La aferro contra mi cuerpo, impulso mis caderas con fuerza una y otra vez, follándola con fuerza. Aunque es mucho más que sexo. Mucho más que follar. Es una entrega absoluta.

Nuestras bocas no cesan de saborearse, con breves pausas para chuparnos el cuello o las orejas. A veces saco mi lengua para recibir un suave salivazo y luego se lo devuelvo en su lengua. La saliva es esencial en nuestros besos. Nos encanta sentirla, jugar con ella, formar hilos, lamernos con un apetito que nunca decae.

Cuando la aviso de que estoy a punto de correrme, se saca la polla de su interior y pasa a encerrarla entre sus labios. Su felación se adapta al movimiento de mis caderas, cada vez más rápido, hasta que me corro, manteniendo mi polla completamente dentro de su boca el tiempo que tardo en eyacular. La corrida no es abundante, de modo que tragarla no le supone ningún esfuerzo.

Se tumba a mi lado. Nos besamos largo rato, jugamos con la mezcla de mi semen con nuestra saliva. Nos quedamos dormidos durante algunos minutos, exhaustos.

En el reproductor de mp3 suena Rooster, de Alice in chains.

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Dos horas más tarde, ya nos hemos duchado. Evitamos caer en la tentación de hacerlo juntos, porque eso supondría volver a follar, y eso sería perder el tiempo. Ya habría tiempo para ese tipo de cosas. Mientras me ducho, Rebeca llena una maleta con lo más importante. Tiene ahorros y un trabajo, de modo que en el aspecto económico podremos salir adelante. Mi equipaje es bastante más pequeño. Metemos todo en el coche y nos ponemos en marcha.

Nos miramos. Ella sonríe, esa sonrisa canalla con la que exhibe el colmillo.

Le devuelvo la sonrisa. Es la primera vez en toda mi vida que me siento feliz.

—Muy bien, lobito —me dice—. ¿Adónde vamos?

FIN