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La caja de Pandora. El asalto

en Amor filial

L

os golpes resonaron en mitad de la noche como explosiones en la puerta principal hasta que ésta se vino abajo. Después del estruendo, pareció como si una tromba de elefantes corriera por el pasillo de la casa. Antonio despertó bruscamente de su pesado sueño y se levantó de la cama de un salto con los ojos como platos y el corazón a punto de salirse del pecho.

—¿¡Qué ocurre!?, ¿Qué está pasando?, ¿Quién está ahí? —gritó hacia la algarabía del otro lado de la puerta de su dormitorio.

Las voces de varios hombres que elevaban el tono como si discutieran entre sí se callaron de súbito. Con las manos temblorosas buscó el interruptor de la luz de su mesita de noche hasta conseguir encenderla. Justo en ese momento vio como se abría de sopetón la puerta de su dormitorio, apareciendo a través de ella un hombretón con pasamontañas.

—¿Quién es usted, qué hace aquí?— le preguntó el intruso.

—Soy el dueño de esta casa. ¿Y ustedes quiénes son?

Tras el hombretón vestido completamente de negro había dos individuos más. Ambos a cara descubierta. Uno de ellos era pelirrojo con una cicatriz en la oreja. El otro, un hombre corpulento de tez oscura y cejas pobladas fue el siguiente en hablar.

—¿Qué cojones hace este tío aquí?

—Ésta es mi casa. —increpó Antonio lo más autoritario que pudo—. Hagan el favor de…

El tercer hombre, el más alto de todos que tenía la cicatriz en la oreja, encañonó a Antonio con una pistola más grande que su cabeza. Al verla, a Antonio, se le ahogaron las palabras.

—Espere, n…no dispare.

—¡No le mates! —Dijo el primero de los hombres que habían entrado en la habitación— No podemos cargar con otro fiambre más.

—Nos ha visto la cara a nosotros dos —dijo el hombre de la cicatriz—. Además, qué importa uno más. Sí nos descubre, se jodió todo —Amartilló la pistola.

—N…no, por favor… espere, ¡espere! —Balbuceó Antonio.

—¿Papá? —resonó una vocecilla detrás de los hombres que hizo que se giraran en redondo.

En el pasillo apareció la figura delgada de una adolescente. Era una muchacha de cabellera desaliñada y largas piernas vestida con una camiseta que le cubría hasta debajo del culo.

—¿Pero qué cojones es esto? ¿Cuánta gente hay aquí? —Esputó el hombre de las cejas pobladas que parecía ser el cabecilla— ¿No dijiste que esta casa estaba deshabitada?

—Y lo estaba, joder —contestó el primero de los intrusos que continuaba encapuchado—. Lleva vacía todo el año. Igual que el resto de casas que nos rodean. Son residencias de veraneo. Aquí no viene ni Dios en esta época. A ver, tú —dijo dirigiéndose a Antonio— ¿qué coño haces aquí y cuanta gente hay en la casa?

—Soy el dueño. Mi hija y yo vinimos ayer. Hemos adelantado las vacaciones aprovechando el puente y el buen tiempo. No hay nadie más hasta mañana que llegarán mi mujer y mi hijo.

—¡La madre que me parió! —blasfemó el que parecía el líder al encapuchado— Nos has metido en la única casa del barrio que tiene una familia dentro. Serás gilipollas.

—El gilipollas es ese —contestó señalando al pelirrojo—. Si no se hubiera liado a tiros disparando y matando a diestro y siniestro hubiéramos salido sin que nadie se diera cuenta y no hubiéramos acabado aquí con esta gente.

—Esto lo arreglo yo enseguida —cortó tajante el pelirrojo. Giró su arma hacia la muchacha y apuntó a su cabeza.

—NOOOOO —gritó su padre.

—Quieto, idiota —se apresuró a ordenar el líder mientras colocaba su mano sobre el antebrazo del pelirrojo—. ¿No te das cuenta de que es una cría?

Antonio se había abalanzado sobre el hombre del arma pero el encapuchado lo frenó con un golpe derribándolo al suelo. Su hija gritó al ver a su padre reducido y quiso acercarse a él. El que hacía de líder la sujetó del brazo y la lanzó contra la cama del dormitorio.

—Levántate —ordenó a Antonio—, siéntate junto a tu hija y estaos los dos quietitos y en silencio.

Después se dirigió a sus compañeros.

—Esto es una puta mierda, joder. ¿Qué vamos a hacer con ellos?

El pelirrojo mostro la pistola con media sonrisa dejando claro cuáles eran sus intenciones. Su compañero encapuchado se enfadó con él.

—Deja ya de matar gente, gilipollas. Has convertido un atraco en un asesinato y ahora lo vas a trasformar en una matanza. Nos van a buscar todas las policías del mundo para matarnos a hostias.

—Solo si dejamos testigos y estos lo son. Dos balas y todo arreglado.

—Basta —dijo el líder—. No vamos a matar a nadie. Bastantes problemas tenemos ya.

—¿Y qué vamos a hacer, dejarlos aquí, llevárnoslos? —espetó el pelirrojo— Ni de coña.

—Los atamos y mañana para cuando llegue su mujer ya estaremos a tomar por culo de lejos —contestó el encapuchado.

—Ya, y nuestras fotografías estarán colgadas en todas las paredes del país una hora después—rebatió el líder—. Ahora no nos conoce nadie. Si los dejamos vivir, nuestro anonimato se acabó.

Antonio tragó saliva y abrazó a su hija. «Dios mío, nos van a matar». Su hija temblaba como una hoja aferrada al brazo de su padre.

El de la cicatriz sonrió ufano y acarició su arma triunfal. Se giró hacia los rehenes y se plantó ante ellos con los brazos en jarras.

—Por favor, señores. Les juro que no diremos nada a nadie —imploró Antonio mientras intentaba esconder tras de sí a su hija en un vano intento por ocultarla de la vista de los agresores—. Se lo juro.

—De eso estoy seguro —dijo apuntando con su arma.

Antonio se quedó sin aliento al ver que su vida y la de su hija tocaba a su fin en este mismo momento. Quiso articular palabra pero un fuerte temblor por todo el cuerpo le impedía reaccionar o mover músculo alguno. Podía ver el oscuro agujero del cañón que tenía frente a sus ojos llorosos como si fuera la boca de un oso.

—Tampoco les vamos a matar —zanjó el líder.

—¿Qué? ¿Y qué cojones vamos a hacer con ellos? —Bramó el pelirrojo con el arma todavía en alto.

—Todavía no lo sé pero vamos a tomarlo con calma, ¿vale? Ya pensaré en algo.

—No hay nada que pensar —insistió el pelirrojo—. Dos tiros, cogemos las cosas del sótano y se acabó el asunto. Mañana, para cuando llegue su putita, ya estaremos bien lejos y seguiremos sin tener testigos que hayan visto nuestras caras.

—Bien lejos y con dos cadáveres más, puto infanticida psicópata —riñó el encapuchado—. Que te den por culo. No le hagas ni caso a este descerebrado —dijo dirigiéndose a su jefe.

Tanto Antonio como su hija veían a unos y otros discutir sobre sus vidas que por lo visto, no valían ni la saliva que gastaban gritando entre sí. Su mejor aliado era el intruso cuyo rostro permanecía oculto bajo el pasamontañas pero sobre todo el buen juicio que pudiera hacer su jefe.

—No quiero morir—. La frase se la susurró su hija al oído. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. A Antonio se le encogió el corazón y la abrazó con fuerza. —Tranquila, no pasará nada. Todo va a salir bien.

Pero la cosa no iba nada bien. El hombre encapuchado y el pelirrojo discutían acaloradamente haciendo grandes aspavientos y forcejeando en ocasiones. Por lo que se apreciaba, el pelirrojo parecía estar consiguiendo convencer al líder porque éste, aunque cabizbajo y con la mirada perdida en la alfombra, parecía asentir a sus insistentes razonamientos y ruegos.

Los gritos del encapuchado protestando y discutiendo con su compañero se daban a pleno pulmón. Si hubiera habido vecinos cercanos habitando alguna de las casas, ya los hubieran oído. En ese caso, quizás y solamente quizás, alguno de ellos, alarmado por el griterío, alertaría a las autoridades. Pero la fortuna nunca se alía con gente como Antonio por lo que la soledad y el silencio de la noche eran los únicos vecinos con los que contaban él y su hija.

La batalla dialéctica parecía perdida para el encapuchado. Su jefe se había retirado a un rincón del dormitorio y ya no les prestaba atención ni intentaba aplacar a su secuaz más beligerante que continuaba con el arma en la mano dispuesto a utilizarla en cuanto sus compañeros le dejaran hacerlo.

Entonces el de la capucha vio la cartera de Antonio sobre la mesita de noche y la recogió con un rápido movimiento. La abrió mostrando la documentación de Antonio a sus compinches.

—Mirad, mirad todos. Aquí está la dirección de este hombre y de su familia —dijo señalando los rehenes—. Antonio Cortázar Abaroa. —Su jefe le prestó una vaga atención.

—Escúchame. Escuchadme bien los dos —dijo señalando con un dedo acusador a padre e hija—. Ahora sabemos quién eres, donde vives y hasta el nombre de tus padres. Si se te ocurre delatarnos o comentar con alguien que nos habéis visto os juro por Dios que aunque tardemos un año, diez o toda mi puta vida os encontraremos y os rajaremos a ti y a toda tu familia ¿entendido?

—S…sí señor, descuide. No lo haremos. Se lo juro —respondió Antonio.

El encapuchado levantó las manos como dando el asunto por zanjado después de haber encontrado una excelente solución al problema. Miró a sus compañeros buscando su aprobación pero ninguno de ambos parecía satisfecho. La cara de su jefe era de tristeza al ver acercarse lo inevitable. La de su belicoso compañero era de asco y desprecio.

—¿Y si decide cambiar de dirección? —preguntó mientras se acariciaba la cicatriz de la oreja con el cañón de su pistola— ¿Y si pide algún tipo de protección de testigos y se cambia de nombre? ¿Cómo vas a dar con él después de que haya perdido el culo para denunciar a unos ladrones asesinos que han asaltado su casa y la han utilizado de almacén y guarida? Y lo más importante. ¿Cómo vas a dar con él desde la cárcel donde estaremos cumpliendo la perpetua?

Su jefe parecía tener la misma opinión. Su cara y sus ojos corroboraban estar de acuerdo con los argumentos del pelirrojo. Negó con la cabeza mientras sostenía la mirada suplicante del encapuchado.

—A tomar por culo ya —sentenció el pelirrojo—. Se acabó perder el tiempo.

Levantó su pistola, apuntó a la cabeza de Antonio y disparó.

—NOOOO —gritó el encapuchado mientras se lanzaba al brazo del pelirrojo.

El padre, por acto reflejo, se volcó con rapidez sobre su hija intentando parapetarla con su cuerpo. Se escucharon dos disparos más mientras Antonio, que no sabía aún si había sido herido, se aferraba en un abrazo de oso sobre la chica que, histérica, había comenzado a chillar presa del pánico.

Los dos atracadores cayeron al suelo donde se propinaron una plétora de puñetazos y patadas de una manera más cómica que efectiva. Tras unos momentos de trifulca, el pelirrojo pareció recuperar el control de la situación y de la pistola. Se apartó de su compañero, le propino una patada desde el suelo en el estómago con el talón de su bota y le apuntó con su arma.

—Si me vuelves a tocar te mato, hijo de puta.

Mientras su compinche tosía medio ahogado en el suelo dolorido y sin aliento, él se levantó con dificultad apoyándose en la pared. Apuntó de nuevo con su arma a los rehenes y la amartilló.

—Espera, no lo hagas —interrumpió su jefe que ahora se encontraba de pie junto a él con la cartera de Antonio en la mano que acababa de recoger del suelo—. Tal vez al final encontremos una solución que no pase por añadir dos muertos más a nuestra condena.

Estuvo mirando fijamente a Antonio hasta que éste levantó la cabeza y cruzó la mirada con él. —Dile que se calle. Tranquiliza a tu hija— le ordeno.

Antonio, con calma y buenas palabras consiguió tranquilizar a su hija. Una vez recuperado parte de los ánimos, padre e hija volvían a estar sentados en el borde de la cama con un brazo de Antonio rodeando los hombros de su niña que miraba a los hombres con ojos de cordero degollado.

—Bien, esto es lo que ocurre —comenzó a explicar el jefe—. Tú tienes conocimiento de algo que puede dar con nuestros huevos en la cárcel. —Antonio asintió levemente—. Yo quiero lo mismo de ti. Algo que haga que, si nos cogen, tú también acabes con nosotros en la cárcel… o algo peor.

Antonio estaba intentando adivinar las intenciones del delincuente pero no llegaba a comprender hacia donde quería ir.

—¿Tienes teléfono móvil? —Preguntó su interlocutor.

—Sí, señor.

—¿Dónde está?

—En el pasillo. Sobre la mesita que está bajo el espejo.

—¿Y tú? —preguntó dirigiéndose a la muchacha.

—En mi habitación —contestó vacilante—. En la mesita.

—Tráelos —ordenó a uno de sus secuaces.

—¿Para qué? —Preguntó el pelirrojo que se había dado por aludido con la orden.

—¡Obedece y tráelos!

Cuando su secuaz salió de la habitación continuó hablando.

—Tienes una hija muy guapa. Tiene un cuerpo muy bonito y sus curvas indican que hace mucho que no es con muñecas con quien piensa en irse a dormir.

Antonio tragó saliva. Esto no pintaba bien. Una bonita adolescente en bragas frente a tres atracadores sin escrúpulos era como poner una gacela a servir copas en un bar de leones.

—Pero eso tú ya lo sabías. Con esas tetas que tiene no serás el primer padre que posa su vista en los melocotones de su hija cuando se aburren de los de su mujer.

Eso le dejó descolocado.

—Nos has visto la cara. Nos tienes cogidos por las pelotas y por eso no podemos dejaros vivir. ¿Entiendes?

—Ya, señor, pero…

—Vamos a empatar la situación. Necesito algo tuyo. Algo que jamás querrías que nadie supiera. —hizo una pausa melodramática—. Quiero que folléis juntos. Padre e hija. Y quiero grabarlo como prueba incriminatoria contra ti en caso de que, por alguna casualidad, algún policía llame a nuestra puerta en los próximos… cien años.

Antonio había dejado de escuchar en cuanto oyó “follar-padre-hija”.

—P…perdón ¿cómo dice?

—Eso es —exclamó el encapuchado chasqueando los dedos— de esa manera ya no hay riesgo de delación hacia nosotros.

—Perdón señor —insistió Antonio—, Apenas ha superado la mayoría de edad. Y yo… yo soy su padre. No puede… no podemos…

—O eso o no hay otra solución —contestó haciendo el signo de cortarse el cuello con el pulgar.

—¿Papá? —Gimoteó la muchacha a su padre.

—Pero, pero… ella es una niña, aún no ha conocido hombre, es virgen.

—Ese plan es una mierda —increpó el pelirrojo que acababa de entrar en la habitación provisto de los móviles.

—Cállate —interrumpió el encapuchado a su compañero—. La idea es buena. Si grabamos un video creíble de una relación entre él y una menor, rezará cada día para que ninguno de nosotros caiga ante la justicia con semejante documento en las manos. Será el primer interesado en que a nosotros nos vaya todo bien. —Y añadió escupiendo cada sílaba:— Y no habrá que matar a nadie.

—Escúcheme, señor. Esta chica… es mi hija. Es muy joven, mírela. Si todavía no le han salido casi ni las tetitas. Yo… yo… no puedo. Con ella no puedo.

—JODERRRRR. Basta ya de perder el tiempo —interrumpió el pelirrojo— dejadme hacer el trabajo. Yo cargaré con los muertos si tanta pena os da.

Una nueva discusión comenzó entre ellos. De nuevo el encapuchado y el pelirrojo estaban enzarzados el uno con el otro mientras su jefe hacía las veces de mediador. La muchacha susurró al oído de su padre con la voz quebrada por el pavor.

—¿Nos van a matar? —La angustiosa y lánguida mirada de su padre le respondió con meridiana claridad.

La adolescente no se podía creer que el final de su vida fuera a llegar en aquel momento y de aquella manera. Asesinada por tres desconocidos por una causa tan kafkiana y sin sentido. Hacía unos instantes dormía plácidamente en su casa de la playa en lo que parecía un puente de fin de semana idílico y ahora estaba a punto de morir. La crueldad de la vida cambia rápidamente el destino de las personas.

—Papá, no quiero morir —le susurró. A su padre se le encogió el corazón.

—P…por favor —interrumpió Antonio a los atracadores— Escuchen. Mi hija…

—Tu hija ¿qué? —increpó el pelirrojo que había dejado de discutir con sus compañeros para prestarle atención— ¿Qué nos vas a contar, que no folla?

—Es muy joven. Además, es… mi hija.

—Mi hija, mi madre, mi perra. Qué más da. Solo es un coño y dos tetas.

La impasividad y desdén del hombre le produjo a Antonio un escalofrío por todo el cuerpo. Individuos como ese no se detienen ante nada. Sádicos, sicópatas, egoístas. Miró a la adolescente con menosprecio.

—A ver, tú, muchacha, ¿vas a follar o no?

—Yo… yo… —miró a su padre y después a él— Yo… no sé…

—¿No sabes follar? ¿No sabes lo que es eso? ¿Nunca te han metido una polla por el coño? A mí no me engañas. Ya estás hecha una buena hembra para que te hayan follado bien follada.

Bajó la mirada avergonzada y se cubrió el cuerpo con los brazos. Su padre la abrazó para protegerla.

—¿Por qué nos hacen esto?

—Eso digo yo —dijo el pelirrojo dirigiéndose a sus compañeros— ¿Por qué cojones hacemos esto en lugar de limpiarlos de una puta vez?

—¡No! —gritó Antonio—. No, por favor.

Pero esta vez el líder del grupo parecía no estar tan en desacuerdo con su beligerante compañero a tenor de la actitud negativa de ambos rehenes. Sin su apoyo, a Antonio le inundó el pavor y la presión de la desesperación empezó a golpearle en el pecho. El otro atracador, el que era la némesis del pelirrojo, miraba hacia otro lado rehuyendo cruzar la vista con Antonio. Esperó a ver si decía algo en su defensa pero parecía haberse diluido. Como si no se atreviera a sostenerle la mirada. Como si no hubiera otra salida que la pistola de su compañero.

Su hija le observaba con ojos de gatito. Temblaba de miedo. En el fondo era una niña. Una inocente niña crecida. Crecida y desarrollada. Con curvas más provocadoras de lo normal para su edad y una sombra bajo sus bragas más oscura de lo deseable en ese momento. Y es que en el fondo, ya tenía edad para saber ciertas cosas relativas al sexo.

Antonio la escrutó con detenimiento. Cierto que estaba bien desarrollada. Y las chicas de hoy en día vienen más adelantadas que antes. Saben mucho más. Quizás si lo hacían con cuidado no sería tan duro. Él podría ir guiándola y ayudándola. Teniendo en cuenta la situación, era mejor dejarse follar por él que no por uno de esos atracadores si hubieran optado por violarla. O quizá los tres. Además, tarde o temprano tendría que hacerlo. Ya era una adolescente. Algún día se echaría un novio y follaría con él. O peor, con algún desconocido en la parte de atrás de un coche apestoso. Es ley de vida. Lo hacen todos los jóvenes. Bien visto, era mejor perder la virginidad aquí, sobre una cama en casa, que no en un descampado donde podría coger alguna infección o un embarazo no deseado. Y lo hacían por salvar sus vidas.

Tomó a la muchacha de la barbilla.

—Adela…

Nada más notar el gesto de su padre y ver su semblante apenado se le vino el mundo a los pies. Supo lo que significaba. Lo que su padre iba a proponerle. Puso los ojos como platos y apartó la mano de la cara.

—No.

—Adela…

—No.

Miró a los hombres de aquella habitación que la observaban pensando en la misma cosa, incluido su padre. Estaba sola.

—N...no puedo.

Nadie se movió. Ni su padre que había bajado la mirada por cobardía. Estaba acorralada. Sola. Quería irse de allí, llorar. ¿Por qué le pasaba esto a ella? Tenía que haber otra salida. Algo se podría hacer.

—L…le hago una paja —dijo al hombre que tenía más cerca—. Se la chupo. Se la chupo a los tres. Las veces que quieran. Pero por favor…

El pelirrojo mostró una sonrisa cómica al oír hablar a la zagala y le dirigió a su padre una mueca de triunfo. La muchacha no era tan inocente como el padre creía. La mirada que intercambió con él estaba llena de desprecio. Antonio, totalmente descolocado, la miraba confuso. Los otros dos hombres no se inmutaron demasiado.

—Tengo cien putas mejor que tú para menearme la polla —replicó el pelirrojo al fin—. Al que se la tienes que chupar es a tu padre, no a mí.

La muchacha miró a su progenitor pidiendo ayuda pero había dejado de tenerlo a su lado. Ahora su padre estaba al otro lado de la línea. Allí donde se encontraban aquellos cuya única salida era la humillación absoluta de su cuerpo. Su padre se había rendido. Estaba dispuesto a follarla frente a ellos. Hundió la cara entre las manos desconsolada y lloró.

Antonio se acercó y pegó su frente a la de ella.

—No tenemos más remedio, compréndelo —susurró—. Lo haremos muy despacio. Con cuidado.

Adela no contestó. Oírselo decir a él le produjo sensaciones encontradas. Ese tipo de frases no deben salir de los labios de un padre.

—¿Entonces? —dijo uno de ellos— ¿Folláis o no?

La muchacha no reaccionó de inmediato. Aun no había podido asimilarlo por completo. Dejarse follar por su propio padre en presencia de unos extraños si no quería que los mataran. Follar o morir. Esa era la cuestión. Su padre la miraba desconsolado. Podía sentir su dolor tanto como el suyo propio. Él se moría por ella de la misma forma que ella se moría por él.

Adela bajó la cabeza, se encogió de hombros y asintió levemente.

Antonio cerró los ojos y apretó la mandíbula. Era la última barrera al precipicio. El consentimiento explícito de su niña le rompía el corazón y constataba el descenso hacia el abismo inmundo del sexo más morboso y sucio.

—Perdóname Adela —se lamentó— perdona por lo que te voy a hacer.

—Es igual —contestó intentando quitar hierro al asunto—. Total, ya no soy virgen.

—¿Cómo? —preguntó atónito— ¡Pero si todavía eres una cría!

Notó la decepción de su padre y se atrevió a mirarle a la cara. Fijó la vista en sus manos que frotaba con nerviosismo, sintiéndose culpable de una sucia traición.

Antonio contemplaba a su hija. Era alta para su edad. Los rasgos de su cara habían dejado de ser los de una niña hacía mucho tiempo. Repasó su cuerpo adolescente observando de nuevo sus curvas. No podía ser. Aunque su cuerpo lo desmintiera seguía siendo una niña. Nunca había existido ninguna posibilidad que le hubiera permitido cometer un acto de ese calibre. Nunca había estado sola ni un momento desde que nació. Él o su madre la llevaban y la recogían allá donde fuera. Nunca salía de casa sin ir acompañada de alguno de sus progenitores. «¿Cuándo?, ¿Con quién?».

Entonces cayó en la cuenta de que eso era lo último qué necesitaba pensar en ese momento. La abrazó y la trajo hacia sí hundiendo la cabeza de ella contra su cuello.

—Bueno, qué más da. Eso no importa ahora.

Adela recibió con agrado la muestra de cariño de su padre. Cerró los ojos y durante unos instantes disfrutó del calor de su cuerpo aspirando el aroma que emanaba de él. Recibiendo el perdón de la traición.

—¿Estás preparada?

—No quiero morir —se defendió.

La frase se le clavó en lo más profundo de su estómago. Ella estaba dispuesta a hacerlo. ¿Y él, sería capaz? ¿Podría follarse a su propia hija delante de unos extraños?

Los atracadores se acercaron a ellos. El jefe de la banda le sacó de su ensimismamiento cuando le preguntó con acritud si estaban dispuestos a empezar de una vez.

—Haremos lo que sea —contestó Antonio con ojos cansados.

Después, el hombretón se puso en cuclillas enfrente de la muchacha y le pregunto:

—Te llamas Adela ¿Verdad?

—S…sí —respondió con rubor.

—Bien Adela. ¿Entiendes lo que tienes que hacer? ¿Eres consciente de que vais a follar entre tu padre y tú?

Ella asintió con un nervioso movimiento de cabeza.

—Bien —dijo poniéndose en pie de nuevo— Que quede bien claro que en el video debe parecer que usted no está coaccionado. Lo que va a hacer debe ser hecho sin caras tristes, ni lágrimas ni hostias en vinagre. ¿Estamos?

—Mire señor —intervino el encapuchado haciendo a un lado a su jefe—. Es muy importante que entienda que durante la grabación debe sonreír como si disfrutara con ello. Debe gemir de placer continuamente y decir cosas bonitas.

—Las típicas cosas bonitas que un padre pervertido le dice a su hija adolescente —comentó Antonio para sí mismo.

—Exacto —contestó el pelirrojo con socarronería—. Las típicas frases por las que no solo usted iría a la más infecta de las cárceles sino que, además, nunca volverá a tener amigos en su barrio, ni en su ciudad, ni en todo el país. Y tú —dijo dirigiéndose a la muchacha— puedes contestarle con las típicas frases que solo una hija desviada con complejo de Electra le diría a su padre para que se le ponga bien dura.

—Eso no es necesario —rebatió el encapuchado—. Solo nos interesa que usted dé el perfil de padre pervertido.

Antonio miró a su hija con pesadumbre y después al encapuchado. Asintió levemente con la cabeza.

—Bien, lo que vamos a hacer es muy sencillo —interrumpió el encapuchado—. Vamos a seguir un pequeño guión para que no haya problemas. En cuanto comience a grabar, le comes la boca a tu hija a besos. Pero besos de verdad, con lengua y pasión. Nada de piquitos de pajarito.

Antonio sintió que se le revolvía el estómago.

—Mientras os coméis la boca —continuó—, os sobáis por encima de la ropa. Tetas, coño, polla… —hizo una pausa hasta estar seguro de que lo entendían—. A mi señal, le quitas la camiseta a tu hija y le comes las tetas hasta que yo te diga. Entonces bajas hasta su coño, le sacas las bragas y se lo comes. ¿Hasta aquí todo claro?

Antonio asintió con la cabeza. No parecía complicado en su asqueroso concepto.

—Cuando os diga, cambiáis de posición y le sacas los calzoncillos a tu padre —dijo dirigiéndose a la muchacha—. Le pajeas y le chupas la polla hasta que la tenga bien dura. Es importante que consigas que tu padre esté bien empalmado, así que haz todo lo que sea necesario. Le pajeas, le acaricias los huevos, se los lames, te la metes hasta la garganta… todo. Cuanto más dura la tenga tu padre, más fácil le resultará correrse cuando te esté follando y antes acabará todo.

Utilizaba los dedos para enumerar cada tarea, sin perder de vista la cara de la chica. La expresión de ella parecía insensible a las explicaciones del hombre pero asentía con cada comentario de manera autómata.

—Tú verás cuando estás preparado para empezar a follar —le dijo entonces a Antonio—. Cuando lo estés, te tumbas sobre ella, se la metes y empezáis el “mete-saca” hasta que te corras dentro, ¿sí?

Antonio torció el morro con cara de asco.

—Si necesitáis cambiar de posición, podéis hacerlo pero recordad que debes correrte dentro. Cuando termines, os ponéis boca arriba para que se vea tu polla y su coño con restos de semen. ¿Está todo claro?

Antonio cogió de la mano a su hija y los dos apretaron con fuerza. Mientras tanto, el jefe de la banda arrastró la mesita del cabecero hasta colocarla frete a ellos. Se agachó para colocar sobre ella un teléfono móvil que enfocó hacia la pareja.

—¿Empezamos?

El hombre se incorporó y con un gesto les conminó a comenzar. Antonio tomo aire y, tras unos eternos segundos de duda, se giró hacia su hija que permanecía sentada a su izquierda. Con su mano derecha apartó un mechón del pelo de la muchacha y se lo colocó detrás de la oreja. Se quedó mirándola a los ojos, consciente de lo que iban a hacer.

—Eres preciosa —le dijo a la vez que acariciaba su mejilla con el dorso de la mano.

Ella supo que su padre lo decía de corazón y le obsequió con una tierna sonrisa. Antonio apoyó su mano sobre el hombro izquierdo de su hija y acercó su cara a la de ella. La adolescente tomó aire, cerró los ojos y se preparó mentalmente para el beso que su padre estaba a punto de darle.

Notó los suaves labios de su progenitor posarse sobre los suyos con calidez. Ella sostuvo el beso unos segundos antes de comenzar a abrir la boca para alojar su lengua.

Mientras el beso filial se hacía cada vez más húmedo, la mano de Antonio comenzó a deslizarse hacia sus tetitas. Al llegar a ellas, notó con estupor que su tamaño era mayor de lo que esperaba. Eran dos manzanitas grandes y redondas que llenaban su mano. La turgencia de sus tetas junto a la curva de sus caderas le sorprendió y comenzó a ser consciente del gran desarrollo de su pequeña.

Cuando su mano llegó a las bragas y palpó sobre ellas, notó de nuevo la madurez de la hembra a la que sobaba. Al notar las caricias de su padre, ella abrió las piernas para permitir la exploración completa de su anatomía.

Antonio también sintió la mano de ella palparle la polla por fuera del calzoncillo por lo que abrió las piernas a su vez para facilitar la tarea de su hija. Ambos tenían su mano derecha entre las piernas del otro.

A una señal de uno de los asaltadores, Antonio coló la mano bajo la camiseta hasta llegar de nuevo a las tetas para, después de magrearlas durante el tiempo que duró un largo morreo, sacar la camiseta por los hombros y descubrir el joven y turgente manzanal a la vista de los presentes.

La muchacha se recostó hacia atrás apoyándose en los codos mientras su padre se inclinaba sobre ella para poder lamer sus tetas coronadas por dos vistosos pezones circundados por sendas areolas agradablemente grandes.

Se sintió turbado al observarlas con detenimiento. Eran realmente preciosas. Dignas de una mujer adulta y bien proporcionada. Miró a su niña orgulloso.

—Eres realmente una mujercita preciosa. Tienes las tetitas más bonitas que he visto nunca. Me encantan tus pezones grandes y oscuros que contrastan con la claridad de tu piel. Y la forma de las tetas es ideal. Redonditas y grandes pero tiesas, como queriendo crecer hacia arriba. Muy pocas mujeres tienen unas tetas tan agraciadas como las tuyas. Me recuerdas mucho a tu madre.

La cámara del smartphone y los que observaban como público lo captarían como una obscenidad indigna de un padre que de verdad quisiese a una hija como tal. Solo Adela supo entender que el piropo de su padre era sincero y alejado de cualquier apreciación lasciva y soez.

Antonio besó sus labios con dulzura y continuó por el cuello hasta llegar a su adorado melonar. Una vez allí, dio varios rodeos antes de terminar posando su lengua sobre uno de sus pezones. Lo acarició con la punta de la lengua antes de lamerlo en toda su plenitud. Se regodeó en él. Lo lamió, lo besó, lo succionó, lo volvió a lamer. Estaba haciendo todo lo que se suponía que debía hacer delante de aquellos extraños.

Después tomaría el relevo con la otra teta mientras amasaba la primera de manera visiblemente lasciva.

Cuando el público presente creyó tener suficiente lamida de tetas, Antonio fue indicado a que pasara a la siguiente etapa.

Con pesadumbre, fue besando su cuerpo juvenil hasta llegar a la frontera de sus bragas. Metió dos dedos a cada lado de la prenda y Adela, arqueó el cuerpo para facilitar su extracción. Su padre tiró de los costados deslizándolas a lo largo de las piernas.

Cuando sacó las bragas por lo pies y observó la negrura del coño de su hija se quedó estupefacto.

—Dios, tienes un coño realmente precioso. Tus labios son finos y tu vello es delicado pero tupido. Lo llevas cortito y arreglado dibujando la misma forma rectangular que tu madre. —la miró a los ojos y dijo:— Me encanta el contraste de tu coño oscuro con el triángulo de piel blanca del bikini.

De nuevo, Adela quiso adivinar lo que era una alabanza cortés de un padre hacia su hija, encubierta en una perorata de viejo verde que su progenitor se veía obligado a decir.

Antonio acercó su cara y besó sus ingles con ternura, alargando cada ósculo más de lo necesario en un vano intento por retrasar lo inevitable. No podía creerse lo que estaba a punto de hacer. No con su pequeña. Ella debería estar soñando con salir de la mano con algún guapo imberbe de su colegio, no dejándose lamer el coño por su propio padre.

Por su parte, Adela estaba serena. No era tan chiquilla como su padre quería pensar. También ella sabía cómo terminaría aquello y parecía haberlo aceptado. Tenía los talones apoyados en el borde de la cama. Abrió las piernas ampliamente formando con ellas una “M” mayúscula.

Antonio posó los dedos sobre el coño y los deslizó arriba y abajo con suavidad. Recorriendo la raja en toda su longitud. Sorprendido por el suave tacto de su fino y tupido vello adolescente.

Besó su pubis y se acarició sus mejillas en él. Después fue bajando hasta enterrar sus besos en medio de sus labios vaginales. Eran oscuros y finos como los de su madre. Los besó con delicadeza en toda su longitud. Posó su lengua sobre ellos recorriéndolos lentamente. Adela dejó caer las piernas a los costados. Al hacerlo, los labios de su coñete se abrieron. Observó el interior de su hija durante unos segundos de vacilación antes de lanzarse a lamerlo. Antonio había tomado una decisión. Si lo que estaba por venir era inevitable, al menos intentaría que fuera lo menos traumático para su hija.

Iba a follarla. Tendría que meter su gorda polla en el coño adolescente de una mocita a la que faltaba mucho por madurar. No podía hacer que su polla encogiera pero al menos podía intentar que ella estuviera los más relajada y dilatada posible. No solo se dedicó a lamer en toda su amplitud el coño de su hija embadurnándola de saliva sino que además centró sus caricias en la zona más erógena de una mujer, su clítoris.

Con la punta de la lengua comenzó a acariciar la zona haciendo suaves círculos intentando la masturbación. Sus manos recorrían sus ingles, nalgas, pubis y toda zona erógena de la chica, incluidas sus tetas.

Pese al largo rato que dedicó a la tarea, y el empeño y tesón que puso en ello, no pareció que surtiera ningún efecto. Ni su clítoris ni sus pezones hacían indicar que ella estuviera mejor preparada para lo que estaba por venir. Lo único que le quedaba como consuelo era proporcionarle una abundante lubricación. Antonio le comía el coño a su hija como si la vida le fuera en ello. Lamía y besaba su coño como un obseso.

Los tres asaltantes se vieron complacidos con la sesión se sexo explicito gratuito y decidieron que ya habían tenido suficiente. A una señal, Adela se incorporó y Antonio entendió que había llegado el momento de intercambiar posiciones. Éste ocupó el sitio de su hija sentándose en el borde de la cama y recostándose hacia atrás sobre sus codos mientras que ella, completamente desnuda se colocaba de rodillas en la alfombra entre las piernas de su padre.

Ahora le tocó a Antonio elevar su cadera para que su hija pudiera desnudarlo quedando de esa manera con su polla y su negro pubis a la vista de los presentes. Recostado en la cama y con las piernas abiertas, esperaba con el corazón en un puño el momento en el que su hija tomara la iniciativa. No se hizo esperar.

Adela agarró la polla de su padre con sorprendente decisión y comenzó a meneársela con brío. Observó con estupor la dantesca escena de su propia hija pajeándole. Cerró los ojos y se concentró para empalmarse lo más pronto posible y acabar cuanto antes esa pesadilla.

La polla de su padre, pese a haber tomado cierta rigidez, no parecía empinarse lo suficiente. Adela cambió de mano para continuar con la paja.

—Sóbame los huevos, cariño. Acaríciamelos con la otra mano. Agárralos con suavidad a ver si así…

Volvió a cerrar los ojos e intentó relajarse. Intentó concentrarse en empalmarse. «Piensa en las cosas que te ponen, Antonio. Concéntrate», se decía.

En su cabeza se formó la imagen de Amparo siendo follada por un extraño. Amparo era su mujer y esa era su fantasía más recurrente. Decenas de pajas habían caído con la imagen de Amparo gritando de placer mientras una tercera persona, ajena a la pareja, follaba su coño una y otra vez despiadadamente frente a él.

En estos pensamientos estaba, cuando notó la boca de su hija empezar a chuparle la polla. Al abrir los ojos sus miradas se cruzaron. Sintió una mezcla de turbación y desconcierto al observar inflarse los mofletes de Adela por efecto de su pene al topar contra ellos en cada mamada que ella propinaba con mueca de asco.

—Muy bien, cariño —acertó a decir en un intento por animarla—. La chupas muy bien. Sigue. Utiliza la lengua, cielo.

Cerró los ojos para continuar concentrándose y esta vez se imaginó a su mujer de rodillas frente a su amante imaginario tal y como Adela estaba ahora con él. Amparo era profesora. Si había algo que le excitaba más que imaginar a su mujer siendo follada por otro, era que éste fuera alguno de sus propios alumnos.

Su polla estaba adquiriendo una dureza y unas dimensiones considerables. Su respiración y su ritmo cardiaco empezaban a marcar el inicio de una verdadera excitación sexual. Lo estaba consiguiendo.

—Sigue así cariño. Sigue chupando. Lámeme los huevos. Pajéame más rápido.

Su hija obedecía obrando como una profesional a pesar de no parecerlo. La imagen del alumno y la profesora cobraba más fuerza en su cabeza.

—Sí, muy bien, así. Chúpamela más rápido. Hasta el fondo —Nadie en aquella habitación suponía que las palabras salían de un imaginario alumno a su profesora adultera.

Antonio estaba seguro de que muchos de sus alumnos se habrían hecho decenas de pajas la salud de su mujer. No solo él disfrutaría con la escena que tenía en mente. Y seguramente habría más maridos como él. Buenos padres de familia deseosos de gozar a través de otros.

Pasaban los minutos y las imágenes de su esposa y las caricias de su hija estaban provocando el efecto deseado. A la mamada que le estaba haciendo junto con la eficiente paja había que sumar el roce de sus pezones contra sus muslos. Adela estaba lamiendo la punta de su polla con la lengua, como si fuera un helado.

—Creo que estoy a punto, Adela. Túmbate ya. Ponte aquí.

El momento menos deseado había llegado. Adela se tumbó junto a él y separó las piernas preparada para recibirle. Antonio se colocó encima y sin malgastar tiempo para no perder la erección, colocó la polla sobre el coño de su hija.

Deslizó la punta a lo largo de toda la raja varias veces hasta alojar la punta en la entrada.

Adela se preparó para la penetración. Cerró los ojos, respiró hondo e intentó relajarse. Notó como su padre empujaba su polla contra la entrada de su coño. La polla de su padre era muy grande. Un segundo empujón corroboró los temores de la chica que creyó no poder alojar aquel pollón. Al tercer envite tuvo claro que no lo conseguirían.

—Ya está dentro —dijo su padre.

—¿Ya? —Preguntó sorprendida.

Adela miro entre sus piernas y vio con estupefacción que su padre había metido la polla por completo. Le había metido el rabo hasta el fondo. Estaba perpleja de haber podido encajar semejante aparato. Su padre no estaba menos asustado con la visión de su polla totalmente alojada en el coñete de su hija. Se tranquilizó algo cuando vio la tierna sonrisa de Adela satisfecha por haber conseguido alojar a su padre dentro de ella.

Antonio hizo un esfuerzo por devolverle la sonrisa y empezó a sacar la polla con suavidad para volver a meterla cuando estuvo casi fuera. Repitió esta operación de nuevo sin perder de vista la expresión de su hija. Pronto su padre adquirió un ritmo cadente y continuado.

Estaban follando.

Aunque sereno y con un rictus que solo denotaba concentración, Adela seguía sintiendo la angustia de su padre en su mirada escrutadora que no le quitaba de encima.

—Sigue —le alentó para consolarlo—. Vamos sigue, papá. Hazlo más rápido si quieres.

—Oh, Dios, cariño. Lo siento tanto —rompió a decir, apesadumbrado por follarse a su propia hija.

Abrazó a su padre y le besó con ternura intentando tranquilizarlo. Intentando que notara que todo estaba bien y que podía seguir adelante sin preocuparse por su bienestar. Su padre recibió el gesto que le oprimió el corazón. Y entonces, todo lo ganado anteriormente comenzó a venirse abajo. Su polla empezaba a flaquear. El éxtasis lascivo de unos minutos atrás estaba desapareciendo.

Cerró de nuevo los ojos y sacudió la cabeza intentando retomar las imágenes de su mujer follando con sus alumnos pero por alguna razón ya no conseguía encontrarlas igual de excitantes.

«Piensa Antonio, piensa».

Echó mano de otra de sus fantasías eróticas más recurrentes desde hacía unos meses. Adolescentes y quinceañeras.

En los últimos tiempos, las féminas púberes desnudas empezaban a obsesionarle. Últimamente había estado navegando por internet buscando lolitas con las que pajearse imaginando escenas imposibles entre las muchachas y él. Y era precisamente una de esas lolitas, pero de carne y hueso, la que ocupaba la mayor parte de sus últimas pajas.

Vanesa era la mejor amiga de Adela. Se conocían desde niñas y habían ido juntas desde la guardería. De hecho sus padres eran viejos amigos del matrimonio que habían compartido varias vacaciones juntos. En ocasiones, unos y otros se habían hecho cargo de las dos niñas bien para llevarlas juntas al colegio o para pasar juntas un fin de semana.

Los últimos años, Vanesa había acompañado a la familia de Antonio semanas enteras a la casa de veraneo que tenían cerca de la playa. La misma en la que se encontraban ahora. El último verano, en un descuido, Antonio había visto un primer plano de las tetas de Vanesa y desde entonces su obsesión por las adolescentes había ido in crescendo.

La cruel ironía era que su deseo de follar con una adolescente se estaba haciendo realidad de la manera más espantosa.

En un fugaz repaso al cuerpo de su hija, constató que el parecido entre ambas era notorio. Detuvo su mirada entre las piernas donde su polla entraba y salía una y otra vez. Se preguntó si el coño de Vanesa tendría el mismo aspecto que el de Adela. Oscuro, con el vello corto pero tupido. Y si habría tenido alguna polla como la suya dentro. «Si Adela no es virgen, Vanesa también podría no serlo».

La idea le calentó e instintivamente se la imaginó en el lugar de Adela. La estatura y complexión de ambas era muy parecida.

Posó su vista en sus tetas que se balanceaban con cada envite. Un precioso melonar encerrado entre dos triángulos de piel blanca. Sus rosados pezones se movían como guindas en un flan recién hecho. Antonio se mordió el labio con deseo mientras su polla entraba y salía de su coñete cada vez con más fuerza. Acarició una teta, la amasó, y esta vez sintió la fuerza de la lujuria entre sus dedos. Estaba follando con ella, con Vanesa. Su erección era plena. Sí, lo estaba consiguiendo.

Sin saber porqué, la imagen de sus amigos, los padres de Vanesa, le vino a la mente y se los imaginó conocedores de sus deseos lascivos. Se sintió culpable.

El momento culmen se acercaba. Sacudió la cabeza, cerró los ojos y acercó su boca a la de ella propinándole un profundo y húmedo beso. Amasó sus tetas con mayor deseo y aumentó el ritmo de sus embestidas convirtiendo el suave vaivén en una salvaje follada a Vanesa.

—Oh, Dios, quiero follarte, quiero follarte, mmmf. Quiero tu coño, quiero correrme en él —Apretaba los ojos con fuerza.

Adela tuvo que sujetar las caderas de su padre mientras soportaba los furiosos envites hacia su coño. Antonio estaba cerca de correrse, no podía parar ahora, estaba a punto. Pero el cenit del momento no llegaba y Adela era consciente del apuro de su padre.

—Vamos. Sigue. Sigue papá —le alentó—.

—Mmmf, mmmf, mmmf, —lo iba a conseguir

—Así, muy bien —ella también veía el final cerca.

Su padre no paraba de mirar su cuerpo arriba y abajo. Viendo su polla entrar y salir de su coñete. Excitándose con él y con sus tetas. Adela se percató de ello y decidió ayudarle intentando emular lo que podía ser un orgasmo o un escalofrío de placer para animarle pero que solo consiguió regocijar a los secuestradores que se miraban entre sí júbilos. Antonio intentaba por todos los medios correrse de una vez. La estaba follando con tanta fuerza y con tal rapidez que empezó a sufrir un intenso el dolor en los abdominales. No podía ser, ahora no. Estaba a punto.

Vació su mente y solo dejó en ella la imagen de una adolescente Vanesa desnuda con las piernas abiertas recibiendo sus pollazos. A su lado, su mujer era follada con brío por un joven que la sodomizaba a cuatro patas. Antonio miraba a su mujer y ésta le miraba a él.

Por fin, el tremendo esfuerzo perforador obró el milagro y se corrió. Y lo hizo abundantemente.

A medida que eyaculaba, sus embestidas cobraban menos fuerza hasta que la follada se convirtió en unos suaves coletazos. Después de que el orgasmo finalizara y las fuerzas desaparecieran con él, se dejó caer sobre su hija, exhausto. —Por fin— le susurró al oído. Respiró hondo, intentando recuperar el resuello. —Lo siento Adela— añadió con tristeza —lo siento tanto.

Ella le abrazó con fuerza y le besó en la comisura de los labios.

—Papá.

Cuando Adela aflojó su abrazo de oso, Antonio se volteó con aire cansado tumbándose boca arriba junto a su hija. Ambos se recostaron quedando apoyados sobre sus codos mirando sus respectivos sexos. Las muestras de semen en cada uno de ellos eran evidentes. La misión estaba cumplida. Su parte estaba cumplida.

Los instantes de tensión se convirtieron en eternos y vergonzantes segundos en los que Antonio, indefenso y con la polla flácida, sostenía la mirada del jefe de aquellos sucios atracadores exhortándole en un incómodo y mudo silencio a abandonar su casa tal y como prometieron. El rictus del delincuente era una mezcla de enfado y vacilación. Antonio no sabía cómo traducir su expresión huraña y dudaba tomar la palabra en primer lugar.

La falta de reacción de aquellos hombres inducía a pensar que sus intenciones no estaban todavía claras y ambos, padre e hija, empezaron a incomodarse ante su actitud pasiva que daba a entender que no querían marchar de su casa.

Finalmente el encapuchado tomó la iniciativa y, sin decir palabra, recogió el móvil de Adela que había servido como improvisada cámara de video.

—Bien —dijo por fin—. Recuerde que no debe hablar de nosotros a nadie. Si se va de la lengua, este video se hará viral y caerá en desgracia. Perderá a todos sus amigos y amistades.

—Y no solo eso —interrumpió el pelirrojo con media sonrisa en su boca—. Irá a la cárcel por corruptor de menores. Le violarán en grupo. Follarán su lindo culo una docena de hombres machotes cada día de su puerca vida.

Antonio sabía de sobra lo que la difusión de ese video supondría para él y su familia. No se molestó en contestarles. Solo esperaba oír un “hasta nunca” y verlos desaparecer para siempre.

—Ya está —dijo el encapuchado—. Nos llevamos los dos móviles para evitar tentaciones de última hora. Ah, y tomamos prestado su coche.

—No salgan de su casa ni hablen con nadie en las próximas 24 horas. Es un aviso —amenazó el pelirrojo.

Tras decir esto, los tres salieron de la habitación y de la casa. Antonio se quedó congelado durante unos instantes de duda. Cuando al final reaccionó, recogió su calzoncillo del suelo y salió hacia el pasillo. Parecía vacío y en silencio como toda la casa. Al final del corredor estaba la puerta principal por la que habían huido. Estaba abierta y en el marco, a la altura del pestillo, se apreciaban las astillas reventadas durante el asalto.

Antonio corrió a cerrarla. Justo antes de hacerlo pudo ver su coche acelerar saliendo de su propiedad calle arriba. En él iban los tres sinvergüenzas que habían arruinado su vida y la de su hija para siempre. «Malnacidos. Cabrones».

Cerró la puerta con un fuerte golpe. Le inundaba la rabia y la impotencia. Solo quería llorar y gritar. Su respiración ahora era enérgica y estentórea. Apoyó los puños sobre a puerta como si quisiera descargar en ella toda su furia. Como culpándola de ser la responsable de que hubiesen entrado. Maldita.

Al final, cuando por fin aceptó la evidencia de la realidad, se dejó caer contra ella, abatido. Con la frente sobre la madera y las lágrimas a punto de aflorar.

—¿Qué vamos a hacer ahora, papá?

El sonido de la voz de su hija apenas le sacó del ensimismamiento y le costó responder.

—No lo sé. Supongo que lamentarnos de nuestra mala suerte y continuar viviendo como si no hubiera pasado nada.

Adela se abrazaba en medio del pasillo. Su aspecto, con la camiseta holgada, que acababa de ponerse, dejaba al descubierto la casi totalidad de sus largas piernas y su cara inocente de labios como pétalos de rosa, era el mismo que antes de entrar aquellos tres demonios.

El dolor de ver al que era la piedra angular en su vida y la de su familia, derrumbado contra la puerta desvencijada, apático y acabado era insoportable. Le abrazó desde atrás, notando el calor de su espalda contra su pecho.

Eso le hizo reaccionar y se giró para devolverle el abrazo. La trajo hacia sí quedando la cabeza de ella alojada bajo el cuello de él mientras contenía las lágrimas. Apretó con fuerza su cuerpo contra el suyo. Adela se sintió bien. Siempre le gustaron los abrazos de su padre. En ellos volvía a sentirse la niña que nunca quiso dejar de ser. Indefensa pero invulnerable. Respiró el aroma de su padre, su héroe. Sintió el calor de su torso desnudo.

—Deberíamos intentar dormir algo —dijo por fin su padre—. Aun falta mucho hasta que amanezca y no podemos hacer nada. Es probable que no peguemos ojo pero al menos intentaremos descansar algo hasta que lleguen tu madre y tu hermano mañana.

A Adela le costó separarse de su padre pero éste la empujó suavemente de los hombros.

—Anda, ve a tu habitación mientras intento atrancar la puerta de alguna manera para que no quede abierta durante la noche.

Adela obedeció con lentitud. En el fondo su padre tenía razón. No había nada que hacer. Lo mejor era intentar descansar y pasar el susto. Se dirigió a su dormitorio arrastrando los pies.

Mientras Antonio retiraba los trozos del marco y de las astillas que estaban esparcidas por el suelo, se percató de que los goznes superior e inferior de la puerta estaban intactos. «Dios mío. No he cerrado la puerta con doble llave».

El estómago le dio un vuelco y la bilis empezó a corroerle por dentro.

«Espera. Espera un momento. Aun así habrían entrado igualmente y el daño hubiera sido mayor. Habrían reventado el marco entero y ahora no habría puerta que cerrar».

Antonio intentaba consolarse evitando innecesarias culpas que solo servirían para hacerle sentir más miserable de lo que ya se sentía.

El efecto de este hecho era que se podía cerrar la puerta con normalidad utilizando el doble giro de la llave para que los goznes restantes entraran en sus respectivos zócalos. «Mañana arreglaré el trozo astillado».

Cuando se giró, Adela ya no estaba y de pronto se sintió extrañamente solo. Encaminó sus pasos hacia su dormitorio. Al llegar y ver la cama desecha y la mesita desde donde se habían tomado tan dolorosas y repugnantes imágenes se dio cuenta de que iba a resultar imposible pegar ojo allí.

—¿Te importa dormir conmigo? No quiero estar sola.

Adela había aparecido bajo el quicio de la puerta de su dormitorio al final del pasillo. Su mirada de suplica le hizo comprender que su estado de ánimo era mucho peor que el suyo. Su padre le regaló una tierna sonrisa.

—Claro, pequeña.

Nota del autor:

Si has disfrutado con este relato, te agradecería que dejaras algún comentario. Es una pequeña dádiva que ayuda a seguir escribiendo y que te pido postrado y humillado ante tí, oh sabio lector.