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Ricitos platónicos 02

en Hetero: General

Me había costado horrores conciliar el sueño aquella noche. Lo sucedido se repetía en mi mente una y otra vez, encendiendo mis fuegos internos y, a su vez, sumiéndome en la más infinita de las vergüenzas. Verme allí, contemplando cómo mi madre gozaba de Marco, y éste le hacía el amor conmigo delante despertó en mí un curioso morbo que, si bien no quisiera repetir, me hacía desear aún más a aquel hombre. Aquella misma tarde volveríamos a encontrarnos.

Le abrí la puerta en cuanto picó al timbre, sorprendiéndome al momento, pues no sabía que vendría. Me profesó una sonrisa nerviosa, seguramente recordando los sucesos del día anterior, y preguntó por mi madre. Asentí y le permití pasar, también igual de nerviosa. Por fortuna para ambos, Juan rompió aquella tensión inicial, abriéndose paso entre ambos para atravesar la puerta, anunciando que había quedado y que se iba. Fuera de aquel trance, ambos nos adentramos en la casa, yo volviendo al sofá a seguir viendo una película malucha que echaban por la tele y él subió al piso de arriba en busca de Ricitos de oro.

Solté un profundo suspiro, resignada. Aquel destello de esperanza que se había creado en ver cómo me contemplaba con deseo la tarde anterior parecía haber sido fruto tan solo de la excitación del momento. Al fin y al cabo, aquí estaba otra vez, buscando a mamá, destrozando mis ilusiones.

Mamá bajó minutos después, seguida por su hombre, y me comunicó que tenía plan con unas amigas y que marchaba. Sumado a ello, sugirió que Marco se quedase a ver la peli conmigo para así no estar sola en casa, a lo que busqué al hombre con la mirada sin saber si era muy buena idea. Él parecía pensar lo mismo, pues cuestionaba la sugerencia de mi madre con la mirada, y para cuando quisimos darnos cuenta ya nos encontrábamos solos. Tomó asiento a mi lado, haciendo que me acurrucase más en el sofá, y nos miramos varias veces de reojo con cierta incertidumbre sobre cómo reaccionaría el contrario.

Permanecimos en silencio al principio, y nuestros ojos se cruzaron en repetidas ocasiones en las que escudriñábamos con detenimiento también nuestros cuerpos. Volvimos a mirar al frente, a la tele, sin verla, y el italiano, en un intento de buscar algo de lógica en todo aquello, fue el primero en hablar:

—Quizás deberíamos hablar de lo que sucedió ayer, Paulita. —Volví la vista a él una vez más, aún sin decir nada. Me alcé del sofá, quedando sentada y recostada sobre un cojín, y creí percibir cómo paseaba sus ojos por mi pijama mientras lo hacía. No supe qué decirle, por lo que opté por disimular mis nervios con fingida autoconfianza y prepotencia:

—¿De cómo le dabas pensando en mí? —Tensó la mandíbula; no pareció sentarle bien. Igual había sido demasiado directa pero, a mí parecer, no dejaba de ser cierto.

—Eso no es así —trató de defenderse, aunque no le creí—. Y yo más bien me refería a hablar de cómo te colaste en mi casa vestida de aquella manera, de cómo nos espiaste y de cómo te diste el lujo de… —Le costaba buscar las palabras adecuadas para hacer el menor daño posible. No importaba, lo aguantaría—, de tocarte mirándonos… Entre otros toqueteos…

Fruncí los labios disimulando muy mal una sonrisa en recordarlo: su miembro en mis manos, caliente, chorreando. Fue breve, pero intenso.

Al igual que había hecho él con mi pijama, bajé la vista hacia su pantalón, rememorando aquella escena, y mordí con suavidad mi labio inferior antes de tratar de defenderme:

—¡Claro que es así! ¡Me mirabas mientras te la follabas, Marco! ¡Bien que podrías haber parado, pero seguiste! ¡Si hasta te la sacudías mirándome al acabar! —Prácticamente vi cómo moría de vergüenza y su cara se tornaba un tomate. La culpa le perseguía, pues sabía que no mentía. No aparté la mirada de sus ojos, los cuales evitaban los míos, y ladeé la cabeza buscando una reacción por su parte. Tan solo tensaba los puños, canalizando su nerviosismo, y miraba al techo buscando algún tipo de divina salvación. Fruncí el ceño por su silencio, ¿acaso…? —. Marco… ¿te has tocado pensando en mí después de eso?

Volvimos a cruzar miradas. No hizo falta una respuesta; era culpable. Permaneció rígido y trató de excusarse sin mucha destreza, confirmando mis sospechas y, por qué no decirlo, subiendo un poco mi ego:

—Es que me pones mucho, Paulita. —Música para mis oídos. No pude reprimir una sonrisa divertida, y me incorporé algo más con cierta curiosidad. Caí en la cuenta entonces que estábamos solos, y por tanto, podría aprovecharme de sus nervios sin temor alguno, aunque fuese por venganza por quedarse con mi madre.

—¿Mucho, mucho? —musité, y coloqué las piernas encima de su regazo. Me observó, ruborizado, y dudó de si apartarlas, ya que supondría más contacto. En ver que la respuesta no llegaba, moví una de las piernas, encogiéndola y dibujando un cuatro con ellas. No tardó en dirigir su mirada a mi entrepierna, lo mismo que no tardó en posar los ojos en la tele nuevamente.

—Paula, por favor, no lo hagas más difícil todavía. —Quise apiadarme y dejarle en paz, pero estaba tan cerca de lograr mi objetivo que se me hizo difícil. Detuve mis insinuaciones unos segundos, segundos en los que volví a sentirme observada y comprobé que ambos queríamos lo prohibido. Tenté a la suerte y con mi izquierda subí ligeramente y con delicadeza la camiseta hasta mostrar mi ombligo, mientras que con mi derecha desabrochaba un par de botones del cuello del pijama. Pude ver el deseo en los ojos del hombre, y tan solo necesitaba de un pequeño empujón para arrojarse al abismo. Rocé su mano con el pie, pidiéndole mimos, a lo que respondió recorriendo mi pierna hasta la altura del muslo. Con su varonil voz me rogó:

—No se lo digas a nadie, eh. —Y con ello, supe que había ganado.

Acarició un poco más mi muslo en lo que llegaba mi afirmación con un suave movimiento de cabeza, y se aproximó un poco más deslizándose por el sofá hasta pasar a acariciar mi vientre. Tomé su mano y aprovechó la opuesta para recorrer mi otro muslo hasta encontrar mis nalgas, pasando a acariciar mis caderas y, finalmente, subiéndose al sofá con su rodilla, se reclinó sobre mí en busca de mis labios. Con ellos encontré los suyos, y posé la mano sobre su mejilla barbuda, deleitándome por aquel extraño tacto del que carecemos las mujeres.

En separar nuestros labios, buscó más botones que desabrochar, encontrando tan solo uno más. Algo decepcionado, supo desabrocharlo con rapidez, mas no quiso contentarse con la insinuación de mi pecho. Hurgó por debajo de mi camiseta, encontrando mi pecho derecho con su izquierda bajo ésta, y suspiré en sus labios como si le diese mi aprobación.

—Aún estamos a tiempo de parar —me inquirió, sabiéndose culpable ya a estas alturas de adulterio, y para más inri, con su hijastra. Fruncí el ceño, temiéndome quedarnos a las puertas del Paraíso sin poder entrar, y le hice amasar mi pecho con algo más de fervor para convencerle de que estaba dispuesta a terminar lo empezado.

—Prometo no decir nada —aseguré para dejarlo más tranquilo. Sonrió, cómplice, y desde mi pecho llevó su mano a mis labios, rozándolos con su índice.

—Podría ser tu padre, Paulita —comentó, a modo de último aviso. La diferencia de edad no suponía un impedimento para mí; ya había perdido la cabeza por aquel hombre pese a dicha diferencia. Lamí su índice con lentitud, y finalicé con un besito en la yema. Con voz melodiosa, le reté:

—Te quiero dentro de mí, papi… —Su sonrisa era un “Te lo advertí” en toda regla, y sellamos aquel trato de sexo y silencio con algunos besos más. Decidimos buscar una cama para mayor comodidad, la de mi habitación, y me adelanté en la búsqueda mientras me veía seguida por aquel Lobo Feroz que mucho había aguantado por no comerse a Caperucita.

Me abrazó por la espalda y regó mi cuello con besos, haciendo florecer algunas risitas por mi parte en lo que buscaba su entrepierna a mis espaldas con mi mano. La encontré ya abultada, lista para la guerra, y traté de desabrochar sus tejanos sin éxito. Él sí lo tuvo en tirar del cordel de mis pantalones, haciendo que, con una pequeña ayuda, prácticamente cayeran solos hacia el suelo. Ahogué un pequeño grito en sentir mi intimidad invadida por una mano furtiva que hundía mi ropa interior en ella, y poco después me vi arrojada a la cama boca abajo sin demasiadas contemplaciones.

Me giré para ver qué sucedía entretanto, deshaciéndome completamente de los pantalones. Marco combatía contra los suyos, resistiéndose a bajar debido a la erección que parecía querer sujetarlos en vez de querer dar la cara. Me coloqué a cuatro patas sobre el colchón, observando la escena, y en cuanto vislumbré sus calzoncillos yo misma me lancé a retirárselos. Ahí estaba nuevamente, potente y apetecible, Marco en todo su esplendor. Fui a recibirlo entre mis labios sin esperar a que pudiese negarse o aceptar, y me llevé la mitad de aquel falo a mi boca mientras la otra mitad la aprisionaba mi derecha. El pobre no se esperó tal ímpetu, y soltó un profundo gemido mezcla de sorpresa y gozo. Presa del deseo, se dejó hacer, y pese a que su plan inicial era deshacerse de toda la ropa que yo pudiera llevar, aquel plan tampoco le disgustaba.

Empecé a moverme adelante y atrás con más delicadeza que con la que había ido a comérmelo. Acaricié la punta con mis labios y la punteé varias veces con la lengua en un sensual baile de ritmo lento. Hundí aquel pene en mi boca hasta casi tocar mi campanilla y lo reposé allí, abrazándolo con la calidez de mi aliento, buscando la mirada de su dueño y la aprobación en sus ojos. Además de ello, encontré a Marco con la boca entreabierta y un brillo especial en su mirada, deleitado por la inocencia de mi rostro pese a realizar tan lascivas acciones.

Fue algo más complicado aguantar algunas arcadas cuando se decidió a participar, empujando sus caderas contra mí, y llegué a toser un par de veces en lo que recuperaba el aliento. El varón sonrió, divertido y comprensivo a la vez, y no rechistó, sino más bien disminuyó la energía de sus embistes. Hundió, eso sí, sus dedos en mis rizos, acompasando su ritmo y el mío para una felación más armoniosa. Qué sucia me sentía, devorando el mismo pene que había hurgado el interior de mi madre, y qué excitación me producía. Si ya de por sí Marco me conquistaba, su adulterio, lejos de provocarme culpa, me hacía sentir como una perra hambrienta de más rabo. Marco paseó el suyo por mis labios y mejillas, untándolas de mi saliva, entreteniéndose, disfrutando de ver cómo me derretía por él, y lo volvió a introducir entre mis dientes con cuidado. Jugueteé con mi lengua una vez dentro, labios inmóviles, y empecé a amasar sus testículos mientras volvía de nuevo al bamboleo hacia delante y atrás.

El profesor no quiso todavía llegar al orgasmo y se retiró antes de que sucediera, bastante satisfecho por el momento. Me miró, recuperando el aliento, y me arrojó de nuevo sobre el colchón para seguirme después de desnudarse de cintura para abajo.

Presionó una vez más mi entrepierna por encima de mis bragas, evidenciando ya cuán mojadas estaban, y masajeó la zona con cierta velocidad, dándome un avance de lo que quería hacer. Se lo concedí. Sin embargo, le arrebaté la camiseta a cambio, privándolo de cualquier prenda. Buscó con los dedos el borde de mi ropa interior, y fingí resistirme a que la bajase entre risitas cómplices que poca o nula resistencia ofrecían. Después, nuevamente sus dedos abajo, esta vez palpando mi carne y hundiéndose en ella su índice y corazón, bañándose en mis jugos.

—Eres preciosa, Paulita —soltó, cautivándome una vez más. Sonreí, mejillas enrojecidas, más aún en contemplar cómo alzaba mi camiseta por encima de mis pechos y pellizcaba mi pezón. Subió la mano por el pecho, notando mi corazón acelerado, y con delicadeza conseguimos deshacernos de la molesta camiseta de pijama entre ambos. Había esperado tanto ese momento que lo creía irreal, ambos desnudos a punto de hacer el amor, mas no por ello nos detuvimos.

Se tumbó encima de mí y volvió a penetrarme con sus dedos en un bombeo lento y constante. Morí de vergüenza en sentir cómo me robaba gemidos a su antojo, y en notar su miembro, untado en mi saliva, aguardando su turno y reposando en mi muslo, a la vez que mi amante me mordisqueaba el cuello. Hundí las manos en su pelo y comencé a mover las caderas, buscando introducir más sus dedos en mí. De repente, lo que comenzó como un suave masaje se tornó un torbellino de sensaciones placenteras aderezadas con una pizca de dolor por la gran velocidad con la que acribillaba mi vagina. De forma intermitente, fue alterando ritmos, ahora lento, ahora rápido, logrando que no fuese capaz de prevenir cuándo iba a suceder cada uno y anticipar así el cuerpo para el placer.

—Oh, Dios mío… —logré balbucear entre jadeos con la voz entrecortada. Marco reía por lo bajini, sabiendo que me gustaba, y no se detuvo hasta que, en vistas que mis gemidos se hacían más constantes, temió agotarme demasiado rápido. Pasó a colocarse completamente encima de mí, y nuestras intimidades se acariciaron casi buscándose, aún lejos de empezar propiamente el acto. En lugar de ello, agarró mis pechos con ambas manos y manoseó lo que pudo y más, pasando después la lengua por ellos y dejando besos en todo lugar donde hubiera piel.

—Oye, Paula, ¿tú alguna vez…? —preguntó. En un principio no entendí, pensé simplemente que debía terminar la frase, aunque no tardé en caer en la cuenta de que lo que quería saber era si había conocido varón. Asentí. Si bien no era una experta en el cuerpo masculino, no era virgen, y algún que otro encuentro había tenido como para saber qué me esperaba. Marco pareció aliviado y, a la vez, decepcionado de algún modo—. Voy a por condones —anunció, separándose de mí tras un tierno beso en la frente. Con ello me hizo pensar que tan solo me veía como una cría. Debía demostrarle que tras esa niña, había una mujer.

—No tardes —inquirí, viéndole salir de la habitación, dirección a la de mi madre. Alguno le quedaría, pensé, pese a que el día anterior lo estuviesen haciendo a pelo, o quizás es que él traía alguno por si las moscas. ¿O acaso su plan inicial sería éste?

Al volver Marco, me encontró a cuatro patas sobre el colchón, con un primer plano de mi trasero y de mi vagina siendo acariciada por mis dedos. Traté de poner la cara más lujuriosa posible conforme observaba su reacción, y pareció funcionar en ver cómo aquel hombre, que sabía de buena tinta ya había estado con más mujeres, se ruborizaba al ver a una entregándose a él tan predispuesta.

Bajé al suelo despacio, y avancé hasta él tratando de mover mis caderas con sensualidad. Rodeé su cuello con mis brazos y sonreí.

—¿Te ha molestado? No quería enfriarme...  —Me acerqué a su oído para susurrarle: —. Es que estoy muy, muy caliente. Y no puedo esperar. —Agarré su pene con mi izquierda y empecé a darle placer. Podía sentir cómo palpitaba en la palma de mi mano, e imaginé cómo daría latigazos nerviosos al aire si no lo contuviese entre mis dedos. Dibujé círculos en la punta con mi pulgar, rebañando aquel líquido preseminal que ya emanaba, y le arrebaté el profiláctico con descaro—. Trae, que te ayudo.

Le puse el preservativo con algo menos de habilidad de la que me gustaría alardear, pero no pareció importarle; al parecer, a ambos nos nublaba la mente la libido.

En este segundo asalto, fui yo la que lo tumbó en la cama, y escalé el colchón hasta colocarme encima suyo sin posibilidad a que escapase. Conduje su pene a mi entrada y lo usé para acariciarla, jugueteando previamente antes de introducirlo por completo. Soltamos un jadeo al unísono al hacerlo. Marco dejó que llevase el ritmo en los primeros movimientos, y se le veía más que satisfecho con el espectáculo que se le presentaba naciendo de su entrepierna y botando encima de él. Yo, por mi parte, tampoco podía quejarme al estar cumpliendo la fantasía que me llevaba de cabeza desde hacía semanas.

Apoyé las manos en su pecho, y éstas quedaron aprisionadas entre su vello y sus manos al tomar las mías. Mis rizos caían hasta las manos entrelazadas cuando dejaba caer la cabeza más de la cuenta, y me hacían recordar cómo hacía apenas un día, ese mismo falo taladraba a Ricitos de oro y yo sufría ahora el mismo destino. Me mojaba aún más solo de pensarlo, y Marco parecía no sentirse tan culpable como antes, ahora que lo cabalgaba.

Nos fundimos en un abrazo, el cual aprovechó para acribillarme con sus bestiales embestidas y arrancarme gemidos sin permiso. Quise contenerme, pero no pude; tampoco estaba tan acostumbrada a aquellos tratos, y diría que el italiano lo sabía y aumentaba el ritmo precisamente por lo mismo; por marcar territorio; por demostrarme que el sexo con él sería el mejor que había probado hasta ahora. Me taladraba sin piedad, ahora ayudado de sus manos, que sujetaban mis nalgas para que no me alejase demasiado, y se atrevió más tarde a tratar de introducir su índice en mi retaguardia. Mi cara de sorpresa lo decía todo, aunque le dejé hacer. En verme, simplemente me dejó otro beso en los labios, y siguió su frenetismo, dejando aquello quizás para otra ocasión.

—¿Te está gustando, cariño? —Aquel apelativo me pilló por sorpresa. Se lo consentiría mientras durase aquel encuentro animal, pero se me haría extraño escucharlo fuera de ese contexto. ¿Significaría eso que se replantearía las cosas con mi madre? ¿Iba a dejarla, acaso?

—Sí, papi —respondí, volviendo a provocarle. Sabía que a algunos hombres les gustaban aquel tipo de juegos, y a Marco no le desagradaban—. Quiero correrme, papi… —repetí—. Quiero que te corras… Hazme lo que quieras; soy toda tuya.

Dicho y hecho; mis deseos eran órdenes para él. Volvió a colocarme a cuatro, esta vez evitando toda delicadeza alguna y sustituyéndola por instinto puro y duro. Separó mis piernas y mi vulva encontró su lengua, que atacaba desde detrás. No pude hacer frente a su sinhueso, ni a los mordisquitos cariñosos que me regalaba y que subían por mis nalgas. De golpe, su otra sinhueso me traspasó, queriendo derrotarme.

Hundí la cabeza en la almohada, y durante las primeras estocadas tan solo pude ver una maraña de rizos dorados sobre ésta, amén de oír mis gemidos que se recitaban desacompasados.

—Paula, me encantas —reconfirmó el castaño. Sonreí, notando mi frente perlada, y moví las caderas hacia atrás, buscando que aquel cilindro me partiese en dos si hacía falta. Así debía de quererlo Marco también, pues volvió al ritmo insano de antes y, ahora con más razón, me vi incapaz de contener mis gemidos, jadeos y suspiros. Trataba de encoger mis piernas, abrazar más su carne con la mía y contraerme para regalarle más placer. No sé si lo conseguía, pero desde luego, lograba autoregalármelo a mí misma.

Grité, más por sorpresa que de dolor, en sentir un azote en mi nalga derecha. Varios más le siguieron, y luego incluso los pedía por puro morbo. Ahora sí que me sentía como una perra, a cuatro patas y azotada; su perrita.

Lo oí alcanzar el clímax y darme unas últimas sacudidas en las que vertió su leche caliente dentro del profiláctico. No contento con ello, volvió a abrazarse a mí y, sin pedir permiso, atacó mi clítoris con sus dedos, aún sin salir de mi interior. Tampoco tardé en llegar al orgasmo con aquel trato celestial.

Permanecimos un rato disfrutando la compañía el uno del otro, abrazados e intercambiando besos más cariñosos que lujuriosos, aunque estuviesen plagados de aquel ardor. Finalmente, decidimos recuperar nuestras ropas, pues bastante nos habíamos arriesgado dejándonos llevar en casa, y volvimos al salón un rato a terminar de ver la película. Llegamos tarde, por lo que pusimos otra cosa.

Cuando llegó mamá, sí me sentí algo culpable. Juraría que Marco también, pero sabía disimularlo más que yo, y por fortuna, Pilar no sospechaba nada por el momento. Juan tampoco tardó demasiado, y dimos lugar a la cena a la cual la pareja de mamá estaba más que invitado. Yo, por mi parte, trataba de ocultar una sonrisilla que trataba de nacer de vez en cuando por la emoción que sentía; y Marco... bueno, le ofrecía más carantoñas a Ricitos de oro de las que me gustaría.

Todo pareció acabar bien, y aquella noche sí logré conciliar el sueño rápido. Lo más preocupante llegó quizás al día siguiente, en el que Juan me hizo saber que tenía que hablar conmigo sobre un asunto importante.