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Ricitos platónicos

en Voyerismo

Marco reposó su mano sobre la mía y supe que, sin lugar a dudas, había caído rendida a sus pies. Él, por el contrario, parecía no sentir nada por mí.

—Pago ésto y te llevo a casa, ¿de acuerdo? —me dijo buscando al camarero con la mirada y con una cálida sonrisa en los labios, tratando de animarme con aquel halo de bondad angelical tan característico que le rodeaba. Quise perderme nuevamente en el café de sus ojos, los cuales buscaban los míos, y apenas se encontraron unos segundos antes de que yo desviase la mirada—. Eres una chica maravillosa, Paula, seguro que encontrarás a quien te haga feliz, pero yo no puedo ser esa persona.

Remontémonos unas semanas atrás. Tras llegar de la universidad, pude notar a mamá más risueña de lo normal, tarareando en la cocina mientras preparaba la comida para ambas y para mi hermano. Se me hizo extraño, ya que desde que falleció papá hará cosa de un año, la pesadez y el pasar de los días la estaban consumiendo poco a poco.

Juan y yo nos miramos, ambos extrañados, y fue mi hermano quien se atrevió a preguntar el porqué de aquella alegría. Mamá, tras algunas presiones, terminó por contárnoslo. Su amiga la había convencido para hacerse un perfil en una página de citas, una web con cientos de viudos y divorciados que buscaban una segunda oportunidad en el amor, o una tercera, o quién sabe cuántas. En un primer momento la idea no me convenció, pero pronto pensé en que igual era eso lo que mamá necesitaba; distraerse un poco, conocer gente, y quién sabe si algún encuentro ocasional de aquí te pillo aquí te mato. Al fin y al cabo, las penas, con sexo, son menos penas.

—Qué bien, mamá. ¿Y quién es el pobrecito que ha tenido la mala suerte de cruzarse contigo? —reí, chinchándola, mas estaba tan contenta que no pareció importarle. Hurgó un poco en su móvil y nos enseñó una foto del susodicho. Marco, un hombre de unos cincuenta y pocos como mi madre, de pelo castaño aunque con unas entradas ya algo avanzadas; barba de algunos días pero cuidada y barriga algo más ancha de lo que debiera que escondía tras su camisa, pero bastante apuesto pese a todo; tanto mi hermano como yo le dimos el visto bueno.

—Le he invitado a cenar para que lo conozcáis —anunció con ilusión mamá, desvelando que iba a ser una sorpresa. Miré a Ricitos de oro, como a veces la llamaba  —Pilar, Pili para las amigas—, e hice saber con tan solo una mirada que no me parecía buena idea, pues creía que tal vez fuese un poco pronto. No podía negarme pese a que lo intenté, incluso fingí tener ya un compromiso que mi madre rechazó a toda costa. Mi hermano también trató de convencerme y, al final, hube de ceder.

Fui yo quien recibió a ese hombre, vestida con lo que mi madre consideraba mi mejor vestido; sencillo, elegante y negro, recatado en cuanto a pecho incluso para una ocasión así pero que me hacía una buena figura y destacaba mis piernas por el contraste con mi piel y el dorado de mi melena. Marco volvía a vestir camisa, de cuadros oscuros y rayas blanquecinas, mangas remangadas por debajo del codo, y sonreía con las manos en los bolsillos tratando de ocultar los nervios que la situación le producía. Recorrí su rostro de forma efímera, y traté de sonreír.

—Tú debes de ser Paula —inició, poco antes de saludarnos con dos besos—. Eres incluso más guapa en persona de lo que me ha dicho tu madre —continuó para romper un poco el hielo. Murmuré un avergonzado agradecimiento y le invité a pasar lo más cordialmente que pude, pues no quise que se llevase una mala impresión de la familia por mi culpa. Conforme entró, su colonia llegó hasta mí como una suave brisa, y lo observé avanzar hasta mi hermano, estrecharle la mano y dibujar una sonrisa blanca de anuncio tras aquella barba castaña. No era un mal partido para mamá, pensé.

Toda la formalidad de la cena se dinamitó pasado el segundo plato. Entre éste y los postres, el enseñarle fotos a nuestro invitado de tiempos pasados provocó una ola de carcajadas por parte de todos y, por qué no admitirlo, cierto sonrojo en las mejillas con algunas de las imágenes. Poco a poco, las cuatro personas que allí estábamos, empezábamos a parecer una familia, y sonreí, esta vez sinceramente, en ver cómo la recién formada pareja se daba un pequeño beso frente a nosotros consolidando la confianza que tratábamos de construir. No tardamos en recoger, ya que al parecer Marco había encontrado un trabajo nuevo y empezaba al día siguiente a hacer una sustitución.

  

Al día siguiente volví a ver a aquel hombre. Caminaba charlando con mis amigas y lo vimos, sentado en la mesa de clase, presidiéndola libro en mano, y mirando de reojo a quién entraba y qué hacían los ya presentes. No supe si alegrarme o si cortarme las venas. ¿Tener al nuevo novio de mi madre de profesor? Esperaba que realmente fuese un buen tío, pero por el momento, mi mandíbula ya se había tensado de la sorpresa.

Los días fueron pasando y casi aborrecía ya la presencia de Marco de tanto verle. De no ser porque parecíamos llevarnos bien, hubiese sido un infierno, pero su presencia me resultaba incluso agradable, más conforme iba intercambiando palabras con él. En clase descubrí su lado culto y serio, autoritario, un hombre con principios al que le gustaba enseñar y ayudar, y que no tenía reparos en decir lo que pensaba en voz alta. En casa, descubrí un hombre amable, risueño, cercano, y parecía ser también romántico y detallista con mamá. He de decir que ambas caras de la moneda lograron cautivarme, cada cual a su manera, hasta que caí en la cuenta de que quizás el cariño que empezaba a sentir con él excedía el familiar.

No tardé en advertir, entre libros y comidas familiares, que una especie de celos empezaron a emerger cada vez que veía cómo los dos adultos se regalaban un poco de amor con un beso, o en cómo sentía una punzada cada vez que felicitaba a alguna alumna en clase y no era yo. Supe que quizás confundía mis sentimientos al tratar de aceptarle como un padre sustituto o algo similar, y tras pensarlo fríamente llegué a la conclusión de que tan solo debía indagar algo más hasta ver los defectos de aquel hombre de acento ligeramente italiano, y desilusionarme al conocerlos. Si no lo creía perfecto, no me gustaría tanto. Así pues, organicé una cena con él a solas, fuera de casa.

  

Me recibió en su coche, un enorme Nissan Juke de color negro con el que, según decía, llevaba antaño a su hijo al colegio. No me atreví a preguntar por si, al igual que mi padre, ya no se encontraba entre nosotros, pues en la cena no habíamos hablado demasiado de él, pero él mismo explicó que se encontraba estudiando en el extranjero. Agradecí no meter la pata.

—Buenas noches, Paulita. ¿Traes hambre? —La confianza con la que dijo aquel diminutivo me sorprendió, y asentí más por inercia que por dar una respuesta coherente. Lo vi bajar del coche y abrirme la puerta, y se disculpó por no haberme dado antes dos besos. Me empezaba a acostumbrar a aquel perfume y al raspar de su barba con su piel, y sabía que no era buena señal. Además, verlo vestido de traje, acostumbrada a la camisa, le dio un aire aún más varonil que me hizo suspirar embobada.

Aparcamos en un restaurante minutos después, uno de su elección pese a que yo había organizado la cena. Me reiteró que me encantaría, que se comía muy bien, y cabe decir que ya por el olor al entrar se podía intuir que era cierto. Tomamos asiento y pedimos, y entre bocado y bocado, fuimos conversando. Debí anticipar, si más no, que deshinibirme con algo de vino no era tan buena idea como pensé en un principio.

—¿Y qué hay de ti, Paula? No vamos a hablar toda la cena de mí. ¿Hay algún chico que te guste? A mí me lo puedes contar, no se lo diré a tu madre. —Una nueva sonrisa de ángel. ¿Por qué? ¿Por qué me atraía tanto aquel hombre, pese a tanta diferencia de edad? ¿A qué se debía aquel magnetismo?

—Bueno… Hay un… Hay un hombre… —Sentía mis mejillas arder, quizás por el vino o por la confesión que anticipaba en mi cabeza. Alzó una ceja sorprendido, y no supe dónde mirar.

—Un hombre, eh. ¿Y por qué lo dices con ese tono de amor imposible? ¿Tan mayor es? —Mis recuerdos están algo borrosos, o más bien es que no quiero recordar el bochorno que pasé, pero debo confesar que posé mi mano en la suya y le confesé, con más o menos esfuerzos, las sensaciones que sentía por él. Para más inri, creo haberle confesado desearle entre mis sábanas, ansiar una noche loca que quedase en el recuerdo para nunca más repetirse, y él, tan caballero como siempre, rechazarme sin poner sal en la herida y asegurarme que la única mujer de sus pensamientos era mi madre. El resto de la cena ya lo conocéis.

  

Los días se sucedieron con relativa normalidad. No volvimos a hablar del tema, y nuestra relación no se había enfriado, al menos por su parte; yo quizás sí me mostraba algo más esquiva. Aun así, traté de hacer un esfuerzo y sacar conversación:

—¿Hoy vendrás a cenar también? Mamá dijo que nos dejaría pedir pizza.

—No sé decirte, Paulita. Tengo que corregir bastantes exámenes y no sé a qué hora acabaré, y también que ir a comprar cuatro cosas antes —se excusó, recogiendo sus cosas. Lo observé acomodándome la mochila a mis espaldas y ladeé la cabeza con curiosidad.

—¿Y te vas a pasar toda la tarde en casa con el día que hace? —No sé en qué estaba pensando, pero se me ocurrió un pequeño plan.

Tras salir de la universidad y dejar las cosas en casa, me dispuse a comprar lenceería de la forma más discreta que pude. Me dirigí a casa de Marco, llaves de su puerta en mano, las cuales se las había “cogido prestadas” a mamá, y una bolsa con un picardías en su interior en la otra. Me dije a mí misma que provocándole un poco debía caer en mis garras; al fin y al cabo, todos recalcaban lo mucho que me parecía a mamá, y yo era más joven, que dicen que a los hombres eso les gusta.

Contemplaba el espejo de su habitación satisfecha, y paseaba los ojos por las telas carmesí ajustadas a mi piel confirmando que me gustaba cómo me quedaba, resaltando el rojo de mis labios. El rubio de mis rizos, heredados de mamá, junto a los ojos azules de papá, también ofrecían una buena cromacidad al conjunto.

En lo que esperaba a que Marco llegase, encendí la tele y puse el volumen muy bajo para escuchar la llave, y en oírla, apagué el televisor y me escondí en el armario con rapidez. En mi cabeza todo era perfecto: él llegaría, se desabrocharía la camisa, iría a colgarla en el armario, yo saldría en cuanto lo viese acercarse, él sería presa de su instinto, y terminaría probando a aquel hombre que llevaba trayéndome de cabeza día y noche.

Cuán lejos estaba aquella utopía de la realidad cuando los vi aparecer desde el interior del armario, a mi amor platónico y a Ricitos de oro, comiéndose el uno al otro con besos apasionados. Yo espiaba atónita, maldiciendo mi suerte, y me llevé la mano a los labios para evitar hacer cualquier ruido. Lo único que se escuchaba eran sus jadeos, y yo además oía mi corazón, acusándome. La tumbó en la cama y atacó su cuello con más besos, hurgando por debajo de su camiseta hasta encontrar sus mullidos pechos, aprisionados por el sostén. No tardó en deshacerlo y echarlo a un lado, dejándolo en el suelo junto a los pantalones de ella, que se deslizaban con más ganas que las mías. Les siguió la camiseta, y la ropa interior sufrió la misma suerte. Poco después ya estaba desnuda, de piernas abiertas, entregada a aquel macho que bebía de sus labios con fervor, arrancando de ellos todas mis esperanzas.

Observé a mamá como si fuese una extraña, no la conocía en aquel estado de predisposición y lujuria. Deshizo uno a uno los botones del profesor, dejando al descubierto el vello de su pecho que a veces dejaba entrever su camisa, y deslizó los dedos barriga abajo hasta dar con su cinturón. El castaño se lo impidió y se hincó de rodillas, abrazó las piernas de mi madre desde abajo, y empezó a lamer su vulva con un frenesí impropio de él, al menos de como yo lo conocía. Le arrancó gemidos a la rubia sin esfuerzos, ya humedecida desde mucho antes de entrar en la casa, y de vez en cuando aprisionaba la cabeza del hombre del acento italiano con su remover de piernas y caderas inquietas. Mal que me pesase y que mi corazón se estuviese rompiendo en pedazos, mi entrepierna empezó a pedir el mismo trato que recibía aquella mujer, y empezó a humedecerse de la misma forma. Hube de hurgar un poco dentro del picardías, tratando de aliviar aquella sensación molesta.

Marco se retiró un poco tras una señal de mi madre, y lo hizo tumbarse en la cama. Buscó en su bolso y sacó de él un dildo rosado, venoso, a mi parecer bastante flexible pese a su aspecto. Lo dejó en la mano del hombre y fue nuevamente en busca del cinturón, esta vez sí, retirándolo con éxito. Hizo lo propio con el resto de su ropa y se colocó encima suyo, de espaldas a él. Me fue imposible no mirar el miembro de aquel hombre, ya erecto, asomando entre el vello púbico casi con rabia y ansia, pidiendo hembra. Acudió con su boca, casi ahogándose en el primer bocado, un tanteo preliminar a modo de juego para luego empezar seria y propiamente a succionar la punta con los dedos y juguetear con la lengua. Robó algunos suspiros de sus labios que debieron haber sido míos e hinqué mis dedos en mi vagina, conteniendo un grito con un mordisco a mi labio inferior en ver a aquel cincuentón pasarlo tan bien.

El dildo fue a parar al interior de Ricitos de oro por la entrada principal mientras ésta jugueteaba con un pene de carne más real con sus dos manos y soltaba un gran quejido de placer. Otros vinieron por parte de su pareja, quien se agarraba los testículos con la mano que no bombeaba el juguete dentro y fuera de aquella vagina hambrienta y ya prácticamente inundada en sus propios jugos. Marco los removió con el pulgar por su clítoris hinchado, dildo aún introducido, y dio varios besos en ambas nalgas a la de cabellos dorados. Yo, por mi parte, separé los dedos de mi entrepierna y los apoyé con cuidado sobre mis propias nalgas, dibujando una mueca por el contacto de los flujos vaginales, y pellizqué después mis pezones en un intento de canalizar de alguna forma aquel frenesí que me invadía.

—Cariño, no puedo más… —le anunciaba él, conteniendo algunos espasmos y encogiendo los dedos de los pies. Ella lo miró de reojo, sonriendo con la punta de su lengua en el extremo del glande, y depositó un suave beso.

—Mejor. Quiero tu leche en mi boca. Toda tu leche recorriendo mi lengua, bañando mis labios y pasando por mi garganta… —le pidió, mas no fue así. Marco había dejado un lado el juguete de goma y desconcentró a Pilar con más besos en su entrepierna. Creí que la acción se moldearía en un 69 cuando él, abusando de su fuerza, recostó nuevamente a mamá sobre la cama e hincó sus dedos en su entrada, sonsacándole un grito que se escuchó en toda la habitación, y gracias a Dios, opacó uno de mis suspiros.

—No puedo esperar más para follarte. Estoy demasiado cachondo… —Se introdujo en ella sin más preámbulo y sin resistencia alguna por parte de su amante. Al contrario, empezó a culear buscando que se insertase completamente en ella y que la atravesase si hacía falta, que se vertiese completamente en ella, y devoraba con pasión aquellos finos labios que tanto ansiaba probar desde aquel maldito armario. Acariciaba su barba con los suyos propios, dejándole algún rastro de su propia semilla, y con la pasión del momento no parecía importar.

—¡Pues fóllame, cariño! ¡Dame duro!... ¡Oohh!... ¡Agh!... —Entraba y salía con fuerza, sin piedad, una que no le pedían. Volví a descender mis dedos hasta mis adentros y me temblaron las piernas, ya algo cansadas por no poder moverme demasiado allí dentro. Rogué que acabasen pronto, tanto por dicho motivo como por envidia—. ¡Más! ¡Castígame! ¡Soy tu putita! —Un escalofrío recorrió mi espalda en escuchar tal adjetivo con una voz tan familiar. Fruncí el ceño, con más fuerza si cabe cuando la mujer buscó el dildo y se llevó a la boca, provocando más a su compañero sexual.

—¿Quieres que te castigue? ¿Eso quieres? —preguntó saliendo de ella, dejando de darle placer. Simplemente se dedicó a ver cómo jugueteaba con su boca.

  

Marco se deslizó hasta la mesita de noche y rebuscó en uno de los cajones. Sacó lo que parecía ser un antifaz y privó de la vista a su putita, que empezaba a masturbarse con su índice y a culear en busca de algunos azotes. Siguió rebuscando en los cajones y, en no encontrar lo que buscaba, bajó de la cama, pidiendo a mi madre que esperase un segundo. Lo vi encaminarse hacia mí con pasos lentos pero decididos, y mi corazón dio un vuelco. Abrió las puertas y allí estábamos ambos, mirándonos atónitos; yo con un picardías, él mucho menos.

Su expresión me lo dijo todo; que qué hacía allí, que si los estaba espiando, y que por qué iba vestida así. Mi rostro reflejaba vergüenza y culpa, pero mi entrepierna, al igual que la suya, y húmedas ambas, denotaba deseo. Me atreví a dar un paso al frente y me asomé por encima de su hombro hacia la cama, asegurándome que Ricitos de oro no me había visto. Sin pedir permiso, pegué mi cuerpo al del varón, y le hice buscar mis labios con los suyos con mi mano en su nuca mientras mi izquierda buscaba y encontraba su miembro y empezaba a bombearlo. Trató de zafarse y lo retuve, apenas unos segundos, segundos en los que percibí cómo se deleitaba con mi cuerpo y no separaba su vista de mis labios. Me señaló la puerta y me apartó del armario, y con sus labios me comunicó que ya hablaríamos de ésto en otro momento. Siguió rebuscando en lo que yo fui de puntillas hasta la cama, me agachaba a recoger mis cosas, y salía de la habitación, no sin antes ver muy de cerca cómo la mujer que me trajo al mundo disfrutaba más que un niño con zapatos nuevos, y de cómo no hacía tanto se había depilado los bajos y ahora el vello volvía a crecer.

La puerta se cerró detrás de mí, y respiré aliviada. Al otro lado se escuchaban ruegos, gemidos y chasquidos provocados por un látigo diseñado para ese tipo de juegos. Me dejé caer con la espalda recostada en la puerta, apoyando a su vez la cabeza al llegar al suelo, y volví a aventurarme dentro de mi picardías con aquellos gritos que, a estas alturas, ya se me antojaban melodías. Imaginaba ser yo la que recibía aquellos azotes, que si bien no sabía si disfrutaría de ese tipo de prácticas, sabía que si venían de parte de Marco, así sería.

El látigo cesó poco antes de alcanzar el clímax. Extrañada, sentí perder el ritmo de mis dedos, por lo que me concedí una pausa. Escuché gemir de nuevo a ambos. Con sumo cuidado entreabrí la puerta. Marco estaba taladrando de nuevo a su putita, esta vez de rodillas y empujando su cuerpo contra él mismo.

—¡Sí!... ¡Así, Marco!... ¡Ahí, justo ahí!... ¡Qué gusto, Dios mío! —Marco giró el rostro hacia mí, y pude ver cómo disminuía un poco el ritmo y su rostro volvía a tener cierta expresión de temor—. Mmm… así, ve así, lentito, qué bien… —le insistía Pilar, insaciable. Su amo me hizo gestos para que me marchase, mas no podía hacerlo. Me dirigí hasta ellos y cogí el dildo, viscoso ya, y lo pasé por los labios de Marco, que no tuvo más remedio que acostumbrarse a mi presencia. Lo llevé hasta mi boca y fingí una lenta felación con los ojos cerrados; el pobre Marco no sabía dónde meterse. Como pese a todo me daba algo de reparo tener a mi madre tan cerca en aquella posición, volví a la puerta, y empecé rondar mi entrada con el glande del juguete, aún por encima de la ropa. No era ese el que quería, yo quería el de carne.

Nuestro macho se enterró en los pechos de la rubia de melena rizada, y se deleitó con el izquierdo jugando con sus dientes; eso sí, sin quitarme ojo de encima en todo momento. No supe si había conseguido lo que quería o simplemente me estaba diciendo que estaba ocupado y que marchara. Volví a llevarme la goma a la boca y la reposé allí, buscando una vez más con mis dedos mi clítoris y acribillándolo con ellos. Mamá y yo prácticamente llegamos a la vez al orgasmo, quizás ella un poco antes. Marco no tardó tampoco demasiado, y bañó el ombligo de mi madre con su leche caliente mientras se sacudía su hombría bajo mi atenta mirada, y yo bajo la suya, que me recorría de arriba abajo, sobretodo abajo.

—Dame… Dame un segundo, Pili… —Mamá asintió en un suspiro, rebañando el semen de su ombligo con las yemas de los dedos y se lo llevó a la boca, saboreándolo. El que la había bañado me tomó del brazo y me sacó de la habitación nuevamente, amenazándome con aquel estandarte de virilidad.

—¡¿Quieres irte ya para casa?! ¡No deberías estar aquí!

—¡Y tú no deberías tirártela pensando en mí! —recriminé, apresando su falo con mis manos. Se retiró con presteza, pero mis manos ya habían quedado bañadas y no pude evitar oler aquel mejunje de aromas extraños pero adictivos. Él pareció darse cuenta, y si no me estuviese regañando, diría que le había excitado aún más.

—No sabes lo que dices. Ya hablaremos tú y yo de esto…

—Sí. Ya hablaremos… —Busqué sus labios nuevamente, y sonreí divertida ante el contacto con su bigote y su perilla.

Finalmente me alejé y fui a vestirme a la planta de abajo, ya con intención de marchar a casa. Por lo que parecía, mamá tardaría bastante más, así que supuse que debería decirle a Juan de pedir una pizza a domicilio.