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Mónica (10: El Secreto)

en Grandes Relatos

Esta vez era evidente donde las llevaba. Aparcó el coche ante un rótulo de "billares", que presidía una puerta de entrada, amenazadoramente abierta. Mónica fijó la mirada en las escaleras que bajaban hacía un sótano, como si fuesen en realidad el descenso de un nuevo nivel de círculos concéntricos dantescos. Se preguntaba cuando llegaría el final y si, al terminar, sería capaz, como el protagonista de la obra, de ascenderlos nuevamente. Y se preguntaba si, de hecho, importaba lo más mínimo. Viendo a Ester, tan serena, no le parecía mal futuro... Decidió que no era hora aún de plantearse el final de las vacaciones, la vuelta a la vida real. No, todavía no. El juego estaba en su punto álgido y su único trabajo era concentrarse en mantener el equilibrio entre el miedo y el placer, ese punto que le estaba permitiendo hasta ahora aventurarse en aquel infierno sin dejarse el ánima por completo...– Esperad aquí – Mientras lo veía bajar hacia la sala, aprovechó para hablar con Ester. Las conocía ya como si fuesen hermanas, pero habían podido cruzar tan pocas palabras... Su compañera, como si adivinase lo que pensaba, se volvió hacia ella con un además de ternura y complicidad, como si lo supiera todo: - Ya no estás a tiempo, ¿verdad? – Mónica bajo la mirada, entendiendo en un momento que no lo dejaría hasta que Sergi la hubiera hecho suya. – ¿Y después? – le preguntó. Ester la miró fijamente haciéndole entender que no había un después: - Todavía no conozco el final, Mónica – contagiándole su tranquilidad – pero si somos fuertes lo podemos descubrir juntas.

Sergi, abriendo la puerta del coche, les arrebató el corto rato de intimidad de que habían disfrutado. – Bajad – Se entretuvo un momento admirándolas, mientras las hacía posar inmóviles ante la puerta de la sala. Estaban espléndidas, sin paliativos. Un bronceado intenso doraba las piernas de Mónica, que asomaban en toda su rotundidad bajo el vuelo del vestido, blanco y corto, ajustado con la sensualidad de una segunda piel. La cabellera, rubia y rizada, le daba un aire desafiante. Se quedó quieta, sonriente, con las piernas juntas, pasando la inspección. Cuando Sergi desvió la mirada para ver a Ester ella también lo hizo. Su falda era aún más corta y no pudo dejar de admirar de nuevo la perfección de sus piernas. Pero lo que le llamó la atención fueron los pezones de Ester tensando la breve tela de la camiseta, completamente excitados. Estaba preciosa a la luz del neón. – Vamos – Le siguieron, adentrándose en la oscuridad creciente de la escalera, como una premonición. Ni siquiera recordaba cuando se preguntó por última vez qué estaba haciendo.

La penumbra se extendía por la sala, donde una lámpara sobre cada mesa parecía ser suficiente. En el extremo de la entrada una vieja barra de madera hacía las veces de bar, tras la cual una especie de camarero gordo y calvo limpiaba vasos. Sergi se acercó diciéndole: - Son éstas – Ester la tomó de la mano pera llevarla hasta un rincón de la barra, con la esperanza de sentirse mínimamente protegidas. Desde ahí se fijaba en los hombres que jugaban, alrededor de las mesas. Parecían salidos en permiso de fin de semana. Sin afeitar la mayoría, los que vestían chaquetas de cuero, tatuados, se mezclaban con los hombres mayores que, con ropa pasada de moda hacía años, debían frecuentar la sala desde niños. Y todos, todos, les dedicaban furtivas miradas de deseo e incredulidad. El ambiente se cargaba de humo y de colonia barata, de blasfemias y cerveza, y el ruido de las bolas chocando rompía amenazadoramente la densidad del silencio. Tras cada golpe, los jugadores se volvían hacia ellas, intimidándolas con miradas torvas, expectantes... Conforme pasaba el rato, mientras Sergi estaba en el otro extremo de la barra, Mónica intentaba bajar su falda, juntando las piernas, aguantando que camarero asomase su mirada dentro de sus escotes, acariciando con los ojos la piel que descubría el vuelo de sus faldas mientras les servía una copa. Sólo Ester aguantó el primer trago sin torcer el gesto. Era lo más fuerte que había bebido nunca.

La escena se rompió de repente, como venía siendo habitual esos últimos días, aunque Mónica no creía poder acostumbrarse. Sergi se dirigió directamente donde estaban ellas y le dijo: - Tráeme un paquete de tabaco – Ella miró la máquina, al otro extremo de la sala, y la distancia se le antojó sideral. Sin pensar, se levantó, intentando que la falda le cubriera lo máximo posible (lo que parecía difícil) y atravesó el local con toda la dignidad que su pánico le permitía, con la cabeza alta, sin dejar que la atemorizasen las cabezas que se volvían hacía ella a medida que andaba entre las mesas. De vuelta, se apoyó en la mirada de Ester, cuyos ojos se convertían en un faro hasta la barra. Sabía que nadie en la sala había dejado de imaginar su cuerpo desnudo. Con toda naturalidad, Sergi se levantó. Ester saltó rápidamente del taburete, como queriendo proteger a su amiga. Sabía que iba a pasar algo. Y se preparó para soportarlo, fuese lo que fuese.

 - Ven – Tomándola de la mano la paseó por el corredor central que quedaba entre las mesas, con Ester siguiéndoles, hasta llegar a una puerta de madera de doble hoja. Abriéndola completamente apareció otra sala más pequeña, con una sola mesa de dimensiones mayores que el resto. Encendió la luz y la sala se ilumino entera. Como si hubiera dado la señal, todos los clientes dejaron de jugar y se acercaron a la puerta. Al principio no se atrevían a entrar, pero las protestas de los que se quedaban fuera obligó a los de la primera fila a ir entrando. Mónica se encontró ante un grupo de quince o veinte hombres, de todas las edades, que a la luz del foco del techo parecían aún más desaliñados y vulgares, en hilera en la pared, frente a la mesa, con las miradas más salvajemente excitadas que había visto nunca. El foco acentuaba el calor y el miedo empezaba a marearla. Las manos, aferradas al canto de la mesa, le sudaban y, a pesar de ello, se veía a sí misma temblando. Incluso la presencia de Sergi a su lado la reconfortaba. Él le tomó la cabeza, pasando una mano bajo el mentón, y la obligó a fijar la vista al frente. -¡Mírales! - Mónica lo intentaba, pero se le nublaba la mirada. Insólitamente, como si estuviera viéndose desde fuera, se dio cuenta de la creciente excitación que sentía, y que se reflejaba en la tela de su vestido, cada vez más tensada a la altura de sus senos.

Sergi se colocó al otro lado de la mesa, detrás de ella, dejándola sola (¡sin Ester!), apoyada de espaldas a la mesa. Ante el grupo de sátiros, que parecían acorralar a una presa ya segura. Y la orden temida y esperada: – Bien, bonita. Ahora incorpórate y levántate el vestido ante esos señores, que quieren verte - Mónica bajo sus manos en la banda inferior del vuelo de su falda, los dedos crispados sobre la tela. Y lo intentó, de forma sincera, entregada. Intentó obedecer sin pensar, los puños cerrados con fuerza... Pero le fue imposible. Sin reflexionar, decidió pedir clemencia esta vez. Sólo esta vez. Sergi debería entenderlo. Lo entendería. Se volvió hacía él. Y justo en el momento en que su cabeza giraba notó un fuerte golpe en la mejilla que le volvió la cara hacía delante nuevamente. Él no abrió la boa. Sólo la bofetada. Nada más. Mónica, con lágrimas en los ojos, la cara ardiendo de dolor y excitación, levantó la cabeza, les miró uno por uno, y se levantó el vestido hasta el ombligo exhibiendo, en una mezcla de rabia y deseo, el blanco inmaculado de su tango a la vista de todos, oyendo de lejos los comentarios de admiración de su público. De reojo, su imagen colgada en el espejo de la pared. Ahora él le ordenaría que terminara de desnudarse. El saberlo la ayudó a prepararse para hacerlo. Pero no estaba lista para lo que Sergi tenía pensado: - Ahora introduce tu mano en tus braguitas y mastúrbate para ellos. Tenía que intentarlo. Sin darse tiempo a meditar, deslizó sus dedos dentro de la banda elástica del tanga y se dio cuenta de cómo los tenía a todos pendientes del movimiento de su mano. Por un momento, se sintió extrañamente poderosa. En aquel instante ya no era tanto la pobre víctima, sino que empezaba a tener un cierto control. Se aferró con fuerza a esa nueva sensación. Les miraba mientras sus dedos acariciaban suavemente la humedad de su sexo bajo la tela. Eran unos pobres voyeurs, sólo eso. Ella era quien les excitaría, quien les llevaría donde quisiera. Era eso lo que quería Sergi. Era lo que esperaba encontrar. Lo sabía, de forma clarividente. Ladeó la cabeza hacía atrás, haciendo volar su cabellera, mientras introducía  sus dedos, ahora uno, ahora dos, en su sexo sediento. El vaivén de su mano se volvía cada vez más descaradamente evidente, llevando a sus espectadores al límite del deseo, tomándolo de sus miradas lujuriosas y usándolo para acercarse, cada vez más rápido, a su propio orgasmo. Al sentirlo, separó más las piernas y, mientras con una mano continuaba agarrándose el vestido, cada vez más alto, con la otra siguió tocándose desvergonzadamente hasta correrse entre gemidos. Sus gritos de placer se mezclaban con los del público y los aplausos y groserías que le dirigían alargaban su orgasmo, en tanto que observaba en los ojos de Ester que tal vez estaban más cerca de la respuesta de lo que creían.

Ahora sí se siente segura volviendo la cabeza y mirándole. Le sonríe. Ha acabado todo. Ella también le sonríe. Lo entiende. Lo sabe. Se vuelve completamente hacia él, al otro extremo de la mesa, y se quita el vestido por encima de la cabeza. Adivina un brillo de complicidad, de ternura en su mirada mientras ella sigue ofreciendo su espalda desnuda a un grupo de hombres que han pasado a ser parte del decorado, meros comparsas en aquella obra. Se vuelve hacía ellos, desafiándoles con la erección de sus pezones, agachándose un poco para quitarse las braguitas y mostrarles su desnudez, su nueva condición. Y, lentamente, se vuelve nuevamente de cara a Sergi, apoyando su cuerpo sobre la mesa, los pechos rozando el terciopelo del tablero, los brazos hacía delante buscando las manos de él, que se las toma turbado. Ahora también Ester está ante ella relevando a Sergi, cogiéndole las muñecas con sus manos. Mónica se permite mirar de nuevo la escena del espejo. Con los pies apoyados en el suelo, las piernas rectas, el cuerpo apoyado sobre la mesa. Y llega el primero. Desabrochándose los pantalones al acercarse, tomándola con fuerza de las caderas y dejando que la punta del pene roce suavemente la entrada de su sexo mientras ríe. Ester, con mil manos desgarrándole el vestido, la mira emocionada entre silenciosas lágrimas.