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Madame Marcela

en Transexuales

Una punzada de dolor agudo en las muñecas me despertó. No podía respirar y al intentar hacerlo, un sabor amargo, penetrante y deleznable invadió mi boca. Estaba confundido y extraviado. Había abierto los ojos y, sin embargo, las sombras continuaban envolviéndome. No podía saber de ninguna manera que hora era, apenas podía moverme en un espacio reducido, en donde el oxígeno escaseaba de forma pavorosa. Era presa de una viva agitación y el corazón me latía con fuerza. El aire no entraba en mis pulmones, que ardían dentro de mi pecho. Grité, grité desde las profundidades de mi ser con tal fuerza que creí romper mis costillas, pero el grito, sorprendentemente, se ahogó en mi garganta.

El sudor bañaba mi cuerpo desnudo, de tal forma que las gotas que resbalaban desde mi frente se incrustaban en mis ojos produciéndome una comezón insufrible. Mi espalda empapada estaba adherida a la superficie de madera del recinto en el que me hallaba. Hasta mis oídos llegaba confusamente el griterío de una multitud, me recordó al sonido de la hinchada en el estadio. Entonces empecé a recordar. Estaba en casa de Madame Marcela, un semisótano en un caserón antiguo en el barrio de Les Corts, en Barcelona, muy cerca del Camp Nou. Y el vocerío del partido era, sin duda, el ruido que había escuchado. Si mi deducción era correcta debía ser, por tanto, domingo por la tarde. Había entrado la mañana anterior en la casa y había estado encerrado más de veinticuatro horas en aquel armario. Ese fin de semana le había dicho a María Teresa, mi mujer, que debía asistir a una convención en Buenos Aires, para la que realmente debía partir el lunes por la mañana.

Mi cuerpo estaba envarado y un dolor intenso y lacerante se extendía por todos mis músculos. Noté que mis brazos estaban fijados con fuerza a mi espalda y mis muñecas se encontraban aprisionadas por unas ataduras metálicas que herían mi piel. Mis pies también estaban trabados, no obstante, el auténtico suplicio estaba dentro de mi boca, me asfixiaba: un trapo blando, húmedo y maloliente la colmaba por completo provocándome arcadas. Intenté expulsarlo con la lengua pero alguien se había molestado en sujetarlo con esparadrapo alrededor de mi cabeza para que no pudiese moverlo. La saliva que escapaba de mi boca, espantosamente dilatada, resbalaba por mis mejillas y caía sobre mi cuerpo. Una repulsiva fetidez a orines y sudor inundaba mis fosas nasales. Noté que mis entrañas se licuaban y no tardé en comprender, con los ojos desorbitados de sorpresa y horror, que iba a defecar en aquel ataúd estrecho.

Hice un esfuerzo sobrehumano para contenerme y conseguí evitar que mi cuerpo liberase el fétido contenido de mis intestinos. Después estuve perdido en mis pensamientos largo tiempo, hasta que percibí el ruido de unos pasos enérgicos en el exterior, tacones de mujer acuchillando un suelo embaldosado. Se hicieron más audibles por momentos hasta que se detuvieron al otro lado de la pared. Percibí el movimiento de una llave en la cerradura justo antes de que las puertas de mi angosta celda se abrieran de improviso. Una luz cegadora me deslumbró.

—¿Que tal has dormido dentro del armario hijo, de la gran puta...? —Escuché que me decía una voz grave con acento extranjero.

Aquellas palabras vejatorias me indicaban que era la hora de continuar ejerciendo como perro-esclavo. Levantando mi mirada poco a poco, y no sin esfuerzo, pude distinguir en un principio un par de zapatos negros de tacón alto terminados en punteras de metal brillante y glacial, más arriba unas largas y fornidas piernas de culturista enfundadas en nylon negro, unas maravillosas bragas de cuero con cremallera metálica en la entrepierna, donde abultaba amenazador un pene de tamaño descomunal, y un corpiño de látex y metal que a duras penas conseguía mantener encerrados unos senos de acero. En mi delirio había soñado con el demonio y ahora el demonio estaba frente a mí: era ella, Madame Marcela, mi severa ama transexual, tan cruel y despiadada como siempre, una mulata brasileña ligeramente pasada de peso, pero con una estampa de defensa central tan maligna que cualquier sumiso soñaría con arrastrarse por los suelos y lamer con devoción las suelas de sus botas. Sus brazos, nervudos y musculosos, aparecían enfundados en largos guantes de látex hasta el codo. Sobre su cabeza lucía una preciosa y larga peluca azabache. El maquillaje alrededor de los ojos, perfecto, como siempre, resaltaba su mirada siniestra donde un ojo apuntaba desviado y su boca, estilizada con pintalabios níveo y brillante, se curvaba en un rictus de desprecio. Sus labios tenían una textura diferente a su piel, eran sedosos, gruesos y delicadamente delineados, pero letalmente pálidos, tras ellos asomaban sus blancos dientes, sanguinarios y amenazantes como los de un lobo.

—¡Espabila de una puta vez, cerdo mugriento! —aulló la Madame, agitando sus hombros con una risa silenciosa, al tiempo que me propinaba dos atroces y merecidas patadas con la punta metálica de su calzado. Mi torturado cuerpo se tambaleó al recibir el impacto. A cada nuevo golpe recibido, me sorprendí susurrando —Gracias, Ama. — sin que me importaran lo más mínimo que mi carne se desgarrase ante el cruel acero de sus punteras, mi sangre se derramase y mis piernas no fueran capaces de sostener el peso de mi atormentado organismo.

Yo ya estaba acostumbrado a su maltrato físico, había sido el objeto de palizas colosales y flagelaciones violentas por parte de ella y no niego que disfrutaba de aquellas situaciones tan vejatorias y humillantes, ya que mi sexualidad así me lo exigía. No obstante, en algunas ocasiones había tenido que soportar castigos extremos y en el límite de mis fuerzas... Me entregaba al castigo con una dicha casi mística y con la fe de quien vive su consagración. En mi imaginación, enardecida y turbada por aquella sucesión de miedos, dolores y placeres entremezclados, ya no era capaz de establecer la diferencia entre estos y aquellos.

Cuando esto sucedía, el tratamiento que me daba era feroz y despiadado. Las bragas de Madame Marcela reventaban de pura y sádica excitación. Su manga de chocolate emergía entonces, gruesa, potente, rígida y sólida a través de la cremallera. Yo podía dar buena cuenta de ello, pues cuando se sentaba sobre mi cara sin las bragas puestas me dejaba empapada la nariz y la boca con el sudor de sus testículos. Mi Señora cargaba todo el peso de su cuerpo de boxeador sobre mi cara, asentándose con firmeza sobre ella para que yo no pudiera abrir o mover la boca de ninguna manera. Yo solía asustarme allí debajo, mientras ella me colmaba la boca con sus cojonazos, velludos, descomunales, repletos de leche ardiente para, a continuación, reventarme los pezones con lacerantes mordiscos de sus tenazas metálicas mientras se masturbaba sobre mí. El dolor hiriente y la asfixia me provocaban violentas erecciones que aún excitaban más a mi Ama. Al verlas, continuaba sofocando mi cara, sentada hacia delante, con todo su peso obstruyendo la entrada de aire en mis pulmones, hasta acabar corriéndose sobre mi pecho sin prestar atención a si continuaba vivo o no.

Tras sacarme del armario a patadas, mi dueña procedió a quitarme el trapo de la boca, que resultó ser unas bragas orinadas, arrancando de forma violenta el esparadrapo que las mantenía fijas. Al acabar me propinó una sonora bofetada. Vistió mi cuello con un collar ancho de castigo, un collar de perro. Engarzó la cadena al mismo y tiro salvajemente de ella.

—¡Sitúa tu cara de cerdo justo detrás de mi culo, anormal! —me grito la Madame, al mismo tiempo que me arrastraba hacia la pared más cercana.

—¡Ahora vas a lamérmelo, limpiando todos los rincones, sin dejarte ninguno, pedazo de cabrón!

Y tras decir esto mi Ama Marcela me asió ferozmente del pelo y situó mi nuca contra la pared, acto seguido se dio media vuelta y apartándose ella misma sus fúnebres bragas de cuero a un lado aplastó su culo contra mi cara, comprimiéndome la boca con aquel delicioso ano que debía limpiar. Sentí su olor inconfundible y la calidez de su piel sobre mi rostro.

—¡Cómemelo, basura! —espetó, y a su orden comencé a fregar todo el interior con mi lengua. La mezcla de sabores que encontré me indicó dos cosas: primero, el sabor amargo a mierda, que Madame Marcela no tenía problemas de estreñimiento y que su manejo del papel higiénico era, como mínimo, deficiente; y, segundo, el sabor dulzón de la crema de manos, que mientras yo había estado encerrado en el armario alguno de sus amantes la había poseído analmente.

La promiscuidad era otra de las características de Madame Marcela. Sabía que, a parte de la fortuna que ganaba dominando esclavos como yo y recibiendo clientes como simple meretriz homosexual en su casa, algunas noches, por el morbo que entrañaba, iba a ejercer la prostitución callejera con otros travestís en las paredes del cementerio de Les Corts, frente al Nou Camp.

—¡Levántate! —fue su siguiente orden cuando, sin mediar aviso se despegó de mí, dejándome ridículamente apoyado contra la pared con la lengua fuera. Tirando de la cadena me llevó a otra de las estancias del sótano que en su parte superior tenía una ventana enrejada abierta a la calle, de tal forma que si alguien se molestaba en agacharse, podía ver el interior.

Me ordenó que me sentara en un taburete alto sobre el que apuntaba un consolador enorme manchando de excrementos y sangre seca. Ella vació sobre la punta del ingenio medio bote tamaño familiar de crema hidratante. Separé las piernas todo lo que pude e intenté empalarme en el cilindro de látex. A pesar de que mi culo no era virgen, el diámetro de aquel objeto era demasiado grande y sentí como mi esfínter se desgarraba a medida que aquello iba ingresando en mi cuerpo. Aquel dolor me recordó la primera vez que recibí por el ano, fue una tarde que hacía novillos, me lo monté con un camionero en su cabina. Creí que me iba a partir el culo para siempre cuando aquel primer pene entró en mí y eso era, exactamente lo mismo que estaba pensando en aquel momento.

Sentado en la banqueta, casi sin poderme mover, tuve una erección. Madame Marcela, se acercó a mí, tomó mi miembro con su mano enfundada en látex y lo acarició con dulzura. A continuación me encadenó los tobillos al taburete y me ató las manos a la espalda con las esposas. Tomó unas pinzas niqueladas y con ellas mordió mis testículos, a continuación colgó unos pesos de los utensilios de tal forma que éstas estiraban la piel del escroto hasta casi desgarrarla.

El Ama Marcela se inclinó entonces sobre mí con una vela en la mano. La pequeña palmatoria dorada se ladeó poco a poco y la cera ardiente goteó sobre mi piel, constelándola de grandes círculos blancuzcos. La idea de ser quemado vivo aumentó mi excitación. Mi martirio se volvía delicioso. Empecé a perder la noción del tiempo y del dolor, y aguardaba lo que iba a venir en un estado cercano a la inconsciencia.

Finalmente, mi Señora cogió una vara larga, fina y elástica y con ella empezó a azotar mi miembro. La primera horrible sensación se fue transformando en un estremecimiento de placer. Intuía que con esos latigazos, crueles hasta la abominación, quería hacer estallar las pequeñas costras de cera que constelaban mis genitales. Mi erección no disminuía, al contrario, a cada nuevo azote se hacía más y más firme. Madame Marcela se mordía el labio inferior con fuerza y me pareció ver en su rostro una sonrisa de aprobación mientras caminaba alrededor de mí calculando cuando y como lanzar el siguiente golpe. Abrió su bragueta y ante mis ojos se desplomó su enorme pene como una gruesa trompa oscura. A medida que el suplicio continuaba fue elevándose y engruesando hasta empinarse duro y firme sobre el ombligo de mi ama, síntoma de la excitación que le producida.

Yo bajé la mirada hacia mi miembro y vi que tenía una tonalidad de cereza oscura y aparecía extrañamente hinchado y deformado, sin embargo, notaba que estaba a punto de eyacular. A medida que mi miembro ascendía, el tirón de las pinzas y el peso que de ellas colgaba se hacía más doloroso. Todo mi goce, que aún no había aflorado, parecía estar contenido y concentrado en mi bajo vientre. El placer me hervía a borbotones bajo la piel magullada, como si todo mi cuerpo se licuara y fuera a expandirse. Cuando me sobrevino el orgasmo, dos o tres chorros de semen caliente salieron volando y fueron a parar sobre los zapatos de mi ama.

—Mamón de mierda, ¿Cómo coño se te ocurre correrte sin mi permiso? —vociferó encolerizada al tiempo que otro sonoro bofetón se estrellaba contra mi mejilla haciéndome voltear la cara. Se situó detrás de mí y me desató manos y piernas.

Una vez que el placer fulminante que había experimentado se hubo disipado, sentí que el dolor volvía a atenazarme y, con una inconsciencia extraña en mí, me atreví a implorar su piedad. Ella me miró, decepcionada y perpleja.

—Ven, ¡ahora vas a recibir un castigo de verdad! —me agarró del collar y tiró de mí. El consolador y el taburete continuaron cosidos a mi culo durante unos pasos para acabar cayendo con un fragor inesperado sobre el suelo del sótano. Mis intestinos, liberados del tapón que los había contenido, y con el esfínter demasiado dilatado para evitarlo, excretaron un surtidor de diarrea hirviente que se escurrió a lo largo de mis muslos a medida que caminaba, lo que me procuró una sensación nueva que era humillante y, a la par, placentera. Ya no era sino un objeto privado de voluntad.

La seguí como pude, agachado, pues ella tiraba del collar. Yo caminaba con las piernas muy abiertas y el pene me hervía dolorosamente, al igual que el ano. Al llegar delante del cepo, de un empujón sitúo mi cabeza y mis manos en el interior y cerró la trampilla de madera. Escuché sus tacones de hierro alejándose por el pasillo, dejándome allí. La posición era muy incómoda: el cepo estaba a una altura que no permitía estar de pie, y si te intentabas arrodillar, entonces resultaba demasiado alto.

El partido de fútbol debió acabar y durante media hora pude oír las conversaciones de la gente que salía del estadio y pasaba por delante de la ventana del sótano. Luego se hizo el silencio, la luz se tornó más azulada a medida que el sol se ponía. Finalmente, entró en funcionamiento el alumbrado urbano, la oscuridad del subterráneo quedó sustituida por el resplandor pajizo del sodio. Pensé que me habían olvidado y tendría que pasar la noche allí, pero eso no entraba en el contrato, al día siguiente tenía que volar a la convención.

Tenía hambre, no había comido nada desde el desayuno del sábado y el suplicio de mis riñones era insufrible. Me entró la paranoia. Quise ponerme a gritar, pero eso destruiría la confianza entre Madame Marcela y yo, sin embargo, debía hacerlo, aquello no era lo convenido.

Estaba en esta duda, cuando otra luz lejana alumbró el lugar en que me encontraba desde el pasillo. Escuché las voces de Marcela con otra persona y un taconeo descompasado que indicaba que más de una mujer se aproximaba a la habitación. Con un ‘click’ se iluminó toda la habitación.

—Mira, éste el esclavo del que te hablaba —escuché que mi ama le decía a otra persona.

—Ayúdame a disciplinarlo, me ha manchado los zapatos —continuó

Delante de mis ojos aparecieron la cintura y las piernas de otra mujer. El aroma característico de un perfume de Givenchy, me llegó al instante. Era el perfume que utilizaba mi mujer, María Teresa.

—Esclavo, te presento al Ama Bianca, Bianca Fox. Ella ha venido a visitarme y ha querido conocerte antes de que te vayas. Si alguna vez yo no estoy en la ciudad, deberás acudir a ella y a ninguna otra ama.

El Ama Bianca, iba vestida de calle, pero saltaba a la vista que era una dómina. Calzaba unos zapatos con sanguinarios tacones de aguja; sus piernas, enfundadas en medias de rejilla, mostraban una piel oscura, aunque no tanto como la de Marcela. Llevaba una minifalda de cuero negro y un cinturón ancho, de plástico negro con adornos de metal dorado. Lo que hubiese más arriba, mi posición en el cepo me impedía verlo.

Ama Bianca despareció de mi vista y durante unos momentos escuché rozar de ropa y los sonidos característicos que produce una persona cuando se desnuda. Un estallido en mis oídos y un ardor súbito en mis nalgas me despertaron.

—¡Pedazo de cagarro parido por el culo de tu perra madre! ¿Cómo se te ha ocurrido manchar a mi amiga Marcela? —otra palmada furiosa sobre mis posaderas y luego otra. Eran golpes descargados con furia con una palmeta de madera, aquello lo conocía bien.

Mientras continuaba el vapuleo de mis cuartos traseros, delante de mis ojos aparecieron los pies de Marcela.

—¡Qué caliente me pone ver esto! Te voy a follar por la boca, carroña —me comunicó mi ama.

Mi Señora exhibía frente a mis ojos su enorme miembro congestionado que primero intenté rozar con los labios y después estirando al máximo la punta de la lengua. Pero ella, con un refinamiento cruel que acicateó mi excitación, se escabullía cada vez que estaba a punto de alcanzar su verga, lo que me obligaba a estirar el cuello y la lengua, como una perra hambrienta que anhelara un hueso. Mi obstinación en querer lamer el miembro de mi Ama me valió algunos comentarios humillantes. Finalmente, abrí la boca, y ella me metió su tranca sobrehumana. No me podía mover. El cepo no me dejaba hacer ningún movimiento. Solo podía ser el receptáculo pasivo de su lujuria. Intenté hacerlo de tal forma que mis dientes no la lastimasen, aunque con aquella salchicha descomunal era casi imposible, tendría que habérmelos sacado para que no la rozasen.

Las caderas de mi ama se empezaron a mover con violencia, a cada vaivén su pene se me clavaba en el fondo de la garganta provocándome arcadas y aún así ella no conseguía hacer ingresar ni la mitad. Lo peor de aquella violación oral es que casi no podía respirar, lo hacía por la nariz y con dificultad. La sensación de ahogo era continua. Sus embestidas eran salvajes, me metía su polla hasta los huevos y luego casi me la sacaba por completo.

A mi espalda el Ama Bianca continuaba martirizando mis nalgas, donde el dolor inicial había dejado paso a una sensación de placer muy especial. Solo cuando la palmeta golpeaba mis testículos, era consciente del castigo que se me estaba intentando infligir.

Madame Marcela me dio a beber un torrente de su leche sin previo aviso. Un golpe de sus caderas que clavó mi cabeza contra la madera del cepo y una serie de espasmos precedieron a una marea de líquido empalagoso y salado que me llenó la boca, colándoseme garganta abajo. Descargó una corrida descomunal, yo intenté tragar en cuanto noté las primeras lechadas, pero por más rápido que engullí no alcancé a embuchármelo todo, unas pocas gotas se me escaparon y, resbalando por mi barbilla, fueron a caer al suelo.

—¡Cadáver apestoso, has desperdiciado parte de mi fantástica leche! Debes continuar disciplinándote, aún no has aprendido como deben hacerse las cosas —se lamentó Marcela. Después se separó de mí y se puso a mi espalda.

Cuando recibí el primer latigazo, comprendí que me azotaba con una disciplina elástica para calentarme el cuerpo antes de recibir otros golpes más agresivos. De la disciplina, el Ama Marcela pasó a la fusta, lo supe por los trallazos que noté en los riñones. Era una fusta larga y fina, dotada de una engañosa elasticidad y cuyo aspecto era casi inocuo. Manejada con la precisión que caracterizaba a mi Señora, cada golpe era distinto de los demás, según la correa de cuero cayera plana al golpearme o se abatiera sobre mí cuan larga era la vara. El Ama Marcela me flagelaba con un rigor despiadado. Tanto es así, que olvidé mis buenas maneras e intenté gritar. Las sesiones de flagelo que Madame Marcela descargaba sobre ella estaban destinadas únicamente a sumisos versados en dolor físico.

Al principio me preocupaba que Madame Marcela me marcase la piel durante el escarmiento, que mi mujer las viera sin que yo pudiera justificarlas de alguna manera, no obstante, con el tiempo esto había dejado de importancia para mí. Mi cuerpo se había ido encalleciendo. Me sentía tan dominado por ella que asumía por completo el derecho que mi Señora tenía de señalarme tanto como fuera necesario para una correcta disciplina. Pero aún recuerdo mi miedo inicial, miedo a la mutilación, al dolor, a que me marcara el cuerpo para siempre, miedo a gritar, miedo a defraudar, miedo a sentir miedo.

Sudaba copiosamente y todo mi cuerpo se estiraba en una súplica muda que debía resultar de lo más elocuente. Tal y como lo había experimentado en ocasiones anteriores, el dolor que me atenazaba fue transformándose poco a poco en placer. Supe que gozaba, estaba gozando y sufriendo a la vez.

El Ama Bianca, mientras, se situó nuevamente frente a mi rostro. Se había quitado la falda y pude apreciar que sus piernas, aunque más estilizadas, no tenían nada que envidiar a las de Madame Marcela. Largas, oscuras, fibrosas y musculadas: las piernas de una deportista o una bailarina. Llevaba un tanga rojo que no conseguía disimular un pene en erección. Así que el Ama Bianca Fox también era un travestido.

—Ahora, perro, te voy a follar yo, me ha excitado destrozarte ese culo de manzana que tienes. No vas a poder sentarte en toda la semana, y cada vez que lo hagas, te acordarás de mí —Se quitó las bragas y las puso encima de mi cabeza. Su pene, efectivamente excitado, era un estilete oscuro, largo y afilado. Llevaba el vello púbico teñido de rubio y lo que más me sorprendió, después de toda la glamour que emanaba el Ama Bianca, fue el olor a orín que desprendía.

Tras haber recibido el cañón de Madame Marcela, el mástil del Ama Bianca fue un descanso. Entraba y salía con facilidad, aunque el culebreo de la cintura de mi nueva Señora era vertiginoso y no tan mecánico. Sus movimientos tenían un ritmo más vivo, trenzando en el aire curvas infinitas con su cintura. El sabor de su polla era más salado y su textura más suave, a pesar de que su erección era rígida y férrea, inflexible como una vara de metal. Frente a mis ojos estaban los abdominales de mi nueva Señora y se notaba que pasaba horas en el gimnasio esculpiendo su cuerpo, era como ver un mar de olas que se petrificaba cada vez que ella tomaba aire

Los azotes en mi espalda continuaban al mismo ritmo. Mi pene aparecía erecto entre mis piernas. Lo supe cuando Madame Marcela dejó de golpearme y comentó:

—¡Hay que ser una mierda humana para que se te ponga dura con esto! Te voy a enseñar lo que es una polla dura de verdad, una polla de castigo.

Se hizo el silencio, interrumpido por el batir de la cintura del Ama Bianca contra mi cara y mi cabeza contra el madero. El taconeo furioso de Madame Marcela precedió un aguijonazo inhumano en mi ano. Tenía las mucosas muy irritadas y la penetración fue dolorosa en extremo. Un objeto duro, de bordes rugosos que se clavaban dentro de mi recto acuchilló mis entrañas hasta que las caderas de Marcela rebotaron contra mi culo. Entendí enseguida de que se trataba: se había puesto un cinturón con una polla enorme, cubierta de púas de goma que había visto alguna vez colgada en las perchas de una de las salas. Sin lubricante y con el ímpetu con el que la había hecho entrar, no pude contenerme e involuntariamente lancé un alarido, que quedó convertido en un estertor cuando el rejón de Ama Bianca colisionó contra mi campanilla.

—¡Calla, guarra, que mamá no está aquí! —bramó con desprecio Bianca Fox.

Con un vocabulario ultrajante y vicioso, el Ama Marcela me exigió que me arqueara más, que me entregara de forma que ella pudiera penetrarme hasta el fondo. A continuación, las dos travestís acompasaron su ritmo y mientras una me follaba por delante, la otra lo hacía por detrás. Cada vez que las dos batían, el leño alrededor de mi cuello y mis manos me hería cruelmente. De manera imperceptible, el dolor pareció remitir para dejar paso a una sensación de placer difuso que me resulta difícil de explicar. Mi miembro continuaba erecto y con cada embestida se balanceaba chocando blandamente contra mi vientre. Cuando el Ama Bianca se corrió en mi boca, yo, para mi tremenda y deliciosa vergüenza, hice lo propio sobre el suelo de la mazmorra tras doblar un poco las piernas. Madame Marcela, con su miembro ortopédico continuó revolviendo mis entrañas aún un rato y solo paró cuando el Ama Bianca se retiró y me rodeó para reunirse con ella.

Me desataron y caí al suelo. El tacón del Ama Bianca se clavó en mis nalgas cuando me ordenó lamer todo el semen que habíamos derramado entre todos. Después me dijeron que se había acabado, que podía irme a asear. Me levanté y fui al cuarto de baño de los esclavos, donde ellas me siguieron. Me mandaron que me tumbase en la bañera, se pusieron una junto a la otra y orinaron con un chorro abundante y cálido sobre mi cabeza y mi cuerpo. Mientras estaba allí tumbado pude ver por primera vez la cara del Ama Bianca. Era preciosa, no podría definir cual era su raza, pero era evidente que no era europea. Llevaba el pelo teñido de rubio en media melena y, a diferencia de Madame Marcela, podía perfectamente haber aparecido en cualquier anuncio de televisión.

A continuación me exigieron que evacuase yo también. Tumbado en el fondo de la bañera, di rienda suelta a esa necesidad fisiológica, con el placer añadido de que mis dos amas me contemplaban en aquella liberación íntima. Cuando acabé de orinar, el Ama Marcela me ordenó que olisqueara la orina como la perra que era y la bebiera después. Trastornado por esta nueva prueba cuando ya creía haber finalizado mi sesión, me sentí al borde de las lágrimas. Sin atreverme a rebelarme, me puse a dar lengüetazas y a beber nuestro líquido claro que aún estaba tibio. Para gran sorpresa mía, experimenté un innegable deleite al entregarme a este juego inesperado.

Me dejaron solo, me duché y me vestí. Al mirar el reloj, comprobé que era cerca de la medianoche. El avión de Barcelona - Buenos Aires salía a las nueve y media de la mañana, aún tenía tiempo de alquilar una habitación en un hotel y dormir un rato.

Cuando llegué a la puerta de la casa me encontré a mis dos amas que me estaban esperando. Iban vestidas como dos zorrones callejeros, con únicamente unas bragas, unas botas de caña alta y un abrigo de falsa piel que cubría su desnudez. Bianca Fox me dio su número de teléfono por si alguna vez quería llamarla cuando Marcela no estuviese y me pidieron si las podía acompañar en coche hasta el descampado frente a la tapia del cementerio.

Esto es todo, amig@s. Espero que la historia les haya excitado tanto como a mí me excitó escribirla.