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Iniciación al transformismo

en Fetichismo

De mi infancia poco sé, sospecho que no hay nada en ella, esté donde esté, si es que en alguna parte está. Fue un largo aburrimiento ya olvidado. Solo de vez en cuando llegan a mi conciencia imágenes pintadas en colores desvaídos, como vistas a través de un cristal sucio. Mis primeros recuerdos claros corresponden a la época en que cumplí los dieciocho años. Pero, para poder comprender como empezó todo, creo que debo, en primer lugar, hablarles de mi familia. Hay familias que viven toda su existencia sin que les ocurra algo con un mínimo de interés. La mía sería una de esas sino fuese por mí

Mi padre es, aún hoy, un hombre de enorme voluntad y afán de superación. En su juventud, logró mediante su propio esfuerzo y sacrificio hacer la carrera militar. Probablemente, en algún momento de su vida debió ser una persona agradable, sin embargo, en la época en que empiezo a tener recuerdos de él, su conversación, cuando estaba en casa, se reducía a monosílabos y amenazas. Su silencio enervaba a mi madre, pero es que mi padre consideraba el lenguaje oral como un medio de comunicación defectuoso y prefería sostener sus conversaciones, hasta las más íntimas, mediante gruñidos. Con nosotros era partidario de la disciplina, la mano dura y el castigo físico. Solo me es posible hablar de él utilizando superlativos negativos.

Mi madre era una católica devota, tanto entonces como cuando yo era pequeño. Todas las mañanas rezaba el Santo Rosario, acudía a Misa y tomaba la Comunión; al mediodía recitaba el Ángelus y por las tardes solía acudir con sus amigas a reuniones de la Asociación de Damas Cristianas. Vivía inmersa en aquella España de luto, de brujas y males de ojo; de rabia interior y miradas que no perdonan, de campanas de iglesia e infinitos rosarios. Mi hermana y yo fuimos criados en un santo horror por la mentira y la pereza.

Mi hermana, que ahora está casada y trabaja en una organización de ayuda humanitaria, era, en la época en que tuvieron lugar los hechos que quiero relatarte, una niña pija cuya máxima aspiración era comprar ropa de marca, charlar durante horas por teléfono con sus estúpidas e idénticas amigas (yo tenía la sospecha, por otra parte fundada en la evidencia, que su colegio era en realidad una fábrica de clones del Opus Dei) y, cuando mis padres no estaban, encender un cigarrillo y tumbarse a ver la tele en ropa interior en el sofá del salón.

Sus braguitas colgadas en el tendedero eran una obsesión para mí. Eran un recordatorio perenne de mi propia virginidad. Imaginaba lo cerca que estaban aquellas humildes piezas de fina lencería de un sexo femenino y lo lejos que estaba yo. Soñaba con la sensación de la suave tela curvada sobre un monte de Venus adolescente, con la amorosa forma en que preservaban aquel calor y aquella humedad íntimos que, si bien nunca había catado, era capaz de rememorar en sus más nimios detalles. Recuerdo que, en ocasiones, cuando me encontraba solo en casa, me excitaba entrar en su cuarto y robar un conjunto de braguita y sujetador de su armario. A continuación me encerraba en el lavabo y fantaseaba con ellas.

Acababa de cumplir dieciocho años, había estudiado en un colegio católico solo para varones y, aunque a los jóvenes de hoy les parezca increíble, no había tenido relaciones con ninguna chica. Aquel fue el año en que moriría nuestro autodenominado Caudillo, y las relaciones entre los sexos eran algo distintas de cómo son en la actualidad.

Yo había descubierto todo lo relacionado con el sexo en el colegio; junto con, y a pesar de, mis compañeros. Mis días terminaban invariablemente con una sesión de masturbación en mi habitación, una práctica muy traumática para quienes han crecido perseguidos no sólo por la temible leyenda de la Ceguera Pajera, sino, sobre todo, por la culpa católica y por el recuerdo del triste destino que el Yahvé deparó a Onán por despilfarrar su semen en el polvo

Debido a mi casi exclusiva dedicación a este solitario menester y a la colección de revistas pornográficas, había repetido varios cursos y el que acababa de finalizar me había ido francamente mal, debería estudiar mucho para poder aprobar todo en septiembre. Todos los muchachos de mi edad estaban a punto de entrar en la universidad, sin embargo, yo aún estaba en bachillerato. En todas las fotos del colegio yo parecía el padre de mis compañeros.

De aquella época, lo que llevo grabado más profundamente en mi piel, es el recuerdo de la madre de mi mejor amigo, Alejo Torrente. Ella me fascinaba y me atraía cómo mujer, no era cómo las otras chicas que me gustaban, ya que, aunque era bastante más joven que mi madre, seguía siendo muy mayor para mí. Siempre me trataba con amabilidad y dulzura, supongo que le debía hacer gracia que su hijo fuese a clase con alguien cuatro años mayor que él. Yo soñaba con su cabello rizado hasta los hombros, teñido de un pálido rubio oxigenado, el rubio paradigmático, el rubio por antonomasia; deliraba con sus pechos, abultados, firmes y deliciosos como frutas maduras; con las curvas de su culo; con el bamboleo voluptuoso y lento de sus caderas al caminar; con sus enormes ojos verdes y sus labios carnosos, líquidos y sensuales en los que siempre encontraba una sonrisa cómplice.

Mis fantasías con ella se fueron incrementando con la edad y la forma que me abrazaba y me estrujaba contra sus pechos al saludarme y al marcharme. El Olimpo de mis quimeras masturbatorias estaba formado por una triada divina de rubias teñidas: la señora Torrente, Susana Estrada y Bibí Andersen. Pero, era la madre de mi amigo, quizá por su proximidad, la que más a menudo hacía trabajar mi mano, antes de que se produjese un cambio radical en mi vida, que relataré un poco más adelante. Como ya sabes, lo que efectivamente tiene una importancia capital a la hora de correrse una paja es el tamaño de las tetas y la forma del culo, y allí, la madre de Alejo les daba sopas con ondas a las otras dos. En mis delirios libidinosos, la imaginaba poseída por irrefrenables instintos carnales de los que yo era el objetivo predilecto y de ahí nacían hermosas historias de sexo y depravación, que daban ambiente y colorido a mis sesiones de fervor onanista. El mejor maestro de mi fantasía fue la madre de mi mejor amigo

La Casa de la Pradera

El último día que estuve en casa de Alejo antes de las vacaciones, nos sentamos en el suelo a ver la recién estrenada "La Casa de la Pradera" en su televisión en colores. A mí la lacrimógena aventura rural de los gafes de la familia Ingalls me la traía floja, pero lo del color, eso sí era toda una novedad. En mi casa tan solo había un televisor en blanco y negro, y mi padre no nos dejaba ver la segunda cadena porque decía que era un nido de comunistas. Por un motivo parecido, él siempre llevaba sombrero cuando ya nadie más lo hacía. "Los rojos no llevaban sombrero" era toda su explicación cuando le preguntábamos la causa de su fijación con dicha prenda de vestir.

Aquella tarde, la suculenta madre de mi amigo estaba acomodada detrás de él, de tal forma que yo sí la podía ver, pero él tenía que darse la vuelta para mirarla. Ella vestía un vestido corto que, sentada en la posición en la que estaba, dejaba ver todo a quien estuviese sentado a mi altura. Bajo la translúcida tela del vestido podía ver sus bragas de color crema, una prenda delicada que apenas ocultaba la entrada al paraíso, dejando entrever el oscuro, rizado y aromático boscaje de vello púbico. Cuando lo descubrí me quedé embobado. Al cabo de un par de minutos, al levantar la vista me encontré con su mirada divertida. Me guiñó un ojo y me señaló la televisión, noté como la cara me ardía de vergüenza y me puse a mirar la tele, pero fui consciente de que ella no cambiaba la posición de sus piernas. De hecho, me dio la impresión de que cada vez tenía un mejor ángulo de visión y la perspectiva estaba más despejada, es decir, que ella estaba abriendo las piernas

— ¿Estás cómodo hay sentado? —me preguntó la señora Torrente con voz burlona

—Sí señora. Gracias, se está bien aquí en el suelo

—Solo te lo preguntaba porque tú eres mucho más grande que Alejo y a lo mejor estarías mejor sentado en el sofá

—No, gracias señora, estoy bien aquí sentado junto a él, no se preocupe

Pasados unos pocos minutos, alcé de nuevo la vista y en sus ojos color esmeralda, clavados en mí, descubrí un brillo de lujuria. La punta sonrosada de su lengua se apoyaba sobre el labio superior y un amago de sonrisa iluminaba su rostro. Le devolví la mirada y la mantuvimos fija el uno en el otro hasta que la duración de la morbosa escena hizo que mi espalda, que, para no perder detalle, mantenía rígidamente erguida como sostenida por una prótesis de escayola, se agarrotase, produciéndome un padecimiento inconfesable. Afortunadamente, cuando ya iba a comenzar a sollozar de puro dolor, sonó el teléfono, ella, tras charlar un rato, se levantó y se marchó. Al volver se había cambiado, ahora vestía un traje chaqueta muy elegante y unos zapatos de imitación de piel de cocodrilo con tacón.

—He quedado con Pura Cortés para ir al Corte Inglés. Portaos bien —le comentó a su hijo al regresar

— ¡Adiós mamá! —le respondió éste sin apartar la vista de la televisión

— ¡Adiós, señora Torrente! —la despedí yo emocionado

Ella pareció pensárselo mejor, se acercó, nos dio un par de besos a cada uno y se fue de compras con su amiga. Antes, no obstante, mientras se alejaba taconeando por el pasillo se detuvo un segundo y girando la cabeza me sonrió pícaramente y me lanzó un beso. Yo no ya no pude contenerme, me levanté y le dije a mi amigo:

—Alejo, no aguanto más. Tengo que ir al lavabo. Luego me cuentas lo que ha pasado

— ¡Joder, tío! Te vas a perder el final

Pero, en lugar de ir al lavabo común, fui al de los padres. Cerré la puerta por dentro, abrí el cesto de la ropa sucia, rebusqué nerviosamente entre las prendas. El miedo a ser sorprendido entorpecía mis manos, las prendas del cesto resbalaban una y otra vez entre mis dedos. La ansiedad resecaba mi boca. Pensaba que en cualquier momento podría haber alguien que quisiera entrar en ese lavabo. Pero, por fin, encontré las encantadoras braguitas color crema. Resultaron ser lo que ahora llamaríamos un tanga, adornado con delicados encajes. En el centro se apreciaba claramente una gruesa mancha clara que imaginé era de flujo femenino. En aquel momento, olvidando el peligro a ser descubierto, me apeteció probármelas. Me desnudé por completo, me las puse, me calcé unos zapatos de vestir que también pertenecían a la madre de mi amigo, me situé delante del espejo y me pude observar: mi cuerpo aún no completamente masculino, el miembro que había doblado hacia atrás para que no se viese, parecía un pequeño monte de Venus. Por un breve momento me vi como una mujer. Creí sentir la humedad de la mancha sobre la piel sobreexcitada de mi pene.

Como no podía ser de otra manera, me masturbé utilizando como elemento de inspiración mi imagen en el espejo. El suave tacto de la tela era muy agradable, percibía con claridad el delicado roce del encaje sobre mis ingles y como el hilo posterior del tanga se hundía entre mis nalgas excitándome. Mis dedos coquetearon con el borde de la braguita mimando mis nalgas, produciéndome escalofríos de pura excitación. Mientras mi mano se deslizaba sobre mi miembro, que se enderezó y creció hasta ocupar toda la prenda, pensaba que ese mismo hilo se había hundido en el fragante abismo que separaba los cachetes de la madre de mi amigo. Al finalizar me corrí produciendo una nueva mancha mucho mayor en las braguitas. Me sentí tentado de robarlas y tenerlas un tiempo en secreto para poder repetir mi placer prohibido, no obstante, la razón se impuso y opté por dejarlas en su lugar. Satisfecho mi deseo y ante el temor de ser sorprendido, me vestí a toda prisa, me retiré y volví a ver la tele. En el camino me crucé con el padre de mi amigo, un teniente coronel compañero de mi padre que me miró sorprendido. Aquella tarde regresé a mi casa relajado y feliz, ignorante de las consecuencias de mis actos.

Camino de la playa

Todos los veranos mis padres alquilaban una casa de pescadores en el pueblo de Palafrugell. Allí la costa es abrupta, escabrosa, con escarpados roquedales que se desploman sobre el mar, playas resguardadas y una vegetación de pino y monte bajo escorada por el viento de tramontana. En verano, a pesar del inofensivo viento de Garbí, un sol abrasador hace hervir las calles del pueblo. Pero nuestra casa era un refugio de oscuridad y frescor reconfortantes. Allí nos trasladábamos mi madre, mi hermana, la asistenta de turno y yo mismo, con gran revuelo, nada más acabar las clases.

Cada verano tenía lugar la misma ceremonia de despropósitos: cargábamos las maletas y bolsas de viaje llenas a reventar, después se sucedían los inacabables kilómetros de carretera desértica en los que las únicas distracciones eran contar los míticos toros de Osborne, perennes enamorados de la luna de las carreteras patrias; los cabreos de mi padre; los mareos en el asiento de atrás y la vomitada ritual de la consabida paella que habíamos ingerido previamente en algún establecimiento de carretera. Sin embargo, como te decía, entre todos esos veranos, yo nunca olvidaré aquel verano en que tendría que haber entrado en la universidad. Mi padre, que ya era coronel, nos dejó allí y regresó a su destino. Él solo se reunía con nosotros los fines de semana y durante todo el mes de agosto.

En mi casa, no solamente se abstenía mi madre de visitar la cocina y la zona de servicio, sino que ambas permanecían tan alejadas de su conciencia como si se tratase de los cuartos correspondientes de un hotel. Mi padre también carecía de toda propensión a llevar la casa, aunque se había atribuido la responsabilidad de la confección de los menús de los domingos. Debido a esta falta de interés en los asuntos domésticos por parte de mis progenitores para nosotros trabajaba la señorita Marcela, nuestra asistenta en aquella época, una brasileña del color del caramelo fundido, madura, alta, exuberante, más bien recia, de manos masculinas, fuertes y sutilmente callosas, labios gruesos y sensuales y unos preciosos ojos negros; uno de los cuales, perpetuamente desviado, parecía apuntar siempre a la derecha de la persona con quien hablaba.

Marcela, negra de dientes blancos y risa puntual, constituía un toque de exotismo con el que mi madre pretendía dar envidia a las comadres de la asociación. Con este fin, mientras estaba de servicio, le hacía vestir ridículos uniformes de fantasía. Un día, sin saber muy bien el porqué, empecé a fijarme en ella. Desde que había acabado el colegio y la veía diariamente había comenzado a atraerme morbosamente. Era ella quien limpiaba nuestros cuartos, así que comencé a meditar sobre que podría hacer para que se diese cuenta de que me gustaba. Pero, por muchas vueltas que le daba, nunca conseguía tener un plan bien armado, porque a cualquiera le parecería improbable que ella me gustara y si se lo intentaba mostrar con sutileza nunca caería en la cuenta.

Mi plan quinquenal acelerado

Siguiendo un plan elaborado en la tibieza de mi lecho a golpes de paja, empecé a hacer cosas para que Marcela se fijara en mí. Eso sí, siempre que sabía que mis padres no estaban, porque si lo hubiesen sabido, mi padre me hubiese matado a bofetadas. En lugar de intentar ocultar mis erecciones, las exhibía constantemente delante de ella. Incluso iba un momento al cuarto de baño a colocar mi polla de tal manera que la tienda de campaña que montaba en mis calzoncillos quedara lo más abultada y tensa posible. No me pasaron inadvertidas las miradas de reojo que recibía mi paquete por parte de Marcela.

Una mañana oí a mi madre que le ordenaba:

—Marcela, hoy, por favor, limpie la pocilga del señoriíto. Cámbiele las sábanas y el pijama, si no lo hacemos nosotras, el nunca lo haría. Y revise debajo de la cama si hay ropa sucia, ya sabe que suele estar repleto de calcetines. No sé como no le da asco vivir entre tanta inmundicia

—Bien señora. Ya había acabado de ordenar la cocina, ahora mismo voy

Intuí una oportunidad para poner en marcha mi plan de muestra del producto, así que entré antes que ella y simulé que no la había escuchado acercarse. Anhelaba que ella me viera desnudo, yo estaba orgulloso de mi cuerpo ya que en aquella época hacia deporte a diario. Me embadurné de aceite bronceador, como si estuviese preparándome para ir a la playa. Para que el pene se viese algo más lustroso, previamente me toqueteé un poco y, en el momento en que abrió la puerta, fingí que no la había oído mientras me cambiaba y me tapé con la sábana.

— ¡Lo siento, señor! No sabía que estaba cambiándose –exclamó alterada al verme

— ¡Por Dios! ¡Joder, qué susto me has dado! Perdona, Marcela, no te había oído entrar –mentí como un bellaco, sin hacer el menor amago de cubrir el bulto que levantaba mi pollita bajo la sábana y que debía ser visible desde kilómetros de distancia

— ¡Vaya, vaya! Parece que el señor ya no es ningún niño –sonrió y, mientras su ojo desviado parecía querer disimular, su ojo sano se clavó en la silueta de mi miembro, que había adoptado una marcial posición de "presenten armas" ante su mirada atenta

— ¡Marcela! ¡Qué ya tengo dieciocho!

—Nunca lo recuerdo. Se me hace difícil pensar que alguien que aún va al colegio, en realidad, debería estar a punto de irse a la mili.

—Si me sigo haciendo pajas pensando en ti, moriré de sobredosis —le contestó mi garganta, mientras retiraba la sábana, aunque estoy seguro que la frase había salido directamente de mi pene

Ella rió de buena gana y, al tiempo que se humedecía los labios con la lengua, descubrí en sus ojos un brillo letal e irresistible, semejante a la luz con que los depredadotes abisales atraen a sus presas.

— ¡Ten cuidado con lo que buscas, pequeño! Porque es posible que cuando lo encuentres no sea lo que te esperas —me respondió con aire de misterio

Acto seguido, Marcela salió de mi habitación para darse de bruces con mi madre que iba a entrar en ese momento.

—Señora, no entre ahora, su hijo se está cambiando —oí que le decía a mi madre

La cara de mi señora madre asomó junto a uno de los anchos hombros de la mulata

— ¡Virgen Santa! Pero, ¿qué es esto? —exclamó

Hubo un pequeño momento de desconcierto: el furioso estampido de la puerta de mi cuarto al cerrarse se confundió en mis oídos con el atronador estallido de la palma de la mano materna en mi cara. La mejilla que había recibido el impacto del bofetón entró en combustión, al tiempo que mis ojos, sin que yo pudiera remediarlo, comenzaban a lagrimear para apagar el incendio.

— ¡Eres un frívolo! ¡Vístete ahora mismo! ¡Cómo se lo diga a tu padre te deshereda! —me gritó

Al buen callar llaman Sancho, decidí que era mejor no responder a aquella agresión injustificada sobre mi persona. Para mi propio pasmo, la erección desapareció como por encantamiento. Este prodigio pasajero, no obstante, y al cabo de los años se ha vuelto a repetir, si bien, en momentos más inoportunos hasta que convertirse en una disfunción eréctil perniciosa

Sin embargo, y a pesar de mi propósito inicial de no decir palabra, no pude evitar murmurar al fugaz destello en que se convirtió la figura de mi madre al salir disparada de mi cuarto:

—Es una pena que haya tardado tanto en crecer, porque ahora sé que me he olvidado de todo lo que me habéis hecho de pequeño, pero cuando lo recuerde me vengaré

No debí decirlo en voz tan baja como imaginaba porque inmediatamente la cabeza de Marcela asomó por la puerta muerta de risa y me dijo:

—Señor, con tomarse ojo por ojo sólo se consigue que todo el mundo se quede ciego. Tú a lo tuyo, que lo estabas haciendo bastante bien

— ¡Estás como una regadera! —le respondí

—La locura corre por toda mi familia... galopa casi —apuntilló cerrando la puerta definitivamente

La constancia, forja de hombres

Sin embargo, y a pesar del contratiempo, fiel al plan que me había trazado, no cejé en mi empeño. Lo mejor es perseguir cosas imposibles, luego, cuando ya no lo haces, tu vida se convierte en un aburrimiento. Al lunes siguiente intentando adivinar cuál sería la pieza que debería limpiar Marcela estuve atento a las órdenes de mi madre.

—Marcela, esta mañana, por favor, haga nuestro cuarto. Los cristales están sucios de la tormenta de anoche. Si tiene tiempo, límpielos.

—Sí, señora, así lo haré

— ¡Ah, me olvidaba, Marcela! Por favor, antes de hacer nada, ponga en orden el cuarto de baño. No sé que ha hecho esta madrugada el señor antes de volver a Madrid, pero lo ha dejado hecho una pena —le rogó mi madre en tono de disculpa

Al saberlo decidí lanzar un ataque tentativo, fui hacia allí y me encerré en esa estancia, entré en el cuarto de baño contiguo dejando la puerta entornada, cogí un espejito y lo coloqué estratégicamente para que estando yo sentado en la taza del excusado pudiera ver si alguien se asomaba a la puerta sin tener que mirar en esa dirección. Me acomodé en la taza, puse en marcha el paleolítico radiocasete portátil, me unté el miembro con la aceitosa crema bronceadora de mi madre y comencé a hacerme una paja. Mi verga brillaba, oscura y reluciente resbalando dentro de mis manos

Al cabo de poco tiempo oí el sonido de la puerta de la habitación al abrirse y me puse a jadear sonoramente para atraer su atención. Un minuto después, a través del espejito, vi como Marcela se asomaba por la puerta entreabierta del cuarto de baño, su cara de asombro inicial y como una sonrisa pícara iluminaba su cara al instante. Yo continué con mi espectáculo para mi secreta espectadora. Después, volviendo a mirar por el rabillo del ojo el espejo, observé por la abertura de la puerta que ella había introducido una mano bajo la falda del uniforme y la movía arriba y abajo lentamente en un amplio movimiento. Haciendo un esfuerzo sobrehumano para no correrme, esperé hasta ver el orgasmo dibujado en su cara para desencadenar el mío. Me sorprendió ver la aparatosa mancha de humedad que se dibujó en su falda. Ella recompuso su ropa y se retiró sin hacer ruido. Al salir del cuarto de baño descubrí, en el lugar en el que ella había estado de pie, unas gruesas gotas de un líquido blancuzco que me recordó mucho al semen masculino. Supuse que en las mujeres maduras los jugos vaginales eran más espesos que en las chicas que yo había conocido. Tomé uno de aquellos goterones con el dedo y lo saboreé. Curiosamente, no pude percibir ninguna diferencia con el sabor de mi propia leche

El aroma de mi hogar

Pasaron unos días sin que se presentase ninguna oportunidad de acercamiento, hasta que una noche me quedé solo con Marcela. Ella me sirvió la cena en aquella cocina que, no sé porqué, siempre olía a Avecrem. Se sentó a mi lado y, mientras esperaba que yo acabase, apoltronada junto a mí, con sus fuertes piernas cruzadas, hojeaba con descuido una revista del corazón al mismo tiempo que escuchaba a Georgie Dann perpetrando "Bailemos el Bimbó" en la radio. El aroma de la sencilla tortilla de patatas recién hecha se confundía con el olor de su sudor tras un día completo de tareas hogareñas y ambos con el perenne efluvio a sopicaldo que he mencionado. Tan doméstica mezcla de olores fue interpretada por mi calenturiento cerebro como una irresistible ola de feromonas femeninas. Sentí que mi miembro no solo intentaba reventar el bañador que llevaba puesto, sino que parecía querer desbaratar la delicada epidermis que lo ha envuelto desde el día de mi nacimiento. Como yo no podía dejar que tal cosa sucediera sin sufrir impensables dolores, decidí hacer lo único que estaba en mis manos para impedir la destrucción cutánea genital por sobreexcitación libidinosa. Mi temperatura empezó a subir por segundos, tenía una sed terrible:

—Marcela, ¿me puedes acercar la gaseosa que está en la nevera, por favor?

—Ya voy, mi niño

Se levantó y se acercó al refrigerador contoneándose con lentitud. Mi sorpresa fue que en el momento de agacharse, el uniforme se elevó sobre sus muslos hasta el nacimiento de sus nalgas. Me quedé completamente paralizado, inmóvil, conteniendo la respiración, esperando ansiosamente que el uniforme continuase su ascenso lo suficiente como para permitirme, por fin, verle el culo. Marcela, mientras tanto, se incorporó y al verme la cara empezó a reírse

— ¿Qué te pasa, hijo? Parece que hayas visto un fantasma. ¿En qué estabas pensando?

—No ha estaba pensando en nada, solo en cosas mías

Me sirvió un vaso de gaseosa y volvió a sentarse junto a mí. Yo había llegado al punto en que lo que me excitaba más era la sensación de prohibido y el riesgo de que me pillara en mis manejos. Así que por la simple exaltación que me producía el riesgo de ser descubierto, nerviosamente metí mi mano sudorosa bajo la mesa, me saqué la polla del bañador y me masturbé sigilosamente. El ruido particular de la masturbación quedaba difuminado bajo la cadencia ramplona de la música. Cuando me iba a correr, la miré directamente a la cara. Para mi horror, al tiempo que el producto de mis genitales iniciaba su imparable ascenso y en mi primera eyaculación en compañía de una mujer, el pinchadiscos de la SER decidió continuar la serie de éxitos del verano con Las Grecas y su "Saca el güisqui, Cheli". Aquel golpe bajo estuvo a punto de cortarme la corrida y, de paso, provocarme un trauma del que no me hubiese repuesto en la vida. Marcela, sorprendida por el cambio de disco, levantó la vista de la revista y mirándome me preguntó:

— ¿Por qué me miras así? ¿Te sucede algo?

Y en aquel; para mí, romántico; momento en que el cálido surtidor de esperma empezaba a manar a chorros de mi polla goteando sobre las baldosas de la cocina tuve que tomar aliento para contestar:

—No, nada, nada, Marcela, intentaba leer la portada de tu revista

—Chico, cada vez estás más raro. Debe ser la pubertad retrasada que te está afectando —me respondió Marcela

Por fin, ya es viernes

Desgraciadamente, al fin llegó el viernes, el último día de libertad familiar antes de que regresara mi padre. Yo me debí levantar muy tarde de la piltra, cuando fui a desayunar me di cuenta que mi madre y mi hermana se habían ido ya a la playa sin esperarme. Encontré a Marcela nuevamente en la cocina, bailaba frente al fregadero de manera sensual, contoneando su cuerpo al ritmo de "Você è linda", cantada por Roberto Carlos en la radio y tarareada por ella con sentimiento. Cuando terminó la canción, me vio y me rogó:

—Por favor, ¿me puedes ayudar a abrocharme los botones del uniforme? No sé dónde los compra tu madre, pero es imposible hacerlo por una misma

—Será un placer, Marcela —le respondí sin dudarlo

Mientras pugnaba por meter los botones nacarados en los ojales me apoyé en su espalda tanto que empecé a trempar hasta que el miembro se puso tan rígido como el mástil de un velero. Ella era un poco más alta que yo, así que mientras me esforzaba por ayudarla podía oler el suave perfume que solía llevar mezclado con el aroma de suavizante que emanaba del uniforme. En ese momento, ella comentó:

— ¿Qué es lo que llevas puesto que se me está clavando en la espalda?

Desplazó su mano hacia atrás y empezó a acariciarme la picha y los huevos recogidos dentro del bañador. Sentía el calor y el tacto de su enorme mano callosa a través de la fina tela. Comencé a temblar como una hoja al viento, no podía concentrarme en los condenados botones, mis dedos resbalaban sobre ellos una y otra vez. No atinaba a pronunciar palabra, mi erección en unos pocos segundos llegó a ser dolorosa. Sin saber que había sucedido sentí que no podía controlarme y, mientras mis piernas flojeaban, un río de magma hirviente se me escapaba empapando el bañador. Marcela percibió la súbita humedad que le mojaba la palma de la mano y escuché su grave voz que me decía:

—Muchacho, ¿todo este río es en mi honor?

No supe que responder, la cara me ardía de vergüenza y las piernas me temblaban tanto que no me podía sostener. Aún tenía los ojos cerrados, cuando oí que me decía:

—Mi rey, deja que te limpie antes de que te vea tu madre

Me tomó de la mano y me llevó a su habitación que estaba en la planta baja, junto a la cocina.

En los últimos tiempos había soñado innumerables veces con entrar en aquel lugar. El cuarto estaba iluminado por una bombilla de escasa potencia. En él había únicamente una pequeña cama individual, un armario enorme con un espejo en la puerta, un lavabo de porcelana, reliquia de otros tiempos, y algunos souvenirs de carretera. Uno de sus uniformes colgaba de una percha y sobre la cama su ropa interior, perfectamente doblada, esperaba a ser guardada. Ella me situó delante del lavabo, tomó una de sus toallas, la humedeció, me bajó el bañador y lo limpió, después, con la misma toalla, recogió el semen que empapaba mi pubis, aún sin vello, y goteaba por testículos y mis muslos. En voz baja, y con una sonrisa, comentó:

— ¡Deberás desayunar como un león para reponer toda esta leche, cariño!

Aquello era el paraíso para mí, su mano se desplazaba con mucha suavidad por mis piernas recogiendo todo el semen que había derramado. Secó mis huevos y, pasando entre las piernas, comenzó a enjugarme las nalgas.

— ¡Qué culito más dulce que tienes! Creo que un día me voy a comer este postre tan rico. ¿Me dejarías probarlo ahora?—me preguntó.

Yo no supe que responder, solo atiné a responder:

—Como quieras, Marcela

Ella se situó detrás de mí, se arrodilló, apoyó sus manos en mi cintura y pude sentir su lengua, húmeda, cálida y segura sobre la parte alta de mis nalgas. La desplazaba lentamente, en pequeños círculos. Parecía disfrutar de lo que estaba haciendo casi tanto como yo. Lamió toda la superficie con extrema dulzura, después situó su lengua sobre mi rabadilla y pude sentir como descendía humedeciendo mi canal. Era una sensación increíblemente delicada que nunca había imaginado que se pudiese experimentar.

Con sus manos, sin ninguna violencia, abrió mis nalgas y muy, muy dulcemente, sentí como su lengua se deslizaba casi sin rozar mi ano. Rozó la suave piel, solo un leve contacto y se separó de nuevo, mi cuerpo reaccionó con un espasmo de deseo. El tacto de su lengua era jugoso, cálido y leve. Cerré los ojos, me incliné y me apoyé en el lavabo. En un tiempo que me pareció eterno su lengua poco a poco se fue abriendo camino dentro de mí. Surcos de deseo se abrieron en mi ano mientras sentía sus labios húmedos sobre mi piel. Sin que supiese como, noté como miembro había vuelto a ponerse erecto. Ella también se percató, untó su mano con saliva y empezó a masajearlo con delicadeza.

— ¿Estás disfrutando, príncipe mío?—me preguntó

A lo que solo pude responder con un gemido. A continuación me volvió a interrogar:

— ¿Crees que te correrías así?

Pero solo obtuvo un gemido más largo por respuesta

—Entonces, déjate ir sin miedo—me propuso

Yo no me hice esperar. Sentí como su lengua dejaba paso a su dedo ensalivado y como este se hundía sin esfuerzo en mi ano. Esta nueva sensación fue demasiado para mí, seguí su consejo y me solté: oleadas de placer incontenible me derribaron sobre el lavabo. Me corrí sobre su mano mientras notaba como mi esfínter anal se contraía en espasmos alrededor de su dedo.

—Si sigues así nunca acabaré de limpiarte, mi amor—me dijo entre risas mientras volvía humedecer la toalla y me enjuagaba una vez más.

— ¿Eres capaz de guardar un secreto?—me preguntó mirándome fijamente a los ojos.

— ¡Claro Marcela! ¿De qué se trata?—le repuse yo

—Me lo tienes que prometer: nunca, se lo dirás a nadie, a tus padres ya sé que no lo harás, pero me debes jurar que nunca hablarás de ello con tu hermana ni con tus amigos

Su cara estaba muy seria. Nunca la había visto así, siempre había una sonrisa en sus labios, pero yo estaba decidido a compartir aquel secreto con Marcela antes que cualquier otra cosa, así que le grité, alzando demasiado la voz, que salió de mi garganta aguda y aflautada:

—Sí, sí, Marcela, te lo juro por lo más sagrado

Una sonrisa iluminó su rostro nuevamente y sugirió:

—Fíjate bien, pero no hagas ningún comentario hasta el final, por favor

Guardó silencio unos instantes, desabrochó los botones que tanto esfuerzo me había costado abotonar, abrió la parte superior del uniforme y me mostró sus pechos. Era dueña de unos senos perfectos, oscuros, brillantes, enormes, redondos, apuntaban hacia mí unos pezones erectos y prominentes. Tenía un cuerpo macizo y dotado de hermosura, nunca había sospechado que bajo aquellos uniformes insípidos se ocultase un torso tan bello y sensual.

—Marcela, estaba buscando una diosa para una nueva religión... y acabo de elegirte —comenté extasiado ante su cuerpo

A continuación, sin mediar palabra, ella comenzó a subir la falda de su uniforme muy despacio, descubriendo en primer lugar los muslos morenos, fuertes y torneados que me habían hecho soñar; después aparecieron sus bragas, de resplandeciente raso negro adornadas con puntillas, incongruentemente lujosas bajo el uniforme de sirvienta. En un primer momento no me di cuenta, pero, enseguida supe cual era su secreto: un enorme abultamiento en la parte delantera solo podía estar escondiendo un pene en erección de tamaño monstruoso, y la mancha húmeda en la parte superior, indicaba a todas luces que la sesión de degustación de mi culo no le había dejado indiferente.

El auténtico elegido no tiene elección

Lo único que se me ocurrió fue:

— ¡Carajo! ¿Eres un tío?

—No, mi rey, soy una transexual; una transexual mulata. La señorita Marcela, ¿tú me has visto alguna vez como un hombre?—me preguntó ofendida.

Y la verdad es que ni siquiera en aquel momento, hipnotizado por el sorprendente perfil de su pollón bajo el raso de su ropa interior, era capaz de imaginármela como un hombre. Había algo en ella que nunca he podido definir y que me atraía hacia ella morbosamente. Me quedé quieto, sin saber que responder. Ella estaba enfrente de mí, a menos de un metro.

— ¿Quieres que te enseñe mi clítoris?—preguntó en tono insinuante.

Sentía una curiosidad irrefrenable, así que le respondí sin dudar:

—Sí, Marcela, me encantaría verlo

—Descúbrelo tú mismo... —me dijo mientras tomaba mi mano y la dirigía hacia sus bragas.

Si hasta aquel momento había creído que su miembro estaba en erección, me había equivocado, lo que sucedía era que, aún estando en reposo, era tan aparatoso que sus bragas no podían abarcarlo, tendía la tela hacia fuera hasta dejarla tirante, en la cintura deformaba las gomas elásticas que lo aprisionaban y se escapaba por los lados. Cuando puse la mano encima me sorprendieron dos cosas: primero, su calor, la tela ardía encima de su pene; segundo, su movimiento, en cuanto lo rocé con la yema de los dedos pude sentir como se movía, se enderezaba sin esfuerzo, apartaba la braguita y se asomaba al exterior. Tomé con los dedos el elástico de sus bragas y las bajé. Una manga gruesa y larga, del color del azabache se desenrolló delante de mis ojos atónitos, cayendo hasta la mitad del muslo.

— ¡Cógelo sin miedo! No te morderá—me sugirió — ¿Sabes cuál es el truco de los valientes? No demostrar nunca que tienen miedo

Lo tomé con la palma de la mano y lo levanté un poco. Era la primera vez que tenía en la mano el pene de un varón adulto. Lo que más me impresionó fue la cantidad de piel que sobraba en la punta de su falo, pensé que si utilizaba toda esa piel, como parecía normal, tendría que aumentar, por lo menos, diez centímetros más; que añadidos al descomunal tamaño en reposo, crearían un rabo espectacular. Su tamaño era sobrecogedor, pero su tacto aterciopelado y cálido era reconfortante. Percibí como se hinchaba en la palma de mi mano y comenzaba a enderezarse. El prepucio, una oscura flor de piel que coronaba aquella pieza extraordinaria, se retiraba suavemente por sí mismo, y tal y como el agua descubre la arena al retirarse la marea, apareció la superficie curvada y brillante del glande, dividido en su mitad por un profundo canal del que manaba una gota radiante del líquido del amor. Los dos permanecimos en silencio, sin mover voluntariamente un músculo mientras su polla completaba la erección, elevándose dulcemente, abandonando la superficie de mi mano fascinada e iniciando un vuelo que la conducía cada vez más alto. En menos de dos minutos superó la elevación de su ombligo y había adquirido tal grosor que no la podía abarcar con mi mano juvenil. Un torrente de gruesas venas ensortijadas hizo su aparición a medida que el miembro incrementaba su rigidez.

— ¿Quieres que te enseñe como tratarlo y apreciarlo?, príncipe mío—preguntó con voz dulce y rasposa Marcela.

La curiosidad me podía, así que respondí:

— ¡Sí! Enséñame

—Acerca tu cara muy despacio, y en primer lugar aspira su aroma y disfrútalo

Hice lo que me indicaba y percibí un aroma armonioso, flexible y suave. A medida que me acercaba, la fragancia se fue intensificando coloreándose con un fondo ahumado, sutil y delicado, al igual que aumentaba la percepción del calor cordial que irradiaba; era un aroma incomparable, masculino, a semental encendido por mi presencia.

— ¿Te parece apetecible, mi cielo?—preguntó en un suspiro, y sin esperar ninguna respuesta continuó indicándome:

—Tócalo suavemente con las yemas de los dedos

Apoyé mis dedos sobre la superficie ardiente, tenía un tacto sedoso, cálido y untoso, resbaladizo; y cuando dejaba patinar mis dedos por su superficie la sensación de solidez que percibía era la misma que si acariciase una columna de mármol pulido. Solo las abultadas venas sobresalían de la aquella perfección del color de la noche.

Avancé un paso, lo tomé con las dos manos y lo acerqué a mi cuerpo. Marcela era más alta que yo y estaba montada sobre zapatos con tacones, pero aún teniendo en cuenta estos detalles, su tamaño, tal como lo recuerdo, debía ser ciclópeo, me llegaba al pecho. Lo apoyé contra mi cuerpo y acaricié con mimo la lisura de su cara posterior, desde el nacimiento hasta el glande en el que una gruesa gota que parecía de pulido aceite surgió mansamente y comenzó a resbalar sobre mi piel. Sobre mi cabeza, Marcela suspiró y luego murmuró:

—Sigue así mi rey, con las dos manos como si acariciases un cirio en la iglesia

Y, una vez que lo hubo mencionado, comprendí que era la imagen que más se ajustaba a lo que tenía entre mis pequeñas manos: un enorme cirio pascual de piel morena, con su misma rigidez, el mismo tacto untuoso y cerúleo, las mismas enervaciones que rompían la superficie pulida y la misma sensación de calor vivificante al palparlo. Lo masturbé utilizando las dos manos, con toda la delicadeza de la que fui capaz. Era algo que había practicado en solitario hasta la extenuación y sabía perfectamente que es lo que ella esperaba de mí.

En su piel, en su respiración, en su sudoración y en aquel miembro viril se hacía notorio su estado de excitación. Las fornidas venas palpitaban de deseo al roce de mi dedo. Por momentos la hendidura del meato estaba más mojada y su deslumbrante glande desprendía más calor. Recogí su fluido lamiendo y hundiendo mi lengua en la diminuta rajita. Cuando levantaba la vista podía ver sus ojos cerrados, como se mordía el labio inferior en un gesto, que después supe que presagiaba la proximidad del clímax, mientras murmuraba:

—Príncipe mío, mi cielo, sigue... hazme muy feliz, mi rey

Cuando calló, un ligero temblor precedió a una explosión que salpicó mi cabeza, cara y pecho de semen caliente. Ella se aferró a mi cabeza con las dos manos y yo supe que no debía parar. Con los ojos cerrados para evitar los goterones que caían por mi frente, continué subiendo y bajando, ordeñando aquella fuente inagotable. Entonces comprendí que era la mancha que había aparecido en su uniforme cuando se había masturbado en la puerta del cuarto de baño de mis padres.

—Cariño, tú no escarmientas. Voy a tener que poner un túnel de lavado para limpiarte—me dijo entre risas

Yo aún no había abierto los ojos, cuando tomó una vez más la misma toalla húmeda con la que me había secado ya dos veces y me quitó la leche de la cabeza, la cara y el pecho. Me despidió diciendo, —Ponte el bañador y creo que lo mejor será que los dos nos vayamos a duchar, cada uno a su baño

Salí corriendo de su habitación, subí los escalones de dos en dos y me encerré en el cuarto de baño. Estaba muy confuso, no sabía que pensar, ¿me había vuelto maricón, o qué? Le había hecho una paja a una travestí mulata, negra motuda, piel de carbón, y me había gustado, y mucho. Marcela, aunque no era la mujer que yo había fantaseado, seguía atrayéndome. Si pensaba en lo que había sucedido, sentía un cosquilleo agradable reanimar mis genitales. ¿Qué era lo importante?, ¿qué fuese en un noventa por ciento mujer?, o ¿quizá, lo importante era ese diez por ciento sobrante?

Cuando después de la ducha bajé a la sala de estar, mi madre y mi hermana estaban allí, vaciando sus bolsas de playa. Ni siquiera me miraron cuando caminé por detrás de ellas y me fui corriendo a la cocina. En ella estaba Marcela preparando la comida. Vestía un uniforme limpio, y se había recogido el cabello en un moño alto. Cuando me vio, sonrió y me guiñó un ojo. No obstante, mientras caminaba hacia ella con la cabeza me hizo un gesto de negación. En ese momento se abrió la puerta y comprendí el porqué: entró mi madre impartiendo órdenes a diestro y siniestro.

El juez de la horca

Aquella tarde, como todas las tardes, estuve por ahí con mis amigos, cuando volví a casa el negro bigote de mi padre ya había llegado precediendo al resto de su persona.

— ¡Hombre! ¡Mira quien aparece por aquí! El gamberro de tu hijo—le dijo a mi madre que miraba al suelo con tristeza.

Mi padre puso cara de perro, se dirigió hacia mí y gritó— ¿Qué coño hiciste con las bragas de la señora Torrente?—al tiempo que me estampaba un sonoro bofetón en la cara

Durante unos segundos, mientras se apagaba el zumbido dentro de mi cabeza, no supe que responder, las palabras se habían quedado encalladas en algún pliegue extraño de mi cerebro, después recordé que me había cruzado con el padre de mi amigo al salir del cuarto de baño y no me hicieron falta unas grandes dotes deductivas para saber que había pasado.

— ¿No tenías suficiente con pringar las de tu hermana que nos tenía que poner en evidencia delante de nuestros amigos? —gritó con voz aflautada — ¿O es que pensabas que nadie se había dado cuenta? ¿Qué clase de demente eres?

La vergüenza se sumó al efecto de la bofetada. Sentía que la piel de mis mejillas ardía. A partir de aquella revelación no podría volver a mirar a mi hermana a la cara. Y lo peor de todo es que aquella bocazas probablemente se lo habría estado contando a todas sus amigas. Mientras mi padre seguía desgañitándose delante de mí, yo solo podía imaginar la dantesca escena de mi hermana y sus amigas, reunidas en aquelarre en su habitación riéndose de mi devoción por su ropa interior.

—Has defraudado la confianza que esa familia había puesto en ti. No podré volver a mirar a Torrente a la cara —siguió gritándome

Marcela, que al iniciarse la bronca intentaba cruzar con el sigilo de Belphegor, el fantasma del Louvre, asistía a la escena desde las escaleras. La noticia de mi afición a robar lencería para fines impuros parecía haber atraído su atención. Dejó en el suelo el cesto con ropa que transportaba, se sentó despreocupadamente en un escalón y se dispuso a asistir al resto del Juicio de Dios desde una posición de espectadora privilegiada

—A tu edad yo ya hacía tres años que salía con tu madre y no iba por ahí robando bragas —me informó a voz en cuello mi padre, no sé si para mi información o para que toda la familia pudiésemos comprobar la potencia de sus cuerdas vocales

—Pero ¿Qué cojones habremos hecho para que nos hayas salido así de inútil? —Preguntó retóricamente elevando la vista a las telarañas que medraban despreocupadamente entre las vigas — ¡Se necesita ser gilipollas para hacer eso en casa de Torrente! ¿Qué pasa, que te gustaba la señora o que te gustaban las braguitas? —continuó

Por un breve instante pensé en responder, pero intuí que esta última pregunta no esperaba ninguna contestación. Decidí guardar silencio y esperar que prosiguiese. Por una parte estaba intrigado sobre como iba a continuar el mostacho de mi padre aquel discurso, no tenía ni la menor idea de a dónde quería ir a parar, si es que aquellos ladridos seguían un curso lógico o si sencillamente quería dar rienda suelta a su rabia mal contenida

— ¿Pero, tú ya has estado con alguna mujer? —me preguntó

— ¡José María! ¡Pero qué cosas de preguntarle al niño! —protestó mi madre

—Yo a tu edad ya había estado con varias y ellas se peleaban por mí

—Pero, ¿Cuándo fue eso? José María, estás muy alterado, agua pasada no mueve molino. Deja en paz a tu hijo —intercedió por mí mi madre

—Te juro que no lo entiendo —dijo dirigiéndose a mi madre que, por el momento, se limitaba a musitar de forma inaudible al tiempo que sostenía un rosario entre las manos — ¡Mira lo que has conseguido con tus mimos! No solo es un vago y un inútil, sino que, además, se ha convertido en un pervertido

— ¡José María, ya está bien, a ver si ahora será culpa mía! —se apresuró a responder mi señora madre

—Tienes razón, Ana, perdóname. Pero a este idiota hay que enmendarlo ahora. Esto no puede seguir así, ya sabes que a mocedad ramera, vejez candelera, pero nosotros no podemos esperar a que sea viejo para que se centre. No voy a permitir que un hijo mío desperdicie su vida —continuó mi padre —Tú, lo que pasa es que tienes demasiado tiempo libre

El discurso comenzaba a tomar un nuevo rumbo que no sabía si me iba a convenir. El hervor en mi mejilla había disminuido, pero aún así procuraba mantener una distancia prudencial con el autor de mis días no fuera que en un arranque de teatralidad quisiese reforzar el ímpetu de sus palabras con un nuevo efecto sonoro utilizando mi cara como pandero

—Mañana mismo hablo con Cortés, que también es pucelano, para que vayas a trabajar con él. Porque cuando el diablo no tiene nada que hacer, con el rabo mata moscas —sentenció finalmente mi papá

El abominable Cortés, un brigada retirado, era dueño de una gasolinera a las afueras del pueblo y, junto con el teniente coronel Torrente y mi padre, constituían el Tercio de Valladolid. Su única actividad común era reunirse para beber vino de su tierra hasta perder el conocimiento.

El trabajo que me esperaba en la gasolinera de Cortés era agotador, empezaba a las siete de la mañana y acababa a las nueve de la noche. Durante todo el día, trabajando con un calor húmedo y viscoso, mis compañeros me machacaban los oídos con lo más florido del cancionero celtibérico de los setenta. Cuando llegaba a casa, buscaba a Marcela, pero a esa hora ya se había retirado a su habitación y no me parecía una buena idea ir a visitarla estando mi padre en casa.

Expedición a Canarias

El domingo, al abrir la puerta mi madre me comunicó con tristeza:

—Mañana nos vamos a ver al tío Federico que está destinado en Lanzarote. Tienen una casa en la playa y nos han invitado a pasar unos días con ellos

Se presentaba una horrible perspectiva. Conocía la casa en la playa, conocía al tío Federico, conocía a mi tía Aurora y conocía a mis primas. Se trataba de un páramo desierto junto al mar, continuamente batido por el viento. La playa no era tal, sino una masa de rocas que se hundía en el océano. La única arena que se veía por allí era la que el viento arrastraba continuamente. No había ningún vecino cerca donde volver a sentir que estábamos en el siglo XX. Solo entrar en aquella casa volvería a imaginar las siniestras salas de tortura de la Inquisición, dotadas de ruedas dentadas, artilugios quebrantahuesos, grilletes y demás mecanismos aterradores.

Unos días en aquel lugar para mí significaba únicamente un continuo rezar, desde la mañana hasta la noche, sin televisión ni radio, en la beata compañía de mi madre, mi tía y mis primas, mientras mi padre y mi tío desaparecían con el coche buscando algún lugar aún más solitario donde pescar. Años anteriores las únicas diversiones disponibles habían sido: o bien cazar escorpiones, y yo ya estaba un poco mayor para tal menester; o bien matarse a pajas a la salud de la señora Torrente. En cualquier caso, el futuro no era demasiado alentador.

— ¿A qué hora saldremos de aquí? — le pregunté yo sin demasiado interés

—No, tú no vendrás, te quedarás trabajando en la gasolinera de Cortés y estudiando para septiembre —me respondió con un hilo de voz

— ¿Aquí, yo solo en casa? —pregunté con fingida incredulidad. La situación mejoraba por momentos.

—No, Marcela se quedará contigo para cuidar la casa y hacerte la comida —se apresuró a asegurarme

—Pero, no lo entiendo, ¿Porque no puedo ir con vosotros?

—Es decisión de tu padre. Quien bien te quiere, te hará llorar. Dios sabe que le he intentado convencer, pero él no quiere oír hablar del tema. Dice que tú te quedas aquí y punto —me dijo mientras una lágrima resbalaba por su mejilla

Estuve a punto de ir corriendo a abrazar al tapón de mi progenitor para felicitarle por su mala leche, pero me contuve. Ya imaginaba lo que podrían ser los próximos días con toda la casa para Marcela y para mí. Intenté que mi cara se mantuviese tan hierática como la máscara de Tutankamón. Solo pregunté:

— Entonces ¿Cuándo os vais?

Ella me respondió —Esta madrugada, tu padre nos ha conseguido una plaza en un avión militar que sale a las seis, tendremos que levantarnos a las cuatro para llegar a tiempo al aeropuerto... ya pasaremos a despedirnos de ti

—Si marcháis tan temprano, creo que lo mejor será que nos vayamos todos a dormir. Hasta mañana, mamá.

Nadie es tan tonto como para no hacérselo de vez en cuando, así que, sin decir ni una palabra más, fui a mi habitación y me encerré. Si no hubiese estado tan cansado, hubiese brincado de alegría.

Desayuno sin diamantes

Por la mañana, después de oír como se cerraba la puerta de mis padres permanecí en la cama despierto, presa de una excitación incontrolable. Solo pensar en las cientos de posibles escenas que podría representar con Marcela mantenía una erección constante, potente y dolorosa. Cuando ya no puede resistir más mis nervios me levanté, me duché, bajé a la cocina y me senté, esperando que Marcela apareciese como siempre hacia las ocho, para preparar su propio desayuno. Pero, iba a sufrir una primera decepción, ella no apareció a su hora, ni una hora después, ni dos. Sobre la mesa de la cocina yacían los restos del temprano desayuno de mis padres en un confuso desorden. Me puse manos a la obra, recogí y fregué las tazas, platos, cubiertos y cacharros sucios que habían dejado como recuerdo.

A las diez y media ya me dolía el culo de estar allí sentado y me sabía de memoria la posición exacta de todos los cacharros en la cocina, pero, por fin, observé como se abría la puerta del cuarto junto a la cocina. Ella apareció solo con una camiseta y unas chanclas, el pelo ensortijado sin peinar y al verme, me dijo:

—Buenos días, pequeño señor, pensaba que todavía estarías durmiendo

—No podía dormir, tenías tantas ganas de verte que solo hacía que dar vueltas en la cama—le repuse

—Sí, claro, claro. Pero a ver si te aclaras., tú no querías verme a mí, lo que tú querías era ver mi culo... y todo lo demás, ¿no? ...

—Yo creo que te equivocas... —intenté responder

—Mira chico, las opiniones son como el agujero del culo, todos tenemos uno y creemos que el de los demás apesta... menos el mío, que huele a rosas —replicó riendo

Se quedó callada mirándome, yo tampoco supe que contestar. Ella se debió dar cuenta de que, a pesar de mi cuerpo, en el fondo estaba hablando únicamente con un chiquillo y continuó:

—Perdona, aún no me he despertado, espera un rato a que tome un café, desayune y me duche y continuamos la conversación

Me quedé sentado en el banco de la cocina viendo como ella comía y bebía sin decir palabra. Cuando se movía por la pieza, su miembro y sus testículos aparecían danzando por debajo de la camiseta, oscilando fláccidos entre las negras piernas del travestí. Los había imaginado una y otra vez, mientras me revolvía inquieto entre las sábanas, pero no de una forma tan familiar. Debo reconocer que vistos así perdían parte de sus características de obsesión erótica y me recordaban más a los colgantes atributos viriles de los toros de Osborne, símbolo racial de la masculinidad hispánica.

Una vez que hubo acabado, volvió a desaparecer en su cuarto durante media hora larga. Cuando volvió a salir lucía únicamente un body blanco. Me dijo:

—Ven, acompáñame, mi cuarto es una porquería, vamos al de tus padres

Pasó delante de mí y subió las escaleras.

El sabor amargo del cacao

El cuarto aún estaba por hacer. La ventana estaba abierta y una catarata de luz brillante entraba a través de ella. Desde el interior solo se podía ver un rectángulo deslumbrante de cielo azul. Las paredes blancas reflejaban la luz que se multiplicaba, cegando a quien entraba desde la penumbra de la escalera.

—Esta mañana te voy a enseñar a follar con la señorita Marcela. ¿Serás un buen alumno, o tendré que castigarte?

Por toda respuesta le besé en la mejilla.

—Mal, empezamos mal, a la señorita Marcela no le gustan estas cursilerías. Si quieres besarme algo, bésame el culo, ayer te lo besé yo a ti y, ¿a que te gustó?

La idea no fue de mi agrado.

—Marcela, no creo que me guste, me parece asqueroso

— ¿Qué te parece asqueroso? ¡Cómo se nota que no lo has probado nunca!—repuso ella—Ven, sitúate detrás de mí a los pies de la cama—, continuó, poniéndose a cuatro patas de través sobre el tálamo paterno, de tal forma que me ofrecía su culo en pompa.

— ¿Lo que ves te parece asqueroso?—me preguntó.

No tuve que meditar la respuesta ni un segundo:

—¡¡¡NO!!!

Ella tenía el dominio absoluto de la situación, en tono severo me ordenó que le lamiera el culo, poniéndolo a mi entera disposición.

—Pues ¿A qué esperas? —me instó

—Lo intentaré Marcela

—O lo haces, o no lo haces, pero no lo intentes –me respondió transmutándose en mi particular instructor Jedai y yo en un extraño émulo de Luke Skywalker

En primer plano veía sus nalgas oscuras, pulidas y brillantes entre las que atraía mi atención el blanco deslumbrante de sus braguitas tanga. La tira central se perdía, rodeada por los arabescos de blonda, entre los dos hemisferios, para volver a reaparecer más abajo cubriendo un enorme abultamiento que colgaba entre sus piernas. Estas eran dos columnas oscuras, lisas y bruñidas que se apoyaban sobre las sábanas, tras ellas podía adivinar el cuerpo de la señorita Marcela cuya cabeza descansaba sobre una almohada. No conseguía recordar como podía haber dicho que aquello podía ser "asqueroso". Apoyé mis manos en sus piernas, aproximé los labios a sus nalgas y deposité sobre ellas un beso delicado. Despedían un olor delicado de crema hidratante perfumada y su tacto era sedoso y cálido. Comencé a lamerlas tal y como recordaba que ella me había lamido a mí, muy despacio, en círculos lentos, partiendo del exterior y acercándome poco a poco al interior.

Tras cada círculo me apetecía más y más probar el sabor de su culo. Con los dedos separé el tanga descubriendo el suave cono volcánico completamente depilado. Rocé el extremo externo con la lengua y ella me respondió con un estremecimiento tan violento que pensé que iba a acabar en aquel mismo momento. Era curiosamente blando y su olor, al contrario de lo que había pensado, era excitante. Sentía curiosidad de ver como reaccionaba, así que tracé un círculo amplio, rodeando su perímetro. Marcela suspiró. Me dirigí al centro, situando la lengua como un punzón afilado y tanteé la posibilidad de penetrar a través del esfínter con ella. Éste cedió con facilidad, mi lengua se deslizó blandamente hacia el interior y escuché un gemido apagado:

—Así, mi cielo, hummm, que bueno, así me gusta

Animado por la respuesta y sabiendo que teníamos todo el tiempo para nosotros, jugueteé con mi lengua sobre su ano que tenía el sabor levemente amargo y la textura untuosa del cacao criollo y, humedecido por mi saliva, emanaba un aroma dulce a ciruelas pasas. Cuando aparté un momento mi cabeza, su negro miembro se había escapado de las bragas y colgaba enhiesto hasta medio muslo, su culo estaba completamente abierto, brillaba con mi saliva y palpitaba pausadamente. Mi pene, violentamente erecto, rezumaba un pequeño riachuelo. Lo apoyé encima de su ano y acabé de lubricarlo con mi flujo preseminal.

—Ahora, príncipe mío, ensalívate la minga—ordenó Marcela.

Cuando lo hube hecho, tomó mi miembro con su mano y lo apuntó contra su ano.

—Ahora, muy, muy despacio, ve entrando

Empecé a empujar, costaba más de lo que yo había pensado, teniendo en cuenta la facilidad con que anteriormente había entrado mi lengua. Ella comenzó a gemir en voz alta. Pensé que le había hecho daño y paré, pero, ella me ordenó

—No pares, no pares, mi rey. Me encanta lo que me estás haciendo

Haciendo servir sus largos brazos, pasó su mano por detrás de mis nalgas y me incitó a empujar. Así que continué penetrando en aquel hoyo celestial. En pocos segundos se relajó, se acomodó a mí y pude sentir como aspiraba mi miembro. El olor de su culo me llegó a las fosas nasales como un aroma afrodisíaco. Podía sentir la suavidad esponjosa y cálida de su recto abrazar mi pija. Empecé a moverme dentro de su cuerpo, tal y como se me había dicho: con mucha delicadeza. Percibía cómo su esfínter palpitaba, dilatándose y contrayéndose, dirigido por Marcela, lo que me hacía jadear sonoramente, tanto por el gusto que me daba como por el esfuerzo que tenía que hacer para no correrme en su recto. No obstante, por mucho que quiso hacerlo durar, en menos de un minuto me corrí salvajemente dentro de ella.

—Quédate ahí dentro, príncipe mío. No la saques todavía—me pidió

Entonces me di cuenta de que mientras yo la follaba, ella se había estado haciendo una paja. Los movimientos de su brazo hacían que sus testículos saltasen hacia atrás, golpeando los míos con violencia. Era una sensación muy agradable que duró muy poco tiempo. Marcela emitió un gemido más ronco al tiempo que su ano se convulsionaba y ella se desplomaba sobre la cama

Abriendo nuevas vías

Nos quedamos los dos tumbados sobre la cama, disfrutando del aire fresco de la mañana que aún entraba por la ventana, Marcela descansando sobre la cama y yo sobre ella. Entre mis piernas se dormía su miembro, vertiendo un riachuelo de semen sobre las sábanas que yo percibía como una humedad tibia y pegajosa. Me parecía maravilloso escuchar los latidos de su corazón con la cabeza apoyada en la espalda. Al cabo de unos minutos, ambos nos adormilamos en aquella posición.

Me despertó Marcela moviéndose debajo de mí.

—Mi rey, tendrás que moverte, se me ha dormido un brazo —oí que me decía.

Rodé sobre un costado y quedé tumbado boca arriba. El sol estaba muy alto, ya debía ser mediodía. Ella se puso en pie y se quitó el "body" y las braguitas que aún llevaba puestas. Así completamente desnuda, me miró, sonrió y propuso:

—Ahora te voy a enseñar algo nuevo. Puede que al principio te duela un poco, mi cielo. Pero, tú debes aguantar y hacer exactamente lo que yo te diga

Se arrodilló a mis pies, me tomó de las piernas y las levantó. Me besó los muslos con mucha delicadeza, después su boca se apoderó de mis testículos y me enseñó el placer que se puede sentir cuando son chupados por una boca maestra como la suya. Si se refería a esa nueva sensación, no entendía como a alguien podía dolerle. A continuación se entretuvo en mis ingles, de ahí, levantando un poco más mis piernas, descendió a mis nalgas. Su lengua caracoleó sobre ellas, haciéndome sentir el deseo de que se besase mi ano. Sin embargo, ella demoraba una y otra vez la aproximación. Cuando, por fin, se decidió, me hizo gemir de placer. Yo podía sentir como mi esfínter anal se abría por su propia voluntad, tragándose su lengua, un apéndice líquido, ardiente y dúctil que serpenteaba dentro de mí.

Ella intentaba abrir más mis piernas, para facilitar su manipulación, hasta el punto que yo mismo tomé mis tobillos y tiré de ellos hacia atrás. Tenía el ano completamente abierto y empapado de su saliva. Marcela apoyó el dedo índice y con facilidad lo introdujo hasta el fondo. Con este dedo empezó un movimiento de mete-saca lento. En una de las extracciones apoyó un segundo dedo y con mucha suavidad intentó meter los dos a la vez. Aquello dolía y subconscientemente, cerré mi ano.

—Relájate mi rey, déjalos entrar, si aflojas la musculatura del ano es mucho más fácil—me aconsejó.

Intenté hacerle caso y, efectivamente, al cabo de muy poco tiempo, los dos dedos entraban y salían con tanta suavidad como antes lo había hecho el índice en solitario.

A continuación fue al cuarto de baño de mis padres y volvió con un bote de crema hidratante de mi madre. Se volvió a arrodillar a mis pies y volvió a lamerme una vez más el culo. Después de los dedos, la lengua parecía más blanda, pequeña y líquida que antes. Paró, y sentí el frescor de la crema aplicada, después volvió a empezar, primero con el índice y luego con dos dedos. Esta vez no hubo ninguna sensación de dolor. Puso más crema y, muy despacio, añadió un tercer dedo. Nuevamente, sentí un leve dolor inicial, que desapareció cuando me relajé. Después, mientras me follaba con la mano, acercó su boca y volvió a comerse mis huevos con la misma maestría de antes. Todas aquellas sensaciones nuevas para mí, me habían hecho perder el sentido del tiempo y la realidad. Para mí no existía nada más que mis genitales y mi ano. Todos mis sentidos estaban concentrados en ellos.

Finalmente, añadió un cuarto dedo y más crema. Esta vez no dolió nada, únicamente una leve sensación de escozor y pude sentir sus dedos moviéndose dentro de mí. Cuando los tuvo todos dentro, comenzó un masaje circular increíblemente placentero, acompañado de caricias sobre mi vientre. Sentí como en mi interior se iniciaba un fuego lento semejante y, al mismo tiempo, diferente a lo que había sentido cuando era yo quien follaba a Marcela. No lo hice de forma consciente, pero me escuché a mí mismo decir:

—Fóllame, cariño, hazme tuya

Ella sonrió, extrajo su mano de dentro de mí con suavidad. Tomo su miembro completamente erecto lo untó con la crema de mi madre con parsimonia, me lo enseñó y dijo:

— ¿Es con esto que quieres que te folle, príncipe mío?

—Sí, métemelo todo dentro... ahora

Marcela, se retiró, apoyó su miembro contra la entrada de mi ano y acercó su cara a la mía.

—Cariño, ahora relájate o te va a doler... bésame—me dijo, al tiempo que sentí su lengua deslizarse dentro de mi boca.

La besé e hice todo lo posible por no hacer ninguna presión con mi esfínter anal. Sentí como ella apretaba y como su picha empezaba a deslizarse a través de mi culo. Al principio no dolió nada, después sentí un ardor insoportable, como si una barra de hierro al rojo vivo se clavase en mí. La cornada de aquel toro azabache se hundía en mi cuerpo desgarrándome por dentro

—Aguanta un poco, mi vida, ya está dentro... deja que tu cuerpo se acostumbre. Sé que duele, pero después gozarás como nunca—me susurraba

—Torito, torito bravo, me estás matando —susurré sin poder apartar de mi imaginación el símil de taurino aquel cuerpo broncíneo que me estaba empalando

— ¿Qué has dicho? —me preguntó mirándome a los ojos

—Nada, una gilipollez. Tú sigue, no pares ahora. ¡O Dios, como duele! —contesté

Intenté hacerle caso, apreté los dientes y no pensar en ello. Marcela no se movió durante un rato, después empezó a moverse muy, muy, muy despacio. Sentí como se deslizaba con facilidad y, efectivamente, no dolía, o si dolía, era un dolor placentero. Cuando llegó al final y sentí su vello púbico contra mis testículos, pude notar como mi vientre se abultaba hacia fuera empujado por su miembro descomunal. Continuó moviéndose durante largo rato sin aumentar la intensidad. Yo comencé a gozar de aquello. Anhelaba poder sentir el calor de su semen deslizándose dentro de mi recto, pero ella no parecía tener prisa. Le grité:

— ¡Córrete ya, cabrona, que quiero sentir tu leche en mi culo! ¡Venga, Marcela, descarga de una vez!

Hasta que, finalmente, cuando ella aceleró y se corrió en mis entrañas, sentí un orgasmo completo, como nunca hasta entonces había sentido. Todo mi cuerpo participó del incendio que partiendo de mi vientre se propagó por mis muslos, mis piernas, mi pecho, mis hombros y mis brazos. Una ola de placer incontenible que me impedía respirar y me hizo perder el mundo de vista. Cuando me recuperé, sentí mi propia leche corriendo sobre mi vientre, deslizándose hacia la cama

Marcela, cuando dejó de eyacular, se derrumbó boca arriba a mi lado sobre la cama, con todo, su pitón azabache permanecía duro, latiendo contra el aire denso y quieto de la habitación donde flotaban las notas de una canción de entraba por la ventana abierta. Entre mis piernas sentía palpitar cálidamente mi ano.

Tributo a Roquefort

Durante el resto de la mañana estuve holgazaneando y finalmente, mientras ella preparaba la comida, fui a excusarme en el lavado de coches. Aduje que había tenido fiebre todo la mañana y que aquel día no podría trabajar, debería guardar cama, lo que, al fin y al cabo, no era una mentira completa.

Tras la comida, mientras mirábamos la televisión en el frescor de la sala de estar, me estuve fijando en los pies de Marcela que llevaba enfundados en altos y brillantes zapatos de tacón blanco. Con despreocupación juvenil, la polla se me puso dura al contemplarlos con detenimiento, sentía la necesidad de besar todos y cada uno de los dedos morenos que veía asomar. Sin sentir ninguna vergüenza, caí de rodillas ante ella y, mirando fijamente sus pies, le dije:

—Marcela, eres mi diosa, quiero que sepas que adoro tus pies. Admiro su forma y su fuerza, su color, su textura, su aroma y quiero probar su sabor. Y desde hace media hora, se me ha puesto dura solo de pensar en que podré besarlos.

—Si los pruebas, morirás y si te mueres te habrás perdido una parte muy importante de tu vida ¿Estás seguro de lo que vas a hacer? —me respondió entre risas.

A continuación alzó con distinción uno de ellos y lo colocó delante de mi cara. Sentir uno de esos adorables pies encima de mí me hizo temblar de placer. No me lo pensé dos veces, lo cogí con delicadeza, acerqué mi nariz bajo sus dedos y aspiré profundamente

— ¡Qué fragancia más excitante! —exclamé

— ¡Cada vez estás más pirado! ¿No notas que he estado trabajando todo el día y no me duchado aún? —me respondió ella

Efectivamente, después de nuestro revolcón había llevado los zapatos puestos toda la mañana y sus pies ya tenían un aroma enérgico y profundo y, sin embargo, nada desagradable. Mi excitación creció y empecé a lamer lentamente la planta de su pie. Era muy suave, tibia y algo húmeda de sudor. Paladeé su exquisito sabor salino que terminó por volverme loco de entusiasmo. Miré a Marcela y le dije:

— ¿Puedo continuar? ¿Te molesta?

—No, la verdad es que lo estás haciendo muy bien. Continúa, a ver a donde nos lleva esto

Al comprobar que ella consentía la situación, introduje la punta de su pie en mi boca todo lo que pude y empecé a chupar. Saboreé cada uno de sus dedos y lamí con ganas entre ellos para descubrir todo su sabor. Besé, toqué, acaricié, lamí y chupé su pie con auténtico fervor, casi con desesperación. Apresé su otro pie he hice lo mismo. Estuve alternando los besos, las relamidas y las chupadas de un pie al otro.

Luego se me ocurrió una idea extraña: empecé a masturbarme con sus pies. Ese contacto con las plantas ensalivadas me puso a cien. Nunca en mi vida he disfrutado tanto como en aquella ocasión. Quizás porque era la primera vez que podía lamer los pies de una "chica", quizás por el hecho de que Marcela hubiese descubierto otro de mis deseos ocultos, o tal vez por la excitante fragancia y el delicioso sabor que tenían sus pies. El caso es que estuve a punto de correrme en el bañador.

— ¿Te va a venir ya? –me preguntó al ver mi cara congestionada

—Sí, me he puesto a mil. Tus pies son la hostia de interesantes —respondí con voz entrecortada

—Tome asiento en el sofá, por favor, señor, y disfrutemos los dos —dijo con una reverencia

Marcela me hizo volver a sentar en el sofá y, sin decir palabra, se puso de rodillas entre mis piernas y me bajó con decisión el traje de baño, mi pollita juguetona brincó fuera con alegría; ella la aferró con su mano curtida, empezó a subir y bajar la piel lentamente mientras que con la otra mano mimaba mis pelotas. Aproximó su boca perezosamente y empezó a chupármela, en primer lugar, el glande, al que dedicó especial atención, para más tarde desplazar la lengua a lo largo del tronco mientras no dejaba de masturbarme lánguidamente.

Puso sus gruesos y húmedos labios alrededor de mi polla y fue abriéndolos muy lentamente mientras se la iba introduciendo mansamente. Podía sentir nuevamente el calor acuoso de su boca y, tan solo empezar, ya estaba a punto de eyacular, me resultaba muy difícil aguantar más pero quería esperar, le dije que se detuviera un momento que había llegado mi turno

—Hace mucho calor para ir tan vestida —comentó secándose el sudor de la frente

Se levantó y se fue desnudando hasta que quedó solo con unas preciosas braguitas de color rosa que tampoco conseguían encerrar su enorme manguera morena

—Creo que mi hermanito también está sudando —dijo contemplándose el miembro que tiraba del elástico dejando un hueco entre la prenda y su cintura

Guiñándome un ojo y moviendo sensualmente las caderas, se las quitó y vi como se desplomaba pesadamente toda la longitud de su tubo tostado. Marcela escupió en su mano y cerrando los ojos empezó a masturbarse para que se le pusiera dura. Era una imagen deliciosa, pero le supliqué:

—Para un rato, Marcela, no seas egoísta, déjame disfrutar de tu pollón. No sabes el hambre que me está entrando de verla ahí sola en el mundo

Fui entonces yo quien se puso de rodillas entre sus piernas y tenía a escasos centímetros de mí la primera manga que había saboreado. Acerqué mi mano, la agarré y sentí su tibieza cuando aún estaba flácida. Empecé a jugar con ella, sacudiéndola lentamente para que se pusiera erecta, quería volver a sentir aquella tranca gorda, robusta, cálida, rígida, musculada y cubierta de venas en mi mano y en mi boca.

Escuché el ronroneo grave de su voz.

—Acariciame los huevos, cielo, están deseando que los mimen– me dijo

Así que siguiendo sus instrucciones empecé a masajearle las pelotas, con delicadeza condujo mi mano hacia atrás, dirigiéndola hacia su culo. Cuando llegué a éste, su pitón pareció reaccionar como dotado de un resorte, calmosamente se fue hinchando dentro de mi mano, hasta que finalmente no pude abarcarlo con una única mano y tuve que tomarla con las dos. No perdía detalle de como aquel cañón ciclópeo crecía ante mis ojos atónitos. El musculoso cuerpo de Marcela, rematado en semejante apéndice, me hizo pensar en la briosa estampa de un toro cornalón plantado en el centro de la plaza. Ella me ordenó:

–Chúpate el dedito y follame con él, mi rey

Yo obedecí, me ensalivé el dedo y lo sepulté en la fragante oscuridad del ano mulato. Entró con facilidad, no tuve que realizar ninguna presión especial. Después empecé un mete y saca constante, no muy rápido pero sin parar.

Sabía que había llegado el momento que había esperado desde que nos habíamos sentado a ver la televisión: una gotita resplandeciente afloró en el orificio de su polla y no lo dude, lo recogí con mi lengua, rozando apenas la cima de su oscura tubería, lo degusté y su sabor excitante hizo que perdiera la cabeza. Ya no había vuelta atrás, saqué mi lengua de nuevo y tomé contacto con su ardiente columna de carne, recorrí cada milímetro de su glande con mi lengua. Su aroma masculino inundaba mis fosas nasales. Abrí mi boca un poco más e introduje la esfera brillante de su enorme glande en mi boca mientras paseaba dos dedos por su culo.

Empecé a subir y bajar mi cabeza a lo largo de toda su polla hasta que se clavaba en el fondo de mi garganta y no podía abrir más la boca. Ella acompañaba mis subidas y bajadas con movimientos rítmicos de su pelvis, lo cual hacía que su taladro colosal entrara cada vez más dentro, al principio la intenté frenar, pero me di cuenta que era imposible. Cambié de posición para facilitar la penetración. Me agarró con sus manos con fuerza del pelo y empezó a controlar el ritmo de mi mamada.

—Lo estás haciendo muy bien, príncipe mío —me decía entre suspiros —continúa, no pares, sigue así, que ahora mismo voy a follarte. ... Vas a ser mía. ... Quiero destrozarte el culito, desgarrártelo con mi clítoris. ¡O Dios, qué rico me lo estás haciendo!

Aquello me espoleó aún más y a ella también, porque cada vez que yo bajaba la cabeza, Marcela me enterraba su tubería hasta que mi boca no daba más de sí. Entraba tan adentro que mis labios quedaban a menos de un palmo de su vello púbico y yo sentía que me ahogaba con su pilastra colmándome la cavidad bucal, sin dejar un resquicio por donde pudiese pasar el aire.

Su voz resonó con fuerza en la sala de estar:

—Continúa así, mi pequeño putito, me la estás chupando como los mismos ángeles —se dirigía de nuevo a mí entre suspiros —me corro. ... ¡O Dios mío! ... ¡O sí! ... Me voy a correr dentro tu boca y quiero que te lo tragues todo. ... ¡Me viene! ... ¡Virgen Santa, me viene!

Yo estaba electrizado por la excitación y no me percaté de lo que estaba a punto de ocurrir: Marcela se iba a correr dentro de mi boca. No había pensado que pudiese suceder y ya no tuve tiempo para hacerlo, un volcán de leche hirviente empezó a manar. El primer chorro golpeó con fuerza mi paladar. Era espeso, abundante y cálido, y me llegó con una fuerte palpitación de todo el tenso miembro que aprisionaban mis labios. Me lo tragué sin saborearlo únicamente intentaba sobrevivir.

Marcela gimió de placer y por instinto empujó aún más arriba sus caderas, en un vano intento por entrar a fondo, para que mi boca deseante abarcara un poco más de la extensión de su dilatado miembro. A pesar de mis golosos esfuerzos, a pesar de mi chupar ensalivándolo durante más de media hora, sólo me cabía apenas algo más de la negra cabeza, grande como un melocotón jugoso y terso como la piel de un ángel. El segundo chorro y los sucesivos quedaron en mi boca y los fui bebiendo con deleite, paladeando el sabor a almendras que se derramaba con blanquísima abundancia, mientras notaba como ella disminuía el ímpetu de sus envites contra mi boca y su mástil monstruoso iba menguando y ablandándose mansamente.

Mamá, soy una Barbie

Pensé que se sentaría relajada a mi lado, sin embargo, presa de excitación me dijo

—Ven cariño, la próxima vez, seremos dos lesbianas follando. ¡Acompáñame!

Me tomó de la mano y me llevó al cuarto de mi hermana. Abrió el armario y empezó a sacar ropa, seleccionándola.

—Pero, Marcela, esta ropa es demasiado atrevida —protesté al ver lo que iba escogiendo

—Si, pero también es muy cómoda. Tú no te preocupes, haz caso de la señorita Marcela, verá como al final te va a gustar.

—Bueno Marcela, quizá tengas razón, prefiero no pasar calor ¡Estoy sudando como una cerda!

Ella me pasó unas braguitas que le habían gustado, un sujetador a juego y un vestido de tirantes.

— ¿Te gustan, papaíto? —me preguntó

—Son preciosas, la ropa de chicos no se hace con telas tan delicadas como esta —le respondí

— ¿Qué número de zapatos calzas?

—Llevo una talla 44 —comenté horrorizado, pensando en lo doloroso que sería caminar con unos zapatos de tacón siete tallas menores

—Creo que los zapatos de tu hermana no nos van a servir. Yo utilizo el mismo número, te dejaré los zapatos de reina del baile de la señorita Marcela ¡No me los rompas!

Fue a su cuarto y volvió unos zapatos rojos preciosos. Me volvió a coger de la mano y me sentó frente al tocador. Allí me hizo poner la ropa que me había dado. El contacto de la ropa interior femenina, siendo únicamente tela, era increíblemente excitante, nuevamente vino a mi el recuerdo de las bragas de la madre de Alejo, la señora Torrente. Aunque éstas me quedaban, quizá, algo más justas, sentía como los huevos escapaban por los laterales, pero no pude verlo, porque Marcela, entre risas, me ayudó a ponerme el vestido y me sentó delante del espejo.

—Ahora, mi niña, te voy a enseñar a maquillarte para que parezcas una princesa —comentó para sí misma

Me pidió que cerrase los ojos y que no los volviese a abrir hasta que me lo ordenase. Se entretuvo conmigo más de una hora. Noté cómo me pintaba un poco los párpados, la raya y me perfilaba los labios de algún color. Después percibí cómo añadía un poco de colorete. Todo el tiempo pude sentir su respiración muy cerca y, solo de vez en cuando, me daba alguna orden:

—Enséñame los labios... levanta la frente... gira la cabeza hacia este lado... Ahora quédate aquí sentadita que voy a buscar una cosita a mi cuarto

Oí el taconeo de sus pasos alejándose y al volver, al cabo de unos instantes, sentí como intentaba encajarme una peluca. Cuando acabó, dijo:

—Ahora abre los ojos

Al hacerlo no me vi reflejado a mí mismo en el espejo, sino una rubia platino espectacular. Me había puesto una de las pelucas de mi madre y mi cara había cambiado por completo. Mis ojos lucían como nunca antes lo habían hecho, sombreados con maestría y ocultos tras unas pestañas largas y rizadas. Mi cutis se veía perfecto y los labios brillaban con un tono malva increíblemente llamativo. Ensayé la sonrisa y la mirada provocativas de la señora Torrente, y el resultado fue inmejorable. Era la madre de mi amigo la que me sonreía desde el otro lado del espejo, aunque con un algo menos de recauchutado. Marcela estaba detrás de mí y sonreía al ver mi reacción ante mi propia imagen.

—Para finalizar, voy a hacerte un pequeño préstamo, tienes que estar completa —me dijo

Tras lo cual, sacó el relleno de su sujetador y me lo colocó dentro del mío. La personita que me miraba desde el otro lado del espejo era una de las chicas más sensuales y atractivas que hubiese visto nunca. Hice unas cuantas poses e intenté verme desde varios puntos de vista para asegurarme de que todo fuese tan perfecto como parecía.

—Intenta caminar... —me ordenó

Lo hice y pude darme cuenta de que caminar sobre zapatos de tacón es más difícil de lo que parece, cuando no me torcía los tobillos, mi imagen en el espejo reflejaba un marchar torpe y desmañado, carente de cualquier tipo de gracia.

—Mira, si quieres ser una chica con "glamour", tienes que hacerlo así

Tras decir esto, me enseñó a colocar un pie delante de otro, a pisar de forma suave y apropiada, a mantener la espalda y la cabeza erguidas. Después de un rato de practicar, mi forma de andar había mejorado ostensiblemente, pero me dolían los tobillos.

— ¡Sígueme! —me conminó

Un paseo al atardecer

Me tomó de la mano y fuimos hasta su cuarto, allí cogió su bolso, las llaves y cual no sería mi sorpresa cuando me vi en la calle. Creí que moriría de vergüenza, era la peor hora posible, el sol se acababa de poner en el mar y de todas las puertas podía ver gente arreglada saliendo a dar el habitual paseo antes de la cena.

—Querida, estás tan sexy que cuando salgas a la calle todos los machos querrán poseerte cientos de veces hasta que chorree esperma del agujerito de tu culo —comentó con una media sonrisa que no acabé de entender

Marcela se dirigió decidida hacia el paseo y yo fui detrás. No habíamos andado más de doscientos metros cuando nos tropezamos con mis amigos. Era inevitable, aquel pueblo era demasiado pequeño. Aparté la vista, esperando escuchar sus burlas, ya era demasiado tarde para esconderse o retroceder. En ese momento, me sentí ridícula, la minifalda me hacía sentirme desnuda y podía notar el aire fresco acariciando mis nalgas, era como si tuviese el culo al aire. Encaramado en los zapatos de tacón creí que iba a perder el equilibrio en cualquier momento. Sin embargo, escuché la voz de uno de ellos:

— ¿Os habéis fijado que tía más buena va con Marcela? Parece la hermana pequeña de Susana Estrada, pero ésta está más buena todavía

— ¡Guapa, dime cómo te llamas y te pido para Reyes! —coreó otro de los muchachos en voz alta

Y, aunque no me atrevía a mirarlos, pude sentir sus ojos mirándome de arriba abajo. El corazón me dio un vuelco, apreté la mano de Marcela, que me miró, guiñándome un ojo, mientras una sonrisa de complicidad iluminaba su rostro.

— ¡Estás tan buena que te comería con ropa y todo! Aunque me pasara luego un mes cagando trapos —escuché que me gritaba un poeta romántico desde el grupo que habíamos dejado atrás

La suave brisa nos traía el olor de los árboles en flor y el mar cercano. El cielo crepuscular era de un azul intenso y nosotras dos éramos las reinas de la alameda, el centro de todas las miradas. ¡Cómo hubiese deseado que aquella atardecer no acabase nunca!

Nos sentamos en una terraza. Me sentía incómoda, me parecía que cualquiera podría verme las bragas y descubrir el paquete que escondía detrás. Instintivamente me senté con las piernas muy pegadas y estiré hacia debajo de la falda. Marcela me dijo:

—Mi niña, si quieres que los hombres te miren, tienes que ofrecerles algo

Yo, sin embargo, no estaba muy seguro de que quisiese que me mirase ningún hombre. No obstante, me relajé, me senté más cómoda y empecé a disfrutar de la nueva experiencia. Pedimos un par de copas de vino blanco y escuché como Marcela me contaba como había llegado a servir en nuestra casa. Era una historia muy larga, ella tenía mucha gracia relatando sus aventuras, el vino fresco y afrutado entraba sin ningún esfuerzo y al cabo de una hora de estar allí sentadas me percaté de que una pareja extranjera que teníamos delante no apartaba la vista de nuestra mesa. La mujer era una pelirroja preciosa, recuerdo como sus ojos de esmeralda, curiosos y sonrientes, saltaban de mis piernas a mi cara y nuevamente a mis piernas. Me cayó muy simpática, le guiñé un ojo y separé las piernas para que pudiese ver el tesoro que tenía escondido. Sonrió y le comentó algo a su marido. Marcela, dándose cuenta de lo que estaba pasando, me dijo:

—Reina mía, estás llamando la atención y en un pueblo tan pequeño no es una buena idea, creo que el vino se te ha subido a la cabeza, es mejor que nos vayamos a casa. Tenemos que acabar lo que hemos empezado

Pagó, nos levantamos con menos equilibrio del esperado y andando deshicimos el camino hasta la casa de mis padres. En el camino de vuelta, me sentía completamente distinta a la chica que había empezado la salida nocturna, me sentía una zorrita caliente y provocadora, que bajo la minúscula falda y en la mirada lasciva llevaba escrito con luces de neón: ¡Quiero ser follada! Al pasar por delante de la puerta trasera de un restaurante, un cocinero que había salido a respirar algo de aire fresco, me lanzo un requiebro bastante soez, pero que a mí, en aquel momento, me pareció precioso:

— ¡Me gustaría que fueses un pollo para meterte el palo por el culo y hacerte sudar!

Regreso al hogar

Por fin llegamos y al entrar, Marcela me dijo que para completar mi feminización tenía que depilarme completamente. No me lo había planteado antes, pero aquello me pareció una buena idea. Fuimos a su cuarto, me desnudé y me tumbé en la cama siguiendo sus indicaciones. Gracias a las copas de vino helado, sentía un sopor agradable y la colcha de algodón sobre la que estaba estirada era fresca y blanda, así que me encontraba flotando en las nubes. Marcela me susurró:

— ¡Mi pequeña Infanta, estate tranquila y déjate llevar!

Se retiró un momento y a continuación empezó a pasar una máquina de afeitar eléctrica a lo largo de mis piernas. Resultaba agradable, así que cerré los ojos y me relajé. La máquina avanzaba a buen ritmo, así que pronto abandonó las piernas y pasó a afeitar el vientre. Seguidamente me pidió que levantara los brazos y se concentró en el vello de las axilas. Antes de que me diera cuenta, ya estaba podando la pelusa del pubis. Notaba la maquinilla haciendo presión sobre éste, suavemente, delicadamente, de forma sensual. Apreciaba perfectamente el recorrido de la maquinilla, de modo que podía calcular el grado de afeitado que ya había recibido y sabía que ya no debía quedar nada o casi nada. Sin embargo el artefacto seguía rasurando, con delicadeza, siguiendo largos recorridos que terminaban golpeando con sutileza mi pene.

De vez en cuando, el calor de su mano morena acariciaba sin querer mi sexo. Noté que, poco a poco, de forma inexorable, mi pene abandonaba su estado de letargo para convertirse en una verdadera tranca con ganas de presentar armas.

La cabeza me daba vueltas, cerré los ojos y me dejé hacer. Empecé a sentir las pasadas de una brocha caliente, húmeda y llena de espeso jabón. Eran como si una lengua cálida, húmeda, flexible recorriera mi piel. Marcela embadurnó todo el pubis, las ingles, los testículos... y debajo de estos. En su recorrido iba y volvía de las ingles al pubis, del pubis a los huevos y de nuevo hacia el pubis. Aquello era un verdadero placer. La brocha me estaba poniendo muy caliente y me puse a fantasear con que era una lengua que recorría mis pliegues más secretos, mi sexo, mi culo... Salí de mi ensoñación cuando escuché la voz de Marcela que me decía:

— ¡Ahora me gustas, así es como quiero verte...! Desinhibida, relajada, disfrutando... Eso es..., así..., así...

Había un olor extraño en la habitación, no desagradable, simplemente no habitual. Yo no le presté más atención y, mientras ella me hablaba, yo apreciaba cómo ya no me embadurnaba con la brocha, sino que recorría mi cuerpo con sus manos llenas de jabón, extendiendo la crema por el vientre, por el pecho... ¡Marcela me estaba haciendo sentir mi cuerpo por centímetros, con verdadera intensidad! Me había puesto tan caliente que deseaba en esos momentos que me agarrara la polla y me hiciera una buena paja, que me la mamara hasta hacerme aullar de gusto, que metiera sus dedos enjabonados en mi culito, a fondo, con energía... o mejor aún, que me metiera por el culo su manguera y me poseyera en aquella postura. ¡Bueno, estaba teniendo todas las fantasías del mundo!

Pero Marcela no me hizo nada de eso, se detuvo a tiempo, antes de que yo se lo suplicara. Al cabo de un momento, noté que me ardía la pierna derecha. Luego sentí un fuerte tirón. ¡Me estaban depilando con cera! ¡Dios como dolía! Ahora era la derecha. Otra vez la izquierda. Ahora eran los muslos. Aquello ordalía se me estaba haciendo insufrible. No podía contener los gemidos de dolor. Jamás había imaginado que la depilación a la cera fuera tan dolorosa. Y cierto es que las mujeres velludas no me gustaban. Es más, me parecían aborrecibles. Aquellas piernas llenas de cerdas, aquellos pubis que parecen felpudos... Le tocaba el turno ahora a la parte interior del muslo. No pude ahogar un grito de dolor.

Tambores de guerra

Cuando acabó me ordenó que me diese la vuelta y abriese las piernas. En ese momento, había desaparecido cualquier recuerdo que podía tener de la sensación de felicidad que había apreciado al principio. Me sentía dolida y humillada, sin embargo, la sensación en lugar de desagradarme me estaba excitando. Mi miembro se clavaba afilado y duro como un aguijón contra el colchón mientras sentía como esparcía la cera caliente por la parte posterior de las piernas, mis nalgas y alrededor del ano. Aún recuerdo las lágrimas que se me escaparon cuando retiró la última tira de cera. Marcela me pidió que no me moviese, la escuché revolver en su armario y durante un tiempo no supe que estaba haciendo. Sentía una tremenda curiosidad y al mismo tiempo una enorme excitación, la experiencia de los ritos satánicos de la depilación me estaba gustando.

Tumbada boca abajo, escuché de nuevo su voz profunda exclamaba:

— ¡Qué deliciosas nalgas! Son redondas y carnosas, tiernas, colosales y sublimes. Azotarlas será un vicio, tus nalgas son una perfecta obra de arte

Sentí una primera palmada suave contra mi culo. Ella no retiró la mano sino que masajeando la posadera castigada me separó los cachetes. La otra mano cayó con más fuerza en el otro hemisferio. Me escoció un poco más, pero ya esperaba ansiosa el siguiente. Marcela fue aumentando paulatinamente la intensidad de su castigo, al tiempo que mi dolor y mi excitación iban en aumento. Siendo apaleada de aquella manera me abandoné totalmente, olvidando cualquier cosa que no fueran las sensaciones táctiles más poderosas, sin pensar en nada más. En mi pene dolorosamente erecto, rozado contra la colcha de algodón, un volcán de semen amenazaba con salir. No me contuve, el siguiente guantazo restalló sonoramente, sentí como se incendiaba mi popa al tiempo que me derramaba sin control, aullando como una demente.

—Ya me dolían las manos, pero parece que te ha gustado. ¿No? ¡Ojalá pudieras verte con esa cara de loca satisfecha...! Tu mirada muestra cualquier cosa menos inocencia —dijo Marcela —Ahora me gustaría que me lo hicieses tú a mí... Pero, espera un momento, será mucho mejor si me atas. Encontrarás unas ligaduras en el cajón inferior de mi armario, debajo de las sábanas hay una caja, ábrela y encontrarás dentro el material

Dicho esto, se desnudó, me hizo levantar y se tumbó boca abajo en la cama, sobre mi corrida, en la misma posición en la que yo había estado unos segundos antes. Abrí el armario, tal y como me había indicado y saqué la caja, que era más grande de lo que había imaginado. Allí dentro había todo el material de sadomasoquismo que más tarde he aprendido a utilizar: cuerdas, arneses, collares, esposas, ropa interior de cuero y látex, consoladores de varios tamaños, bolas anales, un látigo, una palmeta, mordazas, un par de barras espaciadoras... todo un arsenal. Tomé las ligaduras que me había indicado y le até los brazos, de tal forma que pudiese moverlos un poco, las piernas en cambio forcé que estuviesen exageradamente abiertas, de tal forma que podía ver sus abultados genitales.

Me vestí con parte de la ropa que había encontrado en la caja, dejando a Marcela inmovilizada en la cama mientras me probaba algunas de sus prendas. Cuando estuve satisfecha con mi apariencia tome la palmeta y apliqué a Marcela el mismo trato que ella me había dado a mí, con la diferencia de que sus testículos también recibieron parte del vapuleo.

La carga de la Brigada Ligera

La desaté, pero únicamente para darle la vuelta y volver a ligarla boca arriba. Sin embargo, cuando tuve delante su polla empalmada, como un enorme misil negro apuntando al cielo cambié de idea, me unté yo misma el culito con crema; poco a poco, porque de otra forma era impensable, me senté sobre ella hasta que sus huevos tocaron mis nalgas, entonces cabalgué sobre ella, primero al ritmo de trote, después de galope y finalmente en una montada furibunda y desmadejada; interpreté sobre el cuerpo indefenso de nuestra sirvienta la carga de la Brigada Ligera en el lecho conyugal de mis progenitores.

Aprovechando que tenía las manos atadas y no podía defenderse, mientras me la follaba moviendo las caderas, me dediqué a estirar sus pezones, lo que parecía excitarla cada vez más. Su pene se enderezaba y crecía cada vez más dentro de mi culo, bajé mis manos, agarré mis nalgas y las abrí para sentirla tan adentro como pudiera. Cuando me levantaba, las apretaba con fuerza aprisionando su enorme miembro. La repetición continua de este movimiento la excitó más, si cabe. Marcela me desafió, aullando como un chacal:

— ¡Espero que cuando te corras se te levante de nuevo, cabrón, porque te voy a dejar seco!

Finalmente, fui yo la que hice que se corriera dentro de mí, pero estaba tan cansada que solo pude desatarla y acostarme junta a ella.

Acabamos las dos tumbadas y acariciándonos, de nuevo mimé la polla que me acababa de poseer.

— ¿Estás confuso, no? —Me preguntó Marcela mirándome a los ojos con su ojo desviado —Estos últimos días tu vida ha dado un giro que no esperabas

— ¿Y tú? ¿Tú estás confusa?

—No, en absoluto lo tengo todo muy claro, solo que entre tú y yo las cosas ahora son un poco diferentes —me respondió —Yo soy una romántica y me gustan las chicas puras, pero tú ya está algo usada —dijo entre risas

—Bueno, pues deberías estarlo, ya que estás equivocada sobre eso de que las cosas son diferentes, porque no son lo mismo. Las cosas son diferentes de una manera diferente. Tú todavía eres la misma, yo sólo he sido un loco... Pero ahora, no

— ¿Qué dices?

—Con tal de que yo sea diferente no pienses que... Bueno, las cosas quizás podrían ser lo mismo otra vez... Sólo un poco diferentes, ¿eh? —Respondí finalmente, demostrando que efectivamente, estaba muy confundido.

Después de ese día, y durante toda la semana, Marcela y yo follábamos día y noche, cuantas veces podíamos y en los lugares y posturas más increíbles, hasta que mis padres volvieron. Al cabo de unas pocas semanas, Marcela se despidió de nosotros, dijo que se trasladaba a Barcelona porque había encontrado un trabajo que le satisfacía más y ya no volví a saber nada más de ella hasta al cabo de muchos años, un día que iba a volver al cuartel durante mi servicio militar.