miprimita.com

Iñaki y Andrea

en Erotismo y Amor

Iñaki y Andrea: sacado de otro foro…

Vagaban juntos por la isla, sin embargo, Andrea sentía que una extraña reserva se desarrollaba en su interior, la cual no le permitía amarlo. Cuando estaba con él se dejaba llevar por su voz, sus neuronas, sus caricias, su ser. Pero cuando se hallaban separados, se preguntaba a sí misma que era lo que veía en aquel hombre. Él había llegado a amarla profundamente, pero a ella le atraían más los sentimientos de él que el hombre mismo. Su ternura la hacía sentirse más apreciada, más femenina que nunca. Sin embargo, aun cuando él empezó a escribir versos para ella o tejer guirnaldas de flores para su cabello, ella no podía mostrar una pasión que igualara la de él.

Esa mañana, al romper el alba en mil colores, se paró en la playa y lo despidió agitando la mano. Una vez que él se fue, le extrañaba, pero no lo bastante como para desear que regresara. Se preguntaba íntimamente si alguna vez estaría casi enamorada, siempre para sentir un mar poco profundo entre su corazón y el de otro como la media luz que viene de la luna formada.

Durante algunas noches, se recluyó en sus habitaciones. Durante el día salía a caminar a la playa encerrada en sus pensamientos, no sabía como se sentía, era como si todos sus sentidos estuvieran embotados. Se mudo a la pequeña choza junto al mar que él le había construido, para que no se sintiera tan sola en la enorme mansión.

Gradualmente al paso de los días, fue sintiendo que todo su cuerpo respondía a esta isla como un capullo que se abre. Su piel se volvió rosada y luego dorada, su cabello parecía crecer de la noche a la mañana y le caía como cascada por la espalda, en ondas resplandecientes. Sus músculos se alargaron y sus caderas adquirieron un vaivén de caminar en la arena. Se ponía flores en el cabello, arracadas de oro en las orejas y usaba su corsé para sostener el techo de paja y hacer sombra.

El sol hacía que todo creciera más rápido en las islas. Las flores brotaban, florecían y morían en su día. La fruta maduraba mientras ella extendía la mano para alcanzarla. Y sin embargo, la isla tenía un ritmo lento y pausado. Como no había estaciones que trazar, el tiempo tenía poco significado y un día se fundía en el siguiente. Andrea sentía como si hubiera transcurrido una década desde que viera a sus padres o danzado en un baile de Mérida.

Una tarde, mientras se ponía el sol, dormitaba a la sombra de una palmera altísima. El aire estaba refrescando y ella despertó, levantándose perezosamente. A la distancia vislumbró un poderoso balandro que rodeaba la isla. Decidió dirigirse a la bahía y al acercarse vio que un gran grupo estaba ya formándose a lo largo del muelle. Picada por la curiosidad apresuró el paso y fue en busca de su amiga Alida. Mientras observaba, flotaron banderas negras al ser izadas en el mástil.

- ¿Qué demonios está pasando?
- Es Barbanegra –rió Alida.

Volvió corriendo a la cabaña para vestirse y escogió el vestido que él había dicho que hacía que sus ojos se volvieran de un verde brillante. Al acercarse a la taberna se dio cuenta de que la mayor parte del ruido venía de la playa, frente a la vieja construcción de piedra. Una banda de piratas estaba agolpada en la arena dividiendo el botín de un viaje largo y provechoso.

El negocio había terminado ahora y las mujeres de la aldea se agolparon para unirse al regocijo, compartir el ron gratis y bailar al compás de la música. Andrea se acercó a la orilla de la playa; por un momento nadie reparó en ella. Las fogatas hacían resplandecer su rostro, y su cabello que le caía sobre los hombros parecía una llama que lamiera su piel.

Alida se acercó a ella rápidamente, jalándola a la orilla del grupo.

- ¡Barbanegra ha traído la mitad de la riqueza de las Indias! ¡Ven y escoge una chuchería para ti! –Se volvió hacia el grupo de hombres que escarbaban en los cofres rebosantes de oro, plata y sedas-. Ella es la mujer del Trueno del Mar, muchachos. Si la tratan con ligereza, ¡mi propio hombre les meterá las orejas en la cabeza a golpes!

Del lado opuesto del grupo, resonó una voz grave:

- La dama es bienvenida, Alida, yo mismo responderé por su seguridad.

El hombre caminó a zancadas entre la chusma que se apartó para dejarlo pasar, ávida de volver a su celebración. Andrea miró acercarse al hombre, preguntándose por que Alida se quedaba obstinadamente a su lado. Él avanzó con osadía, se quitó majestuoso el sombrero y la tomó de la mano. Sus ojos buscaron los de ella a la luz de la fogata. Ella sintió un rubor que se encendía en alguna parte dentro de su cuerpo y le inundaba el rostro. Se sintió contenta de que el resplandor del fuego ocultara sus mejillas ardientes.

Iñaki sobresalía del resto de la tripulación como un barco de tres palos en una bahía. Era alto y sin barba, y su cabello oscuro colgaba hasta los hombros en ondas enmarañadas. De alguna manera se veía elegante y diferente al mismo tiempo. Su estilo de vestir lo distinguía de los demás capitanes piratas: desdeñaba las sedas y los terciopelos y prefería el algodón recién lavado y suelto. Andrea sintió, más que ver, que su pecho era enorme, cubierto de vello, ondeado de músculos. Su principal adorno era un enorme alfanje incrustado de rubíes y esmeraldas a lo largo de la empuñadura, atado a una bandolera en la cintura. Ella no vio desfachatez ni sensualidad arrogante en su mirada, y sin embargo sintió que estaba completamente desnuda frente a él. Ofendida de pronto, retiró su mano.

- Alida, te agradezco tu bienvenida. Estoy segura de que puedo defenderme sola.

Su amiga la miró cautelosamente y volvió al lado de su hombre. En el centro del gentío, los músicos empezaron a tocar, y las mujeres se echaron a cantar y a balancearse mientras los hombres bailaban zapateando al compás de los tambores y los violines. Las antorchas flameaban con violencia en el viento cálido. Las mujeres de los burdeles hicieron rápidamente parejas con los piratas, bailaban y gritaban y luego se tambaleaban hacia los palmares, recargados uno en otro, borrachos de ron y de la fragante brisa de la noche.

Andrea e Iñaki se quedaron de pie observando a los bailadores, cada uno envuelto en pensamientos separados. Por el rabillo del ojo, ella lo vio llevarse la mano al bolsillo de los pantalones. Antes de que ella pudiera reaccionar, él estaba metiendo la mano lentamente bajo su cabello enrollando una magnifica sarta de perlas alrededor de su cuello, rozando suave su garganta con los dedos. Se tensó al sentirlo, pero sus labios sonrieron como por voluntad propia.

- He navegado por medio mundo buscando una mujer cuya belleza igualara a éstas. Son propiedad del mar. –Sus ojos la devoraban mientras murmuraba-: por favor, acéptelas con mis cumplidos.

Ella miró la sarta de cuentas que colgaba entre sus pechos y la levantó hacia la luz… perlas, pulidas y lustrosas, resplandeciendo con fuego a la luz de las antorchas. La piel de ella se veía opalescente bajo ellas, más suave al tacto.

- Capitán Iñaki, me deja sin aliento su generosidad… pero me preguntó: ¿tiene la costumbre de otorgar hermosos regalos a perfectas extrañas?
- Pertenecen a mujeres como usted –rió burlón-. Y no pediré nada en pago… que usted no diera voluntariamente. –Sus ojos reían y sus labios parecían tentadores.
- Yo pertenezco a otro, señor.

Se sorprendió a sí misma de la dificultad con que salía de su boca esta aceptación.

- ¿Pertenece a otro ahora? Usted parece una mujer que nunca pertenece a ningún hombre. Nadie podría jamás ser dueño de una belleza tal. Igual que un hombre no podría ser dueño del mar, aunque pudiera alegar que tiene derecho a una o dos caletas preferidas.

Andrea rió a pesar de su tensión.

- Tiene usted mucho ingenio, señor, para ser solamente un capitán pirata.
- Recientemente hecho capitán, señora. Y por tanto, todavía no estoy hastiado de la gran belleza. Además, no es ingenio, es la verdad.

Le tomó otra vez la mano suavemente y la llevó de su brazo mientras la conducía hacia la música. Pero ella se detuvo a la orilla del grupo y retiro su mano. Todo estaba ocurriendo con demasiada facilidad, demasiado aprisa. Si bailo ahora con él será un acto de aceptación para todos los que observen, que soy presa fácil, pensó. Sin el Trueno del Mar… únicamente una mujer sola.

- Por favor, capitán. Le agradezco su regalo, pero no puedo cambalachar mi reputación por él.

Iñaki la miró resueltamente y pareció captar lo que ella quería decir.

- Puedo esperar, señora. Hay que tener paciencia para obtener las mejores recompensas.

Se volvió con una risita y la dejó allí sola, a la orilla de la fogata.

Un día se fundía en otro, y Andrea estableció para sí una vida sosegada… de oleaje y días soleados. Se bañaba en caletas solitarias, nadando desnuda en el agua cálida. Se trepó dentro de un enorme caparazón de tortuga que usaba como canoa y se acurrucó para secarse al sol, dejando que las pequeñas olas la mecieran hasta que se adormeció. Desde una gran distancia oyó que gritaban su nombre una y otra vez.

Se asomó sobre el borde del caparazón y vio a Iñaki parado en la orilla del agua. Desde la posición ventajosa en que él estaba, ella dudó que pudiera verle gran cosa, pero al instante se dio cuenta de que no había otro lugar donde pudiera esconderse más que en el agua. Empujando el caparazón hacia delante, se sumergió por un lado a las verdes profundidades, de espaldas a él. El agua la envolvió mientras la descubría clara, hermosamente desnuda. Iñaki con largas zancadas de gato, caminó hasta el extremo del bando de coral y le sonrió.

- Buenos días, señora. La encontré.

Se quitó el sombrero y miró hacia un punto bajo del cuello femenino.

- ¿Cómo?

Andrea se sentía incómoda, pero también sabía que debía parecer que estaba en gran ventaja. No sintió verdadera vergüenza por la exhibición que hacía.

- En realidad, la seguí. Una buena caminata, debo decir, bajo este sol. –Bajó los ojos unos centímetros más-. Pero valió la pena.

Ella volvió a sonrojarse, buscando con los pies un punto de apoyo en la arena. Miró a su alrededor; estaban completamente solos.

- Bueno, podría ser un caballero y dejarme a mi placer, señor. No puedo salir y cubrirme con usted aquí.
- Soy un caballero, pero no soy ningún tonto. No le robaría su placer; sólo quiero compartirlo.

Con eso y una risa osada, se quitó rápidamente la ropa y se clavó limpiamente en el agua.

Se movió tan aprisa que Andrea sólo echó una rápida mirada a unos lomos morenos y duros y brazos musculosos, antes de que el agua salpicara sobre su cabeza; él salió a la superficie junto a ella, sin tocarla pero cerca. Se sacudió el agua de la cara como un enorme perro de aguas y se rió en la cara sorprendida de ella. Ahora, ella se dio cuenta de lo clara que era el agua al ver las fuertes piernas de él agitándose en la misma. Él se acercó y le puso un brazo alrededor de la cintura, tirando de su cuerpo hacia sí.

Ella sintió su mano en la cintura; las piernas masculinas rozaron las suyas. Tuvo que poner la mano en el hombro de él para mantenerse a flote. De alguna manera no pudo reunir la indignación que deseaba sentir. Pero era difícil enojarse mientras flotaba en el agua asida por un hombre como éste.

Iñaki esperó, acariciando con su mano la delicada cintura, mirándola a los ojos. Su boca la traicionó y sonrió involuntariamente. Bajo los ojos en silencio. Él la atrajo más, con el vientre pegado al de ella; los pies de ambos encontraron la arena. Andrea sintió su dureza contra sus muslos cuando él inclinó su cabeza para besarla. Fue un beso largo, hambriento, demandante, que le reclamaba entrega total y al mismo tiempo le daba una ternura que ella jamás había sentido.

Después a la orilla del mar, ella yacía en sus brazos, enredando sus besos en el negro cabello masculino. Había perdido su propósito de castidad bajo las olas, aun antes de que él la sacara cargada del mar a la arena, presionando su cuerpo contra el suyo. El cuerpo de Iñaki se sentía duro y exigente sobre el suyo y, sin embargo, extrañamente familiar, íntimamente parte de su sangre y su vigor.

La acostó sobre la suave arena -con el agua lamiendo sus cuerpos-, se puso a horcajadas, con ella en medio de sus piernas y le detuvo las manos sobre la cabeza mientras le llenaba el cuello y los hombros de ardientes besos, alternados con pequeñas mordidas y suaves lengüetazos; absorbiendo su olor, alentando su deseo. Al llegar a los pechos, se entretuvo jugando con cada uno de ellos, con paciencia y ahínco hasta escuchar los primeros gemidos de ella.

Levantando su cuerpo sobre ella, oscilo encima, apenas rozando su piel sensualmente con la suya, moviéndose arriba y abajo suave, mansamente, ligero como la brisa del océano… hasta que ella ya no pudo soportar su contacto, y soltando sus manos lo abrazó, gimiendo extasiada, pasándole la lengua por la sal de la cara, hasta la cálida oscuridad de su boca.

Iñaki se separo de ella para girarse, quedando los sexos opuestos a sus caras. Con delicadeza separo las piernas de Andrea para degustar la flor de su deseo. Recorrió con su boca los húmedos pétalos, deteniéndose a penetrar ambos orificios con su hábil lengua que no daba tregua.

Entre gemidos y suspiros, Andrea se deleitaba pasando su lengua en todo lo largo de la virilidad de Iñaki, apenas tocando la piel, acariciando el glande, mordiendo suavemente, para después volver a rozar con los labios, se lo comió completo, lo saboreo con fruición y ansia.

Se amaban al mismo ritmo, sin prisas, aumentando y disminuyendo el mutuo placer. Al llegar el orgasmo, Andrea sintió que su mente se fundía con la de él, lo sintió moverse dentro de su corazón, de su alma, como si fueran un solo ser.

Iñaki se levanto con suavidad para girarse nuevamente, la abrazo bañándola de besos. La penetro con un solo movimiento, murmurando, musitando, gimiendo durante su placer, apremiándola, sin dejar una sola vez que su mente se apartara de ella. En verdad, amándola sólo a ella cada instante, sintiéndola sólo a ella con cada tocamiento. Sintió una tremenda oleada de ternura, cariño y necesidad, que la recorría dulcemente, y supo que nunca podría dejarlo ir. Estallaron juntos, arqueados los cuerpos, vibrando al unísono.

Después se tendieron uno junto al otro, asidos de la mano, calmándose gradualmente los latidos de sus corazones. Andrea estaba física y emocionalmente atormentada por sus sentimientos. Iñaki le dio mucho más que placer sexual, ella había sentido algo más, algo nuevo, algo espléndido y poderoso que estaba más allá de las palabras que conocía para describirlo. Había en él una ternura, que la hacía sentirse totalmente segura… y sin embargo, completamente libre de ser ella misma. Y con su ternura, no existía debilidad. A diferencia de su anterior amante, le pareció que era en esta ocasión valía la pena entregarse por completo. Confiar en él.

Ahora la brisa refrescó sus cuerpos mientras yacían entrelazados. Ella volvió al presente para oírlo decir:

- Dios mío, Andy. Eres tan ardiente como hermosa. ¿No hay ningún placer que no conozcas?
- Muchos –respondió ella arrastrando las palabras perezosamente-. Pero soy joven todavía.
- Me gustas. El mundo es ancho y tengo intenciones de tener alguna parte como mía. Te pido que la compartas conmigo.

Ella le acarició el cuello, con los ojos lejanos, recordando viejos sueños.

- Estoy lista para dejar esta isla.
- ¡Excelente! ¡Te llevaré a Santo Domingo donde tengo tierras y una casa digna de una reina!

De pronto, ella se puso dura con antigua decisión.

- Juro que me asfixiaría hasta morir bajo otro techo. Estoy cansada de que me dejen atrás en la playa mientras todo el mundo gira.

Él abrió los ojos con terror fingido.

- ¡Ajá! ¡La fiera muestra las garras! Ya me habían platicado que eras una proscrita nacida para el pecado. –La observó mientras le acariciaba el pecho hábilmente-. Pues entonces… ¿qué dices a una vida en el mar conmigo? Y tu único techo será el cielo abierto.

Andrea contuvo el aliento en la garganta. Por primera vez consideró realmente su sueño recóndito desde un lugar práctico de su mente. En el mar. Ir de isla en isla, tomando botín a voluntad, libre de sus padres, de la sociedad, de cualquier restricción, libre del calor de la isla, probar diferentes vientos cada mañana y ver distintas estrellas cada noche. Envolvió sus piernas alrededor de él y se apretó a su cuerpo provocativamente.

- Un ofrecimiento tentador, capitán. Lo pensaré –ronroneó.
- Piénsalo –murmuró él bajándose hacia ella, una vez más duro y anhelante-. Sí. Hazlo. Espero ansiosamente