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El que acaricia en el umbral

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El que acaricia en el umbral

Notaba como mi cuerpo se iba encrespando, mi vello se erizaba, una sensación de placer y relajación mezclado con una extraña pasión, un deseo de llegar y no poder alcanzar me hacían que mis propias manos y piernas intentaran aprehender a aquel espécimen.

 

Siempre me han gustado los cuentos de terror, obviamente también los de sexo, pero no se porque he leído más relatos de horror y pánico que de erotismo y pasión carnal. Es lógico cuando llevaba a casa libros de vampiros y brujas en mi juventud, mis padres solo esbozaban una sonrisa de condescendencia, sin embargo ni se me ocurría hojear en público las 120 jornadas de Sodoma. Paradojas de la vida, de lo que nos rodea apenas podemos enterarnos y de lo que nos es ajeno y fantástico tenemos todo tipo de prolijas descripciones.

Bueno, como os decía, me gustaban los relatos fantásticos y cuando me fui de la casa de mis mayores, a disfrutar de mi pretenciosa recién adquirida independencia, los primeros libros que embale y llevé a la nueva residencia fueron mis numerosas novelillas y narraciones pobladas de seres arcanos, bichos feos, hombres torturados y muertos escandalosos y persistentes.

Allí se apilaban en el pequeño salón-comedor-pocilga, cajas y más cajas de libros, revistas científicas, fotocopias y compactos. El portátil era lo único que estaba rodeado de una cierta aura de limpieza, y aún así una bandada de bolígrafos y lápices amenazaba su integridad territorial. Tenia que poner en orden todo aquello, las chicas somos ordenadas, los hombres no, eso dicen los estereotipos. Me puse a la tarea, ir abriendo cajas e ir pensando donde lo iba a poner, sacaba libros, pasaba las hojas, recordaba momentos y los iba dejando en el suelo a mi alrededor. Obviamente caí en la cuenta, de que no tenía estanterías, muy propio, se nota que soy chica. Joder, tendré que llamar a mi padre para ir con su coche a Ikea a comprar alguna baratita, menudo plan, pero bueno, con un poco de suerte hasta la pagaba él.

Derrumbada en el sofá, eso si que tenía, un asqueroso sofá, que venia incluido en el alquiler del apartamento y que había cubierto con una bonita tela estampada, me di rápidamente por vencida. Me puse a leer para relajarme esos cuentos de terror que no había leído desde la adolescencia, pero que siempre me acompañaban. Me gustan en especial los cuentos de seres primigenios y arcanos, los relatos de Lovecraft y sus colegas. Las novelas góticas me parecen un poco aburridas, los vampiros presuntuosos, los hombres lobos unos ingenuos, y Frankenstein un infeliz trasnochado, con sus tornillitos en plan piercing. Prefiero ver como una persona en su presunto uso de la razón se va viendo sumergida en circunstancias que ponen en entredicho su juicio, y como una hostil naturaleza le va envolviendo.

Sumida estaba en la búsqueda de aquellos relatos que más me habían impresionado cuando entre los libros, me tope, o más bien me encontró, uno que no recordaba haber comprado. Era de un formato mediano, más grande que los habitúales, parecía ser un facsímile de un incunable, hojas pardas, encuadernado con tapas de cartón ondulado y caracteres tipográficos curiosos y un latín hostil para una ignorante como era yo. Tenía, y por eso lo debí adquirir en su época, ya os digo que ni me acordaba de su existencia, unos preciosos dibujos, un poco toscos pero enormemente expresivos. Reflejaban esas arcanas criaturas, las innombrables bestias que Lovecraft siempre quería no describir y sin embargo nos mostraba con un encanto pánico.

Estaba embelesada con el hallazgo, poniendo cara y cuerpo, por decir algo, a lo que tantas veces había imaginado, un pequeño crujido me sobresalto, provenía de la terraza. El cuchitril que he alquilado es muy pequeño, pero tiene una hermosa terraza, por eso lo alquile, para poner plantas, tomar el sol en bolas y fumarme toda la contaminación de Madrid, con la sierra al fondo, acompañada de un buen peta.

El crujido insistente y repetitivo hizo que abandonara la lectura y me levantará a ver que había en el umbral de la puerta que daba a la terraza. Abrí la puerta, una bocanada de aire de la noche me agarro las carnes, además yo había salido tan contenta en calcetines, bragas y camiseta, y el invierno se acercaba a marchas forzadas. No parecía haber nada suelto en las jambas o en el dintel, pero el ruidito por allí estaba. La sensación de una presencia extraña me recorrió la espalda, desde el culo hasta la nuca, o tal vez desde la nuca hasta el culo, pero me recorrió algo.

Allí estaba una forma, un ente oscuro, aunque ello era lógico pues no había instalado todavía ninguna luz en el balcón. No tuve miedo, aquello no era el típico violador, o el habilidoso ladrón escalador de paredes, aquello era unos de mis primigenios, y me estaba tocando. Su tacto era calido y con una de sus probóscides, vamos a llamarlos así, me estaba acariciando los muslos. No sabía si empezar a chillar como una posesa, pero la sensación de tibieza con la que me rozaba me tranquilizó. Exhalaba un cierto tufillo, como a mar mezclado con aromas acres, sería un monstruo pero era del genero masculino, era indudable, ya se podría lavar un poco mejor.

Suavemente me fue empujando, a la vez que me sujetaba en su ser hacía el interior de la vivienda, mi espalda, mi nuca, las pantorrillas, mi vientre, todo estaba siendo suave pero de forma constate estimulado por aquella presencia. Cuando entramos y caímos en el oportuno sofá, el feo sofá cubierto de bonita tela, cerré los ojos, me daba miedo descubrir que aquella ignominiosa presencia fuera repugnante o vomitiva, a pesar de ello aún tuve tiempo de vislumbrar una forma azulada, extrañamente similar a algunos de los esbozos de aquel ignoto libro.

Suave pero inexorablemente todos mis orificios fueron recorridos por hábiles dígitos que exploraban cada comisura de mis mucosas. Las mismas manos o lo que fuese subieron y descendieron por los valles, colinas, montañas y llanuras de mi piel. Notaba como mi cuerpo se iba encrespando, mi vello se erizaba, una sensación de placer y relajación mezclado con una extraña pasión, un deseo de llegar y no poder alcanzar me hacían que mis propias manos y piernas intentaran aprehender a aquel espécimen. Lo intentaba acercar hacia mi, que me penetrara, que me llenará. Un ruido de borboteos y resoplidos emitidos por mi profanador me hacían entender su resistencia. El me daba pero no quería entregarse, no quería vaciarse en mí. Percibía como su esencia se quedaba en las puertas, en los pliegues de mi vulva, rozándome y excitando mi clítoris pero como temeroso de entrar en aquella sima ardiente. No se cuanto tiempo estuvimos así, con este juego del toma y daca, de la excitación y paso atrás. Pudieron ser cinco segundos o dos horas, no se, aquello era bastante extraño, extraño pero agradable.

Al final la insistencia tuvo su fruto, se derramo en mi interior, un largo bufido de mi amante acompaño a nuestros orgasmos extraña, feliz y paradójicamente coincidentes. Un ruido de pilas de libros derrumbándose sirvió de telón de fondo y abrupto fin a nuestra pasión.

Abrí los ojos, nadie había allí, solo libros caídos, cajas, y mis bragas empapadas, Joder, que sueño había tenido, me había corrido como hacía tiempo que no lo había hecho. Me levanté, cerré la puerta de la terraza, a lo lejos se oía una jauría de perros, ladrando y aullando de una extraña manera para ser chuchos de ciudad. La gente cada vez abandona más perros en las calles, serán cabrones….

El libro de los dibujillos no lo encuentro, rebuscó en el revoltijo, a lo mejor era parte del sueño, bueno, hay que ponerse en marcha, que va a venir Juan, un amiguete, le he invitado a cenar y si se da la feliz circunstancia a lo mejor acabamos en la cama.

Me ducho, estoy sudada, el obsceno sueño me ha dejado hecha unos zorros, bueno casi me sentía una zorra, que bien se lo hacía el bicho ese, como se metía en mi. Me enchufo la ducha en la entrepierna, y me introduzco los dedillos, así, poco a poco, me chupo los dedos, un extraño sabor acre y agridulce me ha sobresaltado, en mis dedos una sustancia viscosa medio desteñida por acción de la ducha pero de un innegable color azulado me devuelve a mi supuesto sueño. Salgo de la ducha, llamó a Juan, excusa apresurada, desconvocó la cena, cualquier comparación hoy puede ser odiosa. Salgo apresurada a la terraza, vestida solo con mi albornoz, el cual irrita mis pezones enhiestos por el onírico recuerdo, tengo que cambiar de suavizante.

Mis ojos intentan discernir en la oscuridad, pero solo veo las familiares luces del barrio, de la ciudad, pero aún me queda el recuerdo de su olor y de su tacto, aún se escuchan los lejanos aullidos de los enloquecidos canes. He descubierto mi error, mi engaño, Azatoth, el baboso dios caótico, ha venido a por aquel libro prohibido que los humanos no debemos conocer, me ha engañado y mientras satisfacía mis pasiones me ha sustraído la perniciosa publicación. Luego se ha marchado acompañado de la triunfal y salvaje algarabía de los perros de Tíndalo, guardianes del escondido umbral. Azatoth vuelve, yo te seré fiel, nadie como tú me ha tocado.