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La cazadora

en No Consentido

La cazadora estaba hambrienta. Y cuando la cazadora tenía hambre, un escalofrío recorría las calles y parques, pues allí se reunían en manadas sus presas favoritas. Las únicas que pueden satisfacer su apetito sexual.

La cazadora es joven. Podría pasar entre los corderos sin levantar sospechas ni preocupar a las pastoras que cuidan los rebaños. Esa es su habilidad y la sabe aprovechar en su favor. Es una depredadora que sabe aguardar al momento oportuno.

Esa tarde la cazadora está ansiosa. Las medias de licra negra se le ajustan a las piernas contorneando su silueta. Un escueto vestido y algo de maquillaje camuflan su deseo. De fondo la música la incita a danzar en éxtasis. Está preparada para la caza.

En la calle sopla el aire de los ausentes. Se mueve por las aceras y los escaparates le devuelven su imagen aniñada. Su fuego interno se reconforta. Nada puede impedir su propósito oculto tras esa máscara.

Se cruza con muchos lobos que se le insinúan. No le interesa y los deja atrás. Tiene la facultad de oler sus rastros y los rastros de sus compañeras. Demasiados olerse en una misma piel. Prefiere las pieles nuevas.

Tras un rato llega a su coto favorito de caza. Allí los dulces corderos corretean alegres en un recinto cerrado. Sin perderlos de vista están las pastoras. Parecen ausentes, hablando entre ellas, pero en realidad no pierden detalle de nada de lo que pasa y siempre están atentas.

Pero la cazadora es hábil. Se mezcla entre los corderos y las pastoras y no llama la atención. Para las pastoras es una más y no la molestan. Simplemente aguarda.

Y aguarda.

Y al final de la espera, cuando el sol comienza su lento declinar, las pastoras reúnen a los miembros de sus rebaños y se marchan. Cada una se preocupa de unos pocos e ignora al resto. Las pastoras son muy confiadas en ese sentido y hacen asociaciones erróneas sobre la propiedad de los corderos. Una ventaja añadida para la cazadora.

Las pastoras se han marchado con sus corderos y en el coto sólo han quedado dos piezas que parecen ir por libre. La paciencia de la cazadora vuelve a compensarla una vez más, pues siempre quedan corderos sin pastoras en los jardines.

Se acerca a ellos con precaución. Son dos jóvenes e imprudentes corderitos que juegan en un rincón del campo de arena. La miran llegar y le sonríen. Ellas les devuelve la sonrisa y les regala golosinas. La cazadora sabe que para cazar las piezas primero hay que atraerlas con pequeños regalos.

Cuando los corderos ya no sienten temor por la desconocida, entonces es la hora de atacar. La cazadora simplemente los coge y los lleva a un rincón apartado de la vista de los lobos. A un sitio donde los corderos no han estado nunca, más allá del recinto cerrado. Bien camuflado hay un lecho en el suelo creado a base de hierba aplastada, parece hecho a propósito. Allí se tumba la cazadora mostrando sus intenciones. Pero sus intenciones son aún demasiado complejas para los corderos que no las entienden aún. Eso la excita más.

Coloca nuevos caramelos sobre su vientre, ahora desnudo. El roce de las manos suaves de los corderos sobre su piel cuando los atrapan la vuelven loca de deseo y quiere más. La cazadora les insinúa nuevos rincones de su cuerpo donde atrapar más golosinas.

Los corderos se dejan guiar bien. Los conduce por los rincones estudiados de su anatomía y, cuando lo cree conveniente, cede su lecho a los jóvenes corderos. Ahora es su turno. La hora de la cazadora es llegada.

Los desnuda con cuidado liberando sus pieles de la carga artificial. Luego los tumba en el lecho y coloca golosinas sobre ellos. Se relame de placer al tiempo que su lengua recorre las pieles blancas de los corderos que ríen inocentes. Su confianza alcanza el nivel máximo y entonces la cazadora decide ir más allá.

Con precaución desciende por el vientre de uno de los corderos hasta alcanzar su objetivo. La carne blanca del cordero cuelga flácida pero reacciona instintivamente cuando la lengua de la cazadora pasa por allí. El cordero se inquiera pero ella lo tranquiliza levantando la cabeza y sonriéndole. Todo está bien. Luego hace lo propio con el otro cordero que parece más animoso al juego. Se turna un rato entre ellos convirtiéndose durante un rato en cordera. Los dos parecen confusos al ver crecer partes de su cuerpo a las que antes no habían prestado atención. La cazadora parece feliz con el resultado y comprueba una vez la consistencia. Es la hora para que la rueda gire una vez más.

Los ojos de la cazadora brillan en la sombra. Se coloca sobre uno de los tiernos corderos y hace unir sus cuerpos. El pequeño parece asustado y trata de zafarse, pero la cazadora es más grande y lo retiene. El otro también está confuso y trata de escapar, pero ya no hay escapatoria. Aquel es el recinto de caza para ella y nadie puede huir una vez entra. Lo retiene férreamente a expensas de que llegue su turno.

El miedo de los corderos no hace más que aumentar la satisfacción de la cazadora que ruge con furia mientras su sexo devora la pieza. Una y otra vez su deseo aplasta el vientre del cordero que llora desesperado. No le importa en absoluto. Solo el goce de la piel le importa ahora. En un instante el cordero explota dentro de ella y la cazadora grita con fuerza reteniendo al máximo el placer.

Aparta el cuerpo a un lado que parece en estado catatónico. En su lugar coloca al otro cordero que aterrado quiere huir. El sexo de la cazadora se lo impide aferrándolo con fuerza y aplastándolo bajo su peso. Los rugidos de la cazadora vuelven a sonar.

La luna se alza alta en el cielo cuando la cazadora ha terminado. Está satisfecha y se complace una última vez con la carne de los corderos que yacen en el suelo.

La oscuridad la ampara en su regreso a la guarida de su hogar. Esa noche duerme profundamente y ninguno de sus fantasmas se presenta esta vez.

A la mañana siguiente, el periódico le informa del hallazgo de dos cadáveres con evidentes síntomas de agresión sexual. La foto mostrada provoca un espasmo de placer en la cazadora que sonríe.