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Orgía en clase (2)

en Jovencit@s

(Advertencia: Esta historia contiene escenas de sexo con un menor).

(…)

La puerta del aula de Quinto B comenzó a abrirse.

<<Ya está. Es el fin. Adiós a mi carrera; dimisión inminente; escándalo público; abuso de menores, prisión sin fianza…>>. A la señorita Tinckey le dio tiempo a analizar mil y una excusas antes del fin y todas se desmoronaban como lo estaba a punto de hacer ella misma. <<Era un experimento de clase, hacía calor, enajenación…>> Estaba acabada.

Entonces tras la puerta apareció el rostro de un niño pequeño que se quedó estupefacto bajo el marco. La señorita Tinckey le calculó cinco o seis años, y entonces supo a ciencia cierta que había perdido la cabeza. Veía visiones.

Pero a la visión del niño se unieron otras visiones. Éstas de gente madura, de la misma edad que la señorita Tinckey y aún mayores. Una de las visiones apartó al niño de la puerta y se quedó petrificada ante el aula de adolescentes desnudos. Era una mujer mayor, de unos 40 años, que le tapaba los ojos al niño para que no mirara. En su rostro se dibujaba el desconcierto y apenas atinaba a articular palabra alguna. Tan perpleja estaba la mujer, que un hombre tras ella tuvo que hacerla a un lado para entrar. Y entonces la señorita Tinckey escuchó las palabras que más temía en esos momentos:

- ¡Papá! – gritó una de sus alumnas al tiempo que hacía lo imposible por ocultar su desnudez ante su progenitor.

El hombre, un inmenso cincuentón que vestía traje y corbata, se quedó petrificado al contemplar que entre la masa de cuerpos desnudos se encontraba su hija. Fue a protestar, decir algo, pero sólo le salían unos balbuceos ininteligibles.

Otras personas entraron en el aula. La señorita Tinckey reconocía a algunos de ellos, los había visto muchas veces en reuniones de padres y madres, incluso en aquella misma aula. Era su fin. Sabía que todo estaba perdido. Aprovechando la estupefacción que les producía ver a sus propios hijos desnudos, aprovechó para echarse por encima su blusa y ocultar su cuerpo, igualmente desnudo, lo mejor que podía tras su mesa.

Sus movimientos debieron despertar la atención de algunos padres que inmediatamente se giraron hacia ella. En sus rostros se dibujaba la consternación y la ira.

¡Exigimos una explicación! – gritó desaforadamente una mujer hacia la señorita Tinckey. - ¡¿Qué demonios significa esto?!

La mayoría de padres que había entrado en el aula se concentraba ahora alrededor de la mesa de la profesora y parecían haber olvidado por un momento la imagen de sus hijos desnudos. Estaban furiosos, consternados, irritados y en sus miradas se reflejaba el deseo de un linchamiento público.

La señorita Tinckey no podía articular palabra. Se llevó las manos a la cara como queriendo creer que aquello no estaba pasando, que era una horrible pesadilla y que, cuando abriera los ojos, todo desaparecería.

Pero quiso la buena fortuna, o quizá no tan buena, que después que los padres hubieran estado expuestos durante un rato al aire tóxico que aún se desprendía de los conductos de ventilación, que éstos empezaran a ver la situación desde otra perspectiva. Un hombre enorme estaba a punto de golpear con fuerza la mesa. Exigía que lo miraran a la cara y le dieran una explicación, pero de pronto su puño se paró a mitad de camino del golpe y notó que tras la mesa, la señorita Tinckey estaba parcialmente desnuda de cintura para abajo. La visión de sus caderas lo turbó y pareció aplacarse.

La mujer que impedía que su niño contemplara aquel espectáculo dantesco, no pudo evitar la tentación de echar una ojeada a la clase. Allí estaban los chicos, compañeros de su hijo y su propio hijo, desnudos. Los mismos a los que en más de una ocasión les había preparado la merienda. No pudo evitar un cierto morbo al contemplarlos ahora, con el rabo colgando entre las piernas, expuesto sin pudor ante ella. Aflojó la presión sobre el rostro de su hijo pequeño y éste se vio al fin libre de admirar los cuerpos desnudos de las compañeras de su hermano: "tetas, culos…" se repetía encantado el niño.

Otro padre había alcanzado el grueso de la masa de adolescentes y se afanaba en rescatar con una chaqueta a su hija. Pero cuando la rodeaba con los brazos, comprobó absorto como una de las compañeras de su hija se humedecía los labios al contemplarlo en camisa. Se fijo en que la chica no hacía nada por cubrir su desnudez, al contrario, parecía encantada de poder ser admirada, y entonces se llevó una mano a su pequeño coño que abrió para él.

Uno tras otros, los padres y madres que se habían organizado para ir al colegio preocupados por la tardanza de sus hijos, fueron sucumbiendo a la pasión tóxica del aula.

El primero en dejarse arrastrar por el desenfreno fue el padre que había intentando sacar a su hija de allí. Turbado por la visión de la adolescente que se le ofrecía sin pudor, y que a él se le antojaba un canto de sirena, soltó a su hija y se fue con la chica que lo recibió complacida. Al momento ya le había sacado la polla y se la chupaba con frenesí.

Otras chicas, al sentir de nuevo el aroma de feromonas saliendo de una bragueta, se fueron acercando como felinas atraídas por el olor de los machos y desnudaron al hombre que se vio gratamente rodeado por un buen surtido de chicas adolescentes que prometían llevarlo al paraíso.

Pero los chicos no quisieron quedarse atrás. Estaban de nuevo con las pilas recargadas y preparados para hacer nuevas dianas. Una mujer, la madre de Carlos, según pudieron reconocer, se había ido acercando paulatinamente hasta un grupo de tres chicos que se estaban masturbando al contemplarla. Uno ya le metía mano descaradamente por debajo de la falda y recorría con fruición sus largas piernas. Los otros dos no tardaron en atraerla hacia ellos y sobarla a conciencia.

De pronto la señorita Tinckey se sacó las manos de la cara. Había esperado con horror que de pronto le llegaran los golpes y el desprecio pero, en lugar de eso, hasta los reproches parecían haber cesado de golpe. Y entonces se quedé helada ante lo que vio. Algunos padres y casi todas las madres que hasta hacía un minuto clamaban por su crucifixión, se revolcaban ahora en un océano de manos, lenguas y ropas que salían disparadas. Estaba volviendo a ocurrir.

Ahora más que nunca estaba segura de que algo extraño ocurría aquella noche. Era como si de pronto, todos los que entraban en aquella clase sucumbieran a algún tipo de hechizo. Era desconcertante, pero también muy morboso. Incluso ella misma empezaba a sentirse excitada de nuevo.

Entonces notó una lengua que le recorría los muslos. A punto estuvo de dar un brinco y saltar de la silla, pero entonces contempló la cabeza que asomaba por debajo de su mesa de un hombre bastante apuesto que le sonreía. Casi se había olvidado de su propia desnudez y, sin poderlo evitar, abrió con descaro las piernas dejándole vía libre al hombre y a su lengua juguetona.

Tras ella, otro padre se masturbaba admirando sus perfectos pechos que se dibujaban tras la débil camisa. La señorita Tinckey contempló deseosa la tiesa polla y no pudo, ni quiso refrenar su impulso de tocarla.

Ven aquí hombrecito – le sugirió para que se acercara y, cuando lo tuvo al alcance, echó mano del miembro y se lo llevó a la boca.

La lengua del otro hombre en su coño le estaba haciendo un trabajo sensacional. <<Chupar y ser chupada. He aquí una paradoja para la clase de ciencias>>, pensó.

Las dulces niñas se admiraban de la enormidad del tamaño de las pollas de sus padres. La mayoría de ellas habían deseado en secreto poseer a hombres maduros; tan seguros y tan decididos en todo lo que hacían. Eso las enloquecía de deseo. Algunas ya habían probado a subir nota utilizando el método de sexo por puntos y, de este modo, sabían lo que era ser poseídas por hombres maduros. Y les apetecía repetir experiencia. Era mucho mejor que acostarse con niñatos que apenas les veían un pecho, se corrían al instante. Los que tenían ahora entre manos eran auténticos hombres, que sabían dónde tocar y como manejar sus herramientas.

No menos placentero resultaba para los padres, que se dejaban arrastrar por bellas ninfas, de cuerpos perfectos y senos que apuntaban al frente. Sus juveniles lenguas que se enroscaban con maestría alrededor de sus pollas haciéndoles creer que habían alcanzado el paraíso. Y para muchos era la realización de un sueño, pues siempre habían deseado en secreto poseer los cuerpos perfectos de aquellas lindas adolescentes, imágenes casi oníricas en sus solitarias noches de onanismo que de pronto cobraban vida.

Todos los adultos parecían embargados por una extraña sensación de deseo. La misma que horas antes habían sentido sus hijos y que ahora los arrastraban a una maraña de cuerpos desnudos y sexo sin tabúes. Y entre los adultos también se contaba la señorita Tinckey, que ahora se dejaba llevar en los fuertes brazos de un hombre que la depositaba en su mesa para poder poseerla a placer. Junto a ella, uno de los chicos aprovechaba para ponerse junto a su profesora y ofrecerle su miembro. Aunque ya había catado las mieles de la señorita Tinckey, se había quedado con ganas de más. Y entonces el chico reparó en el rostro del hombre que está a punto de penetrar a su maestra.

¡Papá! – grita asombrado.

Su padre le sonríe y antes de clavarle su duro miembro a la señorita Tinckey, le sugiere:

Dale duro hijo, demuéstrale de qué estamos ellos los hombres de nuestra familia.

El chico, desconcertado pero complacido, le metió la polla en la boca a su profesora que se la chupaba con deleite. Y entonces padre e hijo compartieron el cuerpo de la señorita Tinckey que se retorcía de placer.

En otro rincón de la clase, las cinco mujeres que habían ido aquella noche al colegio eran agasajadas por tiernas pollas adolescentes. Las había de todos los tamaños y todas tenían en común su dulce sabor a juventud. Las mujeres no dudaron en hacerse con el control de la situación y compartir su experiencia con aquellos púberes adolescentes. Estaban dispuestas a complacerlos y a ser complacidas. Lo primero que hicieron fue desnudarse para ellos. A pesar de la edad, ninguna de ellas se sentía intimidada por las rivales más jóvenes. Sus artes amatorias compensaban con creces la carencia en la tersura de sus pechos.

Y entonces la orgía fue absoluta. No hubo tregua y nadie quería que la hubiera. Los hombre maduros fueron felices entre los suaves cuerpos de las adolescentes, y a ellas les encantaba poder satisfacer a hombres de verdad. Por otra parte, los chicos experimentaron el buen hacer de la mujer madura que los conducían al país de las sensaciones desconocidas. Y ellas volvieron a sentirse deseadas otra vez, aunque sólo fuera por unas horas.

Pero la más feliz era la señorita Tinckey, que volvía a ser el centro de atención. Su poderoso cuerpo enloquecía tanto a jóvenes como a mayores y, de nuevo, todos querían penetrar en alguno de sus agujeros.

Una polla tras otra, algunas débiles y otras fuertes, algunas jóvenes y otras maduras, pero todas deliciosas para ella. Las chupaba, las acariciaba y, sobretodo, la saboreaban. Era el éxtasis absoluto. Cuando una polla salía de su boca, otra estaba presta a ocupar su lugar. Hasta que en un momento, la señorita Tinckey, agasajada como estaba, notó una pequeña colita que pujaba por entrarle en la boca. Abrió los ojos y vio al pequeño de cinco años desnudo ante ella y ofreciéndole su pequeño miembro para que lo chupara. La señorita Tinckey recordaba haberlo visto corretear medio desnudo en mitad del éxtasis orgiástico por toda la clase. Sobretodo le gustaba acercarse al lugar donde estaban las chicas. Zambullirse entre las piernas de las adolescentes, como un adulto más. También recordaba que algunas chicas lo habían recibido complacidas e incluso recordaba haber visto a Clara hacerle una mamada al canijo. Sobre si había conseguido penetrar a alguna de las chicas no estaba segura, pero dudaba que el tamaño de su pequeño pito se lo permitiera. Aún así estaba segura de que lo había visto intentándolo.

Así pues, la señorita Tinckey no tuvo reparos en hacerle un pequeño favor al mocoso y se metió su pollita en la boca. El niño reía encantado y soplaba graciosamente cuando la señorita Tinckey enroscó su lengua alrededor del pequeño miembro. Tras un rato chupándosela, notó como el pequeño se retorcía convulsionando y supuso que se estaba corriendo, aunque de su pito apenas salía una gota diminuta. Tras eso, el niño se marchó feliz con la experiencia y la señorita Tinckey tuvo aún tiempo de verlo encaminarse hacia un grupo de tres chicas que lo recibieron complacidas. Una de ellas le ofreció sus pechos y entonces una nueva polla ocupó la atención de la señorita Tinckey que pedía más.

Pasaron horas hasta que todos quedaron complacidos, o al menos agotados como para continuar el delirio, aunque sin duda estaban satisfechos con la experiencia y sólo la biología humana, a través del agotamiento más absoluto, puso fin al desenfreno.

La señorita Tinckey estaba planchada sobre su mesa, recuperándose del esfuerzo. Había complacido a más pollas esa noche que en toda su vida junta. Y eso que había tenido multitud de amantes, pero ninguno alcanzaba siquiera al potencial de cualquier de sus alumnos o de sus padres. El aguante que presentaban era extraordinario, casi sobrenatural, pero extremadamente placentero y eso era lo que contaba al final.

Tampoco creía poder olvidar las escenas que había presenciado. Todos sus jóvenes alumnos desnudos, follando entre sí o con sus padres. Sin tabúes ni ataduras. Sólo sexo y placer en estado puro. Viejos con jóvenes, adolescentes con adolescentes. Incluso recordaba haber visto como una de las chicas masturbaba a un hombre que se retorcía de placer en el suelo y que reconoció como su propio padre. Nada importaba.

Lentamente se fueron vistiendo y, en grupo, abandonaron el aula de Quinto B. Nadie hablaba sobre lo ocurrido, pero todos parecían felices. Sin embargo, atrás de todos marchaba un niño de cincos años, que brincó en el aire juntando los talones al tiempo que se apagaban las luces. Era el más feliz de todos.

FIN.