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Sin Televisión (2)

en Amor filial

Sin Televisión II

La mañana llegó con la voz de mi padre.

- Chicos! Arriba!- La puerta abierta como un vendaval y en el marco mi padre que nos miraba vestido de boy scout.- Mirad que día hace...- Prácticamente estaba gritando. Yo me incorporé sobre un codo y dejé que mi vista se perdiera por la ventana. Anabel, desde la otra cama y con peor humor, agarró un zapato y se lo lanzó.

Sonreí. Pero en apenas un instante, se me quedó helada la mueca en la boca. Mi padre, esquivando el proyectil, se abalanzó sobre ella chillando como un histérico. Mi sorpresa duró lo que tardó en revolcarse con mi hermana, mientras su cama se volvía en un amasijo de piernas, brazos, nalgas brillantes y ruidos de risas y pequeños chillidos.

Yo permanecía allí, con los ojos hinchados y la cabeza abotargada, viendo como mi padre aplastaba pechos, culo y cara de mi hermana bajo la excusa de estar haciéndole una batalla de cosquillas. Recordé de pronto que, apenas hacía unas horas, había tenido ese cuerpo cerca, muy cerca. Y hasta había estado en su interior. Se me endureció el miembro.

Anabel, pronto, se puso furiosa. No sé si vio lo mismo que yo, aunque por razones obvias pienso que sí, que notaba las manos rápidas y firmes de mi padre sobarle todo el cuerpo. En unos segundos, mi padre se incorporó con la cara roja y anunció, recuperando la compostura y cual anuncio televisivo:

-nos vamos al lago. Osease a despertarse.- Y dicho esto, se fue. Yo encogí los hombros y me quedé mirándola como se desperezaba estirada en la cama. Su piel brillaba con el sol matutino.

- ¿Tu encuentras esto normal?

- No, hermanita. Claro que no... pero...- Ella se había levantado y pude disfrutar de una hermosa visión de su entrepierna debajo de su corta camiseta. Tenía los pelos de su sexo rizados, cortos, cortados con esmero. Contrastaba esta mata sobre su blanca piel adolescente. Ahí me quedé, embobado, viendo el espectáculo un buen rato. Ella, obviamente, se dio cuenta y me sonrió. Se sentó en el borde de la cama, con las rodillas muy separadas y las manos en jarras. Sus redondos pechos se apretaban contra su ropa por la postura de sus brazos en su camiseta.

- ¿Tienes curiosidad sobre esto, verdad?- Me dijo clavando sus pupilas marrones en las mías. Más que curiosidad era pura excitación. Tenía la verga levantada, haciendo la tienda de campaña en las sabanas.

- Sí. Nunca había visto antes una. De tan cerca, me refiero.- Ella entrecerró los ojos y se dibujó una sonrisa malvada en su cara

- Pues si quieres, esta noche te hago un curso. – Y acercándose su dedo índice a su preciosa vulva añadió- Un curso practico. Sobre lo que se debe y lo que no se debe hacer aquí abajo.

Apenas podía quitarle ojo de encima, pero los ruidos de la planta de abajo anunciaban que el resto de la familia ya estaba en marcha. Mi hermana, con una tremenda mirada maliciosa en los ojos, acarició con la yema de su dedo sus gruesos labios vaginales. Al cabo de unos segundos, percibí claramente como iba apareciendo un pequeño brillo blancuzco en ellos. Supongo que el morbo de que nos descubrieran a través de la abierta puerta del dormitorio la excitaba. Al menos a mí lo hacía.

Repentinamente se puso de pie otra vez. Se acercó a mi y me besó tiernamente en los labios.

-Te quiero, hermanito.- Yo hice que sí con la cabeza, notando de golpe que mi vista se había enturbiado, y tenía la cabeza como embotada. –Habrá más. No te preocupes...

Y con esta promesa, empezó uno de los días más extraños de mi vida...

El desayuno familiar fue un ritual que se desarrolló entre risas y miradas cómplices de todos los miembros. Anabel disfrutaba de un excelente humor, cosa rara en ella. Parecía que la sesión de intimidad que habíamos mantenido la noche anterior, y las expectativas de que se iba a repetir todas las veces que quisiéramos, había contribuido a mitigar su habitual mal humor adolescente.

Mariluz, mi madre y mi padre celebraban este cambio de humor de la mediana estando, también en cierto estado de gracia. Fue uno de los mejores ratos que recuerdo haber pasado con ellos... comentarios achispados, miradas llenas de amor... hasta mis padres, que llevaban una época muy extraña, se tocaban y se besaban.

Al terminar, recogimos la mesa en un instante y Mariluz se puso a lavar los platos. En un momento dado, me acerqué a guardar la mantequilla en la nevera. Entré en la cocina y allí estaba, de espaldas a mí en la pica, con la luz de la ventana haciéndole un contraluz que resaltaba su rellenita figura. Vestía una fina bata de dormir, y al moverse mientras fregaba los cacharros ésta se movía. Me quedé allí, un par de segundos, con la nevera abierta, y la mirada fija en su curvada espalda y su redondo trasero. Pensé en la noche anterior, y en como había penetrado a Anabel, por ese hoyito tan hermoso. Me pregunté si el de Mariluz sería igual... la verdad es que el trasero era más bonito, más grande.

De pronto Mariluz lanzó un gritito que acompañó con ruidos de cristales rotos. Di dos pasos y me coloqué detrás suyo, preguntándole que había pasado.

- Nada, se me roto un vaso. Auch!- Tenía el dedo índice manchado de sangre.

- ¿Te cortaste?- pregunté constatando lo evidente.

- Sí...- En ese instante entró mi madre.

- Que ha pasado? Ay dios... espera, que voy por el botiquín.- Y volvió a desaparecer. Entonces me di cuenta de que estaba muy cerca de Mariluz. Apenas unos centímetros separaban la punta de mi glande de su culo. Glande que, por cierto, sí se había percatado de la cercanía y había levantado la cabeza intentando acortar la distancia.

La sangre continuaba manando. Por encima de su hombro distinguí un corte poco profundo pero bastante largo. Mi hermana lo miraba como hipnotizada.

- Deberías ponerlo bajo el grifo- le dije, muy bajito, como para que se percatara de lo cerca que yo estaba de ella.

- Mejor me lo chupo- dijo de pronto, como despertándose- la saliva es un gran desinfectante natural. – Sentí algo moverse en mi barriga, mientras mis ojos se entornaban y mi cuerpo se inclinaba hacia delante, muy a mi pesar. Al mirar para abajo, me di cuenta que ya apenas medio centímetro separaba mi erguido mástil del tierno trasero que tenía frente a mi. Atontado, reseguí con la mirada su delgado cuello y el inicio del canalillo de sus tetas, que se perdían entre los pliegues de la bata. Veía su pecho subir y bajar. El pelo recogido en un pequeño moño, la piel blanca, la nariz ligeramente aguileña.

La boca de labios carnosos y abundantes se abrió para dejar pasar ese dedo índice lleno de sangre. Con un movimiento de succión de sus labios, empezó a mover el dedo para delante y para atrás, con un suave gorgojeo muy sensual.

Y de pronto giró la cabeza y clavó sus ojos en los míos.

En la cercanía, me sentí desfallecer.

Nada de esa chica inocente medio hippy que cantaba canciones protestas. Tenía, a escasa distancia de mi cuerpo y de mi polla, una hembra casi en celo. La inocencia por la lujuria. La bondad por la travesura. A su dedo le imprimió un movimiento circular que hizo aparecer un destello brillante en la comisura de su labio.

Me perdí en sus pupilas por unos segundos.

Lo que tardó mi madre en entrar echando lamentaciones y quejas y, de paso, rompiendo el sortilegio que había unido a ambos.

Me aparté en silencio mientras mi madre tomaba cargo de la situación y cubría ese dedo de apósitos.

Me fui, con la cabeza confundida y el corazón latiendo a mil.

En el coche mi padre puso un cd de música bien alegre. Yo iba en el asiento de atrás, entremedio de mis dos hermanas. Toda la familia pertrechada de los utensilios para pasar un buen día en un lago cercano que nos había recomendado Joaquín: sombrilla, toallas, caña de pescar, crema solar, unos sándwich, bebidas, palas para jugar. Y Poca ropa. Muy poca ropa.

Hasta mi madre se había puesto un bikini que me dejó apreciar unas carnes todavía muy esplendorosas por sus cuarenta y poco años. Mariluz y Anabel parecían haber hecho un concurso para ver quien enseñaba más. Y la verdad es que estaba el tema muy reñido.

Al subir al coche, Anabel se había puesto la toalla encima las rodillas, cubriendo parte de sus piernas y de las mías. Aprovechó esto para deslizar sus dedos encima de mi piel, y para acariciar mis vellos, estirándolos de vez en cuando. No os escondo que la situación me estaba poniendo a mil: mientras mi padre manejaba, mi madre buscaba el famoso lago en el mapa y Mariluz comentaba que ya no podría tocar la guitarra por unos días y que, por tanto, habría de buscarse otro pasatiempo para el fin de semana, Anabel me acariciaba en silencio logrando que casi me corriera solo tocándome los muslos.

De vez en cuándo mi padre me echaba miradas extrañas por el retrovisor, como si intuyera o sospechase que algo pasaba. Hasta en un momento dado, movió un poco el espejo para tener a Anabel en su ángulo. Ésta, notando el cambio, se relajó un poco y me dejó tranquilo.

Al fin llegamos, asombrándonos de lo bonito del paisaje, y comentando la suerte de que no hubiera mucha gente. Aparcamos el coche en una explanada con muchos pinos y, en un santiamén, todos llegamos a la orilla del lago montando un precario pero completo campamento base.

Pronto estuvimos todos en el agua, chapoteando y riendo abundantemente, haciendo pequeñas guerras de ver quién ahogaba a quién, y todas esas cosas que se hacen cuando se combina la alegría, con el calor y el agua.

Me sentía muy bien. Era raro, pero todo era como extrañamiento natural. Toqueteaba a Anabel bajo el agua, mientras ella llenaba su boca de agua y me la escupía en la cara. Entonces Mariluz la agarraba por detrás y le hundía la cabeza. Anabel buceaba y pasaba entre mis piernas, tocándome la entrepierna mientras Mariluz se me echaba encima con un grito de guerra, intentando ahogarme también a mi. Yo repelía el ataque anteponiendo mis manos, que pronto sentían el contacto de su tersa barriga y, casi sin querer, rozar sus pechos. Al final yo lograba ahogarla a ella...

Y así estuvimos un buen rato. Mis padres, tras un corto chapuzón, se habían sentado en la orilla, viéndonos.

Cuando salimos del agua, mi padre dijo que Joaquín le había recomendado unas rocas para ir a pescar, lejos de la zona de bañistas, y que si alguien le quería acompañar. Al decir esto, clavó su mirada en Anabel, que aunque remoloneando, se levantó armada de su libro y una toalla. Al cabo, los dos se perdieron entre los pinos que bordeaban la pequeña playa.

Mi madre, a su vez, dijo que se iba a nadar. Mariluz y yo nos miramos. Mi madre había sido nadadora profesional, llegando a participar en unos juegos olímpicos en los setenta. Sabíamos que cuando decía eso, probablemente estaría como dos horas en el agua, recordando sus tiempos de joven y acabando con una escena de lloros y maldiciendo el paso inexorable del tiempo. Encogimos los hombros y le recomendamos que no cruzara todo el lago, que a saber lo que habría al otro lado. Mi madre sonrió y, antes de echarse al agua, comentó:

-Sed buenos.

Yo la miré extrañamente. Y Mariluz rompió en carcajadas...

Solos mi hermana y yo, estiré mi toalla sin poder quitar de mi cabeza la imagen de los carnosos labios de Mariluz chupando su índice. También sentí pequeñas ráfagas de memoria de la noche anterior, en que la piel de Anabel, mi otra hermana, rozaba con la mía, uniéndose los vellos de ambos y acariciándonos todo lo que quisimos. Me estaba perturbando por toda la situación... como si me hubiese metido en un remolino que daba vueltas y más vueltas. Y lo que más me sorprendía era la naturalidad con lo que estaba pasando todo. Nada de resentimientos, ni de malas conciencias.

Mis ardores adolescentes se encargaban de silenciar todas esas molestas sensaciones.

Me di cuenta, tumbado, que el bañador me estaba apretando. Abrí los ojos sorprendido... ahí estaba ella, mi herramienta, otra vez en pie de guerra. Miré a Mariluz con disimulo, vislumbrándola bajo unas enormes gafas de sol, regalo de mi madre, que abstraída leía una revista.

La luz del sol era tan fuerte que me obligó a entrecerrar los ojos.

Me di vuelta, quedándome la barriga en el suelo, y con toda la discreción de la que fui capaz me puse mi polla de tal forma que no me molestara.

Mariluz cerró la revista mientras lanzaba un largo suspiro.

- Que calor... y como se está poniendo el sol...- Se puso de medio lado, buscando algo en su bolsa de mano. No me perdía detalle de sus gestos, ni del suave bamboleo de sus pechos, más grandes que los de Anabel, mientras se movía. Se incorporó de nuevo sosteniendo con las manos un pote de crema solar. Con cierta elegancia en la que nunca me había fijado, lo destapó, se echó un poco en los dedos, y se empezó a untar los brazos. Luego vinieron los pies, los gemelos y finalmente abrió de par en par las piernas para dejar sus muslos brillantes y húmedos. Se volvió a recostar en la tumbona donde estaba sentada, con la mirada, bajo las gafas de sol, perdidas en el horizonte.

- Que tal, hermanito?- Me preguntó sin mover la cabeza.

- Bien- le dije haciéndome el medio dormido.- LA verdad es que me lo estoy pasando muy bien.

- Claro, estás en una edad en que todavía te diviertes yendo con la familia. Disfrútalo... en uno o dos añitos, ya te aburrirás y preferirás otras cosas.

- Otras cosas? No sé, la verdad es que me gusta mucho estar aquí, con vosotros, haciendo un poco de todo. Además, está siendo un fin de semana muy...

- Muy qué? – Me preguntó mientras se enderezaba y me miraba fijamente, levantando para hacerlo sus gafas.

- Nada, chica, nada...- Jamás le podría contar lo que había acontecido la noche anterior con Anabel. Creí que no lo entendería. Como si me hubieses leído la mente, añadió para mi desasosiego:

- Solo te digo que cuando llega cierta edad, dejamos de querer unas cosas para querer otras, muy distintas. Si no, mira Anabel.- La miré estupefacto. Se había vuelto a recostar y hablaba mirando al cielo.- La pobre se aburre como una ostra. Preferiría estar en una discoteca, con muchos chicos revoloteando alrededor, de reina de harén...

- Pues no sé que decirte. Creo que también se lo está pasando muy bien.- En mi tono de voz, me di cuenta que se podía leer una certeza encerrando algún secreto, algún conocimiento privilegiado. Y con lo audaz que era mi hermana, estaba claro que lo habría agarrado al vuelo. Intenté pasarle el balón a ella para que dejara de pensar en Anabel.- Y mírate a ti... bien me parece que te lo estás pasando en grande.

- Eso es distinto. Cuando llegas a cierta edad, te vuelven a gustar las pequeñas cosas. Y tus recursos para encontrar placer son más amplios.

- ¿Cómo?- le pregunté sorprendido por eso de "encontrar placer". Mariluz se movió nerviosamente. ¿Había sido un desliz, un globo sonda para ver como reaccionaba?

- Me voy al agua.- Se levantó y corriendo se tiró al lago. Yo me la quedé viendo, muy sorprendido. Me senté en la toalla buscando algo en qué entretenerme. Sobre su silla, había dejada la revista abierta. Curioseando, vi que la pagina en que estaba abierta era un articulo titulado "100 maneras de Excitarlo".

No entendía nada de lo que estaba pasando. Era como si todas las relaciones familiares se hubieran trastocado. Anabel conmigo, mi padre con Anabel, Mariluz con ambos, yo y Anabel... se estaba formando una curiosa y fuerte relación entre todos que iba más allá de lo estándar, de lo que siempre habían sido nuestras relaciones. Yo contemplaba este proceso entre curioso, analítico y participante.

Ahí estaba Mariluz, flotando en el agua. Y yo estaba sentado en la orilla, con una buena erección, reforzada por los consejos de la revista. Rememoré la escena de la mañana: Anabel enseñándome su precioso sexo y, luego, Mariluz chupándose el dedo, con su mirada clavada en mi y sus labios con un poco de sangre. Me los imaginé alrededor de mi glande, succionándolo, comiéndoselo entero, como si fuera un helado, haciendo ese ruidito que Mariluz siempre hacía al comerse uno. Con sus ojitos de niña buena desprendiendo esa lujuria que había podido entrever apenas hacía un par de horas, pero este vez aumentada y corregida por mi polla en su boca, con sus manitas de música agarrándome el talle y los pezones de sus senos generosos apuntándome directamente, como dos flechas de ternura y lascivia, dos sentimientos que ya había encontrado mezclados, a pesar de mi corta edad, en mis primeros besuqueos en discretos rincones de las salas de baile.

Agua. Alguien me estaba mojando.

Era Ella. Ella.

Y cuando la vi en la orilla, con el bikini apretado, el agua por todo su cuerpo, los miembros fuertes pero suaves, la piel blanca y brillante, la sonrisa luminosa y la mirada clara, entendí que ella me amaba, y que nada malo podría pasar si yo intentaba algo. Nada en absoluto.

Volvió a mi lado sonriendo picaronamente. Yo tenía el ceño fruncido, en una mueca que intentaba, aunque mi amplia sonrisa lo desmintiera, decirle a Mariluz que estaba muy enojado por el agua que me había lanzado.

Estiró su toalla, muy cerca de la mía, para acostarse en ella de espaldas. Sus movimientos eran armoniosos, como calculados. Mientras lo hacía, varias veces me rozó de una u otra forma. Al final, acabó estirada panza abajo, con los codos apoyados en el suelo, el culo al aire y la espalda curvada en sinuosa forma ascendente. Se volvió a poner las gafas de sol sin mudar la sonrisa de su rostro.

Yo continuaba sentado, cubriéndome la erección que tenía con mi camiseta. La miré embobado, mientras ella me sacaba la revista de las manos y se la ponía debajo las narices. Quería decirle algo, aunque no me acababa de atrever. Para mí, la tensión sexual del momento era tan evidente que me daba hasta corte hablar. Finalmente, le dije como por decir algo:

- Te vas a quemar. El sol está muy fuerte.- Ella levantó la mirada respondiendo:

- Tienes razón. Porque no me pones crema en la espalda...- la miré con los ojos fuera de órbita. Logré balbucear algo incomprensible y agarré el pote de crema de su bolsa. Desde dónde estaba, le eché un buen chorro en la espalda. Al hacer esto, percibí claramente como su piel se erizaba por la frescura del liquido viscoso y blanco. Abrió más sus brazos, apoyando la cabeza en la toalla y quedándose totalmente quieta.

Miré mi mano mientras la acercaba a su piel: temblaba. No lograba que dejara de hacerlo por más que intentaba poner mi mente en blanco. Ella emitió un largo suspiro, que entendí, equivocadamente, como de impaciencia.

Entonces acerqué mis yemas al charquito de crema que se había formado en la parte baja de su espalda. La empecé a esparcir muy lentamente, apenas tocándola. Su piel se volvió a erizar, pero esta vez de forma mucho más notoria. Emitió otro largo suspiro. Mi verga estaba a punto de estallar.

Mis gestos aumentaron en extensión, aunque siempre de forma muy suave. Iba trazando círculos cada vez más amplios desde el chorro de crema, tocando cada vez más piel, pero siempre apenas rozándola con la punta de mis dedos. Finalmente los círculos llegaron hasta la tira de su bikini. Cuando esto ocurrió ella, sin decir nada, simplemente se lo desabrochó, dejándome su espalda totalmente desnuda. Yo, creciéndome, me senté a horcajadas sobre su redondo trasero y, desde esa posición privilegiada, continué con mi masaje, que ya ultrapasaba totalmente cualquier excusa de "poner crema" para ser caricias directas e indirectas en toda su tersa piel. Le acaricié, los dedos llenos de crema, la parte alta de la espalda, los homoplatos, recorrí vértebra por vértebra, las axilas; le acaricié los costados de los pechos, y le hice cosquillas en la nuca, estímulo al que ella respondió con una risita ahogada.

Mi erección era tan fuerte que el traje de baño debía hacer esfuerzos para no reventar.

Escuchaba su respiración cada vez más fuerte, así como mis caricias. Fue así como pasé de tocarle con mis yemas a hacerlo con la palma de mi mano, recorriendo grandes distancias de su espalda en la que mis dedos iban caminando y ejercía cada vez más fuerza. De arriba abajo. De izquierda derecha. Y viceversa.

Me tiré un poco para atrás, sentándome en sus muslos.

Ella abrió un poquito las piernas sin decir nada.

Eché un poco más de crema en la parte baja de su espalda, y de ahí me dediqué a tirar para abajo.

La primera vez que le acaricie las nalgas a Mariluz, mi hermana, ella dio un pequeño respingo, pero no dijo nada. Envalentonado, volví a subir a sus caderas y de ahí fui bajando por sus muslos por su parte externa. A medio camino, me dirigí al centro, coronando su maravilloso trasero y ya tocándolo, sin ningún pudor por mi parte, y ninguna objeción por la suya.

La piel de aquí era extraordinariamente suave. Sentí la suave carne deformarse bajo la presión de mis dedos para, una vez pasaban de largo, volver a tener su forma redondeada y perfecta.

Ella gimió.

Mis dedos recorrieron la veta del bikini, buscando un lugar apropiado por los cuales introducirse, aunque sin hacerlo. Todavía.

Abrió un poquito más sus muslos.

Los reseguí hacia abajo, levantándome un poco al hacerlo. Eran duros, firmes, pero generosos y de una suavidad extraordinaria.

Le temblaban un poquito.

Cuando llegué a sus rodillas, invertí la dirección de mis caricias y fui para arriba, pero esta vez por su interior. A medida que subía, más y más calientes estaban. Finalmente, a escasos centímetros de su sexo, me detuve y ella abrió los labios para gemir muy, muy suavemente.

Ronroneó como una gata.

Posé mi dedo índice encima de su bikini, justo allí donde se dibujaban sus labios. Volvió a dar un respingo, pero abrió un poquito más sus piernas, tirando el cuerpo ligeramente para abajo.

Y me corrí. Fue tan sorprendente, tan increíble, que apenas pude hacer nada más que sentirlo. Me arqueé para atrás, tomando aire, y luego me derrumbé sobre ella, juntando nuestras pieles y jadeando como loco. En mi vida me había corrido así, sin tocarme, sin acariciarme siquiera. Mi mente se había puesto tan enferma que no necesité ningún estimulo... solo de pensar en lo que estaba haciendo, ya me había bastado para llegar al éxtasis.

Ella levantó un poco la cabeza, quedando ambas muy cerca una de la otra, y con una sonrisa divertida en el rostro. Me miró.

- No me vas a dejar así, verdad?

Con delicadeza me quitó de encima y me puse a su lado, un poco desorientado. Ella me indicó que me pusiera de costado, mirándola, mientras ella hacía lo mismo. El sujetador del bikini cayó, mostrando sus preciosos y abundantes senos. Se agarró uno con una mano y me lo ofreció muy despacio, mordiéndose el labio con los dientes, acariciándose la barriga con la otra mano.

El pezón grande y morado me miraba desafiante. Me acerqué a él lentamente, entreabriendo mi boca, listo para saborearlo. Ella movió la cabeza afirmativamente mientras recorría la pequeña distancia entre su corona y mis labios.

El enganche fue perfecto. Con la punta de mi lengua jugueteé los escasos instantes en que tardé en metérmelo entero en mi boca. Pronto, estuve succionando todo el pecho que podía caber en mi boca.

Agarró mi mano entre gemidos y la bajó, recorriendo por el camino abdomen y vientre, hasta su sexo. Ella misma levantó el borde de su bañador y me deslizó allí dentro, donde encontré los primeros pelitos de su monte Venus totalmente encharcados. Continué bajando. Ella, por detrás, se bajó la prenda hasta medio muslo, dejándome total comodidad para recorrer la parte superior de estos.

Su rajita estaba caliente y húmeda. A Anabel no había tenido la oportunidad de tocársela, al menos no de esa manera. Todo lo que estábamos haciendo tenía un aire muy tierno, muy intimo, que con Anabel había brillado por su ausencia.

Todo era tranquilo, una cosa tras otra. La cara de Mariluz no reflejaba esa lujuria salvaje de mi otra hermana. Reflejaba paz, amor, un cariño enorme de compartir algo grandioso. Esa mezcla tan especial de lujuria y ternura, que, sinceramente, pocas veces he vuelto a experimentar con otra mujer.

Mariluz se sentía la maestra, la que guiaba al novel, la que mostraba un secreto. Y lo hacía de forma abierta, sin complicaciones, sin tabús, lentamente, para que yo pudiera asimilar todos la sabiduría que me transmitía despacio, sin prisas.

Con la parsimonia que estaba pasando todo, me dediqué a explorar lentamente su sexo. Con su pecho en mi boca, recorrí sus labios arriba y abajo, aparté pelos y los separé, intenté meter un dedo por su vagina; cosa que casi pasa sola por su lubricación.

Sentí sus dedos mostrar a los míos donde tocarla, como hacerlo, la cadencia, la suavidad para acariciar su clítoris, la intensidad, mayor, para tocar sus labios. Su sexo era como un libro abierto del cual yo quería conocer todos sus rincones, todas sus paginas.

Quería adentrarme en él y cruzar paisajes y lagos, dialogar e intercambiar, soñar y hacer realidad.

Ella empezó a pedirme más. No a gritos, no por la boca, sino con sus gestos, con su cuerpo. Más rápido, más intenso.

Cambié el ritmo, lo ajusté a sus demandas. Ella movió las caderas, acompañándome.

Sacó su pecho de mi boca y me agarró la nuca, acercando sus labios a los míos.

Y mientras se corría con cada músculo de su cuerpo, me dio un beso dulce y húmedo en los labios con los ojos muy muy abiertos.

Luego, casi desfallecida, me susurró:

-Hermanito, creo que ya tengo ese nuevo pasatiempo que buscaba para este fin de semana.- Y ante mi cara de perplejidad, levantó su dedo índice muy lentamente, y se lo chupó con una sensualidad que me hizo entrar, otra vez, en pie de guerra.