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Ejercicios espirituales

en Lésbicos

 La tierra preñada crepita herida en el interior del patio cuando la profusa vegetación que crece en él hunde las raíces en sus entrañas, arrancando de ella los minerales que sus células trasforman en savia para sus hojas verdes. La luz cristalina de la mañana queda tamizada al incidir los finos rayos de sol sobre el rocío del crepúsculo, descomponiendo la luz en un arco iris multicolor. El amplio corredor es un caleidoscopio iluminado con un velo centelleante en sus paredes y un mar espejado y policromo en las cuadradas baldosas del suelo. La resplandeciente titilación temprana  resiste a duras penas el empuje del nuevo día que va apagando las condensadas gotas atrapadas en el follaje, formando un vaho de bruma vaporizada que se  dilata, como una cortina transparente en su ascenso, de imperceptible movimiento para el ojo humano. Como el monje diligente que sopla los cirios de la vigilia, los rayos solares van extinguiendo una a una las perlas de agua dormidas sobre las plantas, al mismo tiempo que un intenso olor a incienso lo invade todo. Amanece.

El sonido sordo de una campaña que anuncia maitines me sobresalta como si hubiese sido descubierta infraganti espiando a la primavera desnuda desperezándose. Repiquetean mis zapatos de tacón sobre las bermejas losas de mármol del suelo y componen una melódica partitura de cuatro tiempos que resuena en mis oídos, columpiando la negra seda de mi falda en un suave oleaje. Avanzando con decisión marcial la tela acaricia mis medias de nilón  que ajustadas a los muslos van,  con un placentero hormigueo, estimulando mis piernas desde los tobillos hasta las ingles. Allí cerca de mi sexo siento el tiro de  las gomas de mis ligueros  sujetándolas. Una cristalera me devuelve mi imagen; marcadas en el satén mis voluptuosas nalgas parecen propulsadas por la afilada aguja de los tacones. Siento ceñirse en la entrepierna la redecilla de las braguitas, apresando el palpito de mi sexo. La contemplación de mi propio cuerpo me hace pecar de vanidad. Suspiro.

Al fondo descubro el visillo entreabierto de una cortina. Afilo la mirada sobre la imperceptible abertura del velo que cubre la ventana y sonrío al entender que se trata del gabinete de Sor Mariam, que me espera impaciente. Acentúo entonces el balanceo de mis caderas, sintiendo clavados en mi cuerpo sus ojos ebrios de deseo. Con mi imaginación casi puedo tocar su cuerpo temblando bajo el hábito tras el ventanal. La historia de esta monja es la de una luchadora que se ha ganado el puesto en el convento gracias al tesón y la determinación que la llevaron durante diez años a recorrer Africa evangelizándo. O yo diría que, alimentando con sus propias manos a los parias del mundo. Que un hambriento lo primero que necesita es comer y luego que le hablen de dios. La conocí en uno de mis viajes por el continente negro y desde el principio trabamos una amistad que no solo perdura si no que ha crecido y que nos une con un vínculo no fácil de entender.

Oculta bajo su manto de monja la verdadera condición de su desdicha. Puedo oír, bajo su pecho el lamento de su secreto mas intimo, cuándo vacío mi mirada sobre el azul de sus ojos. Porque ella, aunque monja piadosa es también una hembra fibrosa a la que le gustan las hembras y lleva en silencio su dolor espiando sus pecados por los rincones del convento. Aquí se siente como un animal enjaulado y prefiere, el cuerpo a cuerpo y la droga dura del Africa bulliciosa y pobre, que el recogimiento de este cómodo  convento parisino. Se siente desaprovechada, inútil y estéril entre maitines y oraciones. Iniciando a novicias sin vocación y que solo buscan el aislamiento del beaterio para ocultarse de un mundo que las asusta. Siempre se le dio mejor hablar con la gente en alguno los cinco idiomas que domina, que comunicarse con dios en ese lenguaje de retorcida gramática. Unicamente se siente gratificada cuando baja al huerto y hoya la tierra con sus fuertes manos sintiendo el pálpito de su cuerpo unido al de la naturaleza y al del mundo que la rodea.

Cuando la conocí yo vestía vaqueros y camiseta blanca con publicidad del “París-Dakar” Mis polvorientas botas me cubrían hasta por encima de tobillos y eran un todo terreno magnifico cuando me bajaba del pic-up. Escondía mi pelo bajo una gorra de amplia visera y me cubrían unas gafas de nieve por miedo a que un glaucoma estropease mis ojos... ¿verdes, marrones?  Bueno,  nunca he sabido muy bien de que color son, creo que cambian según mi humor. La luz que hay en Africa es de una intensidad cegadora que hiere las pequeñas pecas de mi cara.  Este es mi atuendo de trabajo y no el que llevo ahora. Camino.

Desnudos, los brazos hacen de contrapeso ayudando a mi cuerpo en su desplazamiento. Disfruto en silencio,  de los enhiestos pezones de mi busto endurecidos y levemente  irritados  con el roce de la blanca chaqueta que los ocultan.  Libres de corsés el peso de mis firmes senos dibujan epicúreas  montañas sobre mi femenina figura. Un  bolso pequeño cuelga de  mi hombro con desaire a modo de adorno. El filo de mis cabellos ondulando al viento corta la bruma fresca de la mañana y suspende en el aire una estela de fragancia que se mixtura con el incienso pugnando por imponerse. Todo lo que hay fuera y dentro de mí me estimula, soy una candela. Me siento acariciada por los vivaces dedos de este alba primaveral que eriza y tensa mi cabello desde las sienes hasta  mi nuca, bajando como un ejercito de  hormigas por la columna, cortando mi sexo como el filo de un cuchillo y descendiendo por mis piernas hasta la punta de los dedos. Avanzo por la galería.

Quisiera acelerar el paso, pero el delicado andamiaje del calzado me impide ir más rápida. Entra en perfecta sincronía el pulso de la naturaleza con el de la hembra jovial y dichosa que habita en mi corazón. Hondamente suspiro para reprimir la codicia que oculta mi pecho. Mi mirada penetra la bruma recorriendo el majestuoso ciprés del patio desde tronco hasta la copa, deteniéndome en ella un segundo para expiar mis pecados. Llego tarde a la cita y sé que luego me mortificará castigándome con unos minutos de desdén hasta acabar con mi paciencia. Tendremos entonces que reconciliarnos con súplicas y promesas culpándonos mutuamente de egoístas en el amor. Siento.

Un cálido rubor incendia mis mejillas pensando en  la postrera unión de nuestros cuerpo No quiero sin embargo prender aún la llama del deseo y aparto rápidamente estos pensamientos de mi mente. Quiero que sean sus emocionados dedos, quienes desgarren la envoltura de mi ser y encuentre intacto su interior.  Ofreciéndome entera a su dicha, como la manzana brillante y fresca  esconde su carne jugosa tras su virginal fina piel. Muero sin embargo de ganas de  ser herida por su boca de lujuria que alancea mi cuerpo,  sajando mi sexo y derramando su néctar en las fauces de su anhelo.

Una eternidad, me parecen ahora los doce meses que han pasado desde la última vez. El mismo convento, la misma monja encubridora y cómplice. Hoy Sor Mariam llenará el zurrón con miles de pecados contra el sexto mandamiento y que dios en su infinita bondad le perdonará después de un acto de sincero arrepentimiento. El claustro está jalonado por arcos de bóveda de cantería que  sustentan cilíndricas columnas, anchas en su base y paulatinamente más estrechas a medida que ascienden hasta alcanzar las ménsulas donde se apoyan. Vengo espiándola desde el fondo del corredor y justo antes de pararme frente a la puerta, no escapa a mi percepción la abertura sobre el visillo cerrándose con un leve movimiento. Empujo la maciza puerta de madera que cede a la presión de mis brazos. Eriza mi vello el sonido delator del hierro de sus goznes al roce con la madera. Alguien desde dentro tira con fuerza de la pesada puerta que con la velocidad deja de acusarme. De pronto, la huesuda mano de la monja se aferra a mi codo metiéndome dentro bruscamente. Mi cuerpo se tambalea a punto de caer de los tacones y la monja me retiene sobre sus pechos impidiéndomelo. 

Empujo la maciza puerta de madera que cede a la presión de mis brazos. Eriza mi vello el sonido delator del hierro de sus goznes al roce con la madera. Alguien desde dentro tira con fuerza de la pesada puerta que con la velocidad deja de acusarme. De pronto, la huesuda mano de la monja se aferra a mi codo metiéndome dentro bruscamente. Mi cuerpo se tambalea a punto de caer de los tacones y la monja me retiene sobre sus pechos impidiéndomelo.

- ¡Tu estas completamente loca hija mía¡ Me reprende reprimiendo alzar la voz ¿Cómo se te ocurre presentarte aquí vestida así?
- Yo lo siento hermana, perdóneme pero ha pasado mucho tiempo y quiero darle una sorpresa.
-¿Sorpresa dices? Un susto de muerte me has dado a mí.
-Es temprano y no creo que nadie me haya visto, aún conservo la llave que me dio usted para entrar por la pequeña puerta de la leñera. Poco a poco va relajando su crispación
- ¿No has oído la campana de maitines? Gracias a dios que el convento está casi vacío.
 -Era lo acordado hermana, nos dijo que hoy era el día ideal.
-Bueno, bueno, déjame que te vea y té de un beso.

Giro sobre mis tacones con los brazos abiertos mientras le digo.

-¿No me diga que no le gusta?
-Eres muy bonita y te quiero mucho pero así vestida pareces una ramera y que dios me perdone.
-¿Usted cree que me perdonará también a mí?
-¡Calla! Eres un diablo de mujer.

Aunque conversamos por teléfono con frecuencia me suelta toda una batería de preguntas acerca de mí familia los amigos y mi trabajo.

-Todos están bien Sor Mariam.
-Y tu ¿cómo estas tú?
-Muy bien gracias.
-Sé lo que hay dentro de ti que tanto te hace sufrir pequeña, no me quieras hacer creer que eres una tonta sin sensibilidad, debajo de esas ropas de... 
-Dígalo madre, de puta.
-No blasfemes y déjame terminar. Debajo de ese... lo que sea, se esconde un corazón muy grande. Pero me asustas cuando me miras con tus ojos de gata.
-Ostia madre.
-Te he dicho que no blasfemes y es hermana,  no madre.
-Bueno me da igual, no he venido aquí para arreglar el mundo con usted, he venido a una cita. Ya lo sabes.
-Lo sé, lo sé. Dice santiguándose dos veces.

 Fuera de mis casillas pierdo el control y la tuteo, perdiendo también el sentido del humor. Ella dice que cuando me enfado saco lo mejor que hay en mi, yo lo que creo es que le gusta verme irritada para luego recogerme en su regazo de monja. Le gusta jugar a ese juego conmigo y siempre le sale bien. La gran vocación que tiene en lo que hace le impide dar rienda suelta a su sexualidad, pero a veces siento que me toca con sus largos dedos cuando me habla. Sus palabras lo dicen todo de ella y tiene un lenguaje complicado y exclusivo  para expresar sus deseos sin atentar – al menos de palabra – contra ningún de los diez mandamiento.Ahora la expresión de mi rostro se apaga y mi voz adquiere un tono severo temiéndome lo peor cuando le pregunto;

-¿Ha venido ella? El segundo que tarda en contestarme se me antoja infinito.
-Si, si, vino hace media hora.
Me dice mientras se lleva un dedo a la boca en señal de silencio o tal vez queriendo sellar sus labios incluso ante el mismísimo dios.
-Debe estar hecha un manojo de nervios. Tendréis muchas cosas que contar.

Mi rostro se ilumina y no puedo reprimir estrujar su cuerpo contra el mío mientras intento levantarla cuando, las agujas de mis tacones me avisan del peligro.

-Suéltame niña que te vas a caer.
-Ande hermana que dios lo ve y lo sabe todo.
-Demonio de mujer, ¡calla!. Tendré que pensar en lo de tu ropa, no puedes pasearte por el convento de esta manera. ¿Cuánto tiempo os quedareis?
-Tal vez un día. Solo dios lo sabe hermana.
-Demonio de mujer. Murmura.

-Éste ala del convento está deshabitada desde hace mucho tiempo. Ya no hay vocación.

Dice con cierto desdén. Me da rápidas  indicaciones de cómo encontrar la celda segura de reunión. Se despide con un beso en mi frente. 

-¿Cree usted que la madre superiora me aceptaría como novicia Sor Mariam?.    Demonio de mujer. Murmura santiguándose.

Me quito los zapatos para progresar por las escaleras con seguridad. Notando sus ojos celestes de monja clavados en mi trasero y oigo el vuelo de su hábito en la huida, al detener mi ascensión  haciendo el ademán de girar la  cabeza pero sin volverme. No pudo evitar  sonreír maliciosamente. Subo.

El camino que me conduce a la celda se ha vuelto angosto. Trago saliva mientras empiezo a perder el control de mis movimientos, antes seguros. Con la palma abierta de mi mano toco la fría piedra un instante para mitigar mi sofoco. Apenas puedo contener ya el cauce de mi deseo. Intento moverme con suavidad para no abrirle las puertas a la incontinente fuerza que empuja en mis entrañas. Mis finas braguitas parecen insuficientes para detener la avalancha que se aproxima. No ayudan a serenarme los viejos tablones crujiendo  cuando  mi cuerpo balancea el peso sobre mi pie descalzo al caminar. De puntillas intento flotar para no hacer ruido. Como un fantasma  salvo volando sobre los dedos de mis pies el corredor superior para posarme como una pluma frente a la puerta de la celda. No veo a San Pedro pero creo que esto es la puerta del cielo.

No puedo contener por mas tiempo la emoción. Suspiro profundamente tomando impulso  y abro la puerta del aposento con cierto misterio y la duda de encontrar o no mi dicha. Ahora tengo miedo que ella se asuste al verme vestida de esta guisa y comienzo a valorar que ha sido una estupidez disfrazarme así. Me siento ridícula. No encuentro ninguna disculpa convincente  y solo espero que me perdone. La madera del suelo es vieja pero está limpia y cuidada, creo que será un buen lecho para yacer con ella, austero y apropiado al sacro lugar donde nos encontramos. Entro.

Una pequeña claraboya abierta en el techo proyecta un haz de luz sobre su figura, donde están atrapados microscópicos átomos desprendidos de la madera y de las piedras  centenarias, iluminando su piel de aceituna. Me aproximo. Los dos luceros negros que jalonan su rostro me miran. La tomo del talle, su cuerpo está cálido. Hacen sus brazos un lazo sobre el  mío mientras sus manos se deslizan sobre mi piel. Siento sobre mi pecho su corazón desbocado mientras mis manos acarician su rostro, su pelo.  Sus corneas titila a punto de desbordarse sus lágrimas. Huele a hembra en celo.

 -¿Lloras?
-  No es llanto, es mi dicha. Llegas tarde, debería castigarte.
- Hazlo, estoy dispuesta.
- Lo consideraré. Eres muy egoísta.
- Conozco todos mis pecados.

Sus dientes se clavan en el lóbulo de mi oreja y la punta de su lengua penetra en mi oído humedeciéndolo. Sus tibias palabras resuenan en mi tímpano.

- ¿De que vas vestida?
- De regalo. ¿Te gusta?
- Todo lo tuyo me gusta.
- No voy a poder reprenderte por tu actitud. Estoy demasiado excitada.

Beso sus labios jugosos embebiéndolos en los míos. Nuestras manos buscan la piel desesperadamente. Despacio se arrodilla ante mí abriendo la cremallera lateral de la falda que cae sobre la madera. Desprende las medias de sus ataduras mientras lame con su lengua húmeda mis muslos. Lengüetea mis piernas acercándose poco a poco a  mi sexo. En mis ingles se detiene y ahora apresa mis braguitas con sus dientes  que al soltarlas resuenan en mi piel. De un tirón arranca la prenda y hunde su rostro en mi sexo bebiendo la savia que hay en él. Una a una van cayendo las prendas que cubrían nuestros cuerpos Acaricio su pelo y jadeo mientras me corro en su boca. Mi primer orgasmo se prolonga por varios minutos sumiendo a mi cuerpo  en un delicioso estado febril.

- Si no paras me matarás. Consigo decir entre jadeos.

Pero ella no se detiene, solo me lame y me chupa toda. Como la seda de una araña su lengua  va envolviendo  mi cuerpo quedando atrapado en su letal veneno, es un cuchillo que hiere mi piel. Por fin se detiene. Postrada ante mí me miran con  intensidad haciéndome sentir un tipo de sexualidad tal vez sin clasificar. Ella consigue conectar con mi interior de una manera que nadie en este mundo sabe hacer. De tal forma que siento su cuerpo como una prolongación del mío y confundo sus miembros que ahora me parecen propios. Su mirada es suplicante. Es mi turno. Echo un vistazo al cuarto buscando tal vez los ojos febriles de Sor Mariam, pero en la piedra no hay ni un solo hueco, la puerta cerrada y la claraboya que lo ilumina son sus únicas aberturas.

Las paredes de la celdilla están completamente desnudas como nosotras. En un rincón hay una palangana sobre un trípode de patas de hierro, un par de toallas y un jarrón de latón repujado con asa, que tal vez contenga agua. Una mesa de madera de patas muy cortas hace de  cama. Tomo de las manos a mi amada levantándola y la invito a que nos aproximemos. Una tela está cuidadosamente doblada en un extremo, juntas la extendemos sobre el lecho desplegando su blanco deslumbrante. Sus bordes están  rematados con bellos brocados. Doy otro vistazo rápido al cuarto y antes de perderme en su cuerpo echo el cerrojo a la puerta.

Jadea ahora mi putita entregada a mis caricias. Ya perdió hace tiempo su virginidad y puedo morder sin miedo su sexo con violencia, penetrando con mi legua su rosada oquedad, recorriendo su rajita y violando su ano con mis dedos. Se tensa su cuerpo y su rostro es fiel espejo de su gozo. Todo su cuerpo es un lamento y el mío va ganando temperatura. Me abro de piernas y pongo mi sexo en su boca mientras la mía busca la miel que brota del suyo. Está teniendo un orgasmo que se prolongará infinitamente, aprieto contra su boca mis caderas casi ahogándola cuando sus uñas se clavan en mis nalgas. Entran en resonancia nuestros jadeos haciendo temblar la madera donde yacemos cuando lleno con mi secreción su boca insaciable.

Exhaustas quedamos tendidas en el lecho. Enredo el fino bello ensortijado de su pubis en mis dedos jugando con él mientras observo sus pies decorados con tatuajes de  henna a modo de calcetines. Acaricio sus dedos y la oigo estremecerse. Me vuelvo para estar cerca de su rostro y de sus labios. Su mirada antes llena de deseo parece ahora vacía, detenida en algún punto indeterminado de las vigas de madera del techo. Con mi saliva mojo sus labios ahora resecos. Me sonríe cuando desclava sus ojos de las alturas mirándome.

-Cuéntame de tu último viaje al cuerno de Africa.
- Ha sido una experiencia muy dolorosa para mí.
- Aprender siempre duele. ¿Alguien te ha herido?
- No. Acaso yo misma hurgando siempre en mis entrañas. Estuve firtreando con la muerte y me enseño su rostro.
- ¿Cómo era?
- Profundo.
- ¿Has estado con alguien?
- Ya conoces mi debilidad por los hombres. El sexo violento con ellos metransforma en un animal peligroso y salvaje. A veces me doy miedo. Con ellos siento mi sexo como una planta carnívora, de aspecto atractivo con su jugoso color rosado que devora todo lo que cae en sus fauces.
- Eso parece una figura literaria mas que una realidad.
- Tal vez lo sea, pero es así como me siento. No somos muy diferentes a otros seres vivos.  Mi favorita  es la “mantis religiosa”. Mata y devora a su macho después de la copula.
-Entonces lo nuestro ¿qué es?
- Lo nuestro está en otra dimensión. Mas cerca de dios.
- Bueno lo de los hombres para mi no cuenta. Me refería a si has estado con algunamujer.
- Tú eres la única mujer que hay en mi vida. Quiero decir en mi cama. A veces he
pensado en ponerte los cuernos para darte celos pero no consideré la idea suficientemente atractiva.
- Eres un demonio de mujer.
 - Eso mismo dice Sor Mariam y también dice que blasfemar es pecado.
 - No lo hagas nunca, me matarías.
- ¿De que tienes miedo?
- No sé. Tal vez de lo que vaya a sentir luego. Tal vez se rompa algo dentro de mí y nunca más pueda unir los pedazos.
- ¿Cuéntame tú algo de tu vida?
- Ya sabes que mi marido trasladó la clínica de Lyon aquí, a París. Tienes que conocer a mi hija, justo ahora hace un año
que nació. Es una muñeca. Me hace sentirme muy bien.
- Me estoy poniendo celosa
- Eres una tonta. Tenemos que planear unas vacaciones todos juntos

Nos quedamos, un buen rato, en silencio descansando, recordando nuestras palabras y los sentimientos que ellas habían provocado en nosotras. Poco a poco las caricias fueron haciendo que recobrásemos el tono. Retomando nuestros juegos amorosos sin la precipitación del principio deteniéndonos en cada uno de los rincones del cuerpo buscando nuevas estimulaciones. También con las provocadoras palabras, que entre jadeo y jadeo salían de nuestras bocas. Ella se burlaba de mí diciendo:

- Voy a explorar la planta carnívora que llora ahí abajo mi linda putita, espero no quedarme sin lengua en el intento.

 Después de lamerme un rato se paró bruscamente diciendo:

- Estoy pensando en cobrarme ahora tu pecado de llegar tarde.
- ¿Qué estás tramando?

Dirigió su mirada hacia un rincón donde vi por primera vez un cirio de gran tamaño sobre el suelo, que estaba sin empezar y que yo no sabía si alguien lo puso allí con retorcida intención o simplemente era para iluminar la celda en la noche, pues no había ningún artilugio eléctrico a la vista. Puso cara  lascivia al decir.

- Veamos si tu planta carnívora se traga la cera de esta gran vela. Voy a poner luz en las cavernas de tus entrañas. ¿Quiere que lo meta en tu cuerpo?
- Si es tu deseo. ¿Me dejarás probar luego a mí?
- Pues claro que te dejaré pequeña puta.

Tomó el cirio y con un poco de agua le limpió el polvo, luego después de secarlo con la toalla extrajo de su bolso un bote de crema hidratante y puso un poco en su extremo.

- No necesitaré de lubricante ya estoy muy mojadita.  Guardalo para ti.

Me miró sin entender muy bien a lo que me refería, concentrada ya en ensartarme el cirio entre las piernas. Fui tragando centímetro a centímetro de la enorme vela mientras sus ojos azabaches chispeaban viéndome y oyéndome gemir de placer. Sintiendo la cera en mis entrañas mis instintos más primitivos volvieron a mí como un volcán en erupción mordiendo sus labios carnosos. El improvisador consolador iba haciendo su trabajo con eficacia hasta que se desató el magma de mi interior provocándome un gran orgasmo. Lo sacó entonces de mi cuerpo lamiendo con su lengua mi herida, mientras yo, recuperaba el aliento.Después de recuperarme tome el cirio en mis manos

-Te toca guapa.

Sobre al cama de madera abrió sus piernas y le indiqué que las tomase con sus manos por debajo de las rodillas. Así lo hizo poniendo cara de preocupación al ver mis intenciones.

- Creo que no podré albergar el cirio en mi culo amor.
- Si tu marido se abre paso por ahí este cirio también lo hará. Cuando me lo indiques paro si no puedes seguir.
- Bien, cuando quieras.

Puse crema en su ano y unté bien la gran vela. Apliqué el cirio sobre el estrellado agujerito, empezando con movimientos que le fuesen masajeando y convenciéndola de las posibilidades que tenía de alojar el instrumento en sus entrañas. Poco a poco cedió a la presión abriendo la puerta de su interior. Yo daba masajes en su clítoris para compensar y puso cara de estreñimiento cuando le cole algunos centímetros. No se si por terminar con aquello o porque realmente sentia gran placer, el caso es que un orgasmo hizo que los tensos músculos de su cara se rebajasen poco a poco. Saqué con mucho cuidado el cirio y mojé con un poco de agua fresca una toalla para aliviar su dilatado ano. Le puse crema hidratante y la besé.

- ¿Te ha dolido mucho amor?
- Al principio luego menos.

Nos quedamos mirándonos esperando algún comentario revelador de la experiencia y la comicidad de la situación nos provocó una carcajada que nos devolvió la sincronía tal vez perdida anteriormente. Retomamos la conversación sobre nuestras vidas mientras nos vestíamos. Abrí con cuidado la puerta y de puntillas me colé en la celda contigua, donde  se suponía yo estaba aislada buscando la reflexión en un día de ejercicios espirituales. Allí encontré ropa mas adecuada para bajar al comedor donde, según la nota que había sobre la cama, nos esperaba Sor Mariam para el almuerzo.