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Mini-Entrevista y Maxi-Relato de Carletto

en Entrevistas / Info

ENTREVISTA

DS1. Ha pasado un año desde que Carletto abandonó TR llevándose todos sus relatos ¿Cómo ha ido todo desde entonces?

 

C. Tal y como tenía pensado, Carletto "falleció" en el mismo instante que abandoné TR. En su momento, cuando tenía motivaciones para escribir relatos (más o menos) eróticos, le hice nacer, luego, tal personaje ya no tenía razón de existir, así que le maté.

La persona que existía detrás de Carletto , por el contrario, ha seguido viviendo muy feliz (dentro de lo que cabe). La verdad es que el tiempo ha pasado muy deprisa, y, además me he tomado las cosas con mucha tranquilidad.

 

DS1. Aunque en su momento explicaste las razones que te llevaron a marcharte, seguramente muchos lectores no las conocerán ¿Qué pasó para que tomaras esa decisión?

 

C. Agotamiento. Aburrimiento. Todo aquello que durante dos años me motivaba para escribir (quizá excesivamente), fue quedando por el camino. Al final solamente me restaba la constatación de que había perdido el rumbo, y que lo que escribía…no era apropiado para TR.

Todo Relatos es una página con unas características concretas, y, aunque se permita que algunos (como yo) nos hayamos ido por los Cerros de Úbeda, realmente no es eso lo que buscan los lectores. Y lo digo sin ninguna acritud en absoluto, porque yo fui el primero en buscarlo cuando visité la página por primera vez.

Ahora que lo pienso más detenidamente…quizá también influyó en mi decisión de "tirar la toalla" el hecho de sentirme observado como "con lupa". Algunos amigos me exigían un nivel de calidad acorde con el "don" que, según ellos, tenía para la escritura. Otros (quizá menos amigos) dejaban plasmados en los comentarios cualquier tipo de "gazapo" que se me pasase por alto…Y, en resumidas cuentas, tanto unos como otros lograron que perdiese la frescura (quizá lo único salvable) de lo que escribía.

 

DS1. ¿Te has arrepentido alguna vez de haber retirado tu cuenta y tus relatos?

 

C. Arrepentido no. Creo que hice lo que tenía que hacer, puesto que era lo que me apetecía. Teniendo en cuenta la cantidad de cosas a las que tenemos que plegarnos en nuestra vida laboral (y extra-laboral) para mí fue un verdadero lujo hacer, por una vez en la vida, lo que me venía realmente en gana.

Lo lamento, un poco, por aquellos lectores que se quedaron con las ganas de leer alguno de mis relatos; pero creo que avisé con tiempo suficiente para que pudiesen guardar los que fuesen de su gusto.

 

DS1. ¿Te apetece recordar etapas de tu producción o algún momento especial de tu paso por TR?

La verdad es que, durante mi etapa de 2.004 – 2.005, lo pasé fenomenalmente bien escribiendo. Sobre todo durante el primer año, cuando apenas si me daba cuenta que existía un TOP y todas esas mandangas. Tenía un grupito de seguidores que (vaya usted a saber porqué) les gustaba mi forma de escribir. Y me extraño todavía más pensándolo ahora, porque -realmente- mis relatos nunca han llegado a considerarse de la categoría de "paja segura". Y Todorelatos, digamos lo que digamos, es una página que está pensada (y buscada) para conseguir orgasmos, o, por lo menos, una cierta y placentera excitación.

No obstante quiero aclarar que les recuerdo a todos ellos (mis seguidores) con un cariño muy grande, y que si ell@s disfrutaron leyéndome, yo disfruté todavía más cuando escribía para ellos.

DS1. ¿Por qué has elegido precisamente ese relato para devolverlo a TR?

 

C. Este relato fue el último que escribí (y publiqué) en TR. Luego ya no he escrito nada más, salvo los correos para contestar a mis amistades, y una tontería a la que yo llamo pomposamente "obra de teatro" y que, por suerte para el Arte de Talía, jamás será represenada en un escenario.

Volviendo al tema del relato que se publicará (supongo) junto con esta entrevista, en principio lo escribí para incluirlo dentro de los "Ejercicios" que publican periódicamente algunos autores de TR. Luego, como el tiempo apremiaba y quería estar "de cuerpo presente" o mejor dicho "de cuerpo ausente" para finales de junio de 2.006, decidí publicarlo directamente con mi nick de Carletto. Dado el poco tiempo que estuvo "a la vista" (seguramente un mes escaso), muchos lectores no tendrían la posibilidad de leerlo, y, además, con el agravante de que por su extensión (es un relato muuuuuy laaaaaaargo) incluso los más "afines" lo dejarían para leer "más adelante".

También lo he elegido porque, creo, es un relato divertido, con sus dosis (no muchas) de erotismo (las suficientes para sonreír, aunque insuficientes –desde luego- para hacerse pajas). Intriga, descripciones "carlettianas", un poco de morbo…En fín: más de lo mismo, como diría alguien. De todas formas (y lo digo por si alguien coteja la primera "edición" con esta segunda) lo he retocado en algunos puntos, intentando añadirle algo de verdor y retratando un poco más nítidamente a los personajes principales.

DS1. ¿Abre esto de alguna manera la posibilidad de un pleno regreso de Carletto a TR?

En absoluto. Carletto no volverá a TR. Su tiempo, bueno o malo, ya pasó.

Sin embargo, y ateniéndome al dicho de que "no se puede decir nunca de esta agua no beberé", no descarto volver a darme de alta...con otro nick. Pero sería, desde luego, comenzando de cero para poder dar rienda suelta a todo lo que me viniese en gana...sin la cortapisa de tener un "nombre ilustre" por el que velar. Pero, de momento, la idea no me tienta lo suficiente como para ponerme manos a las teclas.

DS1. Pues gracias una vez más por tu tiempo (estoy por pedirle a Alex que abra la categoría de "Entrevistas con Carletto") y seguro que tus lectores agradecerán volver a saber de ti. Sin más, vamos con el relato:

 

 

 

 

 

SEXO, AMOR Y MUERTE, EN LA VICARÍA

-I-

La mujer hace tiempo que perdió de vista los cuarenta. Es bajita y tetona, con un sobrepeso que se ensaña en las caderas y gana la batalla en el ancho culo de matrona hispana. Está desnuda, a excepción de un vetusto liguero que se clava en las carnes casi con pretensiones de cilicio. Los muslos y pantorrillas, enfundados en la seda blanquinosa de unas medias de novia, sorprenden por la perfección de su torneado. Calza zapatos de tacón alto, forrados de satén blanco. El vello púbico, rubianco, es bastante escaso, dejando entrever la herida vertical de un coño jamás hollado por ningún objeto fálico, y mucho menos por carne de varón.

La solterona rebusca en las profundidades de un armario que exhala vaharadas de naftalina, hasta que, con un gritito de triunfo, saca a la luz un añoso vestido nupcial. Acto seguido, con mucho cuidado para no rasgar la tela requemada por el tiempo, comienza la ardua labor de embutir sus mollas en el viejo satén.

Con un último esfuerzo, sube finalmente la cremallera. Los pechos se amontonan en el escote, amenazando desbordar el fino encaje. La carne, blanca y lechosa, apenas es contenida por las costuras tensas del vestido de novia. Un pezón, rosado y virginal, asoma como la nariz de un bebé en su cunita, orlado por delicadas puntillas de bolillos.

Aguantando la respiración, la mujer eleva los brazos y ciñe sus sienes con una decrépita corona de flores de azahar. Luego, dejándose llevar por un impulso infantil, danza por la alcoba con pasitos torpes, canturreando en voz muy baja. El velo de tul ondea a su alrededor, deshaciéndose en minúsculas partículas corroídas por la polilla. Los ojos, febriles, brillan en las cuencas de una cara poco agraciada. Sumergida en sueños imposibles, ella recuerda el rostro de su amado…y sonríe.

El neón del techo se apaga de improviso. La mujer de blanco queda en suspenso, sujetando ante su busto generoso lo que queda de un ramo adornado con tules y cintas de seda vieja. El cercano campanario desgrana doce tañidos que hacen vibrar los cristales de una antigua lamparilla de lágrimas con sonidos de bienvenida. La esfera del reloj semeja una gran luna rotulada con números romanos. Por el ventanal, abierto de par en par, se cuela la brisa, fresca ya, de la noche septembrina, junto con el aroma empalagoso que sueltan los geranios.

Un ruido desagradable, parecido a un chirrido, sobresalta a la pobre mujer y la hace lanzar el ramo a un extremo de la amplia habitación. Una luz, cegadora, entra a raudales desde el exterior, haciendo que la ajada doncella levante la vista dando un chillido de miedo cerval.

Dando unos pasos hacia atrás, se desploma de espaldas sobre el lecho que ocupa el centro de la alcoba. Sus ojos, enloquecidos, miran sin creer lo que ven: una figura que viene por los aires directamente hacia ella, nimbada de humo blanquecino y luz anaranjada, muchísimo más bella que en sus más locas fantasías.

Revientan las costuras, incapaces de aguantar su respiración agitada. Los pechos, maduros y virginales, se desparraman libremente.

¡Eres tú! –musita esperanzada. Junta sus manos en un amago de pleitesía, pero luego, cambiando de opinión, rasga lo que queda del vestido para ofrecerse, impúdica, a la figura viril que la observa sonriente. Los dedos, tibios, insinúan una torpe caricia sobre los pezones erectos, retorciéndolos hasta el dolor y consiguiendo descargas nerviosas que recorren el cuerpo en oleadas voluptuosas.

Apoyando los talones en la colcha bordada, la mujer aparta los bordes de la tela de satén, acariciando, de paso, su piel erizada. Milímetro a milímetro, como murallas que se derrumban al ser conquistadas, se abren los muslos de una forma inusitadamente procaz. El coño intocado brilla bajo el neón del techo, regurguitandodesde lo más profundo de la raja un liquidillo con aroma a aliento de pez.

Con ojos desorbitados, la cuarentona ve acercarse a su amado. Gime de deseo mientras observa los rizos rubios, el tórax amplio, moreno y semidesnudo, la corta túnica bajo la cual, espléndida y morcillona, asoma un buen trozo de verga superlativa…

El joven sonríe con la seguridad de los que siempre se saben deseados. Enarbola una lanza de soldado romano de dimensiones medianas, cuya punta dorada apoya durante unos segundos sobre el sexo de la mujer. Acaricia los ralos vellos y, viendo desbordar el flujo femenino, comienza a penetrar al ansioso virgo.

Una vena gruesa late en la garganta femenina. La boca se retuerce en un rictus agónico, mientras emite un gorgoteo que resuena desagradablemente a desagüe atascado. Una de sus manos se cierra contra su propio cuello, hincando las uñas en un intento infructuoso de búsqueda de aire, desplazándola finalmente hasta el seno izquierdo. La otra repta por su cuerpo desnudo, apenas cubierto por jirones de satén y gasa, arañando la nívea piel y marcándola con surcos ensangrentados. Entre sus muslos, abiertos obscenamente, la punta del falo dorado se hinca con suaves embates, dejando atrás el himen desgarrado para siempre.

La luz intensa nimba la figura alada. Antes de emitir su último estertor, la mujer admira por última vez el milagro hecho carne. Sus ojos chispean entre rijosos y sorprendidos, para después apagarse quedando clavados en un punto fijo.

El brazo musculoso sigue imprimiendo un voluptuoso vaivén a la lanza que empuña. La polla venosa late semioculta por el faldellín del joven, reaccionando a la visión de la madura machuchorra de abierto muslamen y chocho remojado. Sin embargo , al follador a distancia algo le parece raro: la figura de la mujer ya no se mueve. El cuerpo, desmadejado, ya no viene a su encuentro. Las caderas femeninas ya no responden ante el acoso del príapo brillante. Todo es silencio. El ángel repara en la inmovilidad de la humana. Sus ojos se abren como platos al percatarse que está ante un cadáver, y, con un acto reflejo, rescata la lanza de la vulva violada, arrastrando consigo los hilillos viscosos de flujo y sangre que encharcan el coño. Camina unos pasos hacia atrás, sin dejar de mirar, espantado, el rostro de la muerta. Luego, de improviso, se gira hacia el amplio ventanal al tiempo que se hace la oscuridad. Segundos después desaparece en las sombras de la noche. Dos plumas revolotean en la alcoba, bajando –en una cierta danza macabra- hasta posarse a los pies de la cama.

Tras hacer unos guiños, el neón del techo vuelve a encenderse.

-II-

El hedor de la colilla me estaba matando. Imaginaba vaharadas pestilentes llegando a mi pituitaria. Casi las veía flotar en una nube infecta que crispaban mis nervios.

¿Dónde has dejado el cigarro? – pregunté con voz acusadora.

N….oooo. ¡No he dejado ningún cigarro! – negó débilmente la rubia.

¡¡Mentirosa!! – afirmé con fuerza, mientras hacía restallar las palmas de mis manos en sus caderas ofrecidas.

¡¡Ayyyy!! ¡Bruto! – llegó el quejido con sones mimosos.

Su voz, ahogada por el almohadón, se convirtió en ronroneo. Las nalgas, carnosas en extremo, se lanzaron hacia atrás, buscando la dureza de la verga conocida. Los bordes abultados del sexo, brillantes por el flujo, lucieron sonrosados por efecto de la excitación. De rodillas, encajando mi vientre contra su trasero, busqué los senos con manos ávidas, mientras mi dureza quedaba albergada en la tibia cavidad del fruncido botón que, convertido en flor, aceptaba sin remilgos la intrusión de la carne ajena. Mis testículos se aplastaron contra la carne rezumante, con la sana, e inalcanzable, intención de entrar más allá de lo permitido. Disfruté de la deliciosa sensación de ser engullido hasta los topes, acariciado, apretado hasta la locura por el anillo anal de mi novia, la puta.

Un pitido agudo se clavó en mi oído derecho. Luego, a la par, otro más grave. Y otro. Y otro. Y otro…

El cuerpo de Magda desapareció bajo el mío. La cama se sacudió en una voltereta imposible, mientras el techo se desplomaba sobre mí. Gemí de espanto, perdido en el vacío más insoportable. Un sudor pegajoso cubrió todo mi cuerpo. El ruido de mi cabeza iba en aumento, hasta convertirse en atronador. En la lejanía percibí a duras penas el chillido de Magda, aplastada bajo mi peso, incapaz de entender a qué se debían aquellas convulsiones. Luego mi estómago se transformó en catarata, vomitando hasta la primera papilla sobre la carne trémula de la rubia.

-¿Estás mejor, cariño? –su voz me llegaba desde muy lejos.

Intenté abrir los ojos, pero el recuerdo del vértigo estaba aposentado en la boca de mi estómago. En el oído derecho, más aplacados, seguían dándome por culo los dichosos pitidos. Continuaba estando hecho una mierda, aunque sin llegar a los extremos sufridos durante la crisis.

-Sí. Algo mejor, gracias.

¿Para qué iba ha decirle lo contrario? Me tomé una píldora recetada por el médico. Era una de esas que no te curan nada, pero que te dejan medio gilipollas, como atontado. Eso me faltaba.

-Entonces…¿podrás acompañarme?

-¿Acompañarte? ¿Dónde? – la pregunta me había pillado desprevenido. No recordaba nada de nada.

-¡Tonto! ¡No te hagas el gracioso! ¿Dónde va a ser? ¡Pues a mi pueblo, al entierro!

¿Pueblo? ¿Entierro? ¿Acompañar…yo? Una pequeña luz brilló entre las sombras de mi memoria. Sí. Algo me dijo Magda uno de estos días, entre vómito y vómito.

¿El entierro de tu tía?

¡Pues claro! Hace falta que vengas conmigo. Quiero que vean que soy una mujer decente, con un hombre guapo como pareja, y además…policía.

Me enterneció la carita que puso al decir:"mujer decente". Porque yo tenía dudas bastante razonables para creer que, ni remotamente, Magda podía llegar a aparentar algo distinto a lo que era. Tenía ojos verdes, felinos, que ella gustaba de remarcar con un lápiz haciendo que se alargasen excesivamente, al estilo egipcio. Su cuerpo terso, de veintipocos años, todavía no mostraba ninguna señal de la (¿mala, buena?) vida que le daba su dueña.

-¿Tú crees que se lo tragarán? –se me escapó la pregunta en un arrebato de sinceridad. Luego lo quise arreglar añadiendo – Me refiero a lo de que estamos casados.

-¡Claro que sí! – sonrió ilusionada -¡Tú llevarás tu traje negro, y yo…bueno, yo ya me arreglaré con alguna cosa!

Mientras Magda telefoneaba a varios clientes, avisando del imprevisto surgido, yo me duché con parsimonia, teniendo mucho cuidado en no hacer movimientos bruscos. El equilibrio lo tenía prendido con agujas, y no quería pasar por la experiencia de otro vértigo.¡Jodida enfermedad de Meniere!

Nos cruzamos en la puerta del baño. Ella me pellizcó una tetilla, mientras yo le daba, de pasada, una sonora palmada en su monumental trasero. Me sacó la lengua mientras se iba desprendiendo de su mini vestido de cuero rojo. Luego cerró la puerta en mis narices, gritándome para que fuese poniéndome el traje rapidito…¡y que no se me ocurriese encasquetarme la gabardina esa, tan desastrada!

 

-III-

Los rostros pasaban ante nosotros bisbiseando algo sobre condolencias. Apoyada en mi brazo, una Magda desconocida asentía con una sonrisa triste grapada en el rostro. Jamás hubiese admitido que Magda, la puta, podía transformarse en aquella personilla vestida con sobriedad y elegancia, con mínimo maquillaje y ojos cuajados de lágrimas.

Los últimos vecinos se alejaron entre murmullos. Alguno, más curioso o descarado, se volvía de vez en cuando hacia nosotros. Nadie recordaba mucho a Magda, y, sobre mí, no tenían la más puñetera idea.

El párroco, un hombrecillo nervioso y despistado, nos dijo algo sobre su ausencia la noche en que ocurrió la muerte. Tenía a su madre ingresada en una residencia de ancianos, y se trasladaba, cada anochecer, para darle la cena y estar un ratito con ella. La verdad es que tenía la Parroquia algo abandonada (se sonrojó un poco al reconocer ésto), pero… una madre es una madre.

Salimos a cenar. La taberna era limpia y cómoda. Todavía se nos acercaron algunas personas para dar el pésame a Magda. Ella, a pesar de la pena, se encontraba en la Gloria. Tenía hambre de protagonismo, ser aceptada como un ser humano normal y corriente…

Terminaron sentándose a tomar café con nosotros tres o cuatro parejas. Entendí que eran amigas de la infancia de "mi esposa", junto con sus maridos que, a pesar del disfraz, notaban en Magda un "algo" que la hacía distinta a sus hembras paridoras. Lo notaba en sus miradas de machos salidos. O puede que fuese por la novedad, por el olor inconfundible a hembra receptiva, casi en celo…

Las risas eran cada vez más fuertes. La muerta, tan llorada, ya estaba en el olvido. Hasta que Magda, queriendo dar el último empujoncito para llegar al triunfo total, dijo:

Pedro Palomo, mi marido, es policía.

Algo imperceptible cambió en el ambiente. Los hombres ni se percataron; pero, las mujeres, congeladas las sonrisas, callaron de sopetón. Se miraron unas a otras, rehuyendo mi mirada, pálidos los rostros, dándose codazos y musitando frases entrecortadas a mis espaldas. Ya ninguna miraba mi abultada entrepierna, excesivamente apretada por los pantalones del viejo traje negro.

La frialdad fue contagiándose a todos los presentes. Los varones, in albis, se extrañaron del cambio de sus mujeres, pero solo tuvieron como explicación algún pellizco de advertencia. A todas les entró una premura sospechosa por volver a casa. En unos minutos quedó la taberna vacía, a excepción de nosotros dos, el dueño que recogía tazas de café a medio vaciar…y su esposa, que nos miraba con cara de pocos amigos mientras restregaba con brío el brillante mostrador de mármol.

 

-IV-

Magda se empeñó en servirme de guía turística. Nos pateamos todo el pueblo hasta caer rendidos. Mi "esposa" parecía no darse cuenta de las ventanas que se cerraban a nuestro paso, de las miradas de refilón de alguna mujeruca sorprendida mientras barría la entrada de su casa, o del silencio repentino cuando pasábamos ante los puestos del mercadillo.

Las casas se desperdigaban, bien enjalbegadas de blanco, alrededor de una pequeña colina que dominaba todo el pueblo. Por una calle empedrada, estrecha y sinuosa, llegamos a la plazoleta en la que se elevaba el templo parroquial. Alrededor de la pequeña meseta, incrustados en vetustas capillitas, aguardaban a los fieles, de año en año, las distintas estaciones de un artístico Vía Crucis. Junto a la nave del templo, una torre cuadrangular, chata y como inacabada, lucía en una de sus caras un gran reloj de números romanos. En los laterales, mohosas y algo resquebrajadas, colgaban sendas campanas de bronce. Sobre el reloj, disimulada entre dos relieves de piedra caliza, una añosa puertecilla, seguramente con el cerrojo podrido, daba monótonos golpes a consecuencia de las corrientes de aire.

Frente a la torre, a unos veinticinco o treinta metros de distancia, se levantaba un edificio de dos alturas, no menos añoso que la misma iglesia. Parecía una posada antigua, o, quizás, un vetusto palacete venido a menos. En su fachada, de piedra caliza, se abrían dos balconadas adornadas con geranios. Las cristaleras estaban veladas por tupidos visillos de encaje. Era el único edificio que había en la plazoleta, además de la iglesia. Según me contó Marga, al edificio lo denominaban "la Casa de la Beata", y, en tiempos mejores, había servido para albergar al Vicario.

Nuestros pasos resonaron escandalosos en el silencio del templo. Marga, friolenta, se acurrucó a mi vera, mientras miraba, con ojos de niña, lo poco que había que ver.

- ¡Antes era más grande esta iglesia!- susurró en mi oído con voz ligeramente decepcionada.

- Habrá encogido por el frío (bromeé, socarrón, mientras señalaba los muchos manchurrones de humedad).

-¡Gilipollas! – se sulfuró entre bromas y veras, a la par que buscaba, para pinzarme, la bragueta.

-¡Quieta, fierecilla, que estamos en sitio sagrado! – me defendí eludiendo su metedura de mano.

Pero sus dedos ya se habían posado (más suaves de lo que predecía su insulto) sobre el paquete aprisionado en el viejo traje. Mi brazo rodeó su breve cintura, a la par que sus pezones quedaban de relieve bajo el liviano tejido del jersey. Entre unas cosas y otras habíamos pasado varios días de castidad. No era el momento ni el lugar más apropiado, pero la carne es la carne. Aprovechando una pequeña rinconada, entre la hornacina de un Santo y el imprescindible buzón petitorio para limosnas, nos aplastamos uno sobre el otro. Sus manos desabrocharon mi cinturón a marchas forzadas, mientras mis dedos elevaban el borde de su falda tubo hasta las caderas. Los dos, a pesar de nuestras ropas exteriores tan sobrias, no nos habíamos privado de ponernos nuestras interioridades más sexys. El mini tanga rojo de Magda, adherido como una lapa a los labios protuberantes de su sexo mojado, no hacía de menos al slip Calvin Klein blanco que trataba de contener, infructuosamente, la parte de mi cuerpo más deseada por mi chica.

Magda tomó postura de penitente ante mí. Arrodillada entre mis piernas tomó ansiosa la verga cabeceante, engulléndola en un pis-pas hasta mancharme de carmín el vello púbico. Chupó con delectación, a la vez que ensanchaba el orificio de su garganta, relajando los músculos de forma sabia, para que mi porra entrase hasta el fondo sin tocar barandas. Siempre quedaba alucinado al sentirme deglutido de esa forma, porque yo jamás hubiese podido tener unas tragaderas tan espectaculares. Parece que el tema tenía su truquito, pero yo todavía no le había cogido el tranquillo las pocas veces que consentía en tener un "menage a trois" con mi novia y algún maromo de confianza. Me encantaba que me mamasen; pero mamar yo...era harina de otro costal.

Rogando para que el equilibrio no me jugase una mala pasada, levanté entre mis brazos el cuerpo menudo de Magda. La pared, fría y desconchada, tomó contacto con sus nalgas ardientes. En dos suaves empellones, sudando a mares, metí todo lo que podía meter, mientras mordía los labios de mi pareja para acallar sus inoportunos quejidos. Contaba con la mucha experiencia de ella, y no me defraudó. Bien agarrada a mi cuello, enlazando mis caderas con sus muslos ardientes, se elevaba unos centímetros para dejarse caer de golpe, completamente ensartada en mi polla chorreante de precum. El polvete resultó de antología, con el morbo añadido de estar donde estábamos, codo con codo con todos aquellos Santos y demás parafernalia católica. En el éxtasis del orgasmo, Magda no pudo reprimir el impulso de extender una pierna con violencia…y entonces fue la hecatombe.

Con un estruendo monstruoso, levantando ecos que rebotaron por techos y cimborrios, por tintineantes cristaleras y por viejos altares, el buzón que llevaba rotulada la frase "Para el Culto", cayó al suelo, se hizo añicos y dejó desparramado todo su contenido en varios metros a la redonda. Cuando se hizo el silencio, varios minutos después, todavía se oyó una triste moneda rodar por el suelo de mármol desgastado hasta que se extinguió, definitivamente, su sonido.

Rápidos como el viento, rojos como pimientos morrones, adecentamos nuestro aspecto lanzando fugaces miradas a nuestro alrededor. Magda limpió mi verga de cabo a rabo usando su sabia boca, mientras yo le eliminaba las rebabas de esperma que goteaban de los labios de su sexo. Por suerte nadie se hizo presente.

Avergonzados por el estropicio, quisimos remediarlo hasta donde fuese posible. Recogimos monedas, astillas, y lo que, sin duda, eran notas de amor. Estaban escritas en pequeños trozos de papel, con letra menuda y usando letra de imprenta en cada una de ellas. La firma, apenas un garabato legible, siempre era la misma:

NO PUEDO VIVIR SIN TI. Graciela.

MI VIDA NO TIENE SENTIDO. VEN A MÍ, POR FAVOR. Graciela.

DICEN QUE ESTOY LOCA. Y LO ESTOY…POR TI. Graciela

Luego había una última, sin lugar a dudas más atrevida:

¿TENDRÉ QUE MORIR SIN CATARLO? Graciela

La puerta del templo chirrió al abrirse. Unos pasos livianos sonaron en nuestra dirección, dejándonos apenas el tiempo suficiente de ocultarnos tras las sombras de un confesionario. La visitante hizo una pequeña genuflexión ante el Altar Mayor, y se dirigió como una flecha hacia donde estábamos nosotros. Aguantamos la respiración. La mujer iba peinada con unas apretadas trenzas que formaban un gran rodete en su nuca. Su rostro, levemente sonrosado, dejaba traslucir una angustia especial, quizá subrayada por su mirada un tanto salvaje, como de animal en peligro. Quedó sorprendida por el desparrame de astillas y monedas, aunque, por lo que vimos, su interés estaba centrado en las notas. Las recogió con cuidado infinito, guardándolas en un monedero que apretó contra su pecho. Luego, con el mismo sigilo que había utilizado para entrar, se desvaneció entre los pilares forrados de vetusto mármol, desapareciendo de nuestra vista.

Recordando las notas, tuve la duda de si la tal Graciela sería la rubia del moño prieto, aunque luego deseché la idea, puesto que no era lógico que la autora de las notas se encargase, a la vez, de recogerlas.

Marga me sacó rápidamente de la duda.

Graciela era mi tía. La misma cuyo funeral celebramos ayer. Seguro que la rubia, sea quien sea, es la receptora de las cartas. No tenía la menor idea de que mi pobre tiíta tuviese un amor lésbico (realmente no dijo "lésbico" sino otra denominación un poco más basta y relacionada con productos de bollería).

Quedé pensativo. Dejé vagar la mirada a mí alrededor, imaginando las mil y una historietas de amores, correspondidos o no, que se habrían confesado entre las paredes de aquel viejo templo. Doce velas, de distinto tamaño, parpadeaban ante la hornacina del Santo que había junto a nosotros. Era un San Miguel de tamaño natural, moldeado en escayola y pintado artísticamente hasta lograr un efecto sorprendente. Era hermoso. Los bucles rubios adornaban la frente y caían sobre los hombros. Una túnica corta, de aspecto militar, apenas cubrían los muslos musculosos, que, junto al tórax amplio y bien marcado, daban al conjunto un aspecto casi…obsceno. Las alas, también de escayola, estaban pintadas de blanco y ribeteadas, una por una, con un delicado trazo dorado. En el brazo derecho, tan bien conseguido como el resto de la estatua, resaltaban los tendones, azuleaban las venas, y daban la sensación de vigor guerrero resaltada por el hecho de que empuñaba una lanza de dimensiones medianas.

El arma, esgrimida contra lo que parecía una serpiente enrollada a sus pies, terminaba en una punta alargada, de bordes redondeados y pintada de un color rojizo amarronado. En algunos puntos brillaba un fondo de purpurina oro.

Con un estremecimiento repasé los exvotos de cera que habían dejado, durante siglos, los fieles creyentes devotos del Arcángel: corazones, brazos, piernas, cabezas…Había fotos de recién nacidos, de niños vestidos de Primera Comunión. Hasta velos y ramos de novia. Toda una exposición tétrica y a la vez gozosa, pues representaba la ilusión, la Fe, de cientos de personas en algo que yo, por desgracia, no tenía la dicha de creer.

Fui rescatado de mi ensimismamiento por una Marga deseosa de volver a la pensión en que estábamos hospedados.

 

-V-

Han dejado un sobre para usted.

¿Para mí? – me extrañé ante las palabras del dueño de la pensión.

Sí, sí. Ahí lo pone bien claro:"Para el policía marido de la Marga"

Pero…¡si yo no soy policía!

¡¡Sí que lo eres!! –defendió Marga su mentira como gato panza arriba-¡Detective es lo mismo que policía!

Bueno, si tú lo dices...

En la habitación, al abrigo de miradas indiscretas, abrí el sobre. Dentro había una nota escrita a máquina, una tarjeta de propaganda…y dos plumas de ave pequeñas.

La nota era escueta:

"GRACIELA FUE ASESINADA"

El anónimo no decía nada más. La tarjeta de propaganda, aunque no ampliaba mucho la cosa, por lo menos tenía un teléfono al que llamar:

Solo Mujeres

Despedidas de Soltera. Fiestas privadas.

Condiciones a convenir.

Un festín para sus ojos…y puede que algo más.

Teléf. 620 896 557

En el dorso, mirando a la cámara con gesto insinuante, un chico joven, de rasgos hermosos, mostraba casi todo lo que podía mostrar. Bajo la fotografía, un nombre: "Silvio Moretti"

Y una línea más abajo: "Me puedo convertir en lo que tú quieras"

Dejé de lado la tarjeta y revisé las dos pequeñas plumas. No eran gran cosa. Daban la sensación de ser muy viejas, e incluso soltaban un polvillo con tufo a polilla que casi me hicieron estornudar.

No veía la relación por ninguna parte. Lo que estaba claro es que allí se acusaba a alguien, y que se hablaba de un crimen del que tenía la primera noticia en aquellos momentos.

Pero…¿tú tía no murió de muerte natural?

Eso me dijeron por teléfono. El certificado médico lo tendrá mi abuela.

¿¿Tú abuela?? – flipé por un tubo - ¿De qué coño de abuela me estás hablando?

Pues, eso, de mi abuela: la madre de mi tía y de mi propia madre.

¡No me jodas! ¡Ahora resulta que tienes una abuela en algún sitio, y jamás me hablaste de ella!.

"En algún sitio" no. Aquí.

¿Aquí? ¿En este mismo pueblo?

Psí.

¿Y, porqué coño no vino al funeral de su propia hija?

Es que es muy rarita. Además…no nos hablamos.

¿Qué no te hablas con tu abuela?

Bueno, más bien ella no se habla conmigo. Me retiró el saludo en cuanto nací.

¡Jodeña con la abuelita! ¿Y, con tu tía?

Con mi tía…¿qué?

Que si se hablaba.

Con ella sí.

¿Y con tu madre?

Solo hasta que se enteró que estaba preñada. Luego se enfadó muchísimo.

¡Qué mujer más arcaica!

A mí jamás me dio un beso, ni vino a visitarme al convento.

¿Qué convento?

En el que viví hasta cumplir dieciséis años. Uno que hay a las afueras del pueblo. Mi madre se había metido monja para no tener que aguantar a la abuela.

Entonces…¿te crió tu madre en un convento en el que, a su vez, ella era monja?

No, no. Mi madre, que era novicia, murió en el parto. Las monjas se hicieron cargo de mí porque mi abuela les dio una dote económica.

¡Recoño, y que historia más enrevesada! ¿Y tu tía te visitaba?

Ella sí. Me quería mucho, aunque –déjame que te diga- estaba más loca que una cabritilla. Nunca pudo hacer su voluntad, con la Gorgona de mi abuela vigilando cada paso que daba. Solo podía ir a la iglesia, y, de tarde en tarde, venir a verme a mí al convento.

¡Qué vida más alegre debió llevar la pobre! Sin embargo, parece que tuvo la suerte de enamorarse.

Y de que la matasen.

Eso está por demostrar.

¡Tú descubrirás al culpable! ¡Para eso eres policía!

¡Que no soy policía, cacho boba, que soy detective privado!

¡Pues te contrato ahora mismo para que lo descubras!

 

-VI-

Había decidido visitar a la abuela de Magda. Aquella mujer debía tener información, por poca que fuese, que me diese alguna pista.

Según me indicó mi novia, su abuela, Doña Bernarda, vivía en el caserón familiar, justamente enfrente del edificio de la iglesia, o sea: en la vicaría. No me atrevía a augurar como debía de ser, físicamente, la tal señora. Por el nombre, y la dureza con la que había tratado siempre a su familia, me imaginaba a la vieja protagonista de "La Casa de Bernarda Alba". Una añosa urraca, con el rosario eternamente enrollado entre los dedos y cara avinagrada. Nada más lejos de la realidad.

Solicité entrevistarme con ella. La criada, una mocetona rubia de rasgos eslavos, cerró la puerta tras de mí y se alejó tras indicarme – en un castellano macarrónico- que siguiese por un largo pasillo. "La Señorra le está esperrando en su estudio ". Yo había quedado estático, mirándole el grueso moño tras la nuca: era la misma mujer que había recogido las notas de amor dejadas por la difunta Graciela en el buzón petitorio de San Miguel.

Una marcha militar sonaba a toda pastilla. Nadie contestó a mi tímida llamada. Abrí la puerta y asomé la cabeza. Una mujer, menuda y vivaraz, me daba la espalda. Entré sigiloso, quedándome apoyado de espaldas a la puerta. Terminó la marcha (que identifiqué como el "Cara al Sol"), y, antes de que pudiese hacerme presente, comenzó a sonar "God save the queen". La mujercita seguía de espaldas a mí, envuelta en una nube de humo y llevando el compás con una mano embadurnada de una masa de algo que parecía barro. Trasteaba sobre algo que yo no llegaba a distinguir. Aguanté el himno de los ingleses, y temblé cuando comenzó otra nueva marcha. Esta vez cantaban en alemán. Creí recordar el "Deutschland über Alles" (el himno de la época nazi). Luego sonó "La Marsellesa", "A las barricadas" y "La Internacional". En el momento en que comenzaban los primeros compases del "Glory, glory, allelluyah", la mujer se volvió hacia mí. Sin lugar a dudas era la abuela de Marga: tenía idénticos ojos verdes, que asomaban bajo un enorme pañolón que llevaba anudado cubriendo su cabeza. Se enjuagó las manos en una gran palangana, y se acercó unos pasos ofreciéndome la diestra, que se había secado sobre un mandil amplio que la cubría desde el cuello hasta casi los pies, mientras con la otra sostenía una larga boquilla de la que emanaba un humo dulzón e inconfundible. Aquello fue demasiado para mí. Entre la monserga de los himnos, y el pestazo a marihuana que me tiró la abuelita a la cara, caí redondo al suelo.

¿Le ocurre muchas veces? – oí que me preguntaban a través de los pitidos del oído.

¿Lo de marearme? Últimamente bastante.

¿Le han diagnosticado algo concreto?

Me han adelantado que puede ser Síndrome de Menière.

Pues…que le sea leve. Ajo y agua, como decimos por estas tierras.

Gracias, esa cuenta me hago.

¿Venía usted a verme por algo concreto?

Si no tiene inconveniente, me gustaría hablar de la muerte de su hija.

Graciela murió de muerte natural. No hay nada que hablar sobre ello.

Todo el mundo no piensa igual al respecto.

A mí el resto del mundo me importa un pepino.

Pues, con pepino o sin pepino, alguien tendrá el dictamen del médico.

Naturalmente: yo.

Y…¿podría enseñármelo?

Podría…decirle que no; pero realmente no tengo inconveniente. En este sobre está.

¿Puedo llevármelo durante un par de horas?

Tiene mi permiso.

Antes de medio día lo tendrá de nuevo en su poder.

No tengo la menor duda.

-VII-

En el sobre, plegado meticulosamente, estaba el certificado médico. Tal y como esperaba, no disipó ninguna de mis dudas (mejor dicho: de las dudas de Marga). Tras una larga explicación escrita en jerga médica, del documento se desprendía que la muerta había fallecido debido a causas naturales. ¿Naturales? ¿Qué se consideraría, por aquellas tierras, una "causa natural" para morir? Sin embargo, a pié de página y con letra minúscula, había una anotación manuscrita: "Autopsia realizada en la clínica de López Igor".

¿Autopsia? ¿Se había realizado la autopsia a alguien que había muerto, en su cama, de muerte "natural"? Algo comenzaba a oler mal en Dinamarca.

Tras fotocopiar el documento, lo devolví a la abuela de Marga. Luego comencé a contrarreloj una serie de pesquisas.

El doctor López Igor resultó que tenía una clínica montada por todo lo alto en la cercana capital. Allí, con dinero, te podían hacer de todo. En los sótanos de la clínica se realizaban, con toda la discreción posible, autopsias ordenadas por las autoridades judiciales o, simplemente, por familiares interesados. También había otra ala, ultramoderna, con todo lo necesario para hacer pruebas exhaustivas: desde genéticas hasta las de someter lo que fuese al carbono catorce. Esa información me la proporcionó un viejo amigo, médico forense captado para el sector privado, que trabajaba allí y con el que me crucé por un pasillo merced a una casualidad. Gracias a él, tras prometerle toda la reserva del mundo mundial, me hice con un duplicado del informe forense sobre Graciela. Por último, abusando un poco de su confianza, le pedí si no podría convencer a algún compañero para que sometiese al carbono catorce una de las pruebas (o lo que fuesen) que tenía sobre el caso. A regañadientes me dijo que sí. Le entregué las dos plumas que me habían enviado anónimamente, y que, según me advertían en una nota, tenían mucho que ver con la muerte de Graciela. Mi amigo prometió llamarme por teléfono en breve, y se marchó a cajas destempladas, temiendo algún otro encarguito.

El club "Carne de Boy" estaba en las afueras de la ciudad. Mi documentación como detective a penas me sirvió para que no me mirasen con recelo. En la sala, ante el escenario, una caterva de jubiladas babeaban paladeando con los ojos a un chiquito (que podría perfectamente ser el nieto de todas ellas) el cual se despelotaba con gestos aburridos que querían ser sensuales. Castañeteaban las bocas postizas conforme iba quedando menos ropa sobre aquel chavalín con el pelo a mechas rubias. Daba la sensación de un estudiante de instituto, que había hecho novillos para enseñarle el culo a su abuela y resto de amigas. Alguna, muy a la americana, le metía por el diminuto tanga algún billete de cinco euros, intentando palpar la dura carne a cambio de derrochar una parte de su parca pensión. El vicio es el vicio.

Me colé en los camerinos. Allí estaba, el de la tarjeta, en pelota picada.

¿Tú eres Silvio Moretti?-el chaval dio un respingo y se tapó sus partes.

Escuche, ya lo he dicho otras veces: solo voy con mujeres.

Y yo también, muchacho; pero solo te he preguntado si eres Silvio Moretti.

Pues sí. ¿Quién me busca?

Pues mira, yo, sin ir más lejos.

¿Y qué cipote quiere?

Pues el tuyo no, desde luego. Por lo menos hoy. Solo quiero hablar contigo.

¿Sobre qué?

Eso me lo dirás tú a mí. ¿Es tuya esta tarjeta?

Claro. ¿No ve mi fotografía, y mi nombre?

Entonces, me vas a decir lo que tienes que ver con un pueblo que se llama San Miguel. Y con una señora (muerta, por más señas) llamada Graciela.

Yo, yo…(la palidez cubrió el rostro moreno y agraciado). ¡No tengo nada que ver!

Ya, ya…Pero ¿no tienes nada que ver con la muerta, o con el pueblo?

¡Con la muerta! ¡Yo no se quien coño es esa Gabriela!

Graciela. Era Graciela.

Eso.

Y, con el pueblo ¿me dices tu relación con el pueblo?

Me contrataron hace unos días.

¿Y…?

Pues que fui para una despedida de soltera. Me pagaron muy bien.

¿Me puedes decir el nombre de la novia?

¡¡No!!. Nunca doy el nombre de mis clientas.

Estás en tu derecho. Hasta que te lo exija el Juez, claro.

 

-VIII-

Aquella misma noche, Marga quiso adelantarme algo de mis honorarios. Me hizo una mamada que me dejó los ojos en blanco, absorbiendo de tal forma que casi me dio la impresión de que la sábana me iba a entrar por el trasero. Tras permitir que reposase un rato el objeto de su deseo, comenzó de nuevo a manipularlo hasta que alcanzó las dimensiones y consistencia deseadas. Creo que no lo había dicho antes, pero mi novia forma parte de ese pequeño porcentaje de mujeres (creo que el 25 o el 28 por ciento) al que le gusta a rabiar el sexo anal. Su esfínter es, con mucho, más placentero que su vulva. Entrar en sus dominios, dejarse apretar por ese anillo (no de oro, pero sí de fuego) es una experiencia que eleva el simple "dar por culo" a la categoría de lo sublime. Creo que, mi verga, aumenta de dimensiones al sentirse comprimida de una forma tan sabia, tan salaz y, a la vez, tan romántica. Cuando pasas la estrechísima portañuela, cuando su aro se ciñe casi en ras de tus testículos, tienes la sensación de que entras en un gran salón (tan enorme que no rozas las paredes), y que ese mundo oculto, cálido y pecaminoso, es el lugar donde te gustaría penetrar todo entero y permanecer, cálido y seguro, hasta el final de los tiempos.

El móvil sonó de madrugada. El cabrón de mi amigo, el de la clínica López Igor, quiso gastarme la putada de llamarme a deshoras. O quizá fue porque estaba en su turno de trabajo. Me cagué en su padre por lo bajini y abrí bien las orejas.

¿Peter Falk? – se hizo el gracioso recordándome mi mote de la Universidad.

Tus muertos.

¿Colombo?

El coño tu madre. Dispara ya lo que tengas que decirme, Capullito de Alhelí.

Esto es muy raro.

Ya.

Pero raro, raro, raro.

Más "rarito" eres tú, y ahí estás, de forense.

No te metas con mis inclinaciones sexuales, que cuelgo.

Vale, perdona. Por cierto ¿cuándo te casas?

Cuando le pase por los huevos a mi novio. Todavía tiene que divorciarse de su mujer.

¡Vaya, vaya! ¿Así que te has convertido en "La Otra"?

La Otra o el Otro, lo mismo me da. Bueno, vamos a lo nuestro.

Cuando quieras.

La muerta fue desvirgada minutos antes de morir.

Ya empezamos.

Y lo que le metieron no era una polla "al uso".

¿Cómo que no era una polla?

Pues eso, que sería un consolador, la pata de una silla o cualquiera cosa por el estilo. Además…

¿Qué?

Nada. Que –lo que fuese- estaba pintado con purpurina de oro.

¿Purpurina de oro?

Exactamente. Tanto el interior de la vagina, como los labios y demás alrededores, tenían restos de la citada pintura.

Y…¿qué más?

Pues que murió asfixiada. Mejor dicho: ahogada.

¿Y eso es "muerte natural"? ¡Será en ese pueblo, porque en el mío es asesinato!

Eso pienso yo.

¡Si al final tendrá razón Marga!

¿Decías?

Nada. Nada. ¿Ya está todo?

Del informe forense sí. Luego queda lo otro.

¿Qué es lo otro?

¡Tienes memoria de mosquito! ¡Lo del carbono catorce, hombre!

Vale, vale. ¡Qué se me había ido el santo al cielo!

Pues creo que bajó, en lugar de subir.

¿A qué te refieres?

Pues que las plumas, aunque parezca mentira, el carbono las data en más de dos siglos hacia atrás.

¿Qué las plumas son de 1.800?

Por lo menos.

¡No me jodas!

Pues…porque no querrás, porque tú siempre me hiciste "tilín". Escucha…

No quise seguir oyendo como me tiraba los tejos, y colgué el teléfono.

 

-IX-

 

No hay novia –me dijo Marga muy emocionada.

¿Cómo que no hay novia?

En este pueblo no se ha casado nadie desde antes del verano, y, lo que es mejor, no se espera ninguna boda hasta la próxima primavera.

Entonces…¿lo de la despedida de soltera a la que contrataron, según él, a Silvio Moretti ?

Una trola como la copa de un pino.

¿No vendría a alguna "despedida de soltera" gay?

Podría ser. Podemos preguntarle a Rigoberto, que es el barbilindo oficial del pueblo, según me han dicho.

Por intentarlo que no quede.

Rigoberto era un hombretón muy agradable. Tenía mucho sentido del humor y era la amabilidad en persona. Rápidamente nos hizo entrar en su casa, que brillaba como una patena, y nos puso delante de los morros un gran trozo de tarta y dos tazones de café con leche.

No, queridos, en este pueblo, y Dios me libre, nunca se han casado dos hombres. Por lo menos eso me aseguraron cuando vine a vivir aquí.

Pero (dudé) ¿no existen por aquí más hombres que sean homosexuales?

A patadas, hijo mío. Pero en este pueblo los armarios están cerrados bajo siete llaves. Cosa que, dicho sea de paso, a mí me viene de perlas.

Y…¿éso?

Pues, como soy la única "flor" oficial, me acuden en enjambres, como los avispones. Todos de tapadillo, porque son muy machos. Y me pongo las botas, no os digo más.

Bien. Me alegro por usted. Gracias por todo.

Por cierto, tengo una cosa que igual os interesa. Es una foto que saqué la noche de San Miguel. La noche prohibida para los hombres del pueblo.

¿Prohibida? ¿Qué quiere decir con eso?

No lo tengo muy claro, porque es el primer año que vivo la fiesta aquí, pero igual Marga (¿has dicho que te llamabas Marga, cariño?) lo sabe.

La verdad es que en el convento no salíamos para nada. Las monjas eran muy estrictas.

Bueno pues yo explicaré lo poco que sé: aquí el Santo Patrón es San Miguel, el arcángel, y una de las costumbres es que el día de su fiesta, el 29 de Septiembre, todos los hombres se quedan encerrados en sus casitas, quedando el pueblo a merced de las mujeres. Es la noche de "las Micaelas", y ningún hombre se entera de lo que hacen las hembras, por la simple razón de que, si a alguno se le ocurre asomar el hocico, lo tunden a palos entre todas.

Y ¿cómo es que usted pudo sacar una foto…si no podía salir de casa?

¡Hombre! –me dijo con mucho cachondeito fino-¡Yo, para ellas, no soy ni carne ni pescado, así que tengo algunas ventajas! Mira, no se ve muy bien porque la hice con una Polaroid y enfocando fatal, pero la cosa es muy rarita. La hice a las doce en punto, porque había salido dando un paseo (esa noche "libraba" por razones obvias) y, sin darme cuenta, me planté en la plazoleta de la iglesia. Está tomada desde la esquina de "la Casa de la Beata", enfocando hacia la torre. Cada vez que la miro se me ponen los vellos como escarpias.

La verdad es que el repelús de Rigoberto no era para menos: al fondo, difuminada, se veía la vieja torre. Todo estaba iluminado con una luz espectral, de un amarillo-anaranjado intenso, enmarcando una figura masculina que volaba por mitad de la plazoleta con las alas extendidas. En la mano derecha, bien sujeta, enarbolaba una lanza de dimensiones medianas. Fuese lo que fuese "aquello", era idéntico a la estatua de San Miguel que había visto el día anterior en el templo parroquial, con la salvedad de que, lo que aparecía en la fotografía, eran carne, telas y plumas reales, y no de escayola pintada. La punta de la lanza brillaba como un ascua dorada, y la sonrisa del ángel, un tanto nerviosa, me recordaba algo que no pude precisar.

Dejamos a Rigoberto con la palabra en la boca y salimos zumbando para la iglesia. Como siempre, no había nadie. El arcángel nos miraba con su belleza irreal. Su sonrisa, aunque algo más relajada, era idéntica a la foto polaroid. Palpé las alas: eran de escayola, sin ninguna duda. Los ropajes también. El puño con el que sujetaba la lanza se notaba un poco raro, como si hubiese un exceso de holgura entre los dedos y el mango que empuñaban. Seguí con la mirada hasta el resto del arma. La punta de la lanza, de bordes redondeados, estaba cubierta en gran parte de su superficie con una pintura rojizo-amarronada, que dejaba ver, en algunos puntos, el destello de la purpurina. Me incliné sobre la figura, intentando rascar con la uña algo de la pintura adherida. Estaba seca, pero no había ninguna duda: aquello era sangre.

Los zumbidos me atacaron a traición. Se hicieron más intensos en unos segundos y todo el templo comenzó a girar a mí alrededor. Me sujeté a lo que tenía más próximo: la estatua del arcángel. Y el grito de Magda me acompañó durante el desmayo, después de que cayese, abrazado con el Santo, estrepitosamente.

Me espabilé un poco. Junto a mí, bajo mí, alrededor de mí, había escayola policromada hecha añicos, huesos y restos humanos destrozados...

Estiré la mano y agarré una vasija que rebosaba de flores resecas. Arrojé su contenido al suelo, y, a continuación, vacié yo mi estómago dentro de la vasija. Luego, tras limpiarme los labios con el dorso de la mano, le dije suavemente a mi novia:

Creo que es hora de que visite otra vez a tu abuela.

Una vocecilla , entre pesarosa y firme, se oyó a nuestro lado:

Pero antes quisiera hablar con ustedes.

El sobresalto casi nos hizo saltar el corazón por la boca.

 

-X-

En la Sacristía, el párroco nos hizo sentarnos sobre unas sillas chirriantes por la carcoma. Buscó en un cartapacio lleno de papeles amarillentos, y, tras revolver su contenido durante unos momentos, nos enseñó una fotografía de la cara de San Miguel. Pero no. No podía ser. Aquella foto no era de una estatua, sino de un hombre joven, bello hasta el dolor y vestido con hábito de sacerdote.

¡Ya se quién es este joven! (dije mientras hurgaba en mi bolsillo para sacar la tarjeta del stripper) ¡Es Silvio Moretti! ¡El boy al que contrataron para, para…lo que fuese!

No puede ser. Este joven no se llamaba Silvio, sino Pascual. Fue mi vicario durante unos meses, hace más de veinte años, y luego…desapareció sin dejar rastro.

Pero, pero…¡son idénticos! –insistí en mis trece mientras ponía las dos fotos juntas sobre la mesa.

Serán idénticos, pero, desde luego, no son la misma persona.

Antes de llamar a la policía, quise aclarar unos puntos con el boy de marras. No lo encontramos en el club, ni en la dirección que me proporcionaron a regañadientes, así que volvimos al pueblo cuando era ya casi noche cerrada. La criada de doña Bernarda debía tener visita en la alcoba, porque me dejó pasar sin siquiera anunciarme. Seguramente cumplía indicaciones dadas por su dueña. Marga quedó sentada en el recibidor, haciendo guardia por si salía la rubia. Yo me dejé llevar por el olfato y seguí el rastro de marihuana. En el estudio, bajo la luz intensa de un gran foco, Silvio Moretti estaba trabajando. Su cuerpo, brillante bajo una capa de aceite, refulgía como un ascua. Atado a una columna, en la misma pose que un San Sebastián de belleza clásica, adelantaba sus caderas en un movimiento casi imperceptible, lo justo para ensartar en la boca de doña Bernarda (que estaba arrodilla ante él) su verga de dimensiones más que considerables. Ambos mantenían los ojos cerrados, por lo que no se dieron cuenta de mi presencia, atareados cada uno en disfrutar de sus sensaciones. La mujer, sin el pañuelo en la cabeza, mostraba una calva monda y lironda. Sus manos manoseaban los genitales del prostituto, y su boca de labios finos recorría con delectación desde la base a la punta del falo.

-Buenas noches- dije sin levantar mucho la voz.

Mi saludo sonó como un trallazo en el silencio apenas roto por los gemidos de la pareja. El semen salió a borbotones de la verga nervuda, y al no recibirlo la boca sorprendida, quedó colgando de la frente, cejas y mejillas de la abuela de mi novia. Tibios chorretones de poca densidad que dejaron embadurnada la faz femenina con una pátina olorosa y muy nutritiva para la piel.

Le estaba esperando –dijo, ante mi sorpresa, la ancianita chupona.

He venido a hablar con usted. Y contigo también, Moretti, cuando te cubras la polla. Pero ahora espera fuera, hazme el favor.

Pronto estuvimos sentados. Silvio se endosó un batín de baño e hizo mutis hacia otras dependencias de la vivienda. Doña Bernarda, ocultó su cabeza calva con el consabido pañolón. De cuando en cuando, todavía se relamía alguna gotita de esperma que había quedado prendida por sus labios.

¿Por donde quiere que empecemos?

¿Usted sabía que su hija era tortillera? – le solté a bocajarro.

No – contestó la anciana sin inmutarse –Por la sencilla razón de que no lo era.

Muy segura está usted.

Así es.

Y…¿qué me dice de ciertas cartitas de amor escritas por su hija…a su criada?

¿Se refiere a éstas? – dijo Bernarda mientras me lanzaba al regazo un grueso sobre. Docenas de notas se desparramaron por mis muslos.

Pues sí. ¿No me dirá que eran para usted, verdad?

No sea tan retorcido, hombre de Dios. Las tengo yo en mi poder (de hecho las tengo todas, desde la primera que escribió) pero no son para nadie que viva en esta casa.

Entonces…¿para quién?

Eso lo tiene que descubrir usted.

No me venga con secretitos, que ya tenemos dos muertos panza arriba.

¿Dos?

Sí, "dos". Como usted es tan lista, seguro que sabe quién es el otro.

Mmmmmm. Pues no caigo.

 

Sin embargo, si que cayó. Un ramalazo de dolor desfiguró sus facciones, hasta el punto que la boca quedó convertida en una mueca.

 

¡Llame al médico, por amor de Dios, y que traiga la morfina!

Mientras el médico del pueblo atendía a la anciana, tuve ocasión de intercambiar unas palabras con Silvio Moretti. A aquellas alturas yo estaba para pocas bromas, y así se lo dije.

¿Cuál fue tu misión en todo esto?

Me contrataron como "regalo" de una despedida de soltera. Ya se lo dije.

Eso no es verdad. En este pueblo no se ha casado nadie. Cuéntame otra trola.

Le digo la verdad. Vinieron unas mujeres hasta el Club en una furgoneta.

¿Unas mujeres? ¿Quiénes?

No las conozco. Hablaban algo de unas "Micaelas" o algo por el estilo.

¿Dónde te llevaron?

A un bar del pueblo. Estaba repleto de tías que aullaban como lobas. Me hicieron bailar todo mi repertorio sobre la barra, hasta que se hicieron las once de la noche. Luego…

Luego…¿qué?

Me dijeron lo que tenía que hacer después. Yo no quería, pero me ofrecieron mucho dinero.

¿Por qué no querías?

Estaba cagado de miedo.

¿Miedo? ¿A qué? ¿Por qué?

Porque lo que me pedían era muy raro.

Raro sería, cuando tú le hacías ascos.

No era asco. Era vértigo.

¿Vértigo?

Sí. Me dan mucho miedo las alturas. Y tenía que subirme a la torre de la iglesia.

Algo comenzaba a encajar en todo aquello.

Cuéntamelo todo.

Me acompañaron hasta una pequeña habitación que hay sobre el reloj del campanario. Allí me desnudé (otra vez) para que me colocasen unas vestiduras muy raras, como de soldado romano. También me colocaron unas alas fabricadas con plumas viejísimas, y me dieron una pequeña lanza. Luego abrieron la portezuela que daba a la plaza…y me lanzaron hacia la casa de enfrente.

¿Te lanzaron al vacío? ¿Volando?

 

No, no. Iba colgado de un armatoste, sujeto a un cable tenso que enlazaba la torre con la parte superior del balcón al que tenía que llegar. Al haber un pequeño desnivel, aquello se deslizaba con unas pequeñas ruedecillas y yo salí zumbando para llegar hasta la casona. Apenas había recorrido unos metros, justamente cuando el reloj daba las doce campanadas, se apagaron las luces del pueblo. Desde abajo encendieron unas bengalas que me iluminaban lo justo y parecía que era una cosa fantasmagórica. No me extraña el susto que se debió de llevar la pobre novia. Porque era una mujer vestida de novia lo que había en la alcoba, esperándome. Al verme aparecer en el balcón dijo algo así como: ¡Eres tú! , y se despelotó en un pis-pas, poniéndose despatarrada en la cama. Quise que la señora fuese abriendo boca con unos toqueteos morbosos con la lanza de soldado que llevaba en la mano. Hay muchas que se entonan si les hago cositas con un consolador, así que se la metí bien honda, no crea. Ella ponía los ojos en blanco, se mesaba las tetas y abría cada vez más las piernas. Tan calentorra estaba que a mí se me puso dura, y estuve tentado en pegarme un soberano revolcón con ella. Luego, de repente, comenzó a hacer ruidos raros, y se quedó en una postura muy extraña. Me dio miedo y salí al balcón. Allí ya estaban esperándome con una escalera del servicio de bomberos del pueblo. Bajé como pude por los escalones, mientras un par de chicas desataban el cable y lo enrollaban para guardarlo. El extremo que había enganchado en la torre también lo habían soltado, así que terminaron muy pronto. En unos minutos salimos zumbando y nadie quedó en la plaza. Enseguida volvieron las luces, así que imaginé que todo estaba cronometrado. Por lo que llegué a ver, todos los que habían participado en la broma, o lo que fuese, eran mujeres, excepto yo, claro.

¿Quién debía de pagarte?

 

Doña Bernarda. Me ha pagado hoy, y muy generosamente por cierto. Tanto es así que he querido hacerle un "extra".

Ya he visto el "extra". Por cierto, tengo una duda que me corroe: ¿qué tienes que ver tú con el de esta fotografía? Porque os parecéis un huevo.

Moretti alargó una mano y tomó la foto que le mostraba. Era la misma fotografía que me había dado el cura en la sacristía, y que se parecía un montón a la "tarjeta de visita" que tenía Silvio para hacerse propaganda.

¿Cómo tiene usted esta foto?

Eso es lo de menos. No es cosa que sea de tu incumbencia.

Sí que lo es, porque es mi padre.

 

 

-XI-

La alcoba de doña Bernarda estaba en penumbra, apenas alumbrada por una lamparilla de luz tan agonizante como su dueña. La morfina había hecho su efecto, y unas chapetas sonrosadas alegraban el rostro cerúleo de la enferma.

Sorpréndame con sus dotes de deducción, señor Detective.

Lo intentaré, corríjame si me equivoco. ¿El tan cacareado amor de su hija Graciela, el destinatario de sus notas…era San Miguel?

¡Bingo!

Usted, naturalmente, lo sabía, y se las arregló para hacerle un "regalo".

Caliente, caliente.

Para ello utilizó a las "Micaelas", las cuales –no sé por qué razón- la obedecen ciegamente.

Si señor.

Dígame, si no es mucho pedir, la razón.

Pues…favores que una, dentro de sus posibilidades, ha ido concediendo a lo largo de su vida. Siempre tuve una querencia especial por las cosas militares, fuesen del color que fuesen, y pude conseguir amistades que, junto con la proverbial religiosidad (y posición económica) de mi familia, hicieron que mi nombre "pesase" lo suficiente en ciertos despachos y antesalas del poder. Ya le he dicho antes que soy capaz de cualquier cosa para conseguir lo que deseo, así que volqué mi ímpetu y mis relaciones sociales en ayuda de las gentes de este pueblo. Cartas de recomendación para muchachos que iban (o no querían ir) al servicio militar, algún que otro aborto para solucionar problemas de chicas demasiado jóvenes, o de esposas excesivamente sobrecargadas de hijos. Gestiones de poca o de mucha importancia para conseguir empleos (tanto de fregonas, como de recolectores de la vendimia, como de graduados universitarios con título y sin trabajo)…Un cúmulo de cosas que la gente no olvida. A lo tonto a lo tonto, en casi todos los hogares del pueblo tienen algo que agradecerme. Y ya sabe el dicho:"Hoy por ti, mañana por mí".

Y utilizó la fiesta de San Miguel en provecho propio. Mejor dicho: de su hija.

Sí. Graciela no estaba muy bien últimamente. Y yo, como usted puede ver, tampoco. Quise hacerle un último regalo antes de morir. Ya nunca tendría otra oportunidad. Lo malo es que tanta alegría fue fatal para ella, la cosa se salió de madre…y murió.

¿Cuál fue el motivo real de su muerte?

Murió de muerte natural.

¡Vamos, anda! ¡No me venga todavía con ese cuento!

Le digo la verdad. Murió ahogada, con los pulmones encharcados con su propia baba. Salivó tantísimo al ver a su amado que, prácticamente, se asfixió al no poder tragarla toda. Todo terminó con un infarto.

Intentaré creerla; pero debe decirme como comenzó todo. ¿Por qué eligió a Silvio Moretti para el espectáculo angelical? ¿Quién es, realmente, el muerto que había encerrado en la estatua de San Miguel? ¿Cómo murió? ¿Quién, o quienes lo pusieron allí?, etc., etc.

Muchas preguntas me está haciendo a la vez, y yo ya no tengo el chichi para ruidos. Le contaré toda la historia de un tirón y así acabaremos antes.

Me parece estupendo.

A los cuarenta años yo ya era viuda. Una viuda consolable, todo hay que decirlo. Mis dos hijas, Graciela y Margarita, no podían ser más distintas, pero, la verdad, por aquel entonces yo no me ocupaba mucho de ellas. Para mí, las muchachitas eran unas perfectas crías. Graciela, a pesar de tener ya veinte años, se comportaba como si fuese una adolescente medio boba. Era muchacha de pocas luces y de grandes silencios, obsesionada con espiarme a todas horas. Más de una vez tuve que darle un par de tortas, tras descubrirla babeando en un rincón mientras yo "dialogaba" con el semental de turno. Vivíamos las dos en esta planta de la vivienda, junto con una criadita italiana, llamada Gina, que se pasaba el día cantando tarantelas e invocando a Santa María Goretti. Margarita, la pequeña, había insistido en irse al convento (en contra de mi voluntad) y allí estaba de novicia, seguramente porque sabía que me daba mucha rabia su decisión. Todo iba, más o menos, correctamente, hasta que apareció Pascual. Pascual era el espécimen de macho más deseable que jamás hubiese visto en mi larga vida (y se lo digo con conocimiento de causa). Lo destinaron como Vicario para que ayudase al párroco del pueblo, y jamás se confesaron tanto las beatas (y hasta las ateas) como la temporada en que estuvo él aquí.

Creo que he visto una fotografía del tal don Pascual.

Seguramente. Era un seductor nato, y creo que se prendó de él hasta el mismísimo Párroco del pueblo. Yo, fiel a mi costumbre, traté de engatusarlo invitándole a que posase para mí, para modelar una imagen de San Miguel que me habían encargado desde la Parroquia. No puso ninguna objeción y, a partir de entonces, Pascual entraba y salía de aquí como Pedro por su casa. Embebida con su belleza, y con los polvos que me echaba, apenas me daba cuenta de lo que ocurría a mi alrededor.

¿Y, qué es lo que ocurría?

Pues que se pasaba por la piedra todo lo que se meneaba. Comenzando por mí, claro está. Yo procuraba tenerlo medio en pelotas durante las sesiones, y con la excusa de levantarle la barbilla, o arreglarle la túnica, o modificar la exposición de un músculo determinado…lo magreaba que daba gusto. Terminábamos las sesiones luchando a brazo partido, revolcándonos por el suelo y practicando todo lo indecible. Luego, me confesaba con él y recibía la absolución de inmediato. Nunca imaginé que le quedasen fuerzas para buscar a otras mujeres. Pero las buscaba, eso lo tuve claro al cabo de unas semanas.

¿Acaso con Graciela…?

Por desgracia para ella, a mi hija mayor fue a la única que nunca miró como hembra. Le hacía gracia como lo admiraba, como le sonreía (embobada), como le tenía, siempre a punto, todas las cosas que a él más le gustaban. En una palabra: estaba encantado de que ella le adorase como a un dios. Y le seguía la corriente, guiñándole un ojo ahora, rozándole la mejilla después, lanzándole un beso al aire cuando se marchaba…Ella estaba entusiasmada, sin darse cuenta de que, él, lo único que sentía era lástima.

Entonces…¿quién era la otra agraciada, además de usted?

Gina, la italiana. Parece que no era tan mosquita muerta, a pesar de ser tan devota de la Goretti, y el Vicario la aspergiaba con frecuencia con el hisopo.

¡Fíese usted de las beatas!

¡A mí me lo dirá! La verdad es que el curita estaba como para cometer pecados mortales a diario. Y nosotras, pobres e indefensas mujeres, nos dejábamos tentar por el Maligno que llevaba Don Pascual entre las piernas. Luego, ocurrió la catástrofe.

¿Pagaron por sus pecados?

Nosotras, las pecadoras, no. Graciela estaba cada vez más obsesionada con él, y su mente elucubró un ardid para que le hiciese caso. O, por lo menos, para quitar de en medio (por una noche) a la competencia. Fue un viernes, entrado ya el verano. Mi hija Margarita había venido de visita (rara vez se dejaba caer por casa), y yo cometí el error de invitar a cenar al Vicario. Margarita, empeñada en no despojarse de su traje de novicia, parecía una palomita. El hermoso gavilán la estuvo observando toda la velada, y yo no le quitaba el ojo a él, imaginando los pensamientos que tendría. Graciela estaba más nerviosa que de costumbre, preparándonos el té que tomamos Margarita, Gina y yo. Pascual tomó, como siempre que hacía calor, un café granizado. Pronto nos entró una gran modorra a las mujeres (excepto a Graciela, que también se había decantado por el café), y, tras despedirse Pascual, nos fuimos a la cama. Graciela, que era la única que se mantenía en pie, estuvo trasteando por la cocina hasta que pasó un tiempo prudencial. Luego, dejó entreabierta la puerta de la calle y se marchó a su alcoba. Esperó y esperó, atenta al menor ruido. No oyó llegar, descalzo, a Pascual, ni tampoco escuchó que recorría el pasillo hasta mi estudio. Dominada por la tensión, cayó en un duermevela del que le despertó un sordo gemido, apenas audible. Algo intuyó su cabecita loca, porque se levantó a trompicones y revisó las alcobas una por una. Gina dormía, totalmente drogada, como una bendita. Yo, en mi cama, roncaba como una descosida. Corrió hacia el estudio. En una cama plegable, todavía con el traje de novicia, Margarita, desvanecida por el somnífero, era violada por el Vicario. A Graciela le quedó la mente en blanco. Su cerebro no podía aceptar el ver el cuerpo tan deseado de Pascual, cubriendo como un semental la figura blanca e inerte de su hermana. Los celos, la rabia, el despecho, todo se unió en un cortacircuito que le privó de toda razón. Sobre una mesita, junto a una figura tapada con una sábana, había una pequeña lanza con la punta dorada. La sujetó con ambas manos y, dándose impulso, la clavó con todas sus fuerzas en la espalda del Vicario. Partido el corazón, murió en el acto.

Pues, ahora, ya puedo adivinar el resto.

Adivine, señor Detective.

Usted, que tenía ultimada la imagen de San Miguel, se las ingenió para introducir en el interior de la estatua el cuerpo del muerto.

Me ayudó Gina, tras haberle dado varias capas de pintura impermeable al interior. Ya sabe usted: por los juguillos que desprenden los difuntos y todo eso.

No siga.

Sellamos bien las junturas y las repasé con los colores que correspondían. Una vez terminado todo, me estremecí al mirar el resultado: una figura de escayola, copia exacta del original…que guardaba pudriéndose dentro de sí misma.

Algo similar a una muñeca rusa. Y ¿qué ocurrió con el resto de personas implicadas?

Graciela estuvo mal una larga temporada. Luego se recuperó, pero comenzó con el tema de las cartitas. Su obsesión por Pascual (al que ya no volvió a nombrar jamás) cambió de objetivo (aunque no demasiado) y su amor incondicional fue, a partir de entonces, San Miguel. Ya sabe como ha terminado la cosa.

Lo sé. Imagino que Margarita había quedado embarazada.

Efectivamente. El violador, además de lograr su objetivo, había dejado su simiente dentro de mi hija, y la palomita volvió preñada al convento. Nadie me lo quiso decir hasta meses después, cuando ya no hubo remedio. Estuve loca de rabia durante mucho tiempo. Mi pobre hija murió en el parto…en el que nació Marga.

De la que usted nunca quiso saber nada.

No me sentía capaz de ver todos los días a una niña, sin padres, que me recordaría mi culpabilidad, y que, además, me impediría vivir mi vida de la manera que más me apetecía.

Un poco egoísta ¿no cree?

Lo reconozco, pero ahora ya no tiene remedio.

¿Y qué fue de Gina?

Gina también había quedado embarazada de Pascual, aunque ella tenía sobrados motivos. Pagué por su silencio y se largó de aquí. Nunca más volví a saber de ella, ni de nadie relacionado con ella. Hasta hace unos días, cuando descubrí la foto de su hijo en un "catálogo" de chicos disponibles en el club "Carne de Boy".

Entonces, Silvio…

Sí. Su madre se llamaba Gina Moretti. Me vino de perlas el parecido, tan acusado, con su padre, para hacerle mi último regalo a Graciela. Contacté con las Micaelas y rápidamente lo organizamos todo. Alguien recordó la costumbre antiquísima (que dejó de ponerse en práctica hace muchísimo tiempo) que consistía en que San Miguel "volaba" por encima de la plaza de la iglesia el día de su festividad y cantaba, a voz en cuello, unos latinajos. La idea nos vino de perlas. En un rincón de la torre, metidos en un viejo baúl, todavía se conservaban los artilugios utilizados en la época: inclusive un par de alas (medio deshechas), fabricadas con plumas de paloma hace más de doscientos años. Aprovechamos lo que pudimos, y lo demás se improvisó sobre la marcha. Las anillas para sujetar el cable (una en la torre, la otra sobre el balcón de Graciela) se mantenían en su sitio, aunque la cuerda (podrida) se cambió por un cable de acero que era menos visible. Todo nos salió perfecto, excepto la única cosa con la que no contamos: el deseo tan exagerado de mi hija, que terminó por ahogarla.

***

El viaje de ida lo había realizado con una pobre puta, y el de vuelta lo estaba haciendo con una ricachona (que también suelen ser putas, pero nadie se atreve a decírselo). No quise contarle a Marga más de la cuenta, porque no quería que supiese la piara que había tenido de familia. Su abuela, ya en fase terminal, le hizo el regalo de un poco de cariño, esa cosa tan sencilla de la que mi novia siempre había andado algo escasa. En cuanto a la herencia, ella figuraba, desde el principio, a continuación de Graciela.

A nivel oficial nunca se supo que el cuerpo de Don Pascual estuvo, desde siempre, dentro de la imagen de San Miguel. Sus restos los enterramos, al amparo de la noche, junto con los de su enamorada Graciela. Silvio Moretti, según instrucciones verbales de Doña Bernarda, recibió un pellizco de dinero. Parece ser que la anciana había quedado notablemente impresionada por las habilidades sexuales del hijo de su antiguo amante.

¿Y el anónimo?-me dirán ustedes. Sí. Aquél anónimo que adelantaba lo de "Graciella fue asesinada", y adjuntaba una tarjeta de Silvio Moretti, junto con las dos plumas de las alas de "San Miguel". Pues, cosas raras de la vida, el sobre, junto con su contenido, lo había enviado…Doña Bernarda. Parece ser que, la vieja, además de mamona era algo gata, y disfrutó lo suyo jugando con un pobre ratón como yo.

 

Carletto.