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Chicago Blues (6)

en Zoofilia

Fue la semana más extraña de toda mi vida, de lo que había sido mi existencia hasta esos momentos. Estuve todos los días con Solarys y mi jefe no me despidió, por suerte.

Nos veíamos en su trabajo en la cafetería, como fuese haciendo desde la vez que la descubrí tras la barra porque había empezado a trabajar ahí, igual que yo hiciera en la oficina que estaba en la misma calle. Fue una de estas casualidades de la vida. Al salir de trabajar, o bien acabábamos en el piso de Solarys o en mi ático, durante esos días pasamos las noches juntos, la primera noche simplemente dormimos o eso intentamos después de hablar largo y tendido, ambos estábamos de acuerdo en que lo mejor sería que abortase en el caso de que Sol se hubiese quedado embarazada. La segunda noche que acabamos en mi casa, terminamos follando sobre la mesa de la cocina, usando protección, pese a que pudiera estar preñada, pero si no lo estaba sería arriesgarnos estúpidamente, las noches consecutivas no fueron muy diferentes, terminábamos sudorosos, jadeantes y exhaustos en los brazos del otro después de copular igual que animales salvajes.

Solarys, por cada día que pasaba, se desinhibía más y más, era arrebatadoramente fogosa, cada vez que nuestras pieles desnudas se rozaban la sangre empezaba arder, me ponía cachondísimo, revolucionado, con su grandiosas curvas, con sus ondulantes tetas realmente firmes, con suculentos pezones que al menor contacto, reaccionaban, con su piel lozana y carnosa, especialmente suave y dispuesta a disfrutar de una buena polla hambrienta de su conejito, de su delicada y deliciosa boquita, de su estrecho y endurecido culazo...

Me volvía loco de deseo.

Aquella noche de domingo, fue la más especial de todas y la más salvaje. La anterior noche habíamos estado cenando perritos calientes que encargamos en un puesto de la calle cerca de casa de Solarys. Los fuimos comiendo dando un paseo. Por lo que me había dicho esa mañana había estado indispuesta durante el trabajo que tuvo que ir varias veces al baño a vomitar, con su semblante casi exangüe nos pusimos en lo peor, los primeros síntomas de un inequívoco embarazo: los vómitos matutinos.

Terminamos tomando el metro e irnos a mi casa a pasar el resto de la velada.

Al llegar a mi ático, nada más cruzar el umbral de la puerta, se quedó paralizada igual que si hubiese visto un fantasma, después me miró y esbozó una enigmática sonrisa que no supe precisar a qué se debía, rauda como el viento se encerró en el baño dejándome allí en la entrada, descompuesto y desconcertado, pensaba que se le había cruzado algún cable y por eso estaba actuando extrañamente.

Después pensé que pudiese estar indispuesta.

Me había acercado hasta la puerta del servicio, golpeé con suavidad la superficie de madera pintada de blanco esperando una respuesta a mi inmediata pregunta: — ¿Sol?... —silencio—. ¿Estás bien?...

Escuché movimiento tras la puerta, y de pronto, se abrió de par en par encontrándome a Solarys que se lanzó a mi cuerpo pasándome los brazos por encima de los hombros.

— ¡Me ha venido! —decía entusiasmada—. ¡Me ha venido la regla Angelo!...

Me separé levemente de ese efusivo abrazo que no supe cómo interpretar, quería ver en sus ojos la realidad de sus palabras.

Un segundo más tiempo quizá el que pasamos mirándonos, porque acto seguido después, estábamos comiéndonos los labios como dos sedientos desesperados. La cogí a horcajadas, girando nuestros cuerpos la embestía contra la pared, aguijoneando con mi excitada entrepierna entre sus muslos, éstos a su vez me atenazaban gustosamente los costados de mi torso.

Acometí varias veces con mi agitada pelvis, emulando una penetración que no se estaba llevando a cabo pero que, ansiaba hasta en lo más recóndito de mi ser practicar con Solarys.

Jadeé en su boca empezando arrancarle la ropa que llevaba puesta en su torso de ninfa, por su parte Solarys colaba sus deditos por debajo de la camiseta y arañaba con sus uñas la sensible piel de mi espalda. Mi garganta se volvió áspera porque los jadeos pasaron a ser gruñidos por lo cachondo que me puso en un instante.

—Quie-ro… fo-llar-te… muñe-ca… —le dije entre bufidos entrecortados, algo animalescos, sin dejar de frotar inconscientemente mis caderas entre sus piernas.

Su natural fragancia, se había intensificado, despertó una parte de mí adormecida, como un interruptor, desató un cortocircuito en mi ensordecido y excitadísimo cerebro, por su aroma, por ese olor que emanaba de su interior, ese que mi instinto identificaba como un canto de sirena, hechizado… ese por el que mi animal interior rugía en lo más recóndito de mi espíritu, era el efluvio del celo animal, que me instaba, suscitándome imperativo, que la follase sin detenerme siquiera para respirar.

—Auummm… —Solarys gimió al enterrar mi rostro en su cuello y empezar a mordisquearlo apasionado—. Ángel… mi ángel…

Sin poder controlarme me deshice del abrazo de sus piernas enroscadas a mi espalda, instándola a que se girase cuando vio en mis ojos, de bestia, mis intenciones… De un manotazo aparté todo lo que había en la superficie del armario donde dejaba mis llaves, cartera, casco… la incliné sobre el mismo, solté con urgencia los botones de sus pantalones, arrastrando con ellos la ropa interior que llevaba puesta, quedando hechos un ovillo sobre sus tobillos, procedía a soltar los botones de mi bragueta.

Mi polla vibró ondulante en el aire al verse libre de la prisión, gruñí desesperado, apuntando directamente a su ensangrentado coño, observando hipnótico durante unos segundos cómo resbalaban por entre sus labios varios hilillos de sangre mezclada con su excitado flujo, una oleada intensa de ese olor me enloqueció, encañonada mi polla hacia su coño sin sujetármela, con ambas manos en cada nalga que separaba, primeramente rocé con mi capullo la húmeda, caliente y resbaladiza entrada, se deslizó por toda su raja. Solarys vibraba, gemía, suspiraba, agitaba sus caderas provocando que mi verga se untara de esa fragante mezcla de sangre y fluidos, la sensación me había acelerado el pulso de tal forma que tuve que inspirar con fuerza para no colapsarme, para controlar en todo momento que…

— ¡GRRRROAARRR!… —Rugí sin control alguno, mi cerebro ya no atendía a ningún designio que se pudiese asemejar al raciocinio humano.

Y aunque Solarys se quedó inmóvil en un primer momento, estática al escuchar a su espalda semejante bramido que retembló como eco en mi interior, no le dio tiempo a nada más que gemir como si estuviese desquiciada en cuanto la penetré salvajemente.

Los rugidos desatados junto a varios ruidos provenientes de mis huesos transformándose, como mis músculos, tendones, piel…

Mis manos ya no eran tales, garras felinas que la sujetaban con fiereza por las caderas, bombeando frenéticamente mi transformada polla a una gatuna que empezó arrancar alaridos a Solarys, entre el placer y el dolor por sentir aquel dentado miembro animal —como si fuere una cremallera— que entraba y salía sin descanso. La piel de mi cuerpo se había cubierto de un suave y corto pelo pardo, en la época en la que nos encontrábamos, en pleno solsticio de invierno, las características manchas del lince se habían difuminado para dar paso al pelaje más grueso para soportar las inclemencias del árido tiempo, y mi rostro, era la indómita expresión de una bestia, ni hombre ni animal, una mezcla de ambos que respiraba con ferocidad en la nuca de Solarys, sin poder ver lo que ocurrió y ocurría a sus espaldas, pero sí sentirlo, hasta en lo más hondo de sus entrañas.

Durante segundos me quedé anclado, mi falo se convulsionaba sin remisión en la caliente concha y extremadamente húmeda teñida de carmín que me follaba gatuno, descargando chorretones de esperma en el interior de Solarys, inundando su matriz. Mi garganta animal emitía gemidos inhumanos que  no podía controlar, hasta que terminé por derramar la última gota, igual que espuma de champán en pleno descorche.

Fue entonces cuando empecé a ser consciente de lo que acaba de ocurrir. Mi cuerpo, excesivamente inflamado cada músculo, cubierto de vello, mis garras… fue mutando para adoptar la apariencia que Solarys conocía de mí, estaba como desmayada contra el recibidor, ni se dio cuenta de lo ocurrido, prácticamente estaba sin sentido.

Al sacar mi fláccida polla de su coño, chorreó sangre con hilos blancos de mi leche, me mordí la boca con fuerza por haber perdido el absoluto control, sujetando el desvaído cuerpo de Solarys, la cogí en volandas para llevarla al dormitorio y tumbarla sobre la cama, sin importarme si pringaba la colcha.

— ¿Sol?...

No respondía, inerte, aunque su respiración era pausada y profunda.

Saqué una toalla del armario, le quité las botas, los calcetines y después el pantalón y braga arremangados en sus tobillos, dejándolo todo a un lado de la cama, colocaba la toalla bajo sus caderas, moviéndola con delicadeza, pareciese una muñeca sin vida. Saqué también una manta, me tumbe a su lado frente a su alicaído cuerpo, eché la manta por encima de nosotros dos y la acurruqué contra mi cuerpo.

El espanto por haberle herido me tenía angustiado, no reaccionaba, como si un profundísimo sueño le hubiese invadido.

Cerré los ojos intentando calmar mis instintos, su olor, era tan penetrante que me incitaba, me seducía y no podía dejarme llevar de nuevo…

¿Qué iba a pasar cuando Sol despertase de ese trance en el que estaba sumida?...

—Angelo…

Al escuchar su trémula vocecilla abrí los ojos buscando su mirada, había encendido la luz de la lámpara de encima de la mesilla y podía verme, perfectamente, aunque parpadeó varias veces para enfocarme.

Tenía las pupilas dilatadas, las mías rasgaban verticalmente el iris por la mitad.

— ¿Qué ha pasado?...

Me mordí el labio inferior.

—Me parece que te has desmayado…

Abrió mucho los ojos.

—Lo último que recuerdo es un potente berrido…

—Yo también lo he escuchado… —dije fingiendo no saber a qué se refería—. Creo que ha pasado un caza sobrevolando la ciudad, eso, o la antena del tejado se ha venido abajo…

Solarys frunció el ceño durante un instante, después sonrió radiante.

—A saber qué ha sido eso… —dijo pensativa, yo resoplé profundamente aliviado—. Igual me he desmayado por la emoción… —sonrió boyante—. ¡No estoy embarazada! ¿No es maravilloso?...

—Lo es muñeca… —respondí ronroneante sin poder evitarlo, su fragancia nublaba mis sentidos.

Nos besamos, largo y tendido, saboreando nuestras bocas, las lenguas se acariciaban sin prisa alguna, disfrutando de cada húmedo roce, de los tenues mordisquitos que inflamaban la delicada piel de los labios, lamiéndonos la enrojecida dermis y vuelta a empezar.

Había encajado mi hinchada polla entre sus muslos, sin variar la postura, de medio lado tumbados sobre la cama con nuestros cuerpos acoplados,  la punteaba, igual que si la estuviese follando pero sin hacerlo.

—Aaah… Angelo… —balbuceaba Solarys al tiempo que dedicaba soberbios lametones en sus tiesos pezones, estaban especialmente sensibles—. Para… estoy toda pringosa y me duele…

Tuve que hacer un esfuerzo titánico por no obviar sus palabras, tumbarla contra el colchón y clavarle el ígneo falo sin contemplaciones.

—Es-tá bien… —farfullé bufando.

Fue hosco, pero tal y como estaban mis instintos, era lo mejor que podía hacer, por mí y por Solarys. Me levanté de la cama y salí del dormitorio encaminándome hacia el baño.

Tenía ese aroma de Sol envolviéndome de los pies a la cabeza, como si estuviese dentro de una burbuja voluptuosa que me embrujaba, haciéndome caer en los instintos más primarios. Solamente quería metérsela hasta el fondo y regar sus entrañas con mi esperma. Controlándome para no dar media vuelta y empezar a penetrarla salvajemente incluso en contra de su voluntad.

Atranqué la puerta del baño echando el pestillo, me metí en la ducha y abrí el grifo del agua fría.

Rugí exasperado, ahogando varios gemidos por el agua helada que apaciguaba el diabólico ardor que me consumía por dentro, como así, relajaba mi acerada polla. Una vez mi cuerpo se acostumbró a la frialdad del líquido, me enjaboné a conciencia eliminando de mi piel cualquier rastro de la enloquecedora fragancia de Solarys, me aclaré después y corté el chorro de agua, al salir de la ducha  me sequé minuciosamente.

En ese momento escuchaba la vocecita de Sol al otro lado de la puerta, preguntándome si todo estaba bien, no le respondí, me limité a quitar el pestillo y abrir, una vez más tuve que esforzarme por no abalanzarme a por ella como bestia.

Se me quedó mirando con gesto preocupado, mientras yo la miraba con la expresión contenida, ceñudo, controlándome, intentando engañar a mi cautivado cerebro y contener al lince que internamente bramaba sediento.

—Dúchate por favor —le pedí áspero, bronco mi pecho.

Solarys boqueó como los peces sin poder llegar articular palabra, me hice a un lado para que entrara en el baño, estaba desnuda llevaba su ropa hecha un ovillo entre sus brazos, con la toalla enrollada a las caderas, la estela aromática que la envolvía quedó impregnada en mis pulmones al pasar por mi lado, cerré la puerta con brusquedad, estaba a punto de cometer una nueva locura…

Por suerte, Solarys cerró con el pestillo, supongo que intuía aunque no pudiese concretar los motivos, que algo no marchaba bien.

Mientras escuchaba el agua corriente de la ducha, me vestía en el dormitorio. Lo primero que hice fue abrir la ventana de par en par y alzar la persiana. Todo ese olor, del celo de Solarys, flotaba denso en el ambiente, me pasé un buen rato, en pelota picada, inspirando el gélido aire que entraba de la calle.

Calmando mis impulsos naturales, demasiado inherentes en mi carácter.

Justamente cuando me estaba calzando las botas, escuchaba cómo se cortaba el chorro de agua de la ducha.
(…)

Dejé a Solarys en la puerta de su portal.

Nada más salió vestida de la ducha, ya estaba esperándola con la cazadora puesta. Cuando me preguntó qué pasaba, escueto le respondí que la acompañaba a casa, no podía decirle que si la tenía durante más tiempo a mi lado terminaría arrepintiéndome, porque no sabía durante cuánto tiempo iba a poder controlar esa parte que había despertado con su evidente olor, disimulado por la ducha que se acababa de dar, pero que durante el trayecto sin abrir la boca para hablar ninguno de los dos, como extraños y que hicimos en metro, se fue haciendo más y más intenso.

Sabía que estaba metiendo la pata hasta el fondo, no encontraba una excusa lógica para Solarys y que justificase mi comportamiento, la razón era más que obvia para mí, que no para ella y no podía serlo, porque no podía decirle la verdad, hubiese sido increíble para Sol y para mí, un riesgo innecesario.

Ni nos despedimos, me quedé allí observando el cuerpo de sirena de Solarys perderse dentro de su portal, a toda prisa subió las escaleras sin tomar el ascensor, supuse que estaba llorando y no quería que viese sus lágrimas, su humillación, su incertidumbre por no saber a qué se debía mi radical cambio.

Con la sensación de ser el hijoputa del año me di media vuelta cuando la perdí de vista, caminando con la cabeza gacha hacia la estación, ni me fijé por dónde iba, como un autómata, pensando únicamente en Solarys, en lo injusto que estaba siendo, aún viéndome atado de pies y manos por mi condición sobrenatural.

Había estado a punto de descubrirme y yo había sido incapaz de controlarme, sencillamente no pude.

Su olor…

Había sido igual que si me taladrasen el cráneo, una lobotomía instantánea en la que la naturaleza salvaje de la que estaba bañando de pies a cabeza, me dominó.

Caminaba tan absorto por un callejón en el que me metí, para atajar, que mi connatural instinto, estaba bajo mínimos, por ir tan despistado.

Para cuando me quise dar cuenta de lo que se me vino encima, era tarde para reaccionar como debiera haberlo hecho si hubiese prestado atención a mis abstraídos pasos.

Bramé un potente rugido que rompió el silencio en ese callejón oscuro, que no para mis ojos felinos que se amoldaban naturalmente a cada cambio de iluminación por pobre que fuese. De forma inmediata había sentido un desgarrador y lacerante dolor cruzándome la espalda, atravesando la tela, arrancando la piel a tiras al paso del imprevisible e inesperado zarpazo que recibí por detrás.

En cuestión de milésimas de segundo mi adrenalina se disparó, mi corazón estuvo a punto de colapsarse, me punzó agudo en el pecho, aullé rugiente por el intenso dolor que me atravesó, durante unos instantes más mi sistema nervioso se paralizó, a punto de darme un síncope, por reaccionar al ataque de un vampiro y querer transformarme para poder defenderme.

Intentaba paralizar con mis brazos —al tiempo que mi metabolismo mutaba fundiéndose mi apariencia humana con la del lince, un monstruo— los golpes certeros que me asestaba el hijoputa que había decidido esa noche cobrarse un ancestral enemigo, estaba impronta en nuestra genética, en la mía, era un odio irracional el que me inspiraban todos y cada uno de estos seres, muertos, su hedor era insoportable para mi olfato.

En el mefistofélico tiempo detenido en el espacio que duró mi transformación, alcanzando la máxima potencia física que podía presentar un ser de mis características, mitad hombre mitad bestia, el vampiro no desestimó en herirme, mi sino, mi poder de regeneración celular era capaz de sanar las heridas en cuestión de segundos.

Nuestros movimientos inhumanamente veloces, sus zarpazos desgarraban la piel, hasta que mis zarpas se anclaron bajo sus costillas, arrancándole la carne, el vampiro resollaba rugiente, igual que yo, dos bestias enfrentándose en un callejón de la periferia de la ciudad, donde por ventura, no pasaba ni un alma.

Me empotró contra la pared que se resquebrajó, como mis huesos partiéndose y volviéndose a soldar prácticamente al instante, me desgarró la cara de lado a lado, apenas pude ver en esos segundos, donde el atávico instinto estaba en su punto más álgido. Cuando pensé que no iba a poder contener ese rostro inhumano que apuntaba con sus descomunales colmillos a mi ensanchado y endurecido cuello, como todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo, mis garras se clavaron en sus ojos inyectados en sangre, mis afilados caninos, también desmesurados, arrancaron un pedazo de la carne de su cuello, la sangre que brotaba salpicaba mi rostro y al segundo después, sacando fuerzas de donde no las tenía —sus garras me habían atravesado los costados de mi vientre y se me estaban clavando como afilados cuchillos, rugíamos de dolor—, asesté el golpe mortal.

Atravesé su pecho —su carne y huesos marchitos son excesivamente frágiles—, estrujando el corazón igual que una tenaza, al tiempo que clavé mis fauces en la brecha de su cuello arrancándole de un letal mordisco la espina dorsal.

El cuerpo del vampiro de forma instantánea se vio envuelto en una combustión que hizo de su figura, una efímera estatua de cenizas que se disgregó al instante en el ambiente y a mí, me bañaron por completo igual que, si me hubiese rebozado en el hollín de una hoguera consumida.

Tosía con violencia la ceniza que tenía pegada en la garganta, en la boca, necesitaba agua inmediatamente, tambaleándome, por lo debilitado que me sentía, iba dejando una estela de polvo del occiso vampiro tras mis imprecisos pasos, apoyándome contra la pared, espasmódico, no dejaba de toser hasta que vomité, caí de rodillas contra el suelo sin importarme que mis manos se bañaban con los fluidos gástricos que formaron un improvisado lago.

Aún no había revertido mi transformación y estaba en un estado lamentable, debilitado por la excesiva energía que había perdido por la pelea, herido en algunos puntos de mi cuerpo, las heridas más profundas estaba tardando más en regenerarlas. No era inmortal, podía morir si los golpes eran certeros; corazón y cabeza, los puntos más débiles como cualquier ser vivo. Una de las ventajas es que mi fuerza estaba igualada —en algunas ocasiones fue superior— con esas malditas sabandijas que poblaban el planeta como parásitos alimentándose de los humanos.

Tardé un tiempo indefinido en recuperarme del todo. Con la ropa hecha jirones, ensangrentada y manchada de mis regurgitaciones, después de pasar unos tormentosos minutos mutando mi cuerpo para adoptar una apariencia humana, estaba francamente adolorido, fui consciente de que no podía ir así —con la facha que ofrecía— hasta la estación y coger el metro.

No tenía otra opción que usar un fantástico don taumatúrgico que a los cambiantes, nos permite movernos a una velocidad sobrenatural e invisible a cualquier ojo humano. Aunque somos perceptibles para unos sentidos sobrehumanos, como los de los vampiros. Podíamos fundir nuestra presencia en la oscuridad de la noche, y viajar a través de las gélidas sombras a velocidades de vértigo. Estando en la ciudad, debía ser cuidadoso y no salir de las sombras proyectadas en el suelo, en las paredes, viajando por las calles oscuras y peor iluminadas de la ciudad, porque el mínimo haz de luz que desvaneciese la oscuridad planeada sobre las superficies, delataría nuestra crisopeya presencia a cualquier ojo.

De esta forma, recorrí la periferia de la ciudad, discurriendo por las tinieblas de las calles hasta llegar al barrio donde vivía. Reaparecí tiritando de frío, tras la sombra que se proyectaba de un coche sobre la acera, momentáneamente me quedé apoyado sobre la parte trasera del vehículo que estaba estacionado frente al portal de mi casa.

Por suerte no me crucé con ningún vecino por las escaleras, que subí raudo y silencioso como el mismo silencio.

Una vez puertas adentro de mi ático, me despojé de los harapos en que se habían convertido mi ropa, en la sociedad actual, no podría mostrarme al mundo desnudo, me hubiesen detenido por escándalo público, era una completa ironía, los humanos habían llegado al punto de no cubrir sus pieles por necesidad, como pueden ser los adversos cambios climáticos, para protegerla de las avenencias del inclemente tiempo, no, se vestían para lucirse o para diferenciarse los unos de los otros y todo eso, en un ser de mi naturaleza, era absurdo. Sin darle más vueltas a esa cuestión humana, eché mi ropa a una bolsa sacando antes las cosas de los bolsillos, dejé los despojos en la terraza y me fui derechito al baño a darme una ducha de agua bien caliente, estaba aterido por haber recorrido en cuestión de escasos minutos la distancia desde el barrio de Solarys hasta el ático, siempre hace un frío glacial cuando tu cuerpo se funde con la oscuridad.

Aseado, sin tener pegado en las fosas nasales ese espantoso olor a chamusquina por la ceniza, el olor a sangre propia y ajena que putrefacta me había bañado la piel, ni el ácido olor a vómito, me metí en la cama sin ropa alguna, agotado, física y emocionalmente, caí en un profundo sopor que me llevó prácticamente en el acto a lomos de un profundo sueño.

La salmodia del odioso despertador me perforó los tímpanos y desperté sobresaltado. Gruñendo con la cabeza enterrada bajo la almohada por el molesto despertar que acababa de tener, porque mi cuerpo, pedía descanso, pero, debía ir a trabajar.

Pasé toda la mañana de ese sábado programando el código informático que estaba aprendiendo, lenguaje C, repasando los ejercicios que mi jefe me había puesto igual que si fuere un estudiante. Tecleando sin descanso hasta la hora del almuerzo, absorto y concentrado en lo que hacía se me pasaron las horas en un visto y no visto, sin ser consciente de nada hasta que uno de mis compañeros —un programador de alto nivel— que llevaba años trabajando para el señor Curtis en su modesta empresa, me avisó de la hora del almuerzo.

—Eh chaval, déjalo ya es la hora del papeo… —me dijo Donovan que se encaminaba con Kevin hacia la puerta de salida, el señor Curtis seguía encerrado en su despacho.

— ¿Eh?... ¿qué?... —respondí ausente saliendo de mi ostracismo particular—. Ah… sí —añadí al darme cuenta de lo que me decía Don.

Cogí  la cazadora del perchero, la que solía llevar de cuero descansaba en una bolsa, desde la mañana, en un contenedor de basura. La que llevaba puesta era la única prenda de abrigo que tenía. De oscuro paño grueso con los cuellos forrados con borrego que recordaba vagamente al pelo ensortijado de las ovejas.

Debajo llevaba puestas un par de camisetas superpuestas, unos vaqueros desgastados y deshilachados por los bajos, las botas camperas completaban mi atuendo.

Al salir a la calle me ajusté la cazadora, el aire era gélido y consigo traía la humedad de ínfimas gotitas de agua. El cielo lucía desde por la mañana gris, cargado de plomizas nubes que estaban empezando a descargar el exceso de condensación.

— ¡Angelo! ¿No vienes con nosotros? —me preguntó Kevin al ver que no iba con ellos al restaurante donde trabajaba Solarys.

—No —respondí escueto.

Mis pasos me llevaban en el sentido opuesto, no podía presentarme ante Sol como si nada hubiese pasado. Pensaba que estaría más que molesta por mi esquiva actitud de la noche anterior. No podía saber que había pasado por su propio bien, por mi propia supervivencia.

Si en el trabajo había estado absorto, en el restaurante que me metí para almorzar, me pasé la hora tronándome la cabeza al hilo de mis pensamientos más íntimos, todos relacionados con Sol y lo que había ocurrido entre nosotros en las últimas semanas, concretamente desde la noche que terminamos en su piso follando, la noche que desvirgué a Solarys y a partir de ahí, fue una decadente ola que nos arrastró hasta estar en la precisa situación, delicada, en la que nos encontrábamos.

¿Qué iba a decirle cuando volviera a verla?

No podía huir, evitar hacer frente a sus pardos ojos, que me mirarían resentidos exigiéndome una explicación por mi extraño comportamiento.

Mientras mal comía un filete algo duro con unas patatas algo rancias y unos guisantes que saltaban en el plato, pensaba constantemente en lo que iba hacer e iba a decirle.
(…)

 

La jornada de la tarde en el trabajo, voló, con mis felinos ojos puestos en la pantalla del ordenador, el tiempo pasaba implacable, ajeno a mí y yo, ignorante de todo cuanto me rodeaba.
(…)

 

Al salir de la oficina, mis pasos me llevaron solos a la estación más cercana del metro, igual que un autómata monté en la nerviosa serpiente de acero, llegando a mi parada sin ser muy consciente de cuánto tiempo había discurrido.
(…)

 

Nada más cruzar el umbral de la puerta del ático y cerrar tras de mí, fui directo a mi dormitorio, y me dejé caer contra la esponjosa superficie de la cama.
(…)

 

Un nuevo día amanecía en el calendario. Era Domingo. Al despertar, fui de la cama a la cocina a picotear algo de comida, de allí a la sala tirándome en el sofá y ver la tele, enredé un rato con el portátil visitando en la red páginas de pornografía, recreándome la vista con las imágenes de los esculturales cuerpos que allí se ofrecían, me pajeé mientras imaginaba a Solarys haciéndome una magnífica mamada.

Dormité en el sofá durante un par de horas. Me duché e hice la comida. Volví a dormitar en el sofá de la sala después de comer, vi la tele al despertar hasta la hora de la cena y me acosté hasta el día siguiente.
(…)

 

Los días pasaban rutinarios, las semanas corrían en el tiempo, no había vuelto a ver a Solarys, ni me había llamado, ni le había llamado. Ni había vuelto a ir a la cafetería donde trabajaba. Ya daba por sentado, que lo que hubiera habido entre nosotros dos, estaba muerto y puede que hasta enterrado, al menos por su parte, porque por la mía, seguía pensando en ella.

A cada momento que mi mente no estaba ocupada, se invadía de la presencia de Sol, de sus ojos, de sus labios, de sus tetas, de su coño… de su olor marcado como el lomo de una res a fuego en mi cerebro.

Me masturbaba —cuando la ocasión era propicia— pensando en Solarys.
(…)

 

Llegó diciembre, sin avisar como quien dice, y con él las apretadas nevadas, sobre todo, hacía frío, mucho. Y había un tremendo vacío, porque todo parecía estar hueco, como yo, que me sentía como si fuese una cascara de nuez.

Mi existencia era la misma, salvo que en ella no estaba Solarys. Al menos recuperé mi moto después de pagar la sublime multa que tuve que abonar.
(…)

 

Atracó el mes de enero. Todo era yermo, estéril. Sin vida, como muerto en ella. Y Solarys que no se iba de mi cabeza.
(…)

 

Con el mes de Febrero llegaron las lluvias, hubo de todas clases, torrenciales, tormentosas, aguaceros, diluvios, borrascas, sirimiri, chubascos aislados… vi pasar un sinfín de consecutivos días lluviosos, a cada cual más inoportuno. 

El recuerdo de Solarys dejó de atormentarme, igual que un ente fantasmal, su memoria se fue haciendo cada vez más etérea, y con la cercana llegada de la primavera, llamando a las puertas del agonizante invierno, apenas pensaba en ella cuando onanista, pulía mi polla encerrada en mi puño de hierro imaginando que la tenía dentro de un agujero caliente; un coño, un culo o una boca. Por aquellas fechas, el rostro de Solarys se fue difuminando para dar paso a nuevos rostros imaginarios, de mujeres cachondas que estaban necesitadas de rica polla.

La nueva camarera que habían contratado en la cafetería que almorzaba desde hacía unas semanas, solía ocupar mis fantasías más eróticas.

Morena, pechugona, culito respingón, piernas vertiginosas y labios turgentes, del color de las fresas maduras, de boca grande y ancha.

Se llamaba Conny y me la follé a las dos semanas de conocerla.

Insaciable. Le encantaba comerme el rabo hasta dejarme seco. También le gustaba cabalgarme hasta hacerme ver las estrellas. No que no le gustaba es que le dieran por el culo, así que no duró mucho después de insistir caballerosamente y ver mis esfuerzos truncados por querer hacerle gozar hasta el infinito.

Cambié de cafetería, por fortuna, el trabajar en pleno centro de Chicago me ofrecía la vasta variedad de restaurantes a un paso de mi trabajo.
(…)

 

En Mayo conocí a Donna. Follamos tres veces y si te he visto no me acuerdo. Nuevamente cambié de restaurante al que ir a almorzar.
(…)

 

En Junio conocí a Chery y a Jody. La primera fue un polvo de un sábado noche en los lavabos de un pub. La segunda fue algo parecido, solo que acabamos en su piso compartido con dos compañeras de universidad.
(…)

 

En Agosto con los quince primeros días vacacionales que tuve en el trabajo, fui a Connecticut, a pasar unos días tranquilos junto a mi familia consanguínea: mis viejos y mis hermanos. En definitiva, mi manada.

Me comporté como un hijo modelo.

La última semana de Agosto, nuevamente en Chicago, conocí a Lynn. Sábado noche en un pub a rebosar de humanos, entre todos ellos, destacaba ella.

Al salir del pub esa noche, terminamos en mi ático, en mi habitación, sobre mi cama.

Pelirroja de nacimiento, lo supe porque tanto sus pestañas como por sus cejas, eran bermejas como así comprobé después con su conejito. Pecosa, ojos felinos de color verde claro, piel blanca, resplandeciente y aterciopelada, un gusto para el sensibilizado tacto de las yemas de mis dedos, sus senos ni grandes ni pequeños, ocupaban delicadamente la palma de mi mano y sus aureolas, igual que garbanzos. Apenas tenía vello en su pubis, una ligera mata rojiza en su monte de Venus, el resto, absolutamente pelado; un exquisito conejito que devoré con glotonería, su fragancia era una delicia para mis sentidos, y su culito, prieto, contraído —vibrante la piel por los mordiscos que insaciable le propinaba—, engulló mi polla extremadamente dura, corriéndose igual que una gatita, dejando escapar verdaderos grititos de puro placer, mientras yo gruñía como un salvaje, penetré sin descanso su sabroso culo que rebosé de esperma la primera vez que me follé a Lynn, por llevar ya varias semanas sin untar el cuchillo en la dulce mermelada.

La historia con la pelirroja se alargó hasta a mediados de Diciembre, cuando empezó agobiarme con que quería presentarme a sus padres para pasar las navidades en familia, como si ya fuésemos algo más que dos seres que simplemente compartían gozosas horas de efímero placer. Rompí toda relación con Lynn unos días antes de Navidad, me mandó a tomar por el culo diciéndome que era un irresponsable que es incapaz de comprometerse, me gritó que era un cerdo que únicamente la quería para follar, que no me importaba, bla, bla, bla…

Las típicas respuestas de una mujer despechada, seguramente pensó que, por compartir horas de polla y coño dándose mucho amor, ya estábamos atados el uno al otro de por vida y lo que era lo más anormal, que tenía derechos sobre mi polla y lo que resultaba ya ser irrisorio, que los tenía también sobre mí…

Desde luego, una pena de muchacha, una devora hombres para asegurarse un buen paga caprichos de por vida y alguien quien le aguantase el resto de su frívola existencia.

Respecto a mí, Lynn, se llevó un chasco cuando sus reproches impotentes por ver que no me sometía a sus chantajes emocionales, no obtuvo sus frutos, se quedó allí plantada en medio de la calle mientras yo me largaba con viento fresco a lomos de mi moto, como alma que lleva el diablo huía de Lynn y sus verduleros improperios lanzados al aire de una calle atestada de humanos, como ella, que le miraban algunos curiosos, otros se reían entre dientes y los más fariseos, le daban la razón uniéndose a Lynn y sus acusaciones a grito pelado, perdiendo toda su dignidad, la poca que le quedaría.

El motor rugiente de mi harley enseguida se alzó por encima de todos los sonidos medioambientales y dejé atrás aquel improvisado corral cacareando igual que gallinas cluecas, que por suerte para mí, no volví a escuchar, jamás.
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