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D. Leopoldo médico de familia. El follaburras.

en Textos de risa

  • LEOPOLDO MÉDICO DE FAMILIA
  • Esta que voy a relatar es la historia de Leopoldo, que fue destinado como médico de familia a un pequeño pueblo de provincia y de las vicisitudes que le sucedieron en su primer año de trabajo.

    Leopoldo era un chico tímido y retraído que animado por su padre estudió en la Universidad la carrera de medicina. Lo de hacer medicina casi que le venía impuesto de familia. Su abuelo y su abuela por parte de su padre eran médicos, y su padre y algunos de sus tíos también. Se podría asegurar casi que estaba predestinado para ejercer esa profesión. Leopoldo, sacó con muy buenas notas su carrera de medicina y además destacó en la realización de sus prácticas. Pasó una larga temporada cubriendo sustituciones y después de aprobar el MIR, lo destinaron con plaza definitiva al precioso pueblo que ya se ha comentado más arriba.

    En el pueblo lo acogieron de maravilla, a parte del acogedor consultorio, pudo disponer de una hermosa casa de pueblo donde fijó su residencia. Además de la casa y esto fue una deferencia del Sr. Alcalde y de su corporación dispuso también de una asistenta para ayudarle en las labores de la casa. Él se incorporó al trabajo con muchas ganas y abnegación. Trabajaba sin horario y atendiendo a sus pacientes con toda la dedicación. Todo el pueblo estaba muy contento con su trabajo. En esa época Leopoldo tendría unos 27 años. Entre resfriados, gripes, traumatismos, etc. iban transcurriendo los días. Cuando no tenía servicio, Leopoldo se dedicaba a estudiar y a completar su ya importante formación. También, se relajaba bajando al río dando un paseo y a veces se acercaba a la taberna donde pasaba largos ratos leyendo el periódico, jugando al dominó y charlando con los hombres del pueblo. Eran sonadas las reñidas partidas de ajedrez que disputaba contra el señor Alcalde y sobre todo contra el cura del pueblo. Algunos fines de semana bajaba a la ciudad para comprar algunos libros o ir al cine a ver una película y poco más. En aquella época, como os habréis imaginado Leopoldo estaba soltero.

    Bueno, así iban transcurriendo los días y Leopoldo, como es normal en un hombre de esa edad, echaba de menos los tiernos abrazos amorosos de las damas y se encontraba la mayor parte del tiempo abstraído y ausente. Ya no bajaba hasta el bar y había dejado de jugar al ajedrez con el párroco. La gente murmuraba que algo le pasaba pues lo notaban distraído. Un día sacando fuerzas de flaqueza, aprovechó que se encontraba a solas con Matilde, su asistenta y con mucho apuro le preguntó por lo que hacían los jóvenes del pueblo para satisfacer sus deseos más íntimos. Era conocido que en el pueblo apenas había chicas y las pocas que había ya estaban emparejadas. La asistenta sofocada ante la pregunta, le dijo por Dios D. Leopoldo como se le ocurre hacerme a mí esa pregunta, ¡ que apuro tan grande!. Finalmente consiguió que Matilde le aconsejara que fuese al final del pueblo y bajase la cuesta que llevaba hasta el río y que seguramente allí encontraría a los hombres y que allí preguntase. Le hizo prometer que no le diría a nadie que había sido ella la que le había orientado. Leopoldo le dijo que se quedase tranquila que de su boca nadie iba a saber la confidencia que le había hecho.

    Al siguiente fin de semana Leopoldo se puso bien elegante y disimuladamente fue dando un paseo hasta el final del pueblo y sin que nadie lo viese, o eso creyó él, bajó la cuesta y después de varias curvas, divisó a lo lejos el río. En esa época el río venía de agua de punta a punta, pero muy superficial. La vista del río desde arriba en esas horas de atardecer era muy bonita. Siguió bajando hasta que llegó a un remanso del río donde había una pequeña cabaña de madera, una larga fila de hombres situados de uno en uno y a la orilla del río una mula que tranquilamente movía la cola y bebía agua. Leopoldo relajadamente se colocó al final de la fila y allí se quedó guardando su turno.

    Cuando el señor que ocupaba el sitio anterior a Leopoldo se percató de su presencia, amablemente le cedió su sitio. Leopoldo le dijo que no que de ninguna manera, que él esperaría su turno. El señor no aceptó sus argumentos e insistió en que le cedía su sitio y que sería de muy mal gusto que no le aceptase su detalle hacia él y más cuando lo hacía de corazón. Leopoldo, constató que debía ceder pues podía ser que las personas de este pueblo tuvieran sus códigos ocultos y él queriendo quedar bien podía ser que acabara fatal. Finalmente transigió y ocupó, dando las gracias oportunas, el turno que había delante del suyo.

    Esta misma situación que acabo de narrar le ocurrió con las veintitantas personas que ocupaban un lugar anterior al suyo. Cuando llegó a ser el primero, se encontró detrás de la mula y con un taburete situado a sus pies. Él se quedó perplejo y sin saber que hacer, ahora estaba el primero y todos los de la fila estarían mirándolo y esperando que él hiciera lo que tenía que hacer. Sin poder echarse atrás y haciendo de tripas corazón, se subió al taburete, se bajó los pantalones y los calzones y levantándole la cola a la mula introdujo el pene en la hendidura del animal. Venciendo el asco que la situación le producía, empezó a bombear dentro de la vagina del animal con rítmicos movimientos de pelvis. Al principio empezó con un ritmo lento, pero poco a poco iba cogiendo ritmo y a pesar del asco que le producían los jugos del sexo del animal y de que se sentía observado por todos esos hombres que eran sus pacientes, fue acelerando el ritmo y un inmenso gustillo se iba apoderando de él. En ese preciso momento, una ingrata mano se posó sobre su hombro, hecho este que lo desconcertó e incluso molestó. Volvió su cabeza y observó que era el vecino situado inmediatamente detrás suyo. A pesar de su cara de sorpresa y enfado a la vez, el vecino con mucha tranquilidad se dirigió a él diciéndole: Doctor, no castigue mucho a la pobre mula que tiene que tener fuerzas para cruzarnos el río y que podamos acercarnos hasta las chozas en las que están las putas. Leopoldo se quedó de piedra, sacó el pene del interior del animal, se levantó el pantalón y los calzones, se disculpó y se subió a la mula con la que cruzó el río y pudo llegar a la otra orilla con el calzado intacto. Parece ser que después se lo pasó en grande pero tardó mucho tiempo en quitarse de la cabeza el terrible patinazo que había dado.

    Después de aquello en el pueblo ya no se sentía cómodo, pues a veces en las miradas de sus pacientes tanto femeninos como masculinos, descubría cierta sorna y cachondeo. También había escuchado rumores que decían que se referían a él como "el follaburras". Había pedido el traslado urgente a otro pueblo, donde empezaría de nuevo e intentaría conseguir lo que para él era un requisito indispensable: el respeto de sus pacientes.

    NOTA: Antes de que se le conceda el traslado, dicen las malas lenguas, que Leopoldo ha tratado con el dueño de la mula, que hace los traslados masculinos a través del río, su interés por comprarle el animal. Dicen que ofreció el doble del precio que inicialmente el dueño pedía por su venta. FIN

    Salud y suerte. OPUS 2010