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Entre las feas piernas de Mariajo

en Hetero: General

Mariajo era fea.

Rematadamente fea.

Y sin embargo hacía años que oscuramente la deseaba.

Mariajo tenía la nariz aguileña, los labios comprimidos y los ojos diminutos, empotrados en sus cuentas.

Mariajo sobraba de varios kilos, atesorados en sus caderas, en su trasero, en la tripa y los brazos colgados y aunque estaba a medio camino entre lo rellenito y lo gordo, no cumplía con el canon clásico de la belleza.

Mariajo hablaba con voz gallinácea con esa mentalidad suya, tan provinciana y enquistada, que conseguía sacar de quicio a cualquiera con más libros, más viaje o mejores entendederas.

Mariajo trabajaba de maestra, enseñando el alfabeto a niños de guardería, acudiendo a la escuela con esa cara infantil, con la carpeta cogida con dos manos frente al pecho y el pelo recogido en dos escuálidas coletas.

Y yo no conseguía explicarme que había en ella para apetecerla.

Aquel sábado volvimos a salir todos.

Juntos, la misma peña que desde el instituto, juramos nunca renunciar a la confianza de una cerveza bien acompañada.

En esa mesa, semana tras semana, compartíamos esperanzas y disgustos con la sensación que da, hacerlo entre quienes de verdad se preocupan y están escuchando.

Como siempre, Mariajo se levantó a las dos en punto.

-         No me gusta dormir menos de ocho horas.

-         Pues levántate a las doce.

-         Ni levantarme más tarde de las diez.

Como siempre, yo me quedé a medias, suplicando a esa Elsa que llevaba años, prometiéndome dejar a su perpetuo e inservible novio.

Todo desde que, meses antes, ella decidió acostarse conmigo y decir luego que era yo a quien siempre había querido.

Y yo me lo creí, para convertirme en un perro.

Pero aquel sábado juré que estaba cansado y dije adiós cuando apenas eran las cuatro.

No lo estaba y para agotarme, caminé entre los álamos del Paseo Central, esperando que el aire gélido de febrero consiguiera que la olvidara.

Llevaba algo más de alcohol que de sangre entre las venas.

Mis neuronas transportaban menos sensatez que locura.

Mis venas y mis neuronas, no se porque, conspiraron para detener mis pasos junto a la calleja de San Eduardo, donde Mariajo llevaría ya dos horas embutida en la cama.

Pulsé tres o cuatro veces el telefonillo.

Vivía sola.

Vivía sola y era algo cobardona.

Podía imaginármela con su pijama de felpa, blanco con florecitas, bajo la cabecera rosácea que a ella tanto le encantaba y que entre los amigos nos partía de la risa.

Podía imaginármela levantándose asustada, encendiendo la luz, buscando las gafas, acercándose al telefonillo para levantarlo y responder acojonada:

-         ¿Si?.

-         Mariajo, soy yo.

-         ¿Teo?.

-         Si.

-         ¿Teo que quieres? – preguntó mientras abría la puerta.

No le respondí.

Subí las escaleras de dos en dos hasta llegar al quinto.

Llegue jadeando, sudando, con las manos crispadas y los músculos tensos.

Mariajo aguardaba con la puerta abierta.

La luz del pasillo proyectaba su sombra en el rellano hasta tocar la mía.

No pude más.

Me acerqué apresurado y firme hacia ella.

Tan apresurado, tan firme, que Mariajo retrocedió un paso pensando que venía a crearle alguna pena.

Pero no lo hice.

Esa noche iba ser distinta.

Cuando la alcancé, jalé sus caderas y la acerqué impidiendo que reaccionara, besándola, abriendo su boca para introducir la lengua.

La deseaba, la deseaba, necesitaba poseerla.

Usé los labios y la lengua, usé las manos, apreté contra mi su generoso trasero, clavé mis dedos entre sus omoplatos, jadeé desesperadamente excitado, tratando de apurar aquel segundo antes de que ella se zafara, me abofeteara, me mandara a tomar por culo mientras pedía socorro a todo el vecindario.

Pero no lo hizo.

Cuando retiré mis labios miré abajo.

No sabía como pero, ella, la Mariajo timorata, había bajado mi bragueta y, con una maestría sorprendente, asía con firmeza mi polla tiesa.

-         Ya era hora – fue lo único que susurró antes de abalanzarse sobre mi boca, arrancando de un tirón todos los botones de mi camisa.

Antes de que el último de ellos dejara de tintinear en el entarimado, mis pantalones y su pijama, se entremezclaban en el suelo.

Me alejé dos pasos para verla mejor.

Dios….era mejor, mucho mejor de lo que hubiera imaginado.

Su cuerpo generoso no llegaba a orondo, sus pechos aun grandes, curiosamente eran de lo más firme, sus pezones voluminosos y rosados su tripita algodonosa, sus pies grandes pero estilizados, eróticamente descalzos sobre la madera, sus caderas de pistolera, su pubis pésimamente depilado, su piel, salpicada de innumerables pecas y un inesperado y revelador tatuaje, siete letras esclarecedoras sobre el vello púbico…”Yo Misma”.

Y pululando en ese vello, el brillo tentador de sus jugos.

Avancé de nuevo, cerré la puerta en el empeño y no sin fuerza, la alcé sobre una mesita de descansillo.

La besé, la devoré y ella respondió con mayores ganas, como si estas cosas, a Mariajo, cada día le pasaran.

Pero fui a más.

Bajé, me acuclillé y allí, frente a su sexo, lamí, bebí, disfruté del irresistible sabor, del aroma destructivo de su coñito húmedo.

-         Teo, joder Teo, Teo.

-         Quiero follarte – respondía ridículo, tragando con cada palabra el sabor de su jugos - Follarte hasta las entrañas.

Ella descendió.

Yo caí y Mariajo, pícara, se escabulló por el pasillo hacia donde yo sabía que estaba su cama.

Lo hizo meciendo descaradamente sus caderas para girarse justo ante la puerta de su alcoba.

-         Levántate tonto – dijo antes de desaparecer dentro – Levántate si quieres follarme.

Cuando llegué, la habitación estaba vacía.

Antes de que reaccionara, ella se abalanzó desde la retaguardia, abrazándome el pecho, el cuello, mi culo, los huevos, arrinconándome hasta obligarme a caer sobre el lecho.

Fue allí donde contemplé como se acercaba otra Mariajo, muy diferente a la diaria mojigata.

Y yo, imbecil donde los hubiera, no tuve otra ocurrencia que acercar hacia la desnudez alguna sábana.

-         A estas alturas con vergüenza.

-         Nunca pensé que… – confesé.

-         ¿Qué fuera una puta?. Esa…la encuentras en esta cama.

Recuerdo su indescriptible agilidad, con aquel cuerpo grueso y sin embargo capaz de montarme como un potro salvaje, levantando sus caderas casi hasta sacar mi polla de ella, hundiéndose de nuevo hasta clavarla en lo más profundo y así a una velocidad que me hizo suplicar varias veces que se contuviera.

-         A ver si me vas a salir flojucho – se reía.

Porque Mariajo follando se reía, insultaba, gritaba, gemía, deliraba, apretaba las sábanas, mordisqueaba mis pezones, apretaba contra ella sus senos, cambiaba velozmente de postura….abierta con sus piernas haciendo un nudo, de lado y el cuello girado, besándome con la lengua enloquecida, aferrada al cabecero, ordenándome que clavara, que clavara como un poseso, sin piedad, que quería sentirla dentro, muy dentro.

Recuerdo como se levantó, como se alejó, como estaba yo, ignorante de lo que deseaba, con la polla palpitando viendo como se giraba, me daba la espalda apoyando ambas manos en las esquinas de un aparador.

Comprendí.

Frente al mueble, un espejo donde podía ver su cara incitándome a que me desperezara.

Me aproxime lentamente contemplando aquella maravilla de trasera.

Antes de hacerlo, metí un dedo, dos, tres y su coño se abrió como si hubiera soñado durante meses con aquello.

-         Hace mucho que no he visto uno tan mojado.

Cuando se la metí, jugué a ser delicado.

-         ¡Más fuerte ostias no me seas marica!.

Y el orgullo herido hizo el resto.

Lo hice despiadadamente, lo hice asido a sus pistoleras, clavándole las uñas, mirando fijamente su reflejo mientras ella aceptaba el reto, devolviendo la misma mirada.

Lo hice sin misericordia, excitado por el entrechocar de mi pelvis en sus glúteos, excitado por aquel duelo de lascivo que se perdía a medida que ambos cerrábamos los párpados para derretirnos.

-         ¡Teo, Teo cielos me corro!

-         Oh…oh….agggggggggggg

-         ¡Me vengo, me vengo, sigue, sigue, sigue!

Mariajo no se enamoró de mi.

Y yo tampoco.

Ninguno de los dos buscábamos amargarnos con eso de los sentimientos.

Ella el lunes, volvería a enseñar colorines y yo a delinear los trazos de futuras viviendas colmena.

Ambos, aguardaríamos a las dos de la madrugada del sábado, para excusarnos con veinte minutos de diferencia.

-         Estoy cansado.

-         Te vas a parecer a la fea – me dijo Elsa, la única que sospechó, con esa cara de idiota, decepcionada por pasar ya varios sábados sin disfrutar de mi humillación babeante ante su estampa.

-         ¿Adonde vas que te entra la risa? – preguntó mosqueada.

-         Al cielo – respondí, dejándola a solas con el cornudo y soso de su novio.

Mariajo me llevaba cien metros de ventaja.

En la alameda, se le cayó su chaqueta que yo recogí como un faldero.

Ante el portal, se quitó las bragas que olí como su esclavo.

En los peldaños de la escalera, fui encontrando su camisa, su falda, su sujetador, uno y dos zapatos.

Cuando llegué al quinto, la gocé de lejos, con la puerta abierta y sentada sobre la misma mesa donde días antes su coño me había devorado.

Abrió las piernas y echó hacia atrás la cabeza.

Yo me acerqué.

Feliz y encantado, cerrando para hundir mi placer y el suyo, en el adorable y feo cuerpo de Mariajo.