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Cuatro meses y cuarenta y ocho polvos después

en Hetero: Infidelidad

Rovnik: Cinco años y ciento cincuenta copulas después.
Rovnik se presentaba bajo una luz fulgurante, invasiva, casi aurea.

Su antigüedad, soberbia piedra testigo de cincuenta mil desgracias, se finiquitaba en aquella avenida, concepto de turista, ancha, peatonal, atiborrada de souvenirs, agencias de actividades, paneles interpretativos, productos croatas y folletos mierdas ; un zoológico, un parque de agua, una montaña rusa, la isla de los buitres, buceo entre algas mediterráneas.

La misma insensatez envenenada, fuera Benidorm, fuera Essaouira, fuera el Caribe, el Mar Menor o la costa Dálmata.

El menú del restaurante, estaba escrito en siete idiomas.

Ninguno en croata.

Escogimos uno al azar.

No porque resaltara.

La pizza nunca deja de ser pizza, se hornee en Barcelona, Pekín, Toronto, Quintanilla de Onésimo o Adelaida.

La diferencia entre nosotros y el resto, eras tú.

Tú y esos ojazos marrones, ocultos bajo las gafas de sol que, lejos de vulgares, a mí, conseguían hipnotizarme como la cobra a una rata.

Tú nunca fuiste vulgar.

Como Kevin Spacey en “American Beauty” confesaba a la niñata de los pompones…”Ni aunque quisiera podrías ser vulgar”.

Tú naciste para destacar.

Tú naciste para arrastrarme a la locura.

Tú naciste, indecente, cruel, entretenida, nunca entregaba, para practicar el muy noble arte y entretenimiento de la copula.

¿Estás seguro de querer escuchar una historia así?

Hace años que quería saberlo. Saberlo todo.

¿Aunque te duela? Porque esto te va a doler y no quiero problemas en nuestra luna de miel.

Tragué saliva.

¿Acaso no sería más sensato olvidar aquel tema? ¿Acaso no habíamos, ambos, luchado y sacrificado tanto para conseguir ponernos el anillo al dedo superando todo lo padecido?

¿Merecía la pena remover aquella herida?

¿Era justo?

¿Era conveniente?

Lo ignoraba.

Lo que no ignoraba, era la irrefrenable curiosidad por saber, por encender la luz de mis preguntas.

No los habrá – hice promesa – Pero dímelo. Dímelo por favor. ¿Por qué me elegiste a mí y no a Alfredo?

Ella suspiró, izando por fin la bandera blanca.

Hizo como que observaba el fondo de su segunda copa de vino blanco en aguja.

Quedan pocos, muy pocos secretos entre ambos.

Casi como escasas burbujas, sobrevivían en aquella copa.

***

Madrid; Cinco años y ciento cincuenta copulas antes

Lo contemplaba.

No podía dejar de hacerlo.

Él dormía.

Solo dormía.

Era su oficio.

Oficio de satisfacer sus instintos básicos y vitales con la tranquilidad y ausencia de remordimiento con que lo hace un niño.

Yo en cambio, era incapaz de concebir un solo segundo de sueño si la estabilidad socioeconómica de la República de Filipinas no casaba con sus necesidades a medio y largo plazo.

Estaba arrugada.

Como un trapo.

Un trapo mirando al amante, con cara de ensimismada.

Debería matarlo.

Debería haberlo matado en ese preciso instante.

Su cuerpo, ancho, gimnástico, despatarrado sobre el colchón.

Un colchón “King”, más que digno, más que soberano donde yo, fiel a mi carácter, me había arrinconado, aterrorizada, ya por fin, por las consecuencias serias que podría llegar a tener semejante pérdida de sentido común.

Arrinconada sí.

Achicada, sí.

Pequeñita y acomplejada como me sentía cuando recibía las acometidas de Alfredo.

Yo, que siempre creía ser la dominante.

Yo, que siempre luche porque nada ni nadie me limitara, me aislara, me condicionara.

Yo, ahora, llevaba cuatro meses sumisa al falo de aquel desgraciado, dándolo todo, sin rubor, sin condicionamientos, para que me poseyera como una vulgar puta.

Intensamente suya.

Y no era culpa suya.

Tampoco mía.

Era culpa tuya.

Tuya, por tu abandono.

Tuya por haberme mentido diciéndome que ya no me amabas como antes, que querías tomarte un tiempo, probar otras experiencias.

Tuya con tu mierda del paso del tiempo y la necesidad de buscar novedades con las que rellenarlo.

Por tu culpa, por tu indigno recuerdo, fuera por despecho, fuera por hambre o venganza, llevaba cuatro meses corriéndome como una salvaje, cuando estaba con ese otro que me penetraba con la ferocidad que nunca fue tuya.

Era así.

Y me encantaba que así lo fuera.

O me hubiera encantado si, de no ser por un “inquietante” problema.

 

Madrid; Cuatro meses y cuarenta y ocho copulas antes

¿Cómo pudiste abandonarme?

¿Cómo fuiste capaz de hacerme tanto daño?

Y de hacerlo con tanta crueldad, con tanto cinismo.

Los primeros dos meses me lo preguntaba machaconamente, las veinticuatro horas del día.

Las veinticuatro.

Una y otra vez, no paraba de rememorar aquella conversación surrealista, plagada de imbecilidades y estereotipos.

Bueno, conversación de imbécil, porque allí el único eso, el único imbécil, resultaste ser tú.

No nos llevamos bien – me dijiste.

Pero te quiero – objeté a la desesperada, aquel mediodía que escogiste para deshacerme la vida, desechándome indefensa, emocionalmente desamparada – No me dejes.

Acabaremos siendo buenos amigos.

Me arrojaste a la calle como una pordiosera, sin contar los seis años felices que disfrutamos.

Y lloré.

¡Caguen Dios como lloré!

Dos meses plañideros y angustiosos, atrapada en la hecatombe interna que tu ausencia generaba, incapaz de asumir la realidad y dar los primeros pasos.

Dos meses, no me entretengo, a los que Alfredo puso punto y final aquella noche otoñal, dentro de un coche martilleado por la gruesa lluvia.

El coche, la noche, la lluvia y el otoño en los que, por primera vez en seis años, otro hombre que no fuiste tú, me mordió los labios.

Un minuto antes de sentir aquel contacto, tú ocupabas casi todo mi pensamiento.

Un segundo más tarde, con la lengua de Alfredo presentado sus respetos dentro de la boca, no quedaba de ti, ni un solo rastro.

Alfredo ejerció de eficaz Tsunami, arramblando con mi ponzoña emocional a base de aquellos besos de intensidad desconocida y su mano, enorme y descarada, sobando con escaso comedimiento, mi teta derecha.

Lo hizo hasta que sintió mi respiración enervada.

Entonces dejó de hacer lo que hacía y se echó atrás, hasta tocar con su espalda la puerta del conductor.

Allí me observó.

Me sopesó.

Lo hizo otorgándose ese aire estable, muy seguro con el que siempre lo recordaría.

Seguro y abalanzado visualmente sobre mis ojos.

Ojos saturados de dudas, de inseguridades, de incontables pánicos.

Alfredo, con ese aire de ¿qué coño importa el futuro?

Un dogma con el que regía cada una de sus decisiones, de sus expectativas, objetivos y movimientos.

Alfredo yo…

Yo, con la saliva de aquel ejemplar todavía abrillantando mis labios, parecía una auténtica gilipollas.

El, experto, acostumbrado a aderezar los guisos más sosos, no tardó en calibrarme.

¿Cuántos años tienes cielo?

Respondí que veintiocho.

¿Y no crees que ya va siendo hora de que te decidas, por una vez a romper con lo de chica buena? – añadió con jocosidad.

Unas horas antes, Alfredo era un completo desconocido.

Alguien que, cruzado en la calle, observado mientras bebía apoyando un codo sobre la barra de un bar, apenas habría precisado de tres segundos para verlo, clasificarlo como “tiarrón” y regresar cada uno con lo suyo.

Alfredo era el amigo de una amiga, injertado con calzador en aquella cena de antiguos colegas de instituto.

No dudé un solo segundo, desde el mismo instante en que estampe los dos besos de rigor en sus mejillas, que mi amiga y Alfredo se entendían bajo las costuras.

Y tampoco dudé, un solo segundo, que yo, me había convertido en su próximo objetivo.

Lo que terminó por conducirme dentro de su coche no fue la lluvia.

Lo que terminó permitiendo aquel inesperado beso, no fueron sus labios.

Todo ello vino tras cuatro de las más embaucadoras y aduladoras horas de toda mi existencia.

Doscientos ochenta minutos en los que Alfredo, dejó bien claro que gozaba de un master en atención, piropo y zalamería.

Un Don Juán del segundo milenio.

Doscientos ochenta minutos en los que hablamos de baile, viajes, playa, cervezas y naturaleza….de rap, Jamaica, primera división y cuantos hielos debe contener un cubata…de modas capilares, de pearcing nasales, de perfumes, garitos cutres y vóley playa.

Doscientos ochenta minutos sin ti.

Liberada de ti.

Alejada de ti.

Aunque supiera que vivías, en metro, a dos escasas paradas.

Alfredo puso sobre mí sus dioptrías.

Y lo hizo con suma maestría…sin generar agobios, sin acortarme el hueco, sin cerrar la posibilidad de una huida.

Lo quisiera o no reconocer, fui como una perca japonesa, entrando voluntariamente a la red que la conduciría, directamente, a la sartén.

Voluntaria hasta el zaguero de mis cromosomas.

Alfredo colosal.

Alfredo musculoso.

Alfredo dominante.

Alfredo subyugante.

Tan diferente a ti, que calibrabas cada paso de la vida hasta desplegar, escoger y desarrollar entre diversas posibilidades.

Siempre calculando.

Nunca un paso en falso.

Nunca un resbalón, un error, una caída.

Alfredo no pensaba en el resultado de una de sus preguntas.

Por eso, tras lanzarme aquella inquisitoria, tan hiriente como bien dirigida, se retiró cómodamente hacia su lugar dentro del coche, acoplando la espalda contra el cristal, extendiendo el brazo izquierdo hacia el volante y adoptando, con naturalidad, un aire de perverso domador.

Domador de perritas dóciles que en su vida entre conventos, se habían atrevido a levantar la voz y exigir que las sodomizaran.

Una expresión que dolía, sobre todo teniendo en cuenta, que le adelantaba cuatro primaveras al engreído.

¿Pero quién narices se creía Alfredo que yo era?

¿Una mojigata?

¿Una ñoña?

¿Una chupacirios convencida de que los besos solo los dan los príncipes azules?

El orgullo de fémina subió hasta hacer rebosar las válvulas.

Lo miré.

¿Por qué no?

Si llevaba toda la noche admirando el tono de voz con el que me explicaba su año formativo en Estados Unidos.

Si los ojos se deleitaron desde que le hice saludo…con aquellos bíceps dobles de tamaño, con aquella mandíbula pétrea, divina, que ni recrearla hubieran podido Rodin o Fideas.

Si bajo el acoso musical, la voz de vendedor de seguros se imponía, esparciendo la seguridad y autoestima que sobraba bajo aquel pelazo espeso, moreno, alejado del pringue gomina, que se mecía de oreja izquierda a derecha a poco que moviera el cuello.

Y sobre todo…¿Por qué no si en el fondo, entre las costillas, aplastado bajo los dogmas y reprimendas, bajo el catecismo y las reprimendas, lo deseaba?

Me aproximé dispuesta a encarar aquel reto.

Lo hice con los labios apuntados.

Como una solemne boba.

Y él puso la mano entre ambos, dejando la pretensión en intentona, abandonada con aquella expresividad de niña frustrada y estúpida.

La misma mano ejecutora, descendió luego hacia la bragueta, desabrochándola de una sola tacada para extraer, sin romanticismo ni preliminares, una talentosa polla.

“Tía, tía, tía”

No imaginaba acabar de romper la muralla esa noche, de manera tan morbosa, inesperada y acelerada.

No lo imaginaba, te lo juro.

Alcé la vista.

La mía era incapaz de retener el temblor.

La suya, descifraba una especie de “Lo tomas o lo dejas”

Sin duda no era la primera vez que practicaba aquel juego.

Sin duda no sería la primera chica que, ante semejante oferta, abría la puerta y escapaba por piernas.

Como tampoco sería la última en cerrar los ojos y comérsela.

Solo que yo, ignoro la razón, no cerré los ojos al felarsela.

Ni los ojos, ni el tacto, ni los pabellones auditivos.

Quería escuchar.

Quería ver.

Quería sentir.

Y escuchaba sus gemidos, palpaba las venidas excitadas de su pubis depilado que, bajo la escasa luz, ofrecía poca cosa.

Y sentía, una jugosa excitación en mi vagina, acrecentada por el sonido del placer ajeno que generaba y por sus dedos, enredados en mi cabellera, dirigiendo el ritmo y fuerza a su propia conveniencia.

¿Qué ovarios estoy haciendo?

Si se la voy a chupar, le voy a dar la mejor chupada que se ha llevado en toda su puñetera existencia.

Lamí, enjuagué, recorría de abajo a arriba, de arriba abajo, mordisqueé, dejé correr un hilo de su líquido seminal entre mi boca y su prepucio.

En definitiva concentré todo mi saber succionador a una polla que, por gruesa, alargada y venosa, resultaba un imposible espacial y a la par un caramelo irresistible.

Tú no la tenías así.

Tú eras ya solo eso, mi ex.

Y me repugnabas tanto como olvidado te tenía.

Solo pensaba en acoger las crecientes acometidas de Alfredo que concluyeron en aquel grito final, en la presión de sus manos en mi capilar y en aquella eyaculación de toro bravo.

Intenté, por inercia, por práctica, alejarme antes.

Pero su fuerza lo impidió y, al final, no quedó otra que recibir su semen, desparramándose desde su falo directamente hacia las amígdalas.

Cuando el abrazo se deshizo, escupí en un pañuelo lo poco que no había tragado, dejándome caer sobre el asiento despeinada, con la cara llena de los restos de un hombre al cual, unas horas antes, no conocía.

Alfredo no expresaba agotamiento.

El expresaba promesa.

Promesa y salvajismo.

Empezamos bien la noche.

¿Empezamos?

****

¿Te duele?

No contesté.

El sí lo hizo.

Diez dedos, cuya presión y su utilidad erótica, hasta ese instante, había prácticamente ignorado, aferraron mis nalgas con ensañamiento.

Mordía la almohada.

Imposible estar más indefensa así, de espaldas, culo en pompa, sorprendida con cada uno de los veintitrés centímetros de Alfredo, entrando, entrando, entrando por tercera vez en menos de veinticuatro horas.

Hasta la primera vez en que me penetró, desconocía el valor del tamaño de un buen miembro.

Hasta la primera vez en que me penetró, creía convencidamente que amor y habilidad bastaban para equilibrar las carencias y quedar satisfecha.

Veinticuatro horas y veintitrés centímetros pululando de lado a lado del apartamento, exprimiendo cada rincón para copularnos…sobre la inmaculada mesa de la cocina, rodeados de ese enlosado blanco Alaska, impoluto como película de Kubrick…..en el inmenso sofá del salón americano, fornicando con los ventanales abiertos, entregados a las miradas lascivas y masturbadoras de algún vecino sexualmente mal nutrido….de pie, en el diminuto vestíbulo, con la cabeza atenazada entre su cuello y su hombro, mordisqueándole los esternocleidos mientras, con el rabillo, miraba la nutrida colección de fotos colgadas de la pared…el sobre una cima nevada, el en traje de baño hoyando una playa caribeña, el brindando con una botella de champan francés con pajarita y aire de presentador de Un, Dos, Tres, el junto a una vieja recelosa que sin duda seria su mamacita y desaprobaría el intenso orgasmo que su recental, en ese preciso segundo, me estaba regalando.

Ummm, Ummm

¿Qué haces preciosa eh?

Me corro – lo susurré, como avergonzada por reconocerlo.

¡Pues grítalo ostias! – ordenó acelerando el ritmo, empotrándome contra la pared con desatado salvajismo.

Y lo grite.

Vaya si lo hice.

Lo grite como nunca, sobre todo cuando, sintiendo sus nalgas hincándose en mi vagina, supe que él también lo estaba haciendo.

Nos agotamos.

Sentados sobre la tarima, asquerosamente sudados, me ofreció un cigarro.

Tampoco nunca había probado uno.

Y él lo supo.

Yo solo uno. Y solo cada vez que hago disfrutar a una mujer como tú.

***

Alfredo se convirtió en una obsesión.

Mi obsesión.

Vivía, amaba, respiraba, masticaba, caminaba, laboraba, leía, me embadurnaba de jabón, iba al dentista, compraba lubricantes, cogía el treinta y uno, tomaba un café, olvidaba los informes, soportaba los atascos, cambiaba de canal televisivo pensando, no más, en pasar de lunes a sábado.

Y cuando este llegaba, quedaba limitado a una cervecita introductoria, para adentrarnos, ipso facto, en el primer habitáculo donde dos adultos, pudieran apasionadamente sobarse a gusto.

Un callejón, los asientos traseros de su coche o el mío, el zigzagueante metro, su loft de centro urbano, mi habitación de piso compartido en el extrarradio, un hotel de lujo, una pensión cutre de cuestionable calidad higiénica, un jardín de seto espeso, el pasillo de lácteos, un descampado del parking universitario…

Reconozco que no terminaba de convencerme la exposición pública tanto como parecía alimentar la libido de Alfredo.

Puestos a escoger, me inclinaba por un sitio limpio, silencioso y con un reloj sin minuteros.

Horas, horas para copularnos.

Horas para saborear la intensa fuerza que se transmitía a través de cada poro de su piel.

Una piel que, al comienzo de nuestras sesiones sexuales, sabía a L´Inmensiti, Essenza, Lucas Homme o Tom Ford pero que tras toda una noche, al despertar juntos, al volverme a sentir húmeda, al volver a aproximarme buscando su falo, olía a transpiración pecaminosa, a pringue corpóreo, a toda la lefa que derramaba en cada una de sus desbordantes eyaculaciones.

¿No te dejé satisfecha? - se reía aun con los ojos aun sellados, mientras despertaba, somnoliento pero animado por una de mis inmejorables felaciones matinales.

***

Cuatro meses y cuarenta y seis copulas después todo parecía discurrir como un apasionado idilio.

Una aventura excitante, cautivadora, viciosa con ciertos toques de depravación y una descarada necesidad, al menos por mi parte, de romper moldes, fronteras, mi propio conocimiento de mi misma.

Cuarenta y seis momentos, actuaciones, posiciones, exigencias, deseos que cumplimentaba al detalle, como nunca los hubiera cumplimentado contigo.

Pero algo no carburaba bien.

Podía sospecharlo.

Podía intuirlo.

Pero estaba ciega, erotizada y no quería darme cuenta.

No percibía la carencia de ese algo más que motiva a las que respiramos de otra forma.

No sentía ni su iris ni los míos, dilatándose apenas intuíamos que el otro estaba cerca.

Y nos daba igual.

Dilatarse se dilataban otras zonas…de nuestros cuerpos.

Y ni su polla ni mi coño renqueaban como nuestro corazón lo estaba haciendo.

Hasta aquella tarde en la que llevaba una hora, esperando ante la puerta de aquel Primark reventado a base de ropa cutre, comprada por sucios, desperrados y jóvenes petardos.

Una hora durante la cual, vestida con evidente intención de ser desnudada, tuve que soportar las confusiones de algún descerebrado que pasaba rozando innecesariamente, al tiempo que guiñaba un ojo.

“Gilipollas”

A cada instante más incómoda, doblaba el cuello constantemente cada vez que se abrían las correderas de acceso al centro comercial.

Lo hacía, cada vez, esperando verlo entrar con ese mentón de Cristo bendito.

Y cada regresaba a la desilusión de ver quien entraba.

Un grupo de marujas, unos estudiantes ausente de matemáticas, una madre de gemelos con semblante suicida, una docena de chinos con esperanzas de piratear a la competencia, dos empleadas entregadas a su sino, dos mujeres de la limpieza saliendo airosas de un nuevo turno, un guarda de seguridad acomplejado, una paloma perdida y aterrorizada que, apenas extendió las alas tiró hacia el entramado de vigas.

Cuando descendía la mirada tras contemplar el vuelo de la rata alada, Alfredo estaba frente a mí, con una bolsa de Springfield en la mano y esa sonrisa de niño cruel, que sabe hizo mal, pero no está por la faena de enmendarla.

Pensé en comprarme una chorrada.

Sin pedir perdón por el retraso, sacó una camisa corta.

Sin sentir un atisbo de vergüenza, se quitó la que llevaba, mostrando sus chocolatinas a toda la audiencia.

Audiencia casi ausente, pues de fondo, escuché cohibida el silbido admirativo de un gay de mente sobrecalentada.

¿Qué te parece?

Atenazada por el apocamiento, se me olvidó exigirle una respuesta a esos sesenta minutos de desesperante espera.

¡No veas lo que me apetecía comprarme esta! Es molona ¿verdad?

No sabía si el chaval era tonto o es que no se hacía a las consecuencias de su dia a dia.

Sin embargo, cuando cogió mi mano, toda mi acritud previa se difuminó, en espera de la ración de buen sexo que siempre nos aguardaba cuando tiraba de ella.

No hubo roce de manera inmediata.

En su lugar, marchamos hacia la bolera.

Un espectáculo inapetente y, en esos instantes atestado, donde, en una de las pistas, aguardaban cuatro de sus amigotes que a él, por los saludos le hacían baba y que yo, tras cuatro meses juntos, desconocía

No se molestó en hacer presentación alguna.

En lugar de ello, me abandonó allí, de pie y con cara de idiota, mientras Alfredo hacía la guasa de coger una bola y hacer una torpe probatina.

Los cuatro rieron la gracia, y, coordinados, me echaron una catada visual descarada, casi ofensiva.

Me sentí calibrada, calculada, sopesada.

Profundamente humillada.

No cabía ninguna duda de que Alfredo, durante alguna juerga, había alardeado del sabor de mi coño ante semejante parroquia.

¿Le habría dicho que mis corridas comenzaba con un “Dios mío, Dios joder” para acabar suplicándole que me la clavara con saña?

¿Les confesaría, entre miradas pícaras, que me derretía sobremanera sintiendo su leche derramándose sobre mi cara para luego relamerme, sin permitir que esta se escabullera de barbilla para abajo?

¿Les contaría entre risas que, a falta de lubricante, me había llegado a sodomizar utilizando una ración estándar de 22 gramos de mantequilla?

¿O les sorprendería con el relato de, las primeras veces que introdujo sus 230 milímetros dentro de mí, los ojos se agrandaban, la mandíbula se abría sin osar expresar queja alguna, mis dedos se aferraban a sus omoplatos en busca de consuelo o asidero, mis caderas, quietas, permanecían alerta a cada desconocida sensación?

Y las sensaciones en un instante tan deseado como delicado, comenzaban con un leve pero soportable dolor para, casi con la segunda arremetida, iniciar un placer intenso, desparramado, adictivo.

“Alfredo mi Titán…que pollón exhibes. Y como sabes utilizarlo”

¿Les entraría una carcajada burlona cuando les contara cuantas veces, recién corridos, aun acoplados, le susurré esa frase al tímpano?

Hubo risas.

Hubo miradas descaradamente lubricas.

¿Qué buscaba el muy gilipollas con aquello?

¿Una exhibición, un desfile de hombría ante sus amigos?

Bueno muchachita, arreamos – extendió su mano sobre mi hombro derecho, más en un gesto dominante que amoroso.

¿Pero que hacia yo allí con la mirada esquiva, furiosa pero con la boca cosida?

¿Pero quién era yo para un personaje como Alfredo?

¿Pero dónde había dejado mi orgullo?

¿Perdido entre los glúteos de piedra de aquel engendro?

Marchamos hacia una coktelería, propiedad de un colega, quien, por lo visto, compaginaba los drymartini con pequeñas dosis clandestinas de Speed, marihuana, heroína o roca.

Un colega que, tras dar abrazo al amigo, se limitó a saludarme con la quijada que no la palabra mientras se deshacía en halagos hacia la nueva camisa de Alfredo.

¡Chaval que hace mucho ya que no nos vemos! Sacas pinta de machacarte con las mancuerdas. ¿Aun tienes aquel carro de cincuenta mil? ¿No te lo ibas a cambiar?

Y, cuando quiso averiguar si esa era la chica a la que se estaba cepillando, giró la cabeza hacia donde permanecía arrinconada, y enarcando las cejas con aire de truhanería, hizo la pregunta recurriendo a la segunda de las vocales.

¿Eeeee?

¡Claro tío! Uno no desaprovecha una oportunidad así.

Lo que ese uno es un aprovechado. Que cada seis meses me traes una nueva.

Y se lanzaron otra larga risotada.

¿Nos pones un combinado de los tuyos?

Un “despiertababas”.

Dos –numeró con los dedos - que la chica no lo conoce.

Estaba enfadada.

Pero que muy, muy enfadaba.

Tanto que cuando Alfredo puso sobre la mesa aquella copa sobrecargada de hielos con una capa burbujeante y traslucida y otra, verdosa, plástica, meciéndose como una lámpara de magma con trazos alargados que subían y bajaban, estuve en un canto de lanzársela a la cabeza.

Un limón, dos bolitas de pimienta y un palito para remover que exhibía el logo del local.

Un local donde no se parapetaban más que otras dos parejas, una mal avenida, la otra con los dedos entrelazados y las miradas diciendo lo que no podía expresar los cuerpos.

Dos parejas y nosotros.

Yo con las cejas cruzadas, aguantándome las ganas de extraer la mala leche y mandar a Alfredo, el pub, el coctel, sus amigos y su puñetera camisa nueva directamente a la mierda.

Di un sorbito.

Breve.

Lo paladeé.

Repetí más abiertamente.

Tenía los labios apretados, fruto del cabreo.

El jueves, en una cita apresuradamente planeada, me dejé follar sobre el capot delantero, bajo la noche de los pinares Santos, un páramo conocido por la cantidad de preservativos usados que los empleados municipales recogían por la mañana.

Con los pies sobre sus hombros, mientras mis pechos se bamboleaban, a diez metros, observaba los muslos abiertos de una igual, con un trasero algo cincuentón clavándose insistentemente al ritmo de la carne y los bufidos.

Me pareció tan declinante como excitante.

Lo encontré tan sabroso como peligroso.

Di otro sorbito.

Contigo, jamás habría sucedido algo semejante.

Para follar contigo, había que pedir previa cita.

Di otro paladeo.

Alfredo hablaba.

No le escuchaba.

Otro sorbito.

Más atenuado.

Y volví a mirar su mentón.

Su helenístico mentón.

Y a sentir el temple marcial de su voz.

¡Que decía?

Me daba igual.

Su tono sonaba a locutor radiofónico fiable, responsable, serio, capaz de preocuparte tan solo con explicar el parte meteorológico.

Bebí largamente, hasta casi exterminar la copa.

Y la cabeza se me fue, lentamente, inclinando hacia otro lado.

Otro lado más colorido.

Otro lado que daba vueltas controladas, mareos que no terminaban de conseguir que perdiera el equilibrio.

Su cuello me pareció grueso como una viga de rascacielos.

Tan grueso que costaba abarcarlo con las dos manos.

Su cuello y esa nuez, arriba, abajo, perlita de esa columna que aseguraba la cabeza al tronco.

La camisa, puta camisa, abierta en pico dejando ver más de lo debido sus pectorales de veinticinco levantadas en diez series diarias.

Para entonces mi copa había fallecido y Alfredo, agarraba mi muslo por encima de la falda.

El amiguito soez, había retirado las copas vacías en favor de dos nuevas tan idénticas como sabrosas.

Un proceso del cual, apenas me había dado cuenta.

La razón era que Alfredo se había dispuesto, tan habilidosamente, que mi mano zurda se posó sobre su paquete mientras podía, entre sorbo y sorbo, recibir leves besos, dulces, casi de enamorado.

Aquel licor entraba como agua azucarada.

Sin embargo, al caer al estómago, el efecto calórico, casi cardiaco, iba extendiéndose con rapidez hasta apropiarse de cada una de mis células.

Y me gustaba.

Me encantaba observar las cosas con mayor languidez, olvidarme de que en tres días debía pagar el recibo del gas y decir “pollón” en lugar de miembro para luego “cagarme en la puta madre que parió a mi profesor de Química durante el bachillerato” en lugar de asegurar que “tenía sus peculiaridades”.

¿Tú qué opinas? ¿Te atreves?

La pregunta vino en mala hora.

Mis ojos la recibieron abiertos como los de un bebe foca.

La piel fresca, las orejas acariciadas por Antonio Vega.

Nada importaba.

Nada en absoluto.

Pues que de acuerdo – respondí sin saber ni media letra sobre lo que había propuesto, embelesada exclusivamente en aquella copa.

Alfredo, con evidente expresión de ánimo, me agarró e, incorporándonos a ambos en una sola y mareante tacada, tiró hacia el cuarto de baño.

Recuerdo haberme reído.

A esas alturas, había olvidado retrasos y boleras, subnormales de miradas humillantes.

A esas alturas, tan solo disfrutaba contemplando las espaldas de mi titán, rumbo al escusado.

Un escusado de laboratorio farmacológico.

Un escusado con olor a cloro perfumado, de alicatado brillante en negro cobalto plagado de reflejos donde, sin ningún asco, podría haber comido un filete directamente dispuesto sobre el enlosado.

No había macula, no había mancha, ni humedad, ni goteo ni olor a excremento.

Sentí cerrarse las puertas.

Las escuché perfectamente.

Y todo lo demás que sucedió, durante los siguientes diez minutos, dejé de calibrarlo.

Lo abrigué intensamente.

A Alfredo abalanzándose sobre mí, aplastándome contra el alicatado mientras con mezcla de habilidad y brutalidad, levantaba mis livianas falditas para dejarme, en un empentón decisivo, las braguitas en los tobillos.

Eran braguitas nuevas, con un toque infantil que tanto le agradaba.

Tela fina, casi transparente y florecitas estratégicamente colocadas.

Con anhelante violencia, me alzó colocando las manos bajo los muslos, aferrando mi culo para dominar todo aquel invento.

Lo hizo en un empentó resuelto, generando un gemido propio y traicionero en cuanto sentí que la presión de su cuerpo se abalanzaba contra el mío.

Fui yo, voluntariamente, quien introdujo la mano entre ambos.

Fui yo quien aferró su miembro.

Fui yo quien zigzagueé, apuntando hasta encontrar su justo hueco.

Y fue el quien empujó.

Enarqué las cejas, mordí mi labio inferior.

Me estaba matando de “dolorgusto”.

Cuando alcanzó lo que yo creía el fondo, le pedí que se parara un rato allí dentro.

Quería sentirlo.

Quería que su falo palpitante me hiciera olvidar el sitio público, la ausencia de pestillos, la extinción de toda intimidad.

Solo sentirlo.

Y entonces sucedió.

La puertecilla del único habitáculo que había dentro se abrió mágicamente, inusualmente hacia afuera, inusualmente, sin que sus bisagras emitieran un solo quejido.

Se trataba de un habitáculo grande con dos escasos elementos; el rodillo de papel y una taza más grande de lo habitual y de color rosáceo que apenas conseguía entrever.

Y no lo conseguía porque, sentada sobre ella, la chica de aquella pareja acaramelada que compartía local con nosotros, se exhibía, piernas abiertas, brazos extendidos, haciendo presión en las paredes laterales.

Entre ellas, laboraba la cabeza fluctuante de su chico, enredado en un cunnilingus, que, a juzgar por la expresión de ella, diecinueve, veinte años como mucho, debía de estar culminando.

Alfredo proporcionó un segundo, seco y directo empentón.

Grité.

Y la chica, asustada, dio un respingo alzando la mirada en dirección a la mía.

Sus ojos, inmensamente expresivos, dulces y lacrimosos, observaron los míos, desafiantes, desbocados cuando sintieron la tercera arremetida.

Apreté los muslos contra las costillas de mi amante.

La otra respondió apretando los suyos contra la cabeza del chaval.

Era capaz, desde mi posición, de escuchar el chapoteo de su lengua en aquel coño.

¿Sería capaz ella de escuchar mi humedad, burbujeando cada vez que Alfredo enloquecía su ritmo?

Un Alfredo que comenzó a lanzar sus sonoros bufidos, previos a su estampida eyaculatoria.

El aire, exhalado en mi cuello, incremento la humedad, precipitando el desbordamiento.

Los ojos de mi rival, trataban de aguantar el reto de mirarnos al tiempo que, grito, retorcijón, boca abierta, daba claras evidencias que se estaba igualmente corriendo.

Yo hice lo mismo, apretando las uñas entre los omoplatos de Alfredo, sintiendo que este mordía la tela de mi vestido en el mismo instante que lanzaba un primer chorro de semen, tan cálido, tan generoso, tan nutrido, que desbordó las paredes vaginales, expandiéndose por dentro, a modo de afrodisiaco.

Una primera a la que siguieron cuatro, cinco, seis, la siguiente algo más dulce y desganada que la anterior, acompasadas ellas a la cadera de la chica, moviéndose hasta chocar contra la mandíbula dentro de la cual, una lengua la estaba conduciendo al cielo.

Luego, fundidos por la apoteosis, fuimos deslizándonos lentamente, hasta tocar el suelo, quedando yo de espaldas a la pared, sentada, abrazada a Alfredo, exhalando ambos una placida y agradecida respiración.

La otra pareja, más inexpertos y ruborizados, se recompusieron rápidamente.

Como si de repente se descubrieran en pecado, se alzaron, subieron lo que tuvieron que subir, vistieron lo que tuvieron que vestir y marcharon dejando sonar su taconeo sobre el pulido suelo.

Ella al menos, tuvo un detalle.

El de guiñarme un ojo esbozando una leve sonrisa.

Así me dejo, con la vagina chorreándome semen y las piernas doloridas.

Abierta y con una extraña y desconocida sensación.

La de no haber quedado saciada, por vez primera, con la peculiar habilidad amatoria de Alfredo.

**

Me pasé todo el rato entre el pub y su coche, entre el coche y su apartamento, entre el parking y la puerta lacada en blanco con pomo dorado, preguntándome por qué razón, a pesar de estar bien follada, deseaba serlo más.

Hasta ese instante, fueras tú o fuera Alfredo, la llegada de mi único orgasmo generaba tal placidez que, al rato, de no mediar conversación, me quedaba puerilmente dormida.

Pero en ese instante, apenas sentí el “click” de la puerta, me abalancé lubrica e insatisfecha, cuan indigna gata en celo, sobre los labios de Alfredo.

Quería más.

Y sabía bien donde se ocultaba el origen de semejante hambruna.

Metí la directa, bajé su bragueta, saque su polla y allí mismo, llave aun metida en la cerradura, comencé a devorarla.

Adoraba aquel descansillo, adoraba la precipitación, adoraba lanzarme, romperme, quebrar el dogma de cristal que el instinto revienta.

Aggg chica que gana…¿es que no te di lo tuyo en el pubbbb? Uffffff

El Ufffff, ese Uffff sobrevino cuando coordine la mamada, con un enérgico apretón de testículos, dejando al afortunado en el mismo límite entre el placer y el dolor.

Sus huevos se exhibían tan depilados como, otra vez, recargados.

Seguí, seguí a toda velocidad, con toda mi habilidad.

Nena cuida que a este ritmo.

¿Ritmo?

Seguí, seguí y seguí.

Vas a conseguir que…

Seguí, ansiosa, loca, maravillosamente perdida. Seguí.

Nena, nena, nena coñoooo

Y entonces, si, maquiavélicamente, paré.

Nadie como una hembra bien armada, como para saber calcular los tiempos justos, los instantes más inadecuados…el sufrimiento deseado.

Me incorporé.

Con gesto de niña pillada en travesura, pase la mano por mis labios para limpiarlos de esa mezcla de saliva propia y líquido preseminal.

Lo dejé allí, con cara de perturbado tratando de recobrar el resuello, con su semen en estado de alerta, movilizado pero retenido.

Me dirigí hasta la mitad del saloncito.

Un saloncito de colores luminosos, pequeños, coqueto, con una larga y amarillenta tabla de surf presidiendo casi toda la estancia.

Me giré.

Me descalcé.

Sentí la calidez de la tarima en roble americano.

Dejé caer el vestido.

Me despojé de la coleta.

Interior y exteriormente, me desmelené.

No pude quitarme las braguitas.

No pude porque esas, se habían quedado en un cuarto de baño.

Alfredo me contemplaba como si esa no fuera la mujer con la que había follado cuarenta y siete veces durante los últimos cuatro meses.

Como si nunca hubiera manoseado mis medianos senos.

Como si jamás hubiera catado el sabor de mis pezones rosáceos.

Como si nunca hubiera acariciado mi espalda, lamido mis pies, azotado mis nalgas, aferrado mi cuello, saboreado mis muslos….

Su polla, apuntaba al techo, latía dura, firme como asta de toro ante la posibilidad de fornicio.

Mi vientre, exaltado, respiraba como corredor de fondo.

Trataba de controlarlo, trataba de retener mis debilidades.

Pero mi debilidad era él y su desproporcionado miembro.

Alfredo se acercó como un jabalí malherido contra el origen de su daño.

Respondí retrocediendo, sin dejar en ningún momento de encararlo, alzándome sobre una mesa redonda donde, más de una, terminábamos nuestras noches de sudor con generosos desayunos con ninguna ropa y mucho zumo.

Fue allí donde, de par en par, lenta y cautivadora, abrí mis piernas.

Hazme “eso”.

El pobre parecía desasistido.

No podía ocultar sus enormes deseos de follarme sin reglamentos.

Y yo lo detenía en seco, exigiéndole “eso”.

Aproximándose lateralmente, pegó su piel a la mía, besándome de menos a más, mientras usaba sus dedos, bien cuidados, para acariciar mis labios exteriores.

Y mi vagina, reaccionando, se rindió para permitir que introdujera en ella el medio y el anular, sincronizados con la palma, directamente aplicada sobre un clítoris engordado por sus deseos.

Reaccioné con un gritito y un sobresalto casi eléctrico.

Mis manos aferraron el borde del mueble, mis neuronas extendieron una sensación de alto voltaje a cada rincón del cuerpo.

Sigue.

No era una súplica.

Era un tono imperativo.

Te correrás en dos segundos – advirtió temeroso de que tras un nuevo orgasmo, él se quedara sin el suyo.

Sí. Pero hoy es diferente. Hoy soy diferente.

“Y tú no te das cuenta” – pensé.

No era Alfredo un ser capaz de captar sutilezas.

Comenzó la faena con movimientos leves, sensibles, sostenidos y circulares que rápidamente tuvo que intensificar en cuanto los acogí con gritos.

Ni suspiros, ni soplos.

Gritos.

Directamente gritos.

Mis muslos temblaban.

Mis piernas se estiraban.

Mis pies apuntaban.

Y Alfredo, ventajas de follar con un experto, aceleró en el minuto preciso.

¡Si, si sigue si oggggg!

Escuchaba sus dedos chapoteando como nunca, sentía mis propios jugos derrapando muslos abajo, eyaculando como solamente eyacula una fémina.

El temblor se extendió durante cinco minutos.

Cinco durante los cuales, Alfredo sostuvo sus dedos inmóviles pero dentro, mientras besaba el lóbulo de mi oreja diestra.

Yo aferraba su mano con las dos propias, para que presionaran delicadamente, para que no la extrajera, tratando de exprimir cada décima de segundo de aquel placer tan intenso, tan prohibitivo, que llegué, por primera vez en mi vida sexual, a entornar los ojos.

Y después regresó la anormalidad.

La anormalidad de no estar agotada.

Quería más y lo quería ayer.

Extraje la mano, llevándola a la boca para deleitarme con aquel sexual jugo.

Fui yo quien, tras no dejar caer una sola gota, lo arrastré con desesperada intención, hacia la cama, donde le arrojé como un pelele.

Fui yo quien me abalancé sobre él, disponiéndome a horcajadas.

Y fue el quien, neciamente, sorprendido por mi hambruna, por mi rostro de no detenerse ante nada, comenzó a reírse con una estupidez supina.

¿Se reía?

¡El muy hijo puta se reía!

Y suerte tenía que no estaba para responder a ofensas.

No podía, no quería parar.

Se la aferré, jugueteé con ella en la entrada misma, para lubricar, tentar, facilitar, excitar.

Y luego, cuando sentí que se deleitaba hasta el despiste, hasta olvidarse de donde y con quien estaba, entonces, solo entonces, húmeda, voluntaria y jugosamente, me empalé.

Eran desbordantes las sensaciones que traía consigo, la penetración de aquel falo mientras se injertaba hasta mis entrañas más parapetadas.

Como si hubiera sido diseñado expresamente para que, cada una de sus venas, de esas venas que lo rodeaban y nutrían, se hincharan en el preciso segundo, acariciando durante la penetración, los labios, la piel, el clítoris interno, las paredes vaginales.

Todo hasta no dar más de sí, y no dar yo más de mí, sintiendo, acompasados por un largo gemido propio, que aquella polla, su polla, ahora mía, latía en mi coño al mismo ritmo que mi corazón lo hacía bajo la caja torácica.

Oggggg – mi gemido sonaba algo hombruno.

Alfredo estiró sus brazos hasta extender toda su musculatura, abarcando casi todo el colchón, asiendo los barrotes metálicos del cabecero.

La visión de sus inmensos pectorales, anchos, viriles, de sus bíceps en posición tensa y de su cuello férreo, tragando nuez abajo, nuez arriba, incrementaron el efecto afrodisiaco.

Tener bajo las caderas a semejante semental, supone “padecer” ese tipo de consecuencias.

Ascendí y descendí una segunda vez.

También pausada.

El cabronazo de mi amante tenía su nido preparado para la pajarita que quisiera posarse en él.

Siempre sospeché, ciega siempre estuve, que esa cama era visitada por otras, al poco de dejar sobre ella mi aroma.

El enorme espejo parapetado en la pared principal de la habitación, permitía contemplar mis senos, las perlitas de sudor descendiendo desde el canalillo hacia el ombligo, mi rostro poseído mientras fornicaba a Alfredo como si montara un animal asalvajado.

Más que borracha, parecía esnifada.

Más que excitada, parecía endemoniada.

Las retinas liberaban una chispa salvaje, temible, subyugada por la promesa de probarlo todo, sin cortapisas, haciéndolo hasta las últimas consecuencias.

Volví a gritar con la tercera arremetida.

¿Me acababa de correr?

¿Sí?

Si, si me acababa de correr.

Sorpresiva y brevemente.

Pero por tercera vez.

Y no era capaz de desengancharme.

Quería todavía más.

Y lo busqué meciéndome más fuerte, sacándola hasta casi extraerla para luego, con saña, volviendo a meterla casi con cierta brutalidad.

¡Quiero sentir más!

¿Mas?

¡Más fuerte, más adentro!

¿Más?

¡Más cabron más!

Entre mis caderas buscándole y las suyas haciendo su parte del trato, comenzó a escucharse un sonido mezcla de chapoteo húmedo, de carnes entrechocando, de pechos rebotando, de dientes apretándose, de juramentos y “!Dios bendito!”, del colchón lamentando haber nacido.

Alfredo entraba, Alfredo escapaba a velocidad desbocada.

Yo lo acoplaba a velocidad desbocada.

Por fin, mi amante, mi morbo, pareció comprender que, en estas, iba a ser yo quien le estuviera dando caña.

Liberó las manos para agarrar con fuerza mis glúteos.

Los apretó, los arrastro hacia él y, pareciéndome increíble, penetró aún más adentro.

Comencé a dar síntomas de venirme una cuarta.

Una venida que Alfredo cortó en seco, dando una expeditiva media vuelta que le brindó la posición dominante.

Todo lo dominante y masculina que le acomodaba.

En estas siguió a más, hincando con violencia, como Nicolas Cage en “Zandalee en el límite del deseo”, penetrando mientras movilizaba toda su capacidad de resistencia.

Comprendí y acaté el reto.

No iba a quedarme sumisa aguardando que, una vez más, fuera a posteriori presumiendo de macho y “serminator” entre amigotes y dueños de bares cocteleros.

Hervido el orgullo, estiré las piernas hasta hacer nudo apretado en su cintura.

Cruce los pies, clavando los talones contra sus nalgas, para dirigir, al gusto, el ritmo de la locomotora.

Alfredo sintonizaba su incapacidad, esta vez, de salirse con la suya,

Ignoro como lo hice pero, fuera por instinto, fuera por puras ganas, fui capaz de mover las caderas más profundamente.

Y allí, y así, a los dos minutos de adoptar la pose, lo miré fijamente.

Tanto que se arredró, intentó esquivar lo inevitable.

Y lo inevitable era arquear la espalda, extender el cuello, cerrar los ojos y maldecir por todo lo alto.

Si, Alfredo se había, definitivamente descontrolado, Alfredo arreciaba sobre mí coño su evidente sensación de impotencia, de incapacidad para refrenarse y yo, por cuarta vez, decidí que me unía a la fiesta.

¡AAAAAAAAGGGG!

El sudor, resbalándonos, untándonos, fundiéndonos, facilitaba el deslizamiento, incentivaba el deseo por atravesarnos.

Alfredo imbécil, trataba de luchar contra su propia naturaleza.

Pero, finalmente, un gruñido, una espalda férrea, una barbilla alzada, los brazos estirados, mis manos, una en su espalda para inducirlo, otra en sus pectorales para conducirlo.

Alfredo copuló hasta exprimirse dentro, muy dentro de mí, reventando mi vagina con su desbordada simiente.

Sentí el primer chorrazo, sincronizándose perfectamente con mi potente corrida que acogí con la boca abierta y el gesto crispado, con las cejas extendidas, los dedos retorcidos.

Gozosa sí, pero sin retirarle la vista.

Gozosa si, sobre todo con la palmaria, en esta ocasión, inferioridad de mi amante.

Lo exprimí, apretando los muslos contra sus caderas, mis talones contra sus glúteos, acogiendo sus últimas y placenteras acometidas que concluyeron, con un Alfredo agotado, rendido sobre mí, intentando recuperar el resuello.

Recuerdo que se desacoplo.

Recuerdo que no dijo nada.

Recuerdo que cayó a plomo a mi costado.

Recuerdo, somnolienta y ya, por fin, satisfecha, quedarme dormida con una punzada de inquietud justo debajo del corazón.

**

La cabeza dolía como si la estuvieran taladrando.

Taladrando si, con Alfredo, roncando como un oso, ocupando tres cuartas partes del lecho.

Me dolía la piel, me dolían las piernas, me dolían las orejas, las cejas, los dedos.

Me dolía intensamente las caderas.

Pero Alfredo, inmune roncaba como un oso.

¿Cómo no me di cuenta antes de que roncaba?

Llevábamos juntos cuatro meses y cuarenta y ocho gloriosos polvos.

¿No había tenido nunca la oportunidad de escucharlo?

Resultaba algo desasosegante semejante descubrimiento.

Aunque nada era más desagradable, que el pringue impregnador de cada milímetro de mi anatomía.

Un pringue combinado y pegajoso.

Me miré.

Estaba desnuda, algo enrojecida, sucia, agotada, mal dormida, bien follada y cubierta por todo tipo de sustancias corporales.

El sol entraba como caballo de huno por unos ventanales completamente alzados.

Teniendo en cuenta esa circunstancia y que, en ningún momento de nuestra particular bacanal apagamos la luz, era seguro que dimos un gran espectáculo a algún vecino voyeur y depravado.

Me daba igual.

Lo que no me fue tan igual, fue descubrir mi pubis atiborrado de restos fálicos.

Semen.

Semen a raudales, seco entorno pero, aun húmedo entre los labios.

Millones de espermatozoides correteaban por el interior de mi vagina.

Puede que, uno solo, más espabilado e hija puta, me hubiera dejado ya preñada.

¡Joder, joder, joder!

Me incorporé aterrorizada.

Alfredo ni por un solo segundo, interrumpió su siguiente ronquido.

Alfredo.

Al menos se dignó a cerrar algo la boca.

Alfredo ostias. ¡Que estoy ovulando!

Ummm

Me toqué la entrepierna.

Estaba empapada.

¡Alfredo capullo despierta! ¡Que no hemos usado condón!

Tía que estoy reventado.

¡Que puedo estar embarazada de ti!

Hubo un silencio.

El hombre que posiblemente me había embarazado no se dignó a abrir los ojos.

Su respuesta fue darse la vuelta y regresar al ronquido, no sin antes soltar siete miserables palabras.

Para eso tenéis la pastillita mágica. ¿No?

.

***

Ni un solo segundo durante los más de diez millones que pasé junto a Alberto, pensé en ti.

No me acordaba cuando puso mi cara contra una pared del garaje comunitario, dándome un duro metesaca de cinco minutos mientras las luces de los coches, fugazmente nos iluminaban.

No me acordaba cuando aquel masajista conchabado, me sobó de más ante su atenta mirada de voyeur travieso que le animó a masturbarme pecaminosamente mientras Alfredo me besaba.

No me acordaba cuando no tuvo que insistir para estrenarme el culo sino que fui yo quien, cachonda perdida, le supliqué que lo aseteara.

Tampoco cuando le espeté un “Por supuesto” a su propuesta de un trío con su mejor amigo. Trío que, la falta de agenda y tiempo dejarían en proyecto.

¿Duele?

Pues es cierto.

Pero en ese zaguero, en el postrero segundo, apareciste tú.

Y lo hiciste con toda la potencia de un terremoto reventando todos los Richters conocidos.

Estaba yo allí, de pie, desnuda, repleto mi vientre del semen de otro, frente a un ventanal luminoso, frente al corpachón desnudo de mi fornicador durmiendo como si no hubiera un mañana….y solo podía pensar en ti.

En ti y el preciso instante en que, apenas conociéndonos, tras dos meses juntos, se nos rompió el preservativo en el momento más inapropiado.

Inapropiado por mis veinte años. Inapropiado por tener la universidad a medias. Inapropiado porque no me sentía madre antes de ser forzada a serlo.

Aterrorizada con la idea, los ojos lagrimearon como plañidera de Semana Santa.

Y reapareciste tú, con tus veintitrés añazos, con tu cuerpo fibroso y flaco y ese aire de intelectual inseguro que no sé por qué, hasta ti me atrajo.

Tú, mirándome, abrazándome y diciendo aquello de…

En esto como en todo, estamos juntos. Estés o no embarazada, estamos juntos, decidamos lo que decidamos, estamos juntos.

Ese día, me enamoré definitivamente.

Y ese otro día, mientras me vestía apresurada y torpemente, maltratada, furiosa, ante un Alfredo que continuaba dormitando como un bebe de pecho, me di cuenta de que durante cuatro meses había estado follando con un animal en la cama que, sin embargo, para el amor y la vida, no dejaría de ser nunca un criajo.

Al salir, venganza de gata, robé la foto de su mamacita que arrojé por el hueco de la escalera.

Al salir, agarré el urbano, sin dejar de llorar un solo segundo.

No lo hice por el disgusto de descubrir, quien era realmente la persona con la que me había estado acostando.

No lo hice por la vergüenza de pedir receta y luego acudir a la farmacia para que una bata blanca me mirada con cara de juzgado.

¿Me da la pastilla o no?

Tampoco lo hice por el día entero que padecí entre el sofá y la cama, mareada, revuelta, vomitando un inexistente desayuno.

Lloré por ti.

Lloré porque te había perdido.

Lloré porque tuve un hombre al lado y lo cambié por un niñato.

Pensé mil veces en llamarte, en tomarme otro café contigo, en tantear, en calibrar, en suplicar si era necesario.

Y mil veces abandoné el móvil donde lo había encontrado, convencida de que ya andarías con otra, convencida de tu reproche, de tu odio.

Tan solo dejé de llorar cuando tecleé tu número y, al escuchar tu voz por primera vez en tanto tiempo, descubrí un tono cálido, feliz por habernos, al fin, reencontrado.

***

Rovnik; De nuevo cinco años y ciento cincuenta cópulas después

No me mires así mi amor.

Siempre tuviste la cabeza bien asentada sobre los hombros.

Oye – levantó el dedo a fin de fortificar su advertencia– No me juzgues. No te atrevas a hacerlo. ¿Sabes una cosa? Lo que hice lo hice bien a gusto. No me arrepiento de nada.

¿Y si te hubieras quedado embarazada? ¿Habría sido el ese padre que hubiera sido yo si a los veinte si ese condón roto hubiera terminado a malas?

Alfredo me follaba – ella mantenía una dignidad magnífica, de pie, mientras yo la contemplaba, bella, poderosa, con el sol adriático colándose a través de sus espaldas – Me follaba como nunca nadie me había follado. Soy una mujer. Una mujer. Y no espero de un hombre que me deje plantada – lo miró acusadoramente – A veces espero que me ame. Otras que me apoye. Las más que sea un buen compañeros. Y otras, otras, que me la meta hasta las últimas consecuencias.

¿Y yo no sabía hacerlo? ¿No te corrías conmigo?

Esto no es cuestión de celos. Esto es cuestión de tu abandono. Libre era y libre me entregué a él. Libre soy. No lo olvides. Y si no vuelvo a marcar su número, no es porque sea sorda a lo que el coño me reclama. Es porque te amo hasta las últimas consecuencias.

Era cierto.

Una vez más.

¡Cuán pocas discusiones habían concluido con una victoria propia!

Ella era tan sagaz como locuaz, tan digna como plagada de recursos.

Era cierto.

¿Y a mí?

A ti que.

¿Follarías conmigo hasta las últimas consecuencias?

Tampoco era ninguna tonta.

Sabía lo que proponía.

Sabía lo que ocurrirá.

Y también sabía, que yo no era Alfredo.

Estoy ovulando.

Mejor.

Su sonrisa fue la puerta abierta.

Miró hacia el fondo de la plaza.

El hotelito, apenas una pensión, no prometía ni diseños postmodernos, ni baños con jacuzzi, ni tan siquiera tener encendido el aire acondicionado. Tan solo prometía cama y muchos tiempo.

¿Allí?

Cogimos nuestras manos.

¿Contigo? – respondí – Donde más te apetezca.

 

Solo una escena de esta historia ha sido fruto de mi invención. Todo lo demás, es real. Un mano a mano confesorio con estos maravillosos amigos que cuentan ya 20 años juntos. Me gustó mucho la frase con que ella resumió su experiencia…”Necesitaba probar. Necesitaba experimentar. Y necesitaba aquella catarsis para darme cuenta de lo que estaba perdiendo”