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38 segundos

en Hetero: Infidelidad

Allí estaba yo, incapaz de retirar la mirada del Smartphone, contemplando la ecléctica señal del mensaje que acaba de llegar, con la mente aislada del trajín de teclados, conversaciones, papeles removiéndose y bips bips telefónicos propios de la oficina.

Yo, rodeado de compañeros, de negocios sin rematar y tareas sin finiquitar pero a solas, sudando hasta con la lengua frente al inesperado correo.

Un whastup, un archivo en video de apenas 38 segundos.

38 segundos que, sin embargo, comenzaron lejos de aquel lunes sin historia, el dia en que Isabel me hizo padre, pariendo a nuestro único hijo.

Adoro a Isabel.

Una adoración que no implicaba el estar con la testa coronada con la aureola de un santo.

Fui infiel a Isabel hasta el día en que me dijo que estaba embarazada.

Infiel como se lo fui a todas las compañeras, novias o amantes más o menos fijas, que disfruté antes de conocerla a ella.

Pero aquel sexo furtivo, con mujeres tan furtivas como yo, no me satisfacía.

Mi verdadera obsesión, mis mejores orgasmos surgían cuando de mi imaginación, follando con ella, le relataba historias de infidelidad consentida en que Isabel, disfrutaba lascivamente abriéndose antes grandes y musculados falos.

Unas historias que ella cortaba tajantemente con una sola e inquisitorial mirada, rechazando con tal firmeza, que provocaba en mi un creciente desasosiego sexual.

Isabel era mucha mujer.

Rabiosamente dominante, imperiosa y poco imaginativa, cerrada a todo lo que fuera arriesgar probando algo nuevo.

Pero algo cambió el día en que cosieron su vagina en el paritorio.

Tras sobrevivir a la prolongada abstinencia de la cuarentena, no tardamos en descubrir los intensos dolores que nuestros renovados escarceos sexuales le provocaban.

Unos dolores terribles que nos obligaron a frenar para desesperación de mi modesto falo.

Inicialmente, ella, asustada por aquella sensación tan desasosegante, optó por la opción más ilógica….evitar toda conversación, renunciar a quitarse las bragas para concentrarse, sobre todo, en su recién estrenada maternidad.

Isabel era una madre prodigiosa, una esposa entregada, una profesional superlativa y una amante en absoluto e irrefrenable declive.

Nunca averiguaré por qué, a medida que trascurrían los días, que luego fueron meses, que luego terminaron transformándose en un año sin penetraciones, no terminé buscando, como con otras, la compañía de amigas que sabía siempre dispuestas, mujeres casadas con ansias de probar cuerpos diferentes, prostitutas sin teatro, niñatas de universidad o conversaciones cibernéticas con peligro de convertirse en tórridos encuentros de motel…verte, follarte, olvidarte.

No lo deseaba.

Ver a Isabel tan soberanamente mujer cuando sexualmente más alejadas estaba me intrigaba, haciendo que me sintiera profundamente vinculado a ella, necesitado de ella, obligado con placer por mi propio corazón, a entregarme a su dolor para conseguir superarlo….juntos.

Por una vez en mi vida, decidí tener paciencia.

Saqué la conversación cerca de Navidad, con tono mesurado, sin reproches, incitándola a dialogar, a buscar soluciones cogidos de la mano, sin prisas…”será cuando quieras, como quieras, sin ningún aceleramiento, juntos los dos”…y ella, en principio recelosa (siempre sospeché que algo intuía sobre mis breves deslices), fue poco a poco abriéndose, hasta consentir que hiciéramos algo más que dormir bajo las sábanas.

  • Lo hago porque te amo – confesó – Y porque nada me da más miedo que marches con otra solo porque folla como yo no se follar.

Podría haberlo hecho.

He conocido amantes superlativas, pasionales, entregadas, doblegadas ante el poderoso atractivo del falo palpitando.

Pero a ninguna ame tanto como a Isabel y sobre todo, con ninguna excepto ella, deseé quedarme en la cama después de sudarnos la entrepierna mutuamente.

Empezamos con besos, de poco a mas, de santurrones a cada vez más tórridos….luego caricias sobre la tela, bajo al tela, cada vez más íntimas….luego tocamientos, masturbaciones, cunnilingus, felaciones hasta el final tragándose todo lo que surgiera.

Finalmente, carcomida por un cocktail de deseo y miedo, accedió a visitar un ginecólogo que, poco a poco, nos fue abriendo el camino hacia el maravilloso momento, ¡2 años más tarde!, en que, bien arrimados, mientras el niño conocía por primera vez el significado de la palabra guardería, nos corrimos con sollozante profundidad, al compás de nuestras arremetidas.

Maravilloso.

  • Gracias – me dijo aun jadeante - Gracias por tu infinita paciencia. Ahora si que sé que me amas.

Desde entonces, Isabel pareció sentir una incomprensible una deuda para conmigo.

Una deuda que yo sentía invisible pero que, egoístamente, no parecía incordiarme.

No me incordiaba porque para mí personal alegría, cuando aprovechábamos cualquier oportunidad para recuperar el tiempo perdido, toleraba sin reproches mis historias sobre ella, follando desbocadamente con hombres de color,  compañeros de faena, amigos, siempre más machos y mejor dotados, capaces de regalarle interminables orgasmos.

Historias que nos obligaban a copular como alimañas hasta derramarnos, hasta reventar nuestras últimas energías y en los que Isabel sustituía sus habituales objeciones por chillonas corridas que sin duda, desvelaron más de una a nuestros sorprendidos vecinos.

En nuestra mutua búsqueda, decidimos llegado el momento de reservar una noche entre trescientos sesenta y cinco para nosotros.

Una noche de “gracias por quedarte con el niño, suegra”, coger el coche, plantarnos a dos horas, reservar hotel y restaurante de los que “garzon” limpiando a poco que mees dos gotitas los aseos.

Una noche de risas, de platos medio vacíos, decostruidos, museo carísimo del desperdicio gastronómico regado por muchos caldos que nos hicieran olvidar el hambre del estómago.

Una noche de miradas, de redescubrir la sorpresa que, bajo el maquillaje de la convivencia, del tiempo, las diferencias, las obligaciones, los malos rollos y peleas, continuábamos estando allí, cogidos de la mano.

Reconocer que hay amor, sentir que la vida se compenetra y que a medias con la tercera botella, Isabel descalzaba su pie bajo el mantel para juguetear sin habilidad con mi entrepierna, sin retirarla cuando un camarero con aire universitario nos traía más pan de oliva, regresando a la codina con media sonrisa…”lo que hay que ver”.

Cuando el aire fresco de marzo volvía a enrojecer nuestras caras, estas, excitadas por el alcohol y la desvergüenza, se entregaban a besarse con furia cada vez más desatada.

  • Ummmmm cielo – me regalaba besos de esquina – Esta noche ando algo salida – introduciendo la puntita de su lengua dentro de la boca.

  • Ufff lo se amor.

Caricias que recibía en plena Gran Avenida, con aun demasiado gentío, la mayoría ausente y algunos, más detallados, dándose cuenta de nuestros desesperados preámbulos.

Yo no me apercibía.

No lo hacía porque a mi cabeza, regresó sin reclamarlo, la idea de aprovechar aquella oportunidad para, tal vez, si era posible, si los tres mil seiscientos santos hacían milagro, abrir el cajón con llave que llevaba en mi mente, demasiado tiempo cerrado.

  • Vamos al “Bendito Pecado”.

Conocía  a Isabel.

La conocía tan perfectamente….sus ataques de ira, su irascibilidad a la mínima, la manera en que perdía toda concentración sexual cuando algo la contrariaba que….

  • ….con condiciones

Cuando dio repuesta, me quedé boquiabierto.

Y las condiciones fueron…”Solo curiosear. Nada de buscar más. Y si algo pasara, será solo para mi. Solo yo – puso su mano en pose agresiva sobre mi entrepierna – O aprieto hasta que sepas lo que es el dolor. Prohibido acercarse a ninguna branguita. ¿Entendido?”.

¿Qué iba a decir?.

Pues que veinte minutos más tarde, rezando porque no se presentara ningún arrepentimiento, tocábamos por primera vez en nuestras vidas, la puerta del único local swinger de toda la provincia.

Un local harto conocido entre cuchicheos y discretos anuncios de farola donde yo, soñaba desde hacía más de cinco años, entrar cogido a la mano de Isabel.

Un local que, como el buen morbo, generaba tantas ganas de visitar como miedo de no salir bien parado en el intento.

Miedos a que se nos acercaran babosos, a que no aguantaran una negativa, a que hubiera borrachos, maleducados, impresentables, niñatos, visiones demasiado soeces como para soportarlas sin salir dañados.

Miedos que Carmen y David, disiparon con el solo tono de un saludo.

  • Enseguida localizamos a los novatos – dijeron al unísono guiñando un ojo igualmente acompasado.

Cuando quince minutos más tarde pedimos dos gin tonic no demasiado cargados, lo hicimos apaciguados por la limpieza, el orden, la estricta normativa, el imperio de la discreción y la impresionante educación de todo aquel al que se le permitía entrar dentro del “Bendito”.

Permanecimos sin hablar mucho, disfrutando de las bebidas, lanzando miradas curiosas pero esquivas en torno nuestro, procurando no mantenerlas dos segundos de más para no atraer la atención de otras parejas.

Solo así se podía comprobar variedad…gentes de cincuenta mal o bien conservados, otras de apenas veinte en extraordinario estado físico, ninguna desnuda porque “la ropa se la quita uno de esa puerta para adentro-explicaba David-…donde solo entráis vosotros y quienes queráis”.

Ni lameculos, ni soeces ni gente irrespetuosa.

Y nosotros allí, ignorando el alfabeto de aquel desconocido mundo donde todos los demás nos habían calado, brindándonos sonrisas o francos bienvenidos sin entrar a más para no asustar al cachorro antes de que se hiciera lobo.

  • Debéis saber – añadió Carmen antes de marcha a atender a un Vip engominado- que el 50% de los que entran aquí, no cruzan la puerta del privado hasta la tercera o cuarta vez . Nadie obliga a nada…eso es la base del mundo en el que nos movemos.

Los gin tonic no estaban cargados….pero nosotros sí.

El alcohol invadía una gran parte de nuestras capacidad en vena…..notándolo en la manera que Isabel utilizaba para contemplar el espectáculo….una irrefrenable curiosidad detenida con cierto descaro sobre un grupo de tres chicos sin pareja, de unos veinte o veintidós años, los tres musculitos, los tres morenazos….uno de ellos con unas patillas excesivamente setentonas pero que tuvieron la virtud de llamar la atención de mi mujer.

  • ¿Te gusta?.

  • ¿Eh? – se hizo la despistadilla inclinando la copa para dar otro breve sorbo.

  • Te gusta el patillas ¿verdad?.

  • Está bien el mozo. Pero es muy joven. Le debo sacar….buffff doce años.

  • Voy a comprobarlo.

  • ¿Qué?.

  • Que quiero otro gin tonic – añadí finiquitando de un forzado trago el mio – Con él – señalé al aludido.

Isabel dijo algo que no escuché porque rodeando la barra en cuatro pasos, di de bruces con Alberto.

Alberto era un habitual del “Bendito”.

Al menos eso se intuía por la confianza que exhibía a la hora de tratar con el barman.

Mucho más alto que yo, sus ojos ostentaban una seguridad impropia en alguien que tenía no doce, sino catorce años menos que Isabel.

  • Veintiuno…..-confesó – Estudiando Ingeniería….a ritmo lento – sonrió – Porque me gusta mucho divertirme.

  • Veras Alberto….¿ves esa rubia bajita sentada junto a la máquina de preservativos?.

  • Claro. Es donde se refugian los nuevos – bromeó.

  • Es mi mujer – añadí haciéndome el sordo – Como bien dices, ambos somos novatos en esto y no tenemos claro cómo va a acabar la noche. Si te gusta, nos encantaría solo hablar contigo pero no podemos garantizarte nada….tal vez ella dude y no quiera y tú te decepciones quedándote con las ganas pero prefiero serte sincero. ¿Qué me dices?.

Lo que me dijo se lo dijo también a Isabel, diez segundos más tarde.

  • Siento curiosidad.

Ella sonrió.

Y lo hizo durante una hora más sin parar de hablar, de gesticular, de mostrarse abierta y entregada, como de normales, ante un desconocido, nunca lo era.

Ayudaba y mucho la incuestionable experiencia de Alberto.

En sesenta minutos no había parado la conversación…de mil cosas, de todas y ninguna, acompasada de piropos nada casuales, de alardes de musculatura camuflados bajo falsos movimientos de saludo, de una tímida caricia a la melena de Isabel y del aroma a perfume caro, caro de narices, de los que yo nunca uso para constante enfado de mi mujer, harta de recomendarme que un hombre arreglado, no es un hombre afeminado.

Yo pronto me sentí en un círculo cercano pero sutil y necesariamente apartado.

Algo alejado, controlando sin ser controlado, otorgando una ligera intimidad que sin embargo, me dejaba escucharlos sin participar más que con los tímpanos.

Isabel se reía a mandíbula abierta, algo teatrera, sintiéndose rejuvenecer, viendo como aquel chaval la rondaba como un gallo encelado….encelado de ella que con sus treinta y cinco, un hijo, su chicha aún poco visible, sus pechos maravilloso pero algo decaídos, su culo fantástico pero algo decaído, su autoestima….totalmente decaída.

Sin decir nada, porque ninguno me hubiera hecho mucho caso, me retiré en busca del baño.

Entre sin prisas, acercándome hasta el urinario, bajé la cremallera y abriendo el esfínter no pude ocultar mi cara de profundo desahogo….uffff.

  • Ufffff

Ese segundo Ufff no había sido propio.

Con calma me lavé las manos….

  • Offfffff

El gemido provenía de uno de los habitáculos cuya puerta entreabierta, se mecía al ritmo del compás más sospechoso.

Con sutileza, la fue abriendo.

Una mujer, con el vestido arremangado hasta la cintura, con las bragas por los suelos y los brazos extendidos, apoyados en cada lado de la pared de madera para ganar estabilidad y potencia, montaba sobre sus tacones rojos a un hombre sin rostro, cuyos bufidos daban cuenta del placer que esa hembra le estaba regalando.

Ninguno de los dos pareció molestarse cuando ella giró su cuello para descubrirme.

  • Tenemos público ooo oooooo – arremetió acercando su coño a la pelvis de su amante, dejando incluso que pudiera escuchar el sonido húmedo de su coño - Como me gustaaaaaa….- gemía delatando la cercanía del orgasmo - …..anda cabrón, le dijo cogiéndole de la barbilla----que no te pone ni nada follarte a tu cuñada.

Increíble….lo que daba de si el ser humano cuando se trataba de echar un buen polvo.

Tras diez minutos disfrutando con el evento, decidí salir justo cuando la parejita se estaba desacoplando.

Salí de regreso a la motivadora música de Police….al aire ligero de conversaciones intimas, al gentío justo que proporcionaba a aquel local un aire escogido, tranquilo, embaucador pero discreto.

Salí para no ver a Isabel con Alberto, coqueteando como los dejé a dos pasos de la máquina de Durex.

Recorrí la parte pública del local….David me confirmó que no habían entrado en los privados…para continuar hasta la sala de baile, ligeramente apartado, donde ponían música disco de los años ochenta.

No tardé en encontrarlos.

Bailaban pegados, el abrazándola desde la espalda, ella girándose para recibir sus besos, jugando con sus lenguas al aire…..y yo allí, ya sin cortarme, tocándome descaradamente todo lo que se empalmaba bajo la bragueta, sin importarme que hubiera, quien hubiera…era el “Bendito” y allí todo se consentía….sobre todo el que mi mujer consintiera que Alberto, un hombre al que no conocía setenta y dos minutos antes, le  levantara  la falda para dejar ver su braquita de encaje negro, no muy cara pero cautivadora, depositando su palma sobre su coñito, sobre la tela….provocando que los ojos de Isabel se desbocaron, girándose ella para abrazarlos del cuello, empujándolo hasta perderse en la oscuridad y el amparo de las varias parejas que los rodeaban, tan o más enceladas que ellos.

  • Ponme otro gin tonic por favor.

No pude seguirlos.

  • Y bien cargado ¿eh?.

No pude seguirlos y allí estaba, a medias con mi dosis etílica cuando desde la masa, volvieron a surgir ellos.

Isabel despeinada, Alberto descamisado, ambos sonriendo con cara de traviesos sátiros sorprendidos por el maestro.

Vinieron hasta mi, apresurados.

  • Vámonos al hotel mi amor – dijo ella colocando sus braguitas entre mis manos. Unas braguitas más que húmedas…empapadas – Esta noche saldrás ganando.

La hubiera abrazado, le hubiera confesado un millón de veces cuanto la amaba, la hubiera intentado hacer intensamente feliz satisfaciendo hasta el más irrealizable de sus caprichos….pero en esos momentos, caminaba por una calle gélida, sosteniendo una distancia de diez metros respecto a ellos.

Unos ellos que, demasiado acalorados como para sentir el frío, caminaban, sin prisas, besándose, magreandose cada dos pasos, avanzando con desesperada lentitud hacia el Hotel Basílica, donde nos aguardaba una habitación abuhardillada con mininevera repleta y cama King Size.

Al menos eso creía.

Porque cuando estábamos a punto de obligar a la apertura automática a funcionar y dejarnos entrar en recepción, Isabel se desasió de los brazos de Alberto para acercarse nuevamente a mi.

  • Me da vergüenza.

  • Pero, cariño si lo difícil ya está hecho – creí que iba a gritar de desespero - Solo tienes que disfrutar.

  • Me da vergüenza que nos veas follar mi amor. No quiero que estés en la habitación. Por favor, por favor quiero que Alberto me fo…me lo haga. Pero me da…me da apuro me corta que nos veas.

  • ¿Estas segura?.

Afirmó con la cabeza, poniendo esa expresión de gatita buena, de niña traviesa que no volverá a hacerlo..

  • Entonces no te preocupes. Se dónde ir.  Avísame cuando pueda volver.

Conocía la ciudad de sobras.

Conocía aquel local de últimos tragos que abría hasta las últimas porque a los municipales no les gustaba meterse sin el coche patrulla, dentro del callejón que lo parapetaba.

Y allí pedí un Caipiriña y un rincón donde parapetarme del terrible bajo cero que doblegaba los riñones entre las calles de la urbe.

Eran las dos y veintitrés minutos cuando di el primer sorbo, colocando el móvil sobre la mesa sin molestar en levantar la cabeza para contemplar el personal, atento a un mensaje y la balada de Skorpions, impropia de su condición de greña heviorra.

A las cinco y doce un securata diplomático rogó que abandonara el local.

Caminé tras los quiebros de unas pijas impresentables que andaban componiendo eses, hablando entre balbuceos, sin dejar una sola farola sin vomitina.

Encontré en el primer café abierto, el que para delante de la estación de policía, a esas horas plagado de uniformes en busca de algo de cafeína que los despertara antes de asumir la realidad del cambio de turno.

Tenía hambre.

Hubiera pedido unas porras de no ser porque, a eso de las seis y dos minutos, sonó el whatsup…..”Ven amor, te espero, te echo de menos”.

Cuando el recepcionista del Basílica me vio entrar tal vez se hizo calladamente muchas preguntas.

Yo no respondería a ninguna.

Me importaban dos mierdas sus opiniones, sus censuras y sus santiguadas.

Yo solo quería llegar a la trescientos veinte cuatro.

Eran las seis y veinticuatro cuando di tres discretos golpes a la puerta.

Y para mi sorpresa abrió Alberto.

  • Hola tío.

Alberto desnudo, sin molestarse en baja la voz por lo impropio de la hora.

Alberto con aquel falo medio erecto que se mecía voluminosamente con su caminar por el pasillo en dirección a la cama.

  • Se ha quedado frita – dijo – Está reventada – se rio.

Isabel gimió, somnolienta bajo la sabana ligera que le tapaba hasta la rabadilla dejando ver su espalda.

La habitación olía a sudor, tremendo sudor.

La ropa estaba por todas partes….los calzoncillos sobre la televisión, el vestido violeta que tanto me gustaba despedazado encima del radiador, los zapatos de tacón, uno en la puerta del armario y el otro ni se sabía y los calzoncillos de Alberto, en esos momentos entre sus manos, acoplándose nuevamente a su cuerpo.

Un cuerpo que he de reconocer, yo perdí mucho tiempo antes de aquella noche.

Esculpido, diseñado milimétricamente para que Isabel obtuviera lo que había venido buscando.

  • Tu mujer estaba como loca – confesó – Mira que llevo ya unas cuantas y te reconozco que me ha costado lo suyo dejarla a gusto – señaló con la barbilla hacia el suelo donde yacían dos preservativos rebosantes de espeso semen.

Me despedí de el en la puerta.

El me dio su teléfono y apretó la mano….lo hizo con la firmeza propia de los hombres que inspiran y dan confianza.

Al cerrar eché el cerrojo, dándome la vuelta, desnudándome a media que me acercaba a ella.

Sabia que estaba agotada que no podría satisfacerme.

Su espalda reflejaba las manchas resecas de lefa, extendidas en diferentes acometidas hasta la misma base de su cuello….tal vez hubo una tercera, sin ningún condón que les impidiera sentirse a ambos.

Me acosté, la tapé, la abracé por detrás…..y continuamos.

Continuamos nuestra existencia hasta esa mañana de oficina, cuatro días más tarde en que contemplaba pasmado, el archivo-video que Alberto me había remitido.

Treinta y ocho segundos con una imagen fija, antesala de lo que aguardaba si encontraba el valor de pulsar para verlo.

Una imagen cautivadora, grabada sin duda por el mismo Alberto.

El rostro de mi señora girándose hacia su siniestra, con los ojos cerrados, la boca babosa entreabierta, el pelo enredado sobre su rostro y la mano que desde atrás la asía para obligar a que adoptara esa posición de suplicante deseo.

Una mano firme que no toleraba negativas.

Porque si la expresión facial de Isabel era de “por el amor de Dios no pares de meterme lo que me estás metiendo” la de Alberto era otra cosa.

El brazo izquierdo del amante se extendía para grabar la escena, su cara, bajo las espesas cejas de italiano saturado, era de saber muy bien lo que quería y obtenerlo, de dominar cada centímetro de la mujer que se follaba, de encontrar mil placeres ocultos bajo la piel de cualquier fémina y un millón más humillando al marido al que estaba corneando, metiéndosela a su señora hasta el fondo, dejando claro con sus ojos, ojos de demonio en fuego, que Isabel nunca se había corrido con nadie como se corrió aquella noche con él.

Treinta y ocho segundos.

Acerque mi dedo….”que poco tiempo….que poco tiempo para tanto”.