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EL CLUB (1): Lo que bien empieza, bien acaba. ¿NO?

en Sexo Anal

EL CLUB

Capítulo primero

LO QUE BIEN EMPIEZA, BIEN ACABA. ¿NO?

Corría junio de 2.007 y yo acababa de cumplir diecinueve primaveras. Por aquel entonces vivía con Pablo, mi novio desde hacía dos años. Conocerle fue lo mejor que pudo sucederme hasta entonces, puesto que con él descubrí el amor y con el paso de los meses el gusto por el sexo desenfrenado. Todas mis primeras veces se las di a Pablo: sexo oral, vaginal y anal. Fue tanto lo que hice y aprendí con él, que pronto tuve la sensación de que vivía, permanentemente, montada en una especie de montaña rusa.

Aquel mismo mes afrontamos nuestro primer intercambio de parejas con Marie, mi mejor amiga, y con Tomás, su novio de entonces. Todo ocurrió en un pisito que Pablo y yo habíamos alquilado unos meses antes para vivir juntos. La experiencia me dejó gratamente marcada, porque durante varias horas gocé como nunca antes lo había hecho, obteniendo más orgasmos de los que yo creía posibles.

Pasado algo más de un mes, y recordando la experiencia anterior, propuse a Pablo, Tomás y Marie montarnos una pequeña orgía con una tercera pareja. No nos costó demasiado dar con los candidatos idóneos: una compañera mía de la universidad y un amigo de mi novio. No eran pareja, pero aceptaron participar y eso era lo que realmente importaba. He de confesar que el experimento no resultó del todo satisfactorio, al menos no tanto como habíamos imaginado. Fue demasiado para mi compañera de clase ver como, primero Marie y yo después, éramos penetradas por delante y por detrás al mismo tiempo. A pesar de repetirle, por activa y por pasiva, que no estaba obligada a hacer nada en contra de sus deseos, decidió marcharse y quedamos los cinco restantes. Igualmente disfrutamos, pero a todos nos quedó mal sabor de boca por lo ocurrido. Tras aquello no volvimos a repetir.

Era septiembre cuando la relación con Pablo terminó de la forma más traumática que yo podía haber imaginado. Con la ruptura también se esfumó el sueño de vivir para siempre con el gran amor de mi vida. Ocurrió durante un fin de semana que pasamos en la costa de Granada, en un apartamento que los padres de Pablo tenían para veranear. Casualmente coincidimos con su hermano, que también había decidido pasar allí el fin de semana. Era un tipo que me causaba auténtica repulsión, porque en varias ocasiones me había propuesto acostarse conmigo y, como es lógico, en todas ellas le rechacé. Mientras Pablo y yo hacíamos el amor el sábado por la noche, algo bebidos y en total oscuridad, los dos hermanos decidieron poner en práctica un juego perverso y definitivo: valiéndose de mi estado de embriaguez y del anonimato que les proporcionaba la oscuridad, se intercambiaron sin que yo me percatase. Solo de ese modo, cobarde y mezquino, su hermano pudo follarme. De la forma más tonta me di cuenta del engaño y cualquiera puede imaginarse la que organicé. Fue tan grande el vacío que sentí en lo más profundo de mi corazón por la traición sufrida, que sin pensármelo dos veces rompí para siempre, volviendo a mi casa en el primer autobús que pude.

Durante varios meses fui testigo de cómo mi mundo de fantasía se desmoronaba ante mis narices, y no veía la forma de calmar la angustia que me devoraba por dentro como un perro rabioso. Casi sin darme cuenta llegó febrero, y mi querida amiga Marie me convenció para ir con ella y con su novio a pasar un fin de semana en Sierra Nevada (Granada). Pensó que en un lugar atestado de gente, donde podría respirar aire limpio, encontraría paz y alguna forma de mitigar el dolor. Y no se equivocó, porque durante esos días se dieron los condicionantes necesarios para terminar en la cama con ambos, envueltos en un trío memorable. Gracias a la experiencia y al cariño que me tenían, decidí dar un paso decisivo para olvidar el pasado y mirar al futuro con ánimo, pero sin olvidarme del presente.

Las consecuencias de mi decisión no tardaron en llegar. Tomás convenció a Sergio, un primo segundo suyo, para que participase en una mini orgía con nosotros tres. A mí no me pareció mal porque el primito estaba para darle el oro y el moro o lo que pidiese.

A raíz de aquello decidí no volver a enamorarme, costase lo que costase, puesto que el palo sufrido con Pablo había sido demasiado duro como para arriesgarme a repetir. Sí, es cierto que a día de hoy no lo he olvidado porque, como suele decirse, “el recuerdo del primer amor nunca muere”. Pero ahora puedo afirmar que me alegro de que todo terminase con Pablo, aunque no de la forma en que ocurrió.

Pese a todo, yo no quería renunciar al sexo, y me incomodaba meterme entre Marie y Tomás más de lo necesario. Valoré la posibilidad de ligar con los chicos que me gustaban y satisfacer con ellos mis instintos primarios si se terciaba la ocasión. Y así ocurrió durante no demasiado tiempo, hasta que me harté de discutir con ellos  sobre el uso o no del preservativo; por nada del mundo estaba dispuesta a correr el más mínimo riesgo; los chicos suelen ser más egoístas y descuidados que nosotras en este aspecto. Fue por ello que pensé en mis amigos íntimos y en los compañeros de plena confianza de la universidad. Con ellos no tenía que discutir sobre ese asunto y, por otro lado, no corría el peligro de enamorarme y viceversa. Si para entonces no había surgido la llama, era porque estábamos vacunados contra una atracción más fuerte que la física. Por entonces era consciente de mi bisexualidad y me encantaba la idea porque doblaba mis posibilidades. Por lo tanto, no solo me dediqué a flirtear con chicos; ellas también estaban en mi punto de mira.

Así es como surgió el Club, como una forma de reunir a chicos y chicas con gustos sexuales parecidos, más o menos de la misma edad y con una mentalidad abierta y centrada en un pensamiento único: disfrutar de la amistad y del sexo sin albergar pensamientos o ilusiones que implicasen algo más. Pero, a decir verdad, el Club había surgido el día en que mi ex y yo realizamos aquel intercambio de parejas con Marie y Tomás. Tan solo me costó darme cuenta de ello.

Los primeros meses fueron complicados, como suele ocurrir cuando se inicia un nuevo proyecto. Dimos prioridad a quienes eran de nuestro agrado a nivel físico, personal e intelectual, pero, ante todo, debían contar con nuestra más absoluta confianza: no servía cualquier tío bueno o tía maciza que, después de cansarse o por otros motivos, nos señalaran con el dedo por la calle. Aunque nuestra ciudad es grande, no lo es tanto.

Otro de los requisitos, no menos importante que los anteriores, consistía en que el número de chicos tenía que ser igual al de chicas. Por nada del mundo permitiríamos que el grupo se llenase de moscones, ávidos de un polvo fácil con una o varias de nosotras. Los miembros femeninos debíamos gozar del mismo privilegio para que hubiese equilibrio y no lo contrario.

En este sentido intenté captar a Luis, un muchacho poco mayor que yo al que conocí en la piscina cubierta donde solía nadar tres días por semana. Físicamente era un chico normal y corriente, de más o menos metro setenta de estatura, delgado, rostro agradable y cabello oscuro. Yo era consciente de que tenía novia, y me ilusionaba que ella también se uniese al Club, aunque la posibilidad se me antojaba bastante remota. ¿Cómo se le pide a un chico que se una a un grupo de gente donde todos follan con todas y viceversa? ¡No es fácil!... Al menos cara a cara. Mucho menos si pretendes que venga con la novia, de la mano.

Un día me decidí a escribirle una nota de mi puño y letra, para que no pensase que se trataba de una broma. Después de vestirme, y antes de abandonar la piscina, se la dejé dentro de su mochila, a hurtadillas como una vulgar ladronzuela. No recuerdo muy bien el texto, pero bien podría haber sido algo parecido a esto: «Luis, soy Esmeralda. Si te apetece unirte a un grupo de folla-amigos que estoy creando, dame una respuesta el próximo día que nos veamos. Si es afirmativa, la invitación también es extensible a tu novia. Si, por el contrario, es negativa, te ruego que no digas nada y olvides el tema. Me partiría el alma que nos enfademos y eso destruya nuestra amistad. Siendo así, no tendría más remedio que cambiar de piscina y nunca más nos volveríamos a ver».

Me sentía bastante optimista respecto al porcentaje de éxito que mi nota pudiese tener; varias veces le había pillado mirándome el culo o los pechos, y, aunque hasta la fecha nunca me había dicho nada, en mi subconsciente estaba segura de que follaría conmigo, sin dudarlo un instante, si me lo proponía. Otro tema bien distinto consistía en repetir varias veces teniendo novia y de muy buen ver.

A los pocos días me respondió afirmativamente, iluminando mis ojos con la noticia. Desgraciadamente su novia no se uniría al Club. Ni tan siquiera se lo propuso porque, según sus palabras, era “bastante posesiva y mojigata”. No obstante, comentó que se empezaba a cansar de ella debido a su carácter, que el Club le serviría para superar el bache y, de paso, para mantener entretenido a su ocioso soldadito. Me sentí tan excitada, que esa misma tarde me lo llevé a mi casa, e hice todo lo necesario para que su soldadito se pusiera firme y me disparase toda su munición.

A pesar de que Luis estaba dispuesto a convertirse en miembro del Club, tuvo que esperar algún tiempo, hasta que Marie convenció a Ana ―una de las chicas de la pandilla del barrio, y la última que yo habría creído que aceptaría―. De ese modo pudieron entrar los dos al mismo tiempo y unirse a Marie, Tomás, Sergio y yo.

Desde el primer momento todo fue como la seda y solíamos reunirnos los viernes, sábados y vísperas de festivo por la noche. Siempre lo hacíamos en mi piso, porque era la única que se había independizado y no tenía que responder ante nadie. Lo normal era empezar con una cena y continuar con unas copas para romper el hielo. De esa forma resultaba menos frío y premeditado.

Las chicas solíamos vestirnos lo más sexy y ligeras de ropa posible. Cada una fiel a su estilo. Ellos hacían lo propio para mantenernos receptivas y con los sentidos alerta.

Resultaba sumamente excitante que alguien deslizara su pie desnudo por tu muslo durante la cena, mientras lo iba subiendo hasta posar el dedo gordo sobre la braguita, justo en la entrada vaginal. Como es natural, no podías evitar abrir las piernas un poco más para facilitarle el acceso. La excitación que sentías resultaba sublime, algo que decidías mantener en secreto, evitando perder la compostura y que el resto se diese cuenta. Manteniendo ese pequeño secreto, contribuías a crear una mayor complicidad con el chico que te procuraba placer. Si especifico chico, se debe a que pretendíamos que las relaciones fueran preferentemente heterosexuales. Pero eso no implicaba que, metidos en faena, pudiese surgir algún momento lésbico. Resultaba impensable algo similar entre los chicos. Por este motivo nos sentábamos a la mesa en dos filas de tres a cada lado ―chico y chica enfrentados―, para equilibrar la situación.

Como es lógico, cuando intentaba violarte el coño con el dedo gordo del pie, empeñándose en agujerear la prenda íntima que se lo impedía, tratabas de reprimir su ímpetu ―tampoco era cuestión de gastar dinero en braguitas todas las semanas―. Para conseguirlo, le ponías el pie sobre la bragueta y te estremecías al notar el tamaño adquirido por su miembro. A ellos les gustaba saber que te habías percatado y necesitaban un gesto de aprobación. Unas veces te mordías discretamente el labio inferior. Otras tomabas comida en la boca, lentamente y sin dejar de mirarle a los ojos. Pero también podías optar por abrirte un poco más el escote al tiempo que exclamabas «¡uf, qué calor!», entre otros trucos. Cada uno de nosotros tenía sus formas peculiares de exteriorizar las emociones y sensaciones.

Todo este ritual de seducción se realizaba de la forma más natural del mundo, sin dejar de conversar con los demás y con quien trataba de profanar tu sexo. Incluso era posible llegar a correrse tan solo con el roce y la excitación alcanzada. En ese caso era más difícil disimularlo, pero daba igual, el resto hacían algo similar y pasaba desapercibido. Casi resultaba una liberación mojar la braguita; suponía el pretexto perfecto para quitártela discretamente y sentir con plenitud el pequeño pene digital. A medida que deslizabas la planta del pie por el miembro masculino, más empeño ponía su propietario en corresponder al goce recibido.

Llegados a este punto, lo normal era levantarse para ir al cuarto de baño a evacuar, o la cocina a por el postre o unas tazas de café. Sentías la urgente necesidad de que la cena terminase y, de esa forma, buscar algo de mayor tamaño para continuar lo que había empezado el gordito del pie.

En función de cómo se diese la situación y de las ganas con que quedara, él optaba por actuar de una forma u otra: bien quedándose sentado, o bien siguiéndote adonde fueras. Si se decidía por la segunda opción, tenías garantizado un nuevo orgasmo en el cuarto de baño o en la cocina, dependiendo de tu destino.

En mi caso, puesto que era la anfitriona, el pretexto solía ser ir a la cocina a buscar el postre. El que pusiese mi amante furtivo daba igual: era asunto suyo. Aunque esperabas que te siguiese, y casi lo deseabas, siempre quedaba la duda razonable de que no lo hiciera y, consecuentemente, el miedo a sentirte frustrada. Por eso no podías evitar abalanzarte sobre él si le veías aparecer por la puerta, con la bragueta abierta y la herramienta del vicio en la mano. Lo que más te apetecía entonces era comerle la boca y sentir como rozaba tu vientre con su verga, mientras apretabas tu cuerpo contra el suyo y le clavabas los pezones, duros como piedras y afilados como la punta de una flecha, en su pecho.

Tras ese primer acercamiento, las manos tomaban el poder y no había forma humana de detenerlas. Mientras cogías su polla con la mano, y ansiosa te aferrabas a ella, sus hábiles dedos buscaban tu hendidura completamente lubricada, que de forma inaudible gritaba «¡fóllame!». Pero en ese momento lo que debía prevalecer era la cordura, para prolongar la excitación todo lo posible. La solución más lógica consistía en ponerte de rodillas en el suelo, frente a su ariete, e introducirlo en tu boca de forma sumisa, dándole a entender que él era lo más importante en ese momento. Saber que tu amante tiene la sensación de saberse agasajado es lo máximo. Aunque no sea así, es suficiente para postrarlo a tus pies durante el resto de la noche y conseguir que no ceje en su empeño de darte todo lo que sea capaz.

Naturalmente, la felación debe ser intensa y placentera, evitando, en todo caso, malgastar el preciado néctar que reservas para mejor ocasión. De nada sirve derrochar munición antes de comenzar la batalla por ver quién es el primero en obtener el valioso orgasmo. Mientras rozas el miembro viril con los labios, metiéndolo y sacándolo de la boca, puedes notar los latidos de su corazón concentrados en las venas que lo recorren. En ese momento tienes la sensación de que el torrente está cerca y decides parar. Lo haces temerosa, sin conocer cuál será su reacción. Pero le compensas besando el glande al tiempo que le miras con los ojos vidriosos, ansiosa por intuir compasión en los suyos. Lo normal es que él sepa interpretar el mensaje y acepte tus condiciones en pos de un beneficio mayor. Entonces es el momento de envainar la espada y dejar que descanse hasta hallar mejor ocasión para hacerse valer.

Pero resulta incomprensible cómo funciona la mente humana cuando el aroma a sexo flota en el ambiente. Debido a que has tardado más de la cuenta, al regresar te encuentras con un panorama muy distinto al que dejaste tras marchar: lo que antes era conversación y risas, ahora son gemidos y pequeños gritos; lo que antes era amistad y complicidad, se ha convertido en lujuria y vicio. Se te queda cara de idiota y debes reaccionar. Sin embargo, ante una situación así no es fácil hacerlo, y has de pensar algo si no quieres quedar relegada. Por mucho que lo intentas, no puedes apartar la mirada de Sergio, que se afana en destrozar el coño de Marie en el sofá, mientras le abre las piernas todo lo que puede. Y, ¡cómo no!, también reclaman tu atención los gemidos de Ana que, a cuatro patas sobre la alfombra, empieza a notar como Luis introduce la polla, sin piedad alguna, entre sus labios vaginales. No pasas por alto el brillo especial que tiene en ellos, ¡la muy guarra!, señal inequívoca de que ha segregado saliva al comerse lo que en ese momento se abre paso en sus entrañas.

Es entonces cuando reclamas lo que hace unos minutos degustabas con placer en la cocina. Tomás no tarda en acudir a tu llamada con la misma cara de bobo que tienes tú, y decides tirar de su brazo para arrastrarlo hasta el sillón que hay junto a la vidriera de la terraza. Lo primordial en ese momento es asegurarte de que podrá dar la talla tanto en tamaño como en dureza. Para averiguarlo, sacas su espada y posas los labios sobre el glande, convirtiéndolos en improvisados termómetros que confirman que el acero aún está caliente y listo para otro duelo. Con varios lengüetazos y algún que otro mordisco suave, observas y concluyes que sus condiciones son óptimas. Es el momento de pasar a la acción.

Te despojas de toda la ropa. No cuesta demasiado puesto que es escasa. Entonces te sientas en el sofá, justo al lado de Marie, reclinas el cuerpo hasta que la espalda choca contra el tapizado y levantas las piernas al tiempo que las abres, dejando espacio suficiente para que tu guerrero te dé lo que mereces. Sabes que te lo has ganado y esperas con ansiedad el castigo.

―¡Vamos, Tomás! No me hagas esperar. Termina de desnudarte porque no tenemos toda la noche. ―Aunque tus palabras suenan amenazadoras, no lo son. Sabes de sobra que tienes toda la noche y el día siguiente si es preciso, pero es una forma de presionarle anímicamente.

Cuando tu amante se arrodilla entre tus muslos, atrapas sus caderas con ellos, impidiendo que retroceda aunque el mundo acabe en ese preciso instante. Tienes el glande presionando los labios menores y estos se abren como los pétalos de una flor ansiosa por ser polinizada. Entonces notas como entra y llama a la puerta del útero. La sensación es desesperante y quieres que se repita tantas veces como seas capaz de contar. ¡Hasta el infinito, si es preciso!

Marie se retuerce a tu lado. Sus codazos inconscientes castigan tu carne en el momento del orgasmo. No puedes creer que le llegue tan pronto. «¡Es imposible!», murmuras. Observas su rostro y ves las lágrimas de felicidad que manan de sus grandes lagos azules. Pero, como es lógico, no te sorprendes lo más mínimo: Marie siempre ha sido una chica muy sensitiva y tiene los sentimientos a flor de piel. «¡Es una guarra que sabe gozar como la que más!», sentencias con todo el cariño que  profesas a tu amiga del alma.

―¡UMMMM! ―Un gemido se precipita desde tu boca; Tomás ha alcanzado el ritmo necesario para procurarte placer. Aun así, quieres más y le ayudas, tirando de sus brazos contra tus pechos con cada embestida, con cada estocada.

Para entonces Marie ha dejado de gemir, guardando en su interior el preciado tesoro que siempre supone el primer orgasmo. Tú ya has tenido uno antes ―el que consiguió robarte con el gordito del pie el bastardo que se afana en follarte, y llenar de leche tibia y espesa tus entrañas―, pero no te conformas…, sabes que puedes alcanzar uno más en el peor de los casos.

―¡Dame caña, Tomás! Sigue así y conseguirás que me corra antes de que cante el gallo. ―Él sabe que lo dices en broma y deja de follarte. Es su forma de corresponder a tu burla―. Como no sigas con lo que hacías, soy capaz de… de meterte por el culo el atizador de la chimenea.

Ríes al ver la cara del asustadizo. «¿El atizador?... ¿Por el culo?... ¡No, eso no!». Él intuye que eres muy capaz de cumplir la amenaza y se esmera un poco más. «Es mejor prevenir que curar», piensa. Finalmente tus palabras obtienen el resultado pretendido: tu cuerpo se estremece y los músculos se agarrotan por obra y gracia de un glorioso orgasmo. Te relames los labios, los muerdes y aprietas sus caderas con los muslos, mientras el placer recorre tu estómago hasta llegar al sexo. Permites que siga usando tu cavidad a pesar de haber conseguido lo que pretendías; el también merece su premio, y sonríes en el momento en que te inunda las entrañas. Queda demostrado que Tomás no es un chico que sepa contenerse demasiado, pero sabes de su resistencia a la hora de aguantar varios asaltos; no son pocas las veces que te lo ha demostrado y, en muchas de ellas, has claudicado ante su tesón y valía.

Cuando abandonas el reino del placer en el que te has sumido, mientras tu amante te proclamaba con embestidas su devoción, observas que Ana tiene libre la entrada delantera, porque Luis ha preferido explorar la otra, la que mayor placer proporciona. Es un momento que no quieres ni debes perderte.

Siguen en la misma posición aunque el orifico castigado sea otro, el más estrecho. Es una buena idea acercarte al empalador y dedicarle unas palabras de ánimo para que tu amiga disfrute mucho más.

―¡Vamos, Luis! Sé que eres capaz de hacerlo mucho mejor. ¡Métela hasta que se lo partas en dos! ¿No ves que la muy zorra lo está pidiendo a gritos? Agarra bien sus caderas y empuja…, que yo te ayudo. Pero no te corras, antes quiero que me hagas a mí lo mismo. No vayas a pensarte que soy menos que ella; a mí me gusta incluso más que a ella.

Tu tono agresivo cumple su misión, y Ana agradece tu gesto con gritos de placer y desesperación al lograr su segundo orgasmo. Por desgracia te has perdido el primero; estabas demasiado ocupada buscando el tuyo propio. ¡Eres así de egoísta!

Tal y como has prometido a Luis, le ayudas empujando su culo con la palma de la mano, cada vez que entra en el agujero oscuro de la dulce Ana. Miras por encima de su hombro y ves como la polla sale y se pierde en el interior un segundo después, repetidas veces. Sabes qué se siente al tenerla dentro del ano, pero nunca lo has visto. Eso te pone muy cachonda y tienes prisa por experimentarlo de nuevo. Pero antes debe terminar con tu amiga; no es cuestión de que la pobre quede compuesta y sin novio.

Mientras tanto, Tomás se cree desdichado, abandonado. Mira en todas direcciones, buscando un alma caritativa que le permita lubricar su espada antes de que esta pierda brío y comience a oxidarse. Piensa en meterla dentro de la boca de Ana porque su posición es la idónea, pero tiene miedo a perder su hombría de un mordisco: sabe que no es muy aconsejable hacerlo cuando una chica está siendo sodomizada. Entonces vuelve la vista hacia su novia, la dulce y apasionada Marie, y la encuentra receptiva, a juzgar por su mirada. Está sentada sobre Sergio, ensartada en su verga y cabalgando como una amazona de largos y pajizos cabellos. Tomás no deja de mirar su culo mientras sube y baja. «¡Es el momento! ¡Lo está pidiendo a gritos con los ojos!».

Sin pensarlo dos veces se acerca por detrás, empuja la espalda de Marie y ella se deja hacer. Tiene el ano a su alcance y sensiblemente abierto, señal de que Sergio ha explorado esa cavidad poco antes. Equino y amazona se detienen para que el nuevo jinete la monte por detrás a la primera. No le cuesta nada conseguirlo, y mucho menos ganar profundidad. Un leve grito de Marie anuncia la completa penetración y sirve de señal para que comiencen las hostilidades. Los tres se esmeran en buscar un ritmo único y lo consiguen tras no más de tres intentos. «Sin lugar a dudas, el culo de mi chica es espectacular ―piensa Tomás―. Aunque es ligeramente ancha de caderas, tiene una forma muy similar a la de un pan de pueblo, esos que duran varios días y alimentan a una familia entera». Y en el fondo no se equivoca, aunque exagera un poco. Es tan solo la impresión que produce verlo desde arriba y en esa postura. Lo cierto es que, en honor a la verdad, el culo de Marie es uno de los mejores que han recorrido las calles de la ciudad en la que ha vivido toda su vida.

Ella se siente afortunada al disfrutar con un nuevo orgasmo. No se sabe a ciencia cierta cuantos lleva ya, ni siquiera ella misma. Solo tiene claro que quiere más… muchos más; tantos como puedan proporcionarla.

Mientras tanto, encuentras un lugar estratégico para lograr que Ana termine pronto y, de esa forma, conseguir que Luis monopolice el agujerito que gustosa le vas a entregar. Buena estrategia colocarse entre las piernas de tu amiga y devorarle el clítoris con la lengua y los dientes. Entonces eres consciente del éxito, cuando notas caer sobre tu barbilla gotitas de fluido vaginal y te escandalizas por los gritos de la enculada. Es el momento que has esperado y por el que te has esforzado: nada es gratis o desinteresado, ¿verdad?

Pero no te gusta que te lo hagan sobre el suelo duro e incómodo; te consideras más que selecta a la hora de elegir el lugar adecuado y prefieres la comodidad si viene acompañada de eficacia. ¡Tienes razón! ¿A quién no le gusta contar con estas dos ventajas cuando practica sexo? Por eso has elegido el sillón, y más concretamente uno de sus brazos. Entonces te tumbas, apoyando el vientre y dejando caer el cuerpo hasta depositar la barbilla sobre el brazo contrario. De esta forma las condiciones para Luis son inmejorables, debido a la altura de tu culo, al ángulo idóneo de penetración y a una posición adecuada que le permita emplearse a fondo. Tan solo tiene que separar ligeramente sus piernas y empujar, gozando en todo momento de un buen punto de apoyo.

Él se percata de tal circunstancia y decide aprovecharla sin más demora. Apunta al lugar indicado, calcula la fuerza necesaria y comienza a abrirte en canal sin importarle tus gritos. Sabe de sobra que son el preludio de los gemidos de placer: le tienes bien enseñado. Escuchas como Marie proclama su gozo al ser atravesada por dos jóvenes y vigorosas vergas. No quieres ser menos que ella y comienzas a menear el pandero con pequeños círculos que estimulan a Luis. Pero no es necesario, princesa, él no precisa estímulos si la diana donde clavará su dardo es tu culo.

Es cierto que duele como si fuese el aguijón de una avispa gigante cuando te penetran por ahí, aunque eso no te preocupa, tan solo faltan unos segundos para que el orificio alcance la elasticidad y abertura necesarias, y el dolor dé paso al placer más intenso. Luis sabe que ha llegado tu momento cuando emites el primer gemido, de forma tímida pero eficiente. A partir de ese instante solo piensa en sodomizarte hasta la extenuación, tal y como deseas. Ha pasado tiempo suficiente para que te acostumbres a esa práctica y la prefieras por encima de cualquier otra. Tras varias sesiones funestas, que has preferido olvidar desde que lo probaste por primera vez, no puedes hacerlo porque forman parte de tu aprendizaje y adaptación. Es una de las principales ventajas del cuerpo humano: cuanto más lo ejercitas, más se amolda.

A pesar de que hace más de cinco minutos que Luis te castiga la retaguardia, tus movimientos le dicen que no has tenido suficiente, y eso enciende su pasión y supone un reto que no está dispuesto a rechazar. Pero el pobre lleva demasiado tiempo follando: primero con Ana y ahora contigo. Eso es algo que muy pocos pueden soportar y termina por ceder. Obedeciendo a su gusto personal, sale de ti y vierte el semen sobre tus nalgas. Incluso, uno de los chorros te alcanza la mitad de la espalda sin llegar manchar, por escasos centímetros, las puntas doradas de tu cabello. Te gusta percibir sobre la piel el semen caliente y espeso, y te pone cachonda que los chicos vean como gozas cuando se corren sobre ti. En cierto modo te hace sentir la más golfa entre las golfas y eso te gusta, ¡vaya si te gusta! Finalmente te percatas de que tan solo se escuchan en el salón tus propios gemidos y la respiración acelerada de tu valeroso guerrero.

―¿Dónde se han metido los demás? ―. Es la típica pregunta de un inocente, la que confirma que tu amante circunstancial sabe tanto o menos que tú.

―¡No tengo ni puta idea! Hace unos minutos estaban los cuatro en el sofá―. En esta ocasión, la respuesta fácil certifica tu desconocimiento.

Solo al prestar atención, escuchas los murmullos y risitas que posiblemente provienen de la cocina. Acudes rauda y veloz, y observas que tan solo charlan mientras toman un chocolate caliente. No te queda más remedio que sonreír, para que todos sepan que te sientes tan feliz como ellos por la experiencia vivida. Puede que la noche haya terminado para los seis en cuanto a sexo se refiere, aun así, os queda la mañana del sábado…, y la tarde…, y la noche…, incluso el domingo entero. Si todo transcurre como deseáis, no hay motivo alguno que impida repetir las veces que sean necesarias. A fin de cuentas, el sexo resulta una actividad tan sana y beneficiosa para cuerpo y mente, que supone un gran sacrificio renunciar a él cuando lo tienes a tu alcance, sin compromisos y todas las veces que quieras o puedas soportar.

¿Hay quien piensa que hacerlo en grupo es algo sucio y depravado? Eso no debe preocuparte, porque la envidia solo perjudica a quien la tiene.

¿Hay quien opina que es inmoral que en este tipo de orgías participen personas que mantienen algún tipo de vínculo sentimental? ¡Quién esté libre de pecado, que tire la primera piedra! Posiblemente, los que piensan así lo desean y no se atreven a dar un paso adelante con la sana intención de experimentar sensaciones nuevas. Lo normal es que quienes lo prueban repitan varias veces más o se convierta en su modo de entender el sexo libre, sin tapujos y con confianza plena.

CONTINUARÁ…