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El señor feudal y la doncella virgen

en Sadomaso

Estábamos en la Alta Edad Media, siglos V a VIII. Me viste por primera vez en tus dominios. Tú eras el señor feudal de aquellos fértiles territorios,  proporcionabas protección a los campesinos, y a cambio recibías parte de la cosecha de éstos. Y vosotros, los señores feudales, os ocupabais de la guerra. Esa tarde ibas a caballo, bajo el sol de verano, cuando me viste de lejos. Te acercaste despacio y viste que me quedé mirándote fijamente. Bajo mis rudas ropas se adivinaba mi cuerpo firme y bien formado, de diecinueve años. Te encantaron mi rostro y mis ojos, de una gran delicadeza. Tenía la piel extremadamente blanca a pesar de haber estado años labrando al sol, y una cabellera rubia increíble. Enseguida te gusté, y preguntaste a tus criados quién era yo. Querías saber toda la información posible sobre mí. Pero nadie sabía nada. Pusiste inmediatamente rumbo a tu castillo para urdir un plan. Un plan cruel, pero debías hacerlo. Tenías que hacerlo. Tenía que ser esa misma madrugada, porque no era posible a plena luz del día. No querías provocar una revuelta. Contabas las horas. Eran las nueve de la noche, el tiempo pasaba lento, quedaban siete horas hasta las cuatro, cuando partirían tus criados. Los de tu máxima confianza tenían orden de entrar en la casa sin hacer ruido y llevarme sin que nadie se diese cuenta, y también coger algunos objetos, víveres y provisiones, para que pareciera que me había escapado voluntariamente. Aguardas impaciente, alguna duda te asalta y te debates entre la ética y tus deseos. Era demasiado hermosa como para que pudieras resistirte. Todo lo justificaba mi belleza y mi precioso cuerpo blanco. Y mis ojos enormes. No sabías bien cómo tratarme cuando viniera, cómo ganarte mi confianza, cómo reaccionaría yo, aunque podías imaginarlo…todo era sumamente confuso e inquietante, pero también extremadamente misterioso y estaba lleno de una gran excitación. En qué terminaría esta aventura…

Mi cuerpo era como el cuerpo de un náufrago, ajado por las penurias del trabajo en el campo, pero muy hermoso. Recordaste cómo vine, a las cuatro de la madrugada, sumamente temblorosa y sin hablar una palabra. Los criados, sorprendidos y llenos de compasión por mí, dijeron que no había puesto resistencia, que estaba medio dormida y no había gritado en ningún momento. Parecía una persona sumamente mansa. Nunca habías visto a los criados tan sorprendidos, te das cuenta de que provoco muchas reacciones en la gente que me rodea. Lo primero que haces es ordenarles que, si te pasara algo en la guerra, me liberaran y me llevaran a casa de mis padres ese mismo día. Te acercas a ellos y se lo dices en voz baja para que yo no oiga nada. Si fuera necesario, les duplicas su sueldo, pero que lo hagan. Es sumamente importante. Te ocuparías de difundir el rumor de que me he escapado y no voy a regresar jamás. Sabías que funcionaría, pagarías y sobornarías a quien fuera necesario para que lo expandiera por todas partes y el rumor funcionara.

Venías preparado por si yo perdía el control e intentar pegarte patadas, puñetazos, morderte, chillar, patalear, etc, etc, etc. Te habías quedado un buen rato mirando mis ojos confusos. Eran extremadamente bellos. Te había sostenido la mirada todo el tiempo, casi sin pestañear. En ellos sólo había inocencia y pureza, y te diste cuenta. Yo no sé quién eres ni qué quieres de mí. No sé qué está pasando, si he cometido un delito quizás contra el noble propietario de las tierras que trabajábamos, que no sabía que eras tú, y tampoco sé por qué no estoy en casa con mis padres. Me doy cuenta de que tengo menos de la cuarta parte de tu fuerza física, y también de que tengo las de perder si intento resistirme o chillar, además de que se complicarían las cosas. Yo estaba muy asustada pero no dije nada, y no sabes cómo sonaría mi voz, aunque la imaginabas preciosa y exquisita. Cuando llegué viste mi miedo y te gustaba, me veías tan temerosa y pálida, tan indefensa, temblorosa… te encantaba verme temblar…se adivinaban bajo las ropas mis formas, y te encantaba mi cabellera rubia cayéndose sobre mis hombros… yo era sumamente deseable.

Y ahora estaba inerte delante de ti, porque me habías dado una infusión para que durmiera. “Ahora tienes que tomarte esto”, me habías dicho, con voz inflexible, pero también sentías compasión por mí. Me sentaste, porque me iba a desvanecer. Unas hierbas para dormir. Tardaría varias horas en despertar. Yo había alargado la mano sin contestarte y había bebido, no tenía otra opción. No sé qué te estás dando. No sé si es veneno y vas a matarme. No sé nada, pero enseguida sospecho que lo mejor es obedecer sin rechistar, estar quieta, callada y no dar problemas. Antes de beberlo, miré a mi alrededor por si había alguna forma de escaparme. Pero no la había.  Pasa un buen rato y poco a poco noto como los párpados me pesan y me abandonan las fuerzas, y tú te acercas a mí; estoy durmiéndome y me caigo. Me coges en brazos y me llevas a tus aposentos, notando una increíble sensación de poder. Éramos el cazador y el cervatillo, el depredador y la presa, el carcelero y la víctima.

Estaría completamente dormida varias horas, indefensa, inerte y frágil, en tu lecho. No podías dejar de contemplarme. Me desnudas cuidadosamente  y me examinas. Nunca antes habías estado tan excitado. Jamás. Tenía el cuerpo más hermoso que habías visto en tu vida, unos pechos grandes y un rostro precioso. Mis piernas eran largas y delgadas, bellísimas. Tampoco nunca habías estado ante alguien tan inocente e indefenso. Evidentemente no ibas a tomarme entonces, no eras así. Por mi forma de mirar y caminar sabías que era virgen. Todas las muchachitas campesinas solíamos serlo, era la época, estaba prohibido desnudarse, incluso al bañarse, y nuestros padres nos tenían continuamente vigiladas. Empiezas a pensar en cómo convencerme para tomarme. Me vistes delicadamente. Si me hubiera despertado desnuda, hubiera sido extremadamente violento para mí, por supuesto. Cuando me despierto, estoy atontada, y tú ordenas a tus criados que me lleven a una de las habitación del castillo, me pongan de pie delante de ti y me aten las manos. Tú estás sentado delante de mí. Me preguntas si he estado alguna vez a solas con un hombre. Me pongo completamente roja y bajo la vista. No te hacía falta mi respuesta, pero te digo que no y sabías que era verdad. Te encanta la inocencia y la ignorancia de mi voz, te excita muchísimo. Para asegurarte, me preguntas también si he visto la desnudez de algún hombre o me han tocado, y vuelvo a decirte que no. Entonces, me dices que si quiero volver a casa con mis padres. Lógicamente te digo que sí. Y ya lo tenías todo planeado. “Si me das tu cuerpo ahora, te dejaré ir inmediatamente”; me dijiste. Era mentira, me engañaste. No tardé nada en responder afirmativamente, confusa. Sentías compasión de mí, pero a la vez estabas contentísimo. Ya habías conseguido lo que querías. Sabías que, con el tiempo, conseguirías hacerme cosas fuertes.

Y sabes que ahora soy virgen y que debes tomarme con delicadeza. No quieres desgarrarme por nada del mundo. Nunca habías desvirgado a nadie. No ibas a tomar mi virginidad en una mazmorra, evidentemente, así que decides llevarme a tus aposentos, a tu lecho. Me quitas lenta y suavemente la ropa y me ves desnuda, envuelta entre sábanas; automáticamente yo me había puesto rojísima y me había envuelto para ocultar mi desnudez. Te encantó verme totalmente roja. Estás enternecido. Tú te quitas también la ropa rápido y te pones encima de mí con suavidad. Algo en ti me había atraído mucho y, curiosamente, no tengo miedo. Algo me dice que no tienes la mínima intención de hacerme daño. Siempre me habían llamado poderosamente la atención los hombres a caballo, no podía apartar mi mirada cuando algún jinete paseaba por los campos. Me miras a los ojos. Nunca me prohibiste que yo te mirara a los ojos, querías ver la forma de mirarme, mis sentimientos, mis pensamientos, a través de mis bellos e increíbles ojos, de pestañas larguísimas y rizadas, doradas, que te decían tantas cosas cuando te miraban. La absoluta inocencia de mi mirada…

Nunca he tenido a un hombre encima y me extraño. Me puse nerviosa y me tensé. Mi completa pureza te tiene absolutamente enloquecido. Empiezas a besarme, suavemente al principio, y luego más apasionadamente, atento a que mi cuerpo empezara a responder. Me abres cuidadosamente las piernas para tomar mi virginidad y empiezas a tocarme despacio todo el cuerpo, notando cómo mi respiración se hace más fuerte y me voy excitando. Estoy completamente confusa y no sé qué está pasándome. Nunca me habían besado antes, no sé qué me haces en la boca. Pero me gustan tus delicados besos. Me tomas despacio y notas cómo se rompe mi himen. Gimo de sorpresa pero no me dolió. Me gustó. En contra de los que suele decirse, me gusta lo que me haces. Al cabo de un buen rato, orgasmé. Tú también. No sé qué le ha pasado a nuestros cuerpos. Y cambié. Así que eso era el sexo, eso, lo que había experimentado por primera vez en mi vida. Qué gustito da, pienso, por eso nos lo tenían prohibido y nos vigilaban tanto a las muchachas. Siento que ya no tengo tan claro que quiera irme tras esto. Era como si nuestros cuerpos permaneciesen unidos. Empiezo a justificar y a entender tus actos.

Las cuatro primeras veces fueron parecidas, y luego empezaste poco a poco a volverte duro, a atarme y azotarme. La quinta vez ya no lo hicimos en tu lecho, sino que me llevaste a la mazmorra. Yo estaba sentada sobre la cama desnuda y me acariciaste la barbilla y los cabellos con mimo. Nunca jamás olvidaría esos momentos. Empiezas a hablarme con suavidad al oído, con delicadeza y dulzura, acariciándome la barbilla y el mentón continuamente. Me dijiste que era demasiado hermosa, que era una preciosidad. Que ibas a hacerme cosas más fuertes para obtener más placer de mí. Ibas a exprimir todo el placer de mí y de mi cuerpo, sería una delicia el día a día, comentas. También me dijiste que a partir de entonces iba a ser tu esclava sexual y tu prisionera en las mazmorras del castillo y que nunca me sacarías de allí. Pero que jamás me harías nada que no pudiera soportar, no habría ningún dolor que no pudiera aguantar, y aun así si sucedía, solo tenía que decírtelo y pararías. Pero eso solamente pasó dos veces. Me dijiste que, a pesar de todo, cuidarías de mí. Por alguna razón no te contesto nada y mantengo la calma. Saliste un momento y le dijiste a los criados que se fueran para que no me vieran desnuda, volviste y me llevaste en brazos a las mazmorras. Me excité y me gustó mucho que me llevaras así. Íbamos por el castillo, yo a tu espalda boca abajo, con las manos atadas, el pelo cayéndome cerca del suelo, y me sentía frágil, débil e indefensa, pero sabía que no me harías daño. A cada paso me mojaba, no podía evitarlo. Y ya me quedé en mi prisión. Ordenaste que limpiaran el pequeño cuarto, y lo acondicionaran y mantuvieran lo más confortable posible, dentro de lo que cabía. Con el tiempo, cuando entrabas en ese lugar, y también nada más oír tu voz, me mojaba. Sabía qué pasos eran los tuyos, y cuáles los del ama de llaves o los criados. Te encantaba morderme y también castigarme sin razón. Hacerme llorar y abofetearme a diario. Azotarme cada día con cuerdas. Muy flojo al principio, y progresivamente más fuerte después. Nos encantaba a los dos, eras cruel conmigo y terminó gustándome que lo fueras. Decías que estaba preciosa cuando lloraba, que las lágrimas me sacaban toda mi belleza. Eso me lo repetías mucho. Un día me cortaste el pelo con una navaja y me puse a llorar. Tardaría en crecerme. Me habías preguntado si estaba orgullosa de mi pelo y te dije que sí. Me lo pediste para ti y te lo di con lágrimas. Jamás me insultaste. Nunca. Ni se te hubiera pasado por la imaginación. Todo lo contrario, me decías lo bella que era continuamente, y lo precioso que era mi cuerpo. Y siempre me besabas, a pesar de todo lo demás. Si me negaba a algo, me besabas un larguísimo rato con dulzura y accedía a todo lo que me decías. Funcionaba. Necesitaba los besos, no tenía el afecto de nadie más en mi existencia.

Trajiste todos los instrumentos de tortura de tus abuelos, todos los que había en el castillo, que habías heredado de tus ancestros, a las mazmorras, para asustarme un día. Me puse a llorar amargamente, me hice pis encima y me arrodillé ante ti, suplicándote que no me hicieras daño. Te excitaste. Te gustó mucho mi reacción. No ibas a hacerme daño, eso por supuesto, solo querías asustarme. Pero esos instrumentos se quedaron allí conmigo. A veces, en mitad de la noche, sentía tus pasos, porque te habías despertado con ganas de usarme, y me usabas. O me despertaba yo con tu mano en mi boca para que no hiciera ruido y me escucharan, con las manos atadas y las piernas abiertas, y tu cuerpo encima de mí. Me encantaba esto último. Siempre dejaba que me usaras. Pasaron los días y las semanas. Lo que más te gustaba hacerme, sin embargo, o una de las cosas que más te gustaba, era meterme los trozos de pan en la boca tres veces al día y decirme que comiera. Desayuno, comida y cena. Estaba a pan y agua, se pueden vivir años así y lo sabías. Me atabas las manos a la espalda y me alimentabas de esa forma, con suavidad. Nos excitaba mucho eso a los dos. Te encantaba verme masticar y tragar. Era como un pequeño pájaro en su jaula, indefenso, tierno, frágil y delicado. Y era algo muy, muy íntimo. Te daba una increíble sensación de poder, como cuando me hiciste dormir al llegar a tu castillo. Después de las comidas solíamos hacer sexo. Duro. Sin desatarme las manos de la espalda.

Una tarde, semanas después, te pregunté por el día que era. “Quedan dos días para mi cumpleaños”, te dije y te remordió la conciencia. Decidiste enseñarme a leer y traerme una buena estantería con libros para que me entretuviera. Fue maravilloso que me enseñaras a leer y aprender contigo. La anciana ama de llaves me enseñó a tejer y a hilar, venía siempre varias horas al día para enseñarme e hilábamos juntas, tú querías que me comunicara con ella para mantener mi cordura intacta. Nos hicimos grandes amigas, era como mi abuela. Me encantaba hilar y los hilados que hacíamos las dos los regalabas. Eran preciosos. Todos se preguntaban quién los hacía, y tú les contestabas que la anciana ama de llaves tenía muy buena mano para hilar. Ella también sentía compasión de mí. Sólo dos criados de tu máxima confianza y ella sabían tu secreto. El resto de criados tenían completamente prohibido ir a las mazmorras, ni acercarse podían. Cuando estabas en la guerra, alguno de ellos me traía la comida por un hueco bajo la puerta. Y yo tenía puesto un cinturón de castidad hasta que volvieras, por si a los criados aprovechaban para usarme en tu ausencia, cosa que nunca pasó.

Te gustaba mucho pensar que tú estabas guerreando o andando a caballo por tus dominios y yo estaba en las mazmorras. Nunca solías desatarme, lo primero que hacías al bajar allí era atarme. Cuando te ibas me dejabas desatada para que pudiera leer o hilar libremente. Adelgacé bastante y mi cuerpo se volvió más estrecho y esbelto. Y siempre lloraba desconsoladamente cuando venías a despedirte de mí antes de partir a la guerra. Temía que no volvieras. Justo antes de irte, tenía lugar el último encuentro sexual, así te ibas muy contento a la batalla, y recordábamos ese encuentro semanas enteras. Pasaron veinte años en total. Cada vez hacíamos más cosas. Cosas más fuertes. Cada vez gozábamos más. Y envejecíamos más. Cada vez pasaba más tiempo. Te gustaban mis gritos y mis chillidos y agarrarme fuerte del pelo, pero también me besabas mucho. Empezamos a hacer sexo sobre los instrumentos de tortura y me ponías en posición de usarlos, utilizando grillos y cadenas. Pero nunca los usaste, evidentemente. Por culpa de ellos, un día se alborotó la gente  por mis gritos de madrugada, había tenido una pesadilla terrible y tú viniste a tranquilizarme. Te los llevaste de la mazmorra y me dejaste dormir esa noche en tu lecho. También dormía en tu lecho cuando estaba mala, y me cuidabas tú o la anciana ama de llaves. Mi primer cumpleaños, y los siguientes, me dejabas salir al castillo al caer la tarde. Ordenabas cerrar bien todas las ventanas con cortinas para que nadie me viera desde fuera. Y había cena de gala. Era lo mínimo. Muchas veces me dabas las hierbas para dormir y después no sabía lo que me hacías. Me gustaba mucho notar esa sensación de inconsciencia, de que me pesaran los ojos, de irme quedando dormida, profundamente, en tus manos…Eras duro y te encantaban mis cardenales en el trasero, la espalda y los muslos con las cuerdas, mientras yo gemía y gritaba, aguantando el dolor. Decías que estaba preciosa así.

Algunas veces, no muchas, me sacaste del castillo y me llevaste de madrugada, envuelta en un saco por tus tierras para que nadie pudiera verme, a visitar a tus amigos. Qué bella era. Ellos no querían que volviéramos, querían disfrutar mucho tiempo de mí. A mí no me gustaba demasiado que tus amigos disfrutaran de mí, pero te lo permitía. Sabían tu secreto, pero nunca comentaron nada. Ves que empezaron a hablar de hacer lo mismo que tú y tener alguna campesina hermosísima encerrada en las mazmorras, pero nunca supe si llegaron a hacerlo. También me sacabas una vez al mes, de madrugada, para pasear por tus dominios. Yo iba detrás de ti a caballo, con mis brazos rodeándote la espalda; nadie nos vio nunca. Una sola hora. Inolvidable. Era maravilloso el aire helado de la noche, y yo no quería que pasara el tiempo. Salir afuera me ayudaba a entretenerme, oxigenarme y sentirme bien, sentirme libre por fin, aunque fuera una sola hora. Algunas veces me dejabas llevar las riendas del caballo a mí, y tú ibas detrás. Me habías enseñado a cabalgar y lo hacía muy bien. Estaba preciosa cabalgando, de amazona, con mi cabellera rubia cayéndome. Yo podría perfectamente haberte empujado, haberte tirado al suelo con violencia y salir huyendo a caballo, al galope, fuera de tus dominios. Pero nunca lo hice.

No parí ningún niño. Mi madre había tenido muchos problemas para concebir y yo vine muy tarde. Además fui hija única. Así que siempre supuse que había heredado sus problemas, porque nunca me quedé embarazada. Lo hubieras llevado enseguida al convento más cercano para que lo criaran, si hubiera sucedido. Era frecuente eso en la época.

El frío y la humedad de las mazmorras empezaron a hacer mella en mis pulmones. En mis huesos. En mi cuerpo en general. Hacía años. Pero viví bastante más tiempo que el resto de campesinas de mi generación. Y fui bastante feliz. Me encontraste fría y muerta una mañana, con los ojos cerrados. Estaba como dormida, aún bella, aún hermosa. Había cerrado mis ojos para que no tuvieras que hacerlo tú. No nos despedimos. Quedaron muchas cosas por decirnos, desde hacía años, aunque ambos las sabíamos. Siempre fui tu precioso y pequeño pájaro, tu delicado y  tierno secreto encerrado en las mazmorras. Y ahora el pequeño pájaro había muerto en su jaula. Todo el color del castillo se fue. De tus tierras. De los campos, del aire. Mis últimos pensamientos antes de morir fueron el instante en que me viste por primera vez en tus dominios y nos dijimos muchas cosas sin hablar, y también cuando tomaste mi virginidad y me cargaste a la espalda para llevarme a mi prisión. La bandeja con el pan y el agua se quedó allí, volcada. Nunca la recogiste. Me tomaste suave y delicadamente en brazos, aunque yo ya no podía sentirlo, y me enterraste, con remordimientos, llorando muy amargamente. Nunca me habías tratado con tanta suavidad y dulzura. No tuve una lápida. Lloraste mucho, muchos meses. Te consolaban los criados y el ama de llaves continuamente. Mi gravísimo delito siempre fue el mismo, ser demasiado bella. Por eso tuve que estar perpetuamente en las mazmorras. A veces volvías allí y no había nadie. Sin embargo, sabíamos que, de volver atrás en el tiempo, hubiéramos hecho los dos exactamente lo que hicimos. Sabías que te había dado mi vida. Me recordaste.