miprimita.com

Altea, la esclava hispana

en Sadomaso

Una tarde, los romanos entraron en nuestro poblado.

Terminaba la conquista de nuestro pueblo y se necesitaba dinero para armamento. Ellos decidieron llevarse a las jovencitas más bellas de los poblados hispanos para venderlas como esclavas. Tenían que ser vírgenes, porque triplicaban su precio y además, Roma no quería enfermedades de otros territorios del Imperio. Así fue como abandonamos Hispania para no volver jamás a ella.

Éramos veinticinco, de dieciséis años la mayoría, y nos llevaban con las manos atadas a la espalda y encadenadas en un enorme carro de caballos. Prácticamente todo el tiempo estábamos así de indefensas. Éramos un experimento, era la primera vez que probaban a raptar vírgenes de otros pueblos, y salió tan bien que lo repitieron muchas veces, porque nos vendían estupendamente y dábamos muchísimo dinero a las arcas del emperador. Con el tiempo empecé a pensar que debíamos estar así, atadas. Era como si aquellas cuerdas y cadenas estuvieran continuamente destacando y realzando toda nuestra belleza. Eran nuestras compañeras de camino, lo fueron durante meses. Nosotras éramos todas muy bellas. Los soldados nos custodiaban las veinticuatro horas del día, por turnos, así que no podíamos escaparnos, y sólo parábamos para comer y dormir los dos meses que tardamos en llegar a Roma. Estábamos a base de pan y agua. Nos alimentaban con sus propias manos, nos metían el pan en la boca y nos obligaban a masticarlo. Nos daban cuencos de agua y nos obligaban a beber. Cuando querían, paraban el carro y nos azotaban duramente para su placer, salvo las últimas semanas, porque debíamos estar presentables en el mercado, sin moratones. Algunas de nosotras, las más débiles, con sus continuos lloros y lamentos, en muchas ocasiones amenazaban con insuflar el miedo a todas las demás, y las más fuertes de nosotras tuvimos que tomar medidas serias. Alguna bofetada fue más que necesaria. Ellas decían que iban a matarnos, pero yo sabía que si así fuera ya lo habrían hecho. Estaba completamente claro que nos llevaban a algún sitio y con algún fin, que teníamos algún tipo de valor para los soldados. Quizás iban a llevarnos a hacer trabajos forzados para Roma, o querían pedir un alto rescate por nosotras a nuestro pueblo. Yo era la hija de uno de los jefes más importantes de la resistencia hispana, pero los soldados no lo sabían. Si lo hubiesen sabido, me hubieran degollado allí mismo, inmediatamente, sin dudarlo, por venganza, y se hubieran sentido muy satisfechos cuando mi sangre manchara el suelo delante de ellos. Porque les estaba costando mucho esfuerzo y muchos hombres conquistarnos. Ninguna de nosotras sabía lo que pasaría en realidad. Pero cada día que transcurría sentíamos casi el mismo dolor en el corazón que el que sentiríamos si hubieran abierto nuestras venas.

Desde el primer momento decidí que todo iba a ser lo menos traumático posible. Que, dentro de la tragedia que soportábamos, con un final más que incierto, lucharía con todas mis fuerzas para eliminar todos los miedos y los pensamientos destructivos. Que en ese largo viaje obligado, iba a contemplar las colinas, las montañas, las cascadas y los árboles, y toda la fabulosa naturaleza que se abría paso a través de los caminos. Nunca olvidaría los increíbles paisajes y deliciosos bosques por donde pasábamos, por caminos altos y bajos, oteando el horizonte, disfrutando cada amanecer y cada puesta de sol…Me había acostumbrado al traqueteo constante del carro y empecé a admirarlo todo como una niña pequeña. Todo lo bello y lo hermoso que estábamos viendo, lo iba a disfrutar al máximo. No iba a preguntarme por el día de mañana. Iba a mantener el ánimo intacto, el mío y el de las demás. A toda costa, costara lo que costara, aunque tuviera que pagar con mi vida. Mi padre había luchado contra Roma y yo sentía que tenía a una pequeñísima parte de Hispania a mi cargo y cuidado. Empecé a acariciar suavemente el cabello y la cabecita de todas mis compañeras para consolarlas, nada más subir al carro con las demás. Me fijé en las más fuertes de nosotras y les dije que consolaran al resto. Teníamos que ser una piña y estar todas unidas, yo repetía eso continuamente y terminó calando en todas. Nuestro código era ayudarnos siempre. Cuando parábamos, me esforzaba por recoger rápidamente las flores del camino, y las esparcía por el suelo junto a mis compañeras, como un perfume natural. Era reconfortante para todas el olor y el tacto de aquellas flores, sobre todo al dormir, hacían la dura madera del carro un poco más blanda. Los caminos eran malos y peligrosos, y podían atacarnos las fieras por la noche. Me asustaban las continuas miradas lascivas de los soldados, porque lo eran, aunque tuvieran órdenes estrictas de no tocarnos. Y no soportaba su olor  a sudor y a suciedad. Éramos la noche y el día, la lascivia y la virginidad juntas. Tan diferentes. Una vez, uno de ellos parecía totalmente encaprichado de mí. No apartada sus ojos de mi cuerpo, e intentó manosearme mientras me sujetaba fuerte del pelo. Los demás se pusieron a discutir con él cuando se atrevió a tocarme y acabó con una espada amenazando su cuello. Ahí desistió de hacer nada más. No podían tocarnos, bajo pena de muerte. No servíamos ya desvirgadas, no triplicaríamos el precio de una esclava virgen. Me asustaba la lengua extraña de aquellos hombres, que ninguna entendíamos. Pero nosotras lo estábamos consiguiendo.

Estábamos logrando mantener la cordura. A ratos nos contábamos cuentos y relatos de la tradición de nuestro pueblo o cantábamos bajito las canciones típicas que nos habían enseñado nuestras madres, muy bajito, porque no queríamos llamar la atención de los soldados. Nos consolábamos unas a otras cuando alguna lloraba. Esos dos meses ellas fueron mi familia, no tenía a nadie más en el mundo. Estábamos solas. Nos fortalecimos y creamos unos lazos tan fuertes que, las dos ocasiones en que vi a algunas de ellas por las calles de Roma, jamás las olvidaría. Ni olvidaría sus ojos tristes perdiéndose tras verme en el mercado, sus lágrimas y las mías, que eran las mismas, porque estábamos hermanadas para siempre. Al menos, pensaba yo, ellas seguían vivas. Echando la vista atrás, aún siento lástima por cada una de mis compañeras, por el poblado perdido, y los recuerdos de mi infancia y adolescencia volvían día tras día en mi mente; tenía la horrible sensación de que nada de eso volvería, de que a partir del día del rapto, nuestra realidad sería bien distinta.

Quízás, y sorprendentemente, todo sería para mejor. Me aferraba a ese pensamiento continuamente para seguir adelante sin desfallecer. La vaga tristeza acechaba cada momento. Soñaba cada noche con encontrarnos abandonadas, sin las cuerdas que nos torturaban las muñecas, soñaba que estábamos libres, volviendo por los caminos, desandando lo andado, regresando a nuestras casas. Imaginaba a nuestras familias haciendo una fiesta por nuestro regreso. Y lloraba.

Bellas e indefensas. Esos eran los dos adjetivos más destacables para nuestro estado esos dos meses. Bellísimas. Dignas de un cuadro de Waterhouse. Veinticinco jóvenes con las manos atadas y los cuerpos desnudos blancos y temblorosos. Veinticinco misterios. Siempre habíamos sido un misterio. Nadie nos descifraría nunca. Cuando se acercaba el final de nuestro tortuoso viaje, todos nuestros ojos estaban completamente sorprendidos, mientras poco a poco amanecía y veíamos a lo lejos la gigantesca ciudad de Roma que se abría paso entre las luces matinales. Parecía que estuviéramos todas soñando. O que hubiéramos muerto. Jamás habíamos estado en un lugar ni remotamente parecido. Nunca habíamos salido de las estrecheces de nuestro poblado y los bosques, ríos y lagos cercanos. Hispania y la ciudad de Roma eran tan increíblemente diferentes como la noche y el día. Desfallecíamos, creíamos estar en un sueño, mientras veíamos los mercados atestados, las tiendas, los templos de columnas blancas, los empedrados de las calles, las vestiduras y los gestos de las asombradas y extrañas gentes mirándonos y señalándonos. Llamábamos mucho la atención, con nuestros rasgos bárbaros, nuestra exótica hermosura y nuestra exquisita desnudez. Y nuestros ojos asombradísimos.

Nos sacaron del carro sin miramientos, antes de desnudarnos de nuestras ropas hispanas, de lo único que nos quedaba de nuestro pueblo. La que se resistía acababa con ella hecha girones, porque debíamos estar desnudas para ser vendidas, tenían que verse todos nuestro encantos. Estábamos todos extenuados, las pobres secuestradas y los soldados. Nosotras éramos la mercancía que debía venderse en el mercado de Roma lo antes posible, para llevar el dinero a las arcas del Imperio, y no importaba absolutamente nada más. Nos fueron bajando rápidamente y nos desataron las doloridas muñecas, ya casi acostumbradas a estar atadas. Todo el mundo estaba mirando las veinticinco bellezas que éramos, que siempre fuimos. Nos compraron rápido, porque éramos una mercancía muy apetecible. Casi se forma una revuelta en el mercado. Los amos discutían salvajemente entre ellos, subiendo cada vez más y más el precio por cada una de nosotras. Los tratantes pensaron en traer más virgencitas de más naciones, porque funcionaba, se ganaba muchísimo dinero con ellas. Yo fui la última en salir del carro, y me bajaron de forma salvaje. Me había negado con todas mis fuerzas a hacerlo, chillando, sin entender palabra, había sido muy cobarde y había abandonado a mis compañeras, escondiéndome tras la última de ellas. No quería dejar aquel carro, era lo único que conocía. No quería enfrentarme al hecho de quedarme completamente sola en el mundo, sin ellas, sin mi única familia. Forcejeaba violentamente con los soldados, gritándoles en mi lengua, enloquecida, arañándolos con todas mis fuerzas por todo lo que nos habían dañado ellos, hasta que empujé hacia atrás a uno, que cayó violentamente de espaldas y se quedó inconsciente, y entonces terminaron arrojándome del carro. Me hice mucho daño en un tobillo e iba cojeando un poco. El mercado era enorme, maloliente y hacía un excesivo calor. Sentía que me faltaba el aire, que me ahogaba. Unas lágrimas desesperadas de rabia y sufrimiento acumulado empezaron a brotar de mis delicados ojos mientras me abofeteaban y me ataban violentamente las manos a la espalda.

Jamás olvidaré la primera vez que ví los tuyos. Todo el sufrimiento se esfumó de repente. En ese mismo momento, es como si estuviéramos conectados. Estabas ahí desde siempre esa mañana. Debías estar. Desde siempre, y yo también estaba ahí desde siempre. No pasaba el tiempo, de forma literal, el tiempo dejó de existir, se congeló ese momento. Aunque éramos dos verdaderos desconocidos, nos dijimos muchísimas cosas. Cosas que aún perduran en mi memoria. Tú mirabas en el fondo de mis ojos y yo miraba en el fondo de los tuyos, porque nos intentábamos descifrar mutuamente. No hablábamos la misma lengua. Supiste que era una buena chica, una buena persona, nada más verme. Te quedaste pensando, era extrañísimo, una esclava mirándote a los ojos… los esclavos no podíamos mirar a nadie a los ojos, pero yo no lo sabía. Debías comprarme. Tenías que comprarme, necesitabas hacerlo, y yo lo necesitaba también. Debían llevarnos a todas a Roma, no importaba el violento giro que iba a tomar para siempre nuestra existencia. Pensaste en mis ojos. Eran grandes y hermosos, como mi pelo. Y mi cuerpo virgen. Hermoso. Blanco. De dieciséis años. Hacía viento y se me puso la piel de gallina. El pelo se me alborotaba, lleno de restos de las florecitas de los caminos. Flores hispanas. Era la única con el pelo lleno de restos de florecitas. Estaba allí, de pie, temblando de frío, con la horrible sensación de ser un animal de feria, en medio de una gran multitud de extranjeros, desconocidos y hostiles. Mirándote.

Eras la única persona que no me parecía desconocida y hostil, por alguna extraña razón. Quízás eran los indicios de compasión que había en tu mirada. Me gustaron esos indicios, te hacían más humano. A pesar de todo, yo seguía temblando de frío y de miedo. Si tenía que irme contigo, cosa que deseaba con todas mis fuerzas, aún no sabía qué ibas a hacerme. No sabía si ibas a respetar mi vida. Si ibas a pegarme. No sabía nada, no tenía ni la más ligera idea. Mi calidez, delicadeza e inocencia eran tan apetecibles… La forma de mirarlo todo, la ignorancia, la virginidad, la sorpresa y el desconocimiento. Me eché a llorar de nuevo. Salía todo el dolor y el sufrimiento de estos meses de cautiverio y penalidades. ¿Por qué no habíamos escapado? ¿Por qué ni siquiera lo habíamos intentado? Qué hermosas, frágiles e indefensas estábamos encadenadas, como mariposas, tan pequeñas, como si las cadenas estuvieran explotando y descubriendo toda nuestra belleza. Una tristeza punzante habíamos soportado estos dos meses, que nos había demacrado. Pero un solo momento contigo valía años de mi vida. Literalmente. Y todo el dolor del cautiverio no era nada, volvería a pasarlo mil veces.

Al empezar a mirarte, el corazón se me volvió violento, trabajando duramente, latiendo fuerte y rápido mientras te acercabas. Nunca había notado mi corazón latiendo tan increíblemente deprisa. De hecho, solía marearme en verano y perder el conocimiento si hacía mucho calor. Y tampoco nunca había tenido a un hombre tan cerca, a excepcíón del soldado que se atrevió a manosearme en el carro. Tú ibas a comprar una túnica nueva esa mañana, y te topaste conmigo. Me viste expuesta de lejos, al lado de la frutería. Eras senador. Inmediatamente sientes compasión y a la vez deseo por mí, y te acercaste para ver mi cuerpo más de cerca.  Te interesa. A cada paso me pongo más nerviosa. Empiezo a temblar casi imperceptiblemente cuando noto tu respiración. También noto tu deseo. Por instinto. Sé que quieres algo de mí, que necesitas algo de mí…No sé lo que va a pasar conmigo y con mi vida, pero intuyo que en realidad estoy esclavizada y alguien va a comprarme.

Te encantaba verme nerviosa y temblando así. Indefensa. Miraste mis ojos con detenimiento y viste que estaba llorando. La hermosura de mis ojos. Nunca habías visto unos ojos ni parecidos a los míos, y no podías apartar la mirada de ellos, con esas pestañas larguísimas y esos rasgos de otro pueblo. Sabías que llevaba mucho  tiempo llorando. Las lágrimas recorrían mi rostro y rodaban por mi barbilla hasta el suelo, una detrás de otra, mojando mis pies. Te excitaron muchísimo mis delicadas lágrimas de pena, como pequeñas perlas. Mi inocencia y mi miedo eran extraordinariamente deseables y apetecibles, y te daban una gran sensación de poder y autoridad sobre mí, aun antes de que me compraras. Sí, te excitaste mucho. No sé qué pensamientos había en mi cabecita cuando alargaste tu mano para tocarme, pero cuando lo haces me pongo a temblar y te encantó. Nos encantó el tacto de la piel del otro. Empiezo a respirar más fuerte y a cargarme de ansiedad, tantísimo que podría haber sangrado por la nariz. En unos pocos instantes, mi vida había sido más intensa que en los años anteriores. Me examinaste con delicadeza el cuerpo. Los genitales, los pechos, los dientes, el rostro. Cuando tus manos tocan mis genitales, notas cómo me pongo completamente roja. Nunca nadie me había hecho eso. Unos labios grandes y rosados y unos pechos también de buen tamaño. Vaya, era una auténtica preciosidad. Mis dientes bastante blancos y mi hermosísimo cabello rubio largo, por la mitad de la espalda, mis rasgos vikingos o nórdicos, mi piel muy blanca… Qué hermosa era, con esos ojos hispanos enormes y expresivos que decían y reflejaban tantas cosas, tantas emociones. Mis ojos eran un océano, un mundo. Te excitaste tocándome y examinándome, imaginándote muchas cosas. Mucho. Mis cabellos olían a flores. Es verdad, sí, los había perfumado inocente e ingenuamente con florecitas de los caminos, durante  los dos meses de cautiverio. Olían fenomenal y te agradaron. Le preguntas al tratante de esclavos a qué pueblo pertenecemos y si somos vírgenes. El hombre, que estaba contando el dinero ganado con mis compañeras, te responde que somos hispanas y sí, vírgenes. Vaya, es un problema. Nunca habías desvirgado a una esclava.

-¿Cómo te llamas?-me preguntaste en latín-.

Me quedo unos momentos dudando y respondí en ibérico, en mi lengua.

-No entiendo-y me quedé mirándote a los ojos con los míos muy abiertos, negando con la cabeza para indicarte que no sabía qué me decías-.

Sentí muchísimo no entender tu lengua. Por mi cara, mi expresión, te das cuenta de que no la hablo. Pero realmente no importa demasiado, porque amos y esclavos apenas hablaban. Pero repetiste la pregunta y me puse nerviosa por no saber responderte, por segunda vez, a lo que sabía que eran las mismas palabras, aunque no las entendiera. Me daban temblores de pánico, pensando que me pegarías. No entendía nada de lo que estabas diciendo. Otro pueblo, otras costumbres, otra lengua, otras tradiciones. Sin embargo, pienso de repente que quizás me has preguntado algo muy básico, mi nombre, así que me señalo el pecho con el índice y te lo dije:

-Altea.

Ves que, de momento, aunque sabes mi nombre, no puedes comunicarte conmigo, pero encontrarías la forma de arreglarlo. Me compraste al tratante, que, atento a tu rostro y a tus ojos desde que te acercaste a mí, había visto tu gran interés y triplica el precio. Lo pagaste sin pestañear. El hombre se embolsa la diferencia para él, muy contento, de forma totalmente corrupta, y va con los soldados a llevar el resto del dinero, el de mis sufrientes compañeras, a las arcas del Imperio. Te engañó, pero no te importó. Antes de irse, te das cuenta de que te mira con una gigantesca envidia. Te había dejado una soga para llevarme.

Ves que estoy extenuada. Empiezas a preocuparte por mí y por mi salud desde ese momento. Soy una verdadera preciosidad. Me atas el cuello y empezamos a caminar por las abarrotadas calles de Roma, y tú vas delante llevándome. Andamos despacio porque casi me he torcido un tobillo y prácticamente voy cojeando. La ciudad ve mi cuerpo desnudo caminando por la calle y la gente empieza a murmurar. Voy llorando a lágrima viva. No sé qué dicen en su extraño idioma, no soporto más el calor y todo es muy confuso. Estoy cansadísima y no me quedan fuerzas apenas. Me siento morir. En estos meses, ha habido tanta brutalidad... y de repente, un rato después, he llegado al límite. Se pone todo amarillo, me fallan las piernas, y no puedo seguir caminando. Estoy con las manos atadas y desfallezco, me doy cuenta de que no puedo seguir y me voy parando. Te vuelves enseguida al notar que ando más despacio, y me ves cayéndome; ya no recuerdo nada más, sólo noto, en los últimos momentos de lucidez, cómo tus brazos me recogen y evitan que caiga al duro suelo. Para mí en esos momentos todo es totalmente negro y permanece así, parece que durante siglos. Me contaste que me recogiste y me cargaste a tu espalda, mis cabellos boca abajo cerca del suelo, con los restos de florecitas en ellos. Yo estaba muy hermosa inconsciente. Qué poco pesaba mi cuerpo, tan estrecho, tan suave, un cuerpo como el de un pajarillo asustado. Completa y absolutamente indefenso.

Sé que me llevaste en brazos, con toda tu dulzura, hasta tu villa. La sangre me baja a la cabeza poco a poco. Tú sentías compasión de mí. Era humano.

La villa contrastaba muchísimo con las sencillas casas hispanas, aunque nuestro hábil pueblo había alcanzado un alto grado de civilización. Había un amplio terreno con sus animales y ganado, y la domus tenía unas columnas dóricas espléndidas en la entrada. Las enredaderas y las flores estaban por doquier alrededor de la casa, alegrándola y vistiéndola. Muchos siglos después, encontrarían tu casa los arqueólogos. Saldría en las noticias, la casa de un senador romano del Imperio ha sido hallada en Italia. Las ancianas esclavas que posees te reciben llenas de sumisión y también de excitante curiosidad por mí. Eras el senador más joven de Roma. Te ven venir llevándome en brazos inconsciente y te enjuagan el sudor de la cara en unos cuencos de agua y, tras una orden tuya, me cogen y me llevan en brazos a tu blando y cómodo lecho. Ordenas a una de ellas que se quede pacientemente conmigo hasta que me despierte, mientras atiendes los asuntos del senado en tu despacho. Tiene orden de avisarte enseguida en cuando vea signos de que me estoy despertando. Dos horas después abro lentamente los ojos y casi enseguida noto unos pasos acercándose, firmes y rápidos, y me pongo a temblar. Eras tú.