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Los amantes pompeyanos

en Sadomaso

Apenas vivimos veinte años.

-¡Un momento, por favor! ¡Esperad, os lo suplico! ¡Aquí hay algo!- chillaba la arqueóloga, casi enloquecida, rogando que no se llevaran las máquinas excavadoras aún. Era la profesional más brillante de todas las promociones de su época, trabajaba con ahínco y una pasión enorme, poniendo todas sus ganas y su empeño en descifrar el pasado histórico, cada descubrimiento, cada detalle. Realmente vivía lo que hacía diariamente y le interesaban mucho los que vivieron otras épocas y los que murieron antes que nosotros, sus pensamientos, sus sentimientos. Quízá para reflejarse en ella misma y aprender de otros.

A mí me encontraron una tarde, miles de años antes. Estaba al principio de mi frágil vida, cuando se avecinaba una horrible tormenta, en el frío y duro suelo del mercado de Pompeya, desnuda, llorando.

-Es muy pequeña y no sobrevivirá si no la llevamos con nosotros -había dicho la mujer. Yo tenía unas horas de vida. No me querían y me abandonaron en medio de las tiendas, en un hueco, hasta que un matrimonio me vio y me tomó en brazos con ternura.

-Es una niña preciosa. Preciosísima. La verdad es que en cualquiera despertaría compasión, no podemos dejarla ahí. Ahora que estamos intentando tener un hijo, querida, podemos criarla y tenerla de esclava cuando crezca, para que nos sirva a todos, ¿qué opinas? Tiene una carita muy bella y va a ser muy guapa de mayor. Además es rubia, de ojos verdes y con una piel muy hermosa. Y parece despierta y lista. Mira cómo llora sin parar, quejándose y reclamando atenciones.

Afortunada o desafortunadamente, ella estaba de acuerdo. Así también estarían ellos menos solos y alguien les serviría. Me pusieron el hermoso nombre de Claudia, con todo su cariño. Un nombre como hundido en los siglos, en las piedras y los misterios enterrados bajo la ciudad de Pompeya. Misterios que alguna vez se descubrirían. Fui una chiquilla muy tranquila, graciosa y alegre, aunque mis amos estaban melancólicos en algunas ocasiones, pensando en que no tenían aún un heredero, en que aún no había venido. Yo me ocupaba de matar la tristeza cada día, como si la tristeza fuera una mala mujer con el cabello cuajado de escorpiones. Yo era el optimismo y la felicidad personificada en la casa. A ellos les debía todo, absolutamente todo. Les amé profundamente y les servía sin descanso, día y noche, desde que empezaban mis recuerdos, en el hondo e infinito mar de mi memoria, que albergaría tantas cosas buenas, hasta mis últimos momentos y mi muerte. Me criaron afectuosamente, pero enseguida me enseñaron que era una esclava y que siempre lo sería. El amo nunca se fijó en mi cuerpo cuando crecí, a pesar de mi hermosura, porque terminó viéndome como a una hija en realidad, como el aya de su querido niño. Al final les nació un hijo. La esclavitud la acepté mansamente desde el primer momento, y por alguna razón, eso no menguó mi alegría. Estaba feliz de estar viva y de que me hubieran recogido y cuidado, y quería darles todos mis atenciones. Cuando nació el hijo de mis amos, me llevaron a verle de forma inmediata, y yo estaba llena de excitación por tener un compañero casi de mi edad con quien compartir mi existencia, además de que sería otra persona a quien obedecer  y cuidar en la casa.

-Éste es tu señor. Aunque acaba de nacer, debes empezar a servirle. Báñalo con mucho cuidado-y yo cogí al niño, enternecida, y lo bañé con mimo. Nunca tuve muñecas, pero lo tuve a él y lo atendía muchísimo, continuamente, porque tenía más valor que cualquier otra persona para mí, más valor que si tuviera entre mis dedos un brillante y gigantesco diamante.

Nos criamos juntos, éramos inseparables los dos niños, pero yo siempre supe que era una simple esclava y ellos y su hijo eran mis amos. El padre de mi joven amo era comerciante, con una vasta cultura, y nos enseñó a los dos a leer, escribir, y también historia, botánica, literatura y geografía. De igual a igual, no se por qué, no le importaba enseñarme a mí también, aunque yo fuera una esclava y los saberes menguaban mi valor. En cualquier caso, no iban a venderme bajo ningún concepto.. En la casa había una enorme biblioteca, plagada de libros antiguos, de todo el saber de la época. Era deliciosa cada clase, cada ventana al conocimiento. Nosotros jugábamos continuamente y nos divertíamos en los ratos libres, cuando yo no estaba ocupada todo el día con las labores domésticas, alimentando a las gallina-, atendiendo nuestro pequeño huerto, cosiendo o comprando en el mercado. Fuimos felices juntos. Yo me llevaba unos dos años de diferencia de edad con él. En contra de lo que pudiera pensarse, nunca me sentí mal por no saber quiénes fueron mis padres, eso nunca dañó mi autoestima, siempre reflexionaba sobre la increíble suerte que tuve al ser recogida por una familia tan estupenda y al ser criada con mimo. Qué destino tan caprichoso, pensaba. Cuando teníamos unos quince años, empezó todo. Y fue increíble. Empezaron los pequeños e inocentes besos. Las escapadas a escondidas en los bosquecillos cercanos a la ciudad, y en la playa de madrugada. Yo me había dado cuenta de que, de un tiempo a esa parte, me mirabas de forma distinta. Los esclavos solíamos ir desnudos y explorabas mi cuerpo a escondidas con tus ojos lascivos, con ansia. Descubrimos el sexo, juntos, amo y esclava, sin saber qué era o que estábamos haciendo, y fue muy hermoso. A él siempre le gustaron las batallas y el ejército, y dominar. A pesar del afecto que sentía por mí, el hijo de los amos muchas veces era muy duro conmigo. Recuerdo la primera vez que me azotó. Fue por diversión, por placer, yo era muy buena esclava y rara vez cometía errores y, por supuesto, jamás desobedecí una orden. Siempre comía sólo los restos de comida de la familia.

-Ve a las fuentes y trae agua, esclava, y date prisa- me ordenaba, por ejemplo. Y, si me retrasaba un poco, me azotaba duramente. Sabía que tenía perfecto derecho. Darme azotes y bofetadas le encantaba.

Yo miraba mi reflejo en las fuentes de la ciudad, mi bello rostro y mis cabellos. Mucha gente me miraba. A mí, que no sabía de dónde venía, que no sabía ni supe nunca quiénes fueron mis padres. Quizás eran extranjeros, por mis ojos claros. Un completo enigma. Y un día, me sorprendieron las palabras de mi amo cuando por primera vez quiso dominarme sólo por su placer:

-Me gustaría azotarte, Claudia. Me gusta ver cómo a veces los amos azotan y humillan a sus esclavos porque les encanta hacerlo y quiero probar esa sensación.

Y fue sumamente especial. Me sorprendí un poco por sus palabras, pero yo era muy hermosa y apetecible, no era de extrañar que quisiera dominarme y probar cosas nuevas conmigo. Me mojaban esas cosas. Siempre tuvo cuidado de no hacerme a llegar a límites de dolor insoportables para mí. Cuánto orgasmaba tras azotarme. En algunas pocas ocasiones, me hizo sangre, pero sólo en las nalgas. Empezó a darme solamente suaves cachetitos en mis delicadas mejillas, y terminó arrancándome lágrimas. Le gustaba mucho dármelos y abofetear mi rostro, y a mí me gustaba mucho también y nos excitaba sobremanera. Sin embargo, otras veces me dominaba de forma suave y mínima. Y siempre había tantos besos…

Cada noche que quedábamos a una hora determinada en los bosquecillos era muy excitante. Lo esperábamos impacientes durante todo el día. Quizás sus padres sospecharon algo alguna vez. Era una fabulosa aventura donde estábamos increíblemente vivos, donde vivíamos los momentos más emocionantes e intensos de nuestras breves vidas. El bosquecillo fue mi lugar favorito por excelencia, donde siempre quería estar con mi amado amo. Casi era mejor la alucinante espera que el maravilloso sexo que venía después. Eran momentos sumamente especiales, como fugaces relámpagos en nuestra memoria, en nuestros recuerdos, que se nos hacían cortísimos. Esperábamos impacientes que sus padres se durmieran y empezaran los ronquidos de él. Nunca se dieron cuenta de nada. Casi siempre me hacía mi amo las mismas cosas en el mismo orden. Delicadamente me besaba un buen rato, acariciándome mis largos cabellos, que estaban como cubriéndonos a ambos, buscábamos juntos un palo grande entre las hojas y me azotaba con él el cuerpo. Yo gemía sin cesar, me dolía bastante, pero él siempre sabía cuándo parar. A veces me hacía lluvia dorada sobre la espalda y luego nos bañábamos los dos en el río, entre risas y abrazos. Siempre me insistía con dulzura en lo bien que hacía todo y en lo hermosa que era. Para él, yo era la esclava más bella de toda la ciudad. Había traído cuerdas de casa y le encantaba tenerme atada, y dejar pasar las horas así, apretándolas fuertemente, y que pasaran los minutos mientras yo le chupaba lo que me ordenaba. Luego, me abría las piernas con ansia y firmeza y me penetraba duramente, sabiendo que yo estaría muy mojada con lo que me había hecho antes. O me ordenaba que abriera las piernas. Me encantaba su firme voz diciéndome:

-Ahora abre bien las piernas, esclava.

Y después de hacer sexo, nos encantaba jugar a descubrir el nombre de cada planta, flor y hoja, antes de las luces del alba, con los conocimientos de botánica que poseíamos. Me gustaba el olor de los árboles y respirarlo muy hondo. Yo quería que aquellas inolvidables noches, como de color violeta, no terminaran nunca…practicábamos una variedad grande de cosas y me dominaba de muchas maneras. Siempre nos mojábamos muchísimo los dos y disfrutábamos al máximo. Era como un sueño.

Pocos años después nos sorprendió el Vesubio. Una hora antes de la tragedia empezó todo, y me di cuenta de que íbamos a morir. Vimos la temible nube de cenizas saliendo y rugiendo del volcán, amenazadora e implacable, con un ruido feroz y ensordecedor, el sonido de la muerte llegando a nosotros. Toda la ciudad salía de sus casas, como fantasmas, completamente aterrorizada y gritando, y perdimos a sus padres corriendo entre el gentío. Íbamos de la mano, fuertemente agarrados, hasta que nos detuvimos y yo le empecé a hablar entre lágrimas de desesperación, casi al borde de la locura ya. Una locura que nos hubiera protegido de la horrible realidad.

-Vamos al bosquecillo. Vamos a morir juntos allí. No hay lugar donde escapar y todo el mundo está gritando y llorando. Vamos a terminar nuestra vida entre gozos. Me niego rotundamente a morir entre miedo, terror y pánico. ¡Vamos!

Era la primera vez en mi vida que le daba yo una orden al amo. Asombradísimo, sin apenas dar crédito a lo que estaba oyendo, mi amo reaccionó y me acompañó corriendo, sin perder un solo segundo. Se acercó rápidamente a mí, me cogió en brazos y me tumbó con suavidad.

-Mi amada Claudia…

Cinco minutos después, entre besos, caricias, abrazos y orgasmos intensísimos, nos alcanzó la muerte, como un despiadado y atroz ángel de alas de fuego. Había lava por todas partes, devorando brutalmente todos los cuerpos humanos de los alrededores, sin respetar ni siquiera a los inocentes niños ni a las embarazadas. Eran las manos o las garras de fuego de la muerte. Pero nuestros últimos cinco minutos fueron los mejores de nuestras cortísimas vidas. No vivimos veinte años. Valieron más que décadas esos cinco minutos, porque fueron más vividos que todas las vidas de otras personas. Se llevaron nuestra respiración y nuestra vida para siempre, pero no nos arrancaron nuestros últimos placeres. Al final, tras milenios, fuimos nosotros los que logramos vencer el tiempo y el espacio, y salir al mundo. Y nuestra historia también salió al mundo. Porque nos encontraron envueltos en una piedra de lava solidificada, en Pompeya, tras muchos siglos, abrazados.

-Debieron amarse mucho, mucho…

Las lágrimas de la arqueóloga empezaron a brotar de sus ojos. La excavación iba muy bien y pronto finalizaría, saldría a la luz, y todos los países hablarían del descubrimiento. Pronto despertó el interés de filósofos, historiadores, pintores y escritores. Todos aquellos artistas se acordaron de nosotros, reflexionando sobre el amor y la muerte, o sobre el amor en la muerte, Eros y Tánatos, los eternos temas humanos, escribiendo y haciendo su arte con sus pupilas puestas en nuestros cuerpos inmortalizados en la piedra. Juntos. Escribieron, pintaron y esculpieron pensando en nosotros. Hicieron libros, películas, poesías, lienzos. Pocas veces unos amantes habían sido tan prolíficos inspirado sentimientos y sensaciones y había sido influido en tantas personas. La arqueóloga también habló acerca de nuestra historia y de cómo nos encontraron, y jamás olvidó a los amantes pompeyanos. Nunca había visto ni vivido nada igual. Estaríamos acompañándola, cada día y cada hora casi, en su recuerdo, a veces en sus sueños de noche, hasta que terminó su vida.