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Bestiario Millennial: Carmen

en Lésbicos

El deportivo frenó en seco frente a la puerta del luminoso club de carretera. Su sonido duro robó las miradas que acechaban los pechos expuestos, los traseros elevados en tacones, las feminidades adulteradas apenas escondidas tras el hilo del tanga. Las líneas aerodinámicas del chasis negro, con iridiscencia en rojo sangre, retuvieron lo suficiente la atención de los hombres que rondaban el Matadero para alquilar carne caliente como para permitirles sorprenderse. Tampoco era quienes las descocadas mujeres que servían de cebo a las puertas, atrayendo a los clientes a la telaraña, esperaban. Quien conducía la lujuria mecánica no encajaba en el prototipo de ejecutivo agresivo, o niño mimado, que daban por hecho que encontrarían en su interior y equivalía a un fajo andante de olorosos billetes nuevos.

Los tacones lo anunciaron. Tras ellos, se alzó con gracia sobrehumana una mujer que pronto cubrió su cabellera rubia, trenzada a uno de los lados para dejarla caer al contrario, con la amplia capucha del abrigo. Pocos repararon en la extravagante indumentaria, pudiendo fijarse en sus curvas voluptuosas que el abrigo abierto y negro realzaba al viento más que cubrir. Un corselete de estética steampunk sostenía sus pechos, afianzando la redondez ingrávida cubierta por una apegada camiseta elástica. Las botas de suela roja y cuero negro ascendían hasta la mitad de su muslo, empezando mucho más arriba unos pantalones cortos y ceñidos, asomando apenas tras el bajo biselado del corselete. Se comportó como si estuviera sola, ignorando tirana las miradas, y entró en el Matadero como si le perteneciera.

Tras la pérdida de aliento en un delirio colectivo, una vez ella entró dejando como recuerdo el persistente aroma dulzón contaminado con naftalina, los rumores surgieron. Se la consideró una antigua puta que había dado un braguetazo, una querida celosa de que su hombre estuviera de juerga, una acompañante de alto standing que había sido requerida para satisfacer las más sádicas fantasías. Su presencia flotó en el ambiente lo que restó de noche, como también lo hizo su perfume aún en el exterior.

Las leyes físicas se mostraban indulgentes con la mujer rubia, cuya capucha no se deslizó pese a lo aguerrido de sus pasos firmes. Caminó a través del bar que no consideraba para ella, sino para indecisos y muertos de hambre que solo deseaban mirar. Directa, se acercó a la meretriz venerable cuya piel era un mapa en relieve de mil vivencias, y observó sus labios rojos chupar la boquilla de un cigarrillo, dejándola tragar el humo antes de pronunciarse.

— Quiero a la chica más deliciosa que tengas — su voz generaba animadversión, nublada por un atractivo inquietante.

La meretriz la observó, envuelta en un mantón que había conocido tiempos mejores. Al ver cómo ella deslizaba un billete de cincuenta sobre el atril donde apuntaba las habitaciones ocupadas, supo que no pretendía escatimar en gastos y chasqueó la lengua, hastiada con la existencia.

— Tenemos lo que sea que entiendas por eso.

Apagó la colilla aplastandola con saña y se adentró por el pasillo que daba a las habitaciones sin hacerle ningún gesto para que la siguiera. La rubia de rostro exánime fue tras sus pasos, entrando cuando se lo ofreció en una sala empapelada con damasco negro y dorado. Con las manos en los bolsillos del abrigo, tomó asiento en un sofá de ajado escai y esperó. En cuestión de minutos, once chicas desfilaron frente a ella, colocándose en pie como para una ronda de reconocimiento policial. Eran una exposición de colores, formas y tejidos. A todas podría haber encontrado el encanto, pero se sentía especialmente exigente.

— Ella. Ella. Ella. Y tú. Fuera — eliminó al primer vistazo las de piel más bronceada —. Tú y tú, lo mismo — repudió a las de mayor edad.

Se inclinó en el sofá, apoyando los codos en las rodillas, y las observó con la decisión de un depredador famélico. A la primera que se estremeció, la despachó con un gesto déspota, cogiendo la copa de whisky caro que la meretriz le tendió. Bebió, relamiéndose los sedientos labios finos, el único rasgo que la sombra de la capucha permitía distinguir con claridad. Se puso en pie y caminó ante las cuatro chicas con disciplina marcial.

La primera era una pálida mulata de cabello ensortijado y voluminosos pechos que parecían capaces de partirla. Llevaba un camisón de seda blanca al que le faltaba tela por todas partes. Una gota de sudor caía para lanzarse por su canalillo. A su izquierda esperaba la más baja de todas, de falsa cabellera rubia enredada en extensiones. Se inclinó, pudiendo oler las hormonas que exudaba, sintiendo el pálpito drogado de su vagina.

— Fuera — le susurró.

La chica escapó tras un brinco, como si sus palabras le hubieran dado un mordisco en el culo encajado en un culote medio roto. La tercera era una chica pelirroja, con pecas salpicando sus rasgos inocentes, pero odió cada gramo de insumisión que encontró en sus ojos. Con una mirada expresiva, la meretriz ordenó que se fuera. Por último, encontró a una muchacha espigada que mantenía las manos unidas tras la espalda. Con caderas anchas de yegua de desfogue, tripa plana y un culito pequeño, aunque con gracia. El babydoll rojo que llevaba le pareció una abominación.

La mujer rubia apartó los bucles castaños de la chica haciendo que cayeran a su espalda. Tiró del extremo del lazo que le cerraba el camisón, dejando que la gravedad lo arrastrase hasta que cayó a sus pies. Solo con un tanga negro, desnuda e inmóvil, parecía la reencarnación mariana de la imaginación de Botticelli.

— Ella — decidió.

La meretriz, que no era una mujer generosa, aseguró que tendría que pagar un plus por cualquier excusa que fuera a inventarse. La rubia alzó su mano con despotismo para hacerla callar.

— Lo que sea.

Se inclinó hacia la meretriz, arrebatándole de la mano las llaves de la habitación 403. Cogió de la muñeca a la chica y tiró de ella, arrastrándola desnuda e impune por los pasillos. Sus tetas daban pequeños botes que lograron endurecerle los pezones para cuando entraron en la habitación. Tenía la misma decoración charra y la misma peste a semen reseco que han intentado eliminar con desinfectante cubierto de ambientador de vainilla que cualquier habitación de puticlub. Además de la cama con sábanas desechables, contaban con un sofá raído, una cómoda desconchada y un televisor con porno 24/7. La rubia no necesitaba encenderlo para saberlo. Se quitó el abrigo, tirándolo sobre la cama, con un movimiento fluido. Su atuendo atrajo la atención de la chica, quien parecía ligeramente nerviosa.

— ¿Cómo te llamas? — preguntó la cliente.

— Duna — los pezones vibraron con el suspiro, que sonó casi a sollozo —. ¿Y tú?

— Carmen — respondió la rubia.

La rodeó como las hienas cercan a una cría malherida de antílope. Dio un azote en su trasero que tembló como una panacota recién hecha e hizo a Duna contener un siseo. Frente a ella, acarició a mano abierta su esternón, deleitándose en cómo su turgencia reclamaba con presión el que era su espacio natural.

— ¿Tienes miedo? — preguntó Carmen.

— No.

— ¿Estás caliente?

— Sí.

La rubia sonrió con la experiencia sentada en sus labios.

— ¿Estás caliente, por mí?

Duna la miró, siendo ella esta vez quien parecía analizar a su cliente. Pese al juego implícito, no sabía si Carmen quería que optaran por la supresión de la incredulidad.

— No.

— Entonces, ¿por qué?

— He tomado algo. Ayuda a…

La mano de Carmen había llegado hasta su ombligo, y le bastó cambiarla de sentido para callarla. Ahora, sus dedos apuntaban hacia abajo como una flecha.

— Te has drogado para ser una zorrita caliente.

Duna, fiel a su intuición, asintió.

— Me muero porque me metas algo en el coño — reconoció jadeante.

La puta cogió la mano de Carmen y la hizo descender hasta la leve tela que cubría su sexo. Estaba encharcada. El trocito de pastilla que solían tomar antes de cada turno era para el celo de las vacas. Las ponía cachondas, a chorrear, y nublaba lo suficiente el juicio para que una polla fuera una polla apetecible sin importar a quién viniera pegada. Con las mujeres solía ser distinto, y Carmen parecía fuera del molde de los clientes que visitaban el Matadero. Duna, por eso, se sintió especialmente orgullosa cuando vio en las centellas de sus ojos que el intrépido movimiento y las duras palabras la habían satisfecho. Aquella mujer, vestida de forma extraña, y que por su aspecto podía conseguir sexo gratis además de poder pagar por putas mejores, deseaba la sórdida experiencia sin edulcorar. Por suerte, y por la pastilla, su gimoteo demandante no lo fue al sentir el roce de las uñas esmaltadas en chocolate contra su sensible feminidad.

Duna amagó un gritito de sorpresa cuando la rubia la zarandeó, golpeándola contra la cómoda. Apoyó las manos, temblando al notar cómo le deslizaba el tanga hasta medio muslo. Fingió un gemido profundo, ronco y suave cuando le introdujo los dedos, que se volvió real al sentir cómo le frotaba el clítoris. La chica movió la cadera buscando por inercia aumentar el satisfactorio roce, y flexionó ligeramente las rodillas, varias veces, propiciando el bombeo. Frente a ella, en el espejo, podía verse.

Su subconsciente se autocompadeció. Era una chica de veinte años, que no hacía tanto había tenido un futuro prometedor, gimiendo para que una zorra atractiva y con pasta le metiera los dedos y le diera unos cuantos azotes. A cambio de pasta. Financiación para su ropa, su piso, comida que otros cocinaban y un gimnasio al que iba para zorrear con el profesor de krav maga. Videojuegos de rol masivo en línea, una carrera a la que no prestaba especial atención, y la independencia de sus padres de la que le encantaba alardear en las reuniones familiares mintiendo sobre su trabajo. Pero el subconsciente es una puta fácil de amordazar cuando un trocito de pastilla te permite disfrutar de lo que cobras por hacer.

Al mirarse, se vio caliente y seductora. Al mirar a Carmen, que la observaba como un ingeniero a un robot asesino que trata de comprender, lo que vio fue un… Un enorme consolador metálico que no se parecía en nada a una polla. La rubia la miró a través del reflejo.

— Siempre me han dado asco las pollas — dijo sin más, como si fuera capaz de leerle la mente.

Duna sintió un escalofrío agorero, por eso o porque supo prever lo que se le venía. El metal frío la hizo gimotear caprichosa, un segundo, antes de que la presión le provocara un mordisco de dolor. Jadeó hasta que su tórax tembló, apretando los labios para convertir la molestia en un gemido sordo y prolongado. Estaba tan lubricada que el consolador entraba con facilidad, más de la que la musculatura de su vagina aceptaba de buenas. Lo que comenzó como un siseo, se convirtió en grito.

A partir de entonces, la sonrisa de Carmen se hizo perenne. Empezaba a mojar sus propias bragas, sintiendo cómo el cuerpo de la puta se doblegaba para ella. Cómo una parte de la chica se arrepentía de no haber trazado los límites básicos, como se recomienda hacer en su oficio. Pero estaba sedienta de dinero, y eso era siempre una garantía de desesperación. Cuando le metió el consolador por completo, Duna resollaba y tenía los ojos húmedos, pero miró a la rubia con cierta soberbia a través del espejo. La cliente le subió el tanga de un tirón hostil, sus dedos se enredaron como serpientes en la tira para anudarla, haciendo que todo quedase más ceñido. Y, entonces, el consolador empezó a vibrar furioso.

Carmen podía oler, oír y escuchar cómo todo en el cuerpo de la chica se agitaba. Sus pulsaciones, las incipientes contracciones en el interior de su vagina, la respiración arañando su garganta. La hizo girar, y cogiéndola con insultante facilidad la sentó bruscamente sobre la cómoda. El hilo del tanga, ahora clavado contra sus caderas, fue lo único que impidió que el consolador saliera disparado. Carmen lo presionó con un movimiento firme, lento, mientras le comía los pechos. Succionó sus pezones hasta inflamarlos, mordió al lado de las areolas para marcarlas, lamió para apropiarse del sabor de Duna, alterado por las gotas de sudor que ya se dejaban saborear como la pizca de sal dispuesta a mejorar el sabor de cualquier plato.

La rubia no dejó de hacerlo cuando se desprendió del rígido corselete, y tampoco cuando desabrochó y bajó los pantalones, luciendo unas bragas ceñidas que en su cuerpo resultaban sugerentes aunque parecian ideadas con pragmatismo y a medida. Duna estaba viendo satisfecho su calentón con violencia, mientras la líbido le nublaba el sentido. Gimoteaba ahogada, sorprendida por cada nuevo movimiento, mientras un calor asfixiante la envolvía como una mortaja. Cuando Carmen presionó un par de veces el consolador se corrió, y su fluído salpicó la camiseta elástica negra de su cliente. Solo sirvió para que siguiera, con mayor intensidad, y el orgasmo la sobrevino cuando, para su propia sorpresa, se corrió una segunda vez llegando a marearse.

Su espalda cayó desvalida contra el espejo, apenas podía respirar y mucho menos abrir los ojos. Cuando lo hizo, vio que Carmen se sacaba la camiseta. Llevaba un sujetador escueto, seductor en sus masculinas líneas duras y pragmáticas, sin tirantes. Vio el broche delante y nunca llegó a saber si el tirón repentino que sintió en sus entrañas fue porque le resultó un estímulo erótico, o por el jodido vibrador que no dejaba de sacudirla como si estuviera patrocinado por Duracell.

La rubia, fiel a su estilo, no habló. Tiró de sus manos para hacer que se pusiera en pie y la siguiera hasta la cama. Carmen se tumbó sobre esta, y Duna la siguió obedeciendo a la guía de su agarre hasta quedar sobre ella. Cuando dobló la pierna presionando su coñito, la puta sintió el consolador volviendo a catapultarla al clímax y presionó la piel aterciopelada de su cliente. Entonces, la rubia la besó. Un ósculo que comenzó lento, con su lengua adentrándosele en la boca con autoridad firme y paternalista. Duna estuvo segura de que aquella mierda, aquella tía buena que era tan rara, la ponía cachonda. Que el temblor en la yema de sus dedos no se debía ni al consolador ni a la pastilla de los cojones. Algo le nubló el juicio, y cachonda como una perra se lanzó a devorarle la boca. Le apretó los pechos y movió la cadera para rozarse contra su pierna. Jadeaba contra su paladar mientras se bebía la saliva que llegaba hasta su boca.

— Quiero que me…

— Voy a comerte el coño — completó Duna, victoriosa al convertir la orden en una autodeterminación.

Con cada movimiento, el consolador sujeto por su tanga demasiado apretado se convertía en una tortura sexual. Su vagina había vuelto a palpitar más que estimulada, y la tela no hacía más que rozarle el clítoris hinchado. Bajó las bragas de Carmen, le mordió los muslos fríos con la misma voracidad con la que ella le acababa de comer las tetas. Pasó su lengua por toda su feminidad, sintiéndose tan caliente que ella le resultó fría. Fría y deliciosa como un té helado en mitad del desierto. La acarició, perpetrando acometidas de su lengua contra su hendidura, antes de buscar mayor profundidad con sus dedos. Hizo aquello que una vez le habían hecho a ella, masturbar su coñito, dilatarle el ano con dedos mojados en saliva y succionar su clítoris, todo a la vez.

Estaba tan centrada en lo que hacía, que solo después de un buen rato de disfrutar por primera vez como comecoños, con el flujo cayéndole por la barbilla, se dio cuenta de que faltaba algo. Ruido, sonido, vida. Se detuvo, y sintió como si de un segundo a otro hubiera cambiado de dimensión. Carmen estaba a mitad de un profundo gemido que logró escuchar entonces. De nuevo, tuvo la impresión de que ella le había leído la mente. Regresó a lo suyo, enterrando el rostro contra sus muslos, sintiendo ahora palpitaciones, insertando sus dedos en el coñito mojado, depilado y palpitante de su cliente, también en el ano más depilado y limpio que se había cruzado jamás. Tanto era así que no se resistió a darle una lamida completa. No halló ningún sabor que tendría que estar allí, solo umami.

Una nueva corrida la obligó a prescindir de su boca, pero hizo también que sus manos obraran con mayor encarnizamiento. Las sábanas bajo el cuerpo de Carmen estaban arrugadas y revueltas, pero ella no se había sonrojado y tampoco sudaba. Su pelo seguía tan perfecto como para hacer ipso facto una sesión de fotos para una prestigiosa peluquería. Interpretándolo como un reto en su delirium tremens, volvió a hundir la boca para succionar y masacrar su clítoris, hasta que sintió cómo la cliente se corría con fluidos escasos que, sin saber por qué, le resultaron despectivos.

Duna se sentó en la cama, y su vagina volvió a palpitar debido a la vibración del cacharro con la que la había empalado, que se trasladaba a la tela que le estimulaba sin piedad el clítoris. En cualquier momento se correría, y ya le costaba respirar. Sentía su pelo húmedo, el sudor brotando por doquier, los músculos entumecidos, el calor asfixiándola. Y Carmen se reponía de su orgasmo con la delicadeza de una naturaleza muerta renacentista. Tocó su piel, por curiosidad, y estaba helada. Casi distinguió un halo azul, mortecino, en sus contrastes. Pero el siguiente orgasmo le llegó como un calambre a través de sus vértebras, que la hizo arquear la espalda e intentar gritar.

Todo sonido murió en su garganta cuando dos afilados colmillos se clavaron, inundando de sangre su tráquea. Algo al fondo de su paladar burbujeó mientras el placer la zarandeaba, transportándola a un lugar de fulminantes luces blancas, tacto acuoso, olor a petricor y sabor umami. Oyó campanillas, desde algún lugar lejano y amortiguado. Perdió noción de tiempo o espacio, de su propio ser. Ya no dudaba, quizás no existía, pero le daba igual. Igual. Igual. Igual.

Cuando tomó conciencia de su cuerpo, ya no había nada vibrando en sus bragas. Estaba desnuda, arropada bajo cálidas mantas desechables, utilizando como colchón los pechos firmes de Carmen. Ella, acomodada entre almohadas, miraba su teléfono móvil. Seguía fría y agradable. Duna llevó la mano a su cuello, sintió el dolor del amoratamiento y dos cicatrices redondas. Descubrió que las sábanas estaban salpicadas de sangre, pero no se sintió asustada. Fue la primera en extrañarse, pero se limitó a apoyar la barbilla sobre la mano mirando a la rubia, que seguía asquerosamente igual de peinada.

— ¿Me he quedado dormida?

— Por agotamiento — respondió Carmen, bloqueando el teléfono que dejó sobre la mesilla —. Una merecida siesta.

Duna movió las piernas, dándose cuenta de que la rubia ya no llevaba las enormes botas y suspiró.

— ¿Te quedarás a pasar la noche?

— Me quedaré un rato contigo. Eres una chica interesante.

Carmen le acarició el pelo. Nunca unas palabras y un gesto habían halagado tanto a la puta.

— ¿Sabes? Eres mi primer cliente.

La vampira rio. Fue el gesto más humano, el único gesto humano, que Duna podía adjudicarle.

— ¿Cuántas veces has dicho eso? — cuestionó divertida la rubia.

— Se lo digo a todos mis clientes — reconoció Duna, ocultando el rostro tras su mano.

— ¿Funciona?

La castaña encogió los hombros y acarició los rasgos clásicos de Carmen. Parecían sustraídos de otra época, vetustos y regios.

— ¿Quién eres? — preguntó la puta con genuino interés.

— Una de dos mujeres que han mentido con su nombre.

Duna se sonrojó, aunque ahora le resultaba mucho más verosímil que pudiera leerle la mente. Arrugó la nariz.

— Me llamo Beatriz.

— Mientes.

— Está bien. Andrea.

— Mientes.

— ¡Eva!

— ¡Mientes! — Carmen parecía divertida.

— Carmen.

— Carmen — repitió la rubia aprobatoria, mesándole el pelo con el cariño que se tiene a las mascotas —. Soy Carmilla.

— Carmilla… — paladeó, encontrando un regusto extraño —. Vampiresa.

La rubia negó, y la puta la miró extrañada. No se atrevería a negarlo a tenor de las pruebas. Se impulsó con los brazos, acercándose a su boca para besarla solo para tantear con la lengua sus afilados colmillos, que le provocaron un escalofrío complacido.

— Sí lo eres.

— No, cariño — respondió la rubia, encontrando en la curiosidad intrépida de la puta un nuevo aliciente para indultarla —. Vampira. Vampiresa es otra forma de decir putón desenfrenado.

— Oh, discúlpeme usted, señora Artura Pérez-Reverta — rio, volviendo a acomodarse contra su pecho —. Si no vas a matarme, entonces qué — la puta no tenía miedo, y algo le decía que tendría que sentirse la más estúpida del planeta por eso.

— Me llevaré tu historia, contada por ti. Conozco lo que pasó — Carmilla pasó el filo de su uña horizontalmente sobre la frente de la chica, como si pudiera cortar su cráneo para echar un vistazo al interior —. Pero quiero escuchar lo que tienes que contar.

— ¿Sobre qué?

— ¿Por qué te metiste a puta?

— Ehm… Es una historia aburrida — los ojos de la rubia exigían de todos modos —. Cuando era una adolescente descubrí una página web de contactos. Una de mis amigas la usaba para hacerse dedos delante de viejos salidos que, a cambio, le recargaban el móvil. Conocí a un chico que me gustaba mucho, mi madre me castigó sin paga por algo que hice… No recuerdo el qué. Y quería hablar con él, así que me animé a intentarlo.

— Pero no fue solo esa vez.

Duna rio, negando mientras se mordía el labio.

— Era algo seguro, al principio ni les dejaba verme la cara. Cosas más raras significaba más dinero, todo dinero online. Me pagaban suscripciones al LOL, me ingresaban en Paypal… Dinero fácil por hacer algo que nadie sabía. Cuando me fui a la universidad y me mudé sola, una noche volví borracha a casa y me lié con mi casero en el ascensor.

— ¿Cómo era él?

— Tenía unos cuarenta, estaba gordo. Era grande y calvo. Siempre sudaba. Me hizo un dedo aquella noche.

— ¿Te corriste?

— Sí — rio con vergüenza —. Como una puta cerda.

— Continúa.

— Después de eso se me ocurrió que, quizás, podría sacarle el alquiler gratis. Era tan morboso que hasta puso un plástico oscuro en la ventana de mi cocina, que por el patio daba a su casa, para restregarse contra mí con ropa mientras negociábamos el precio mirando a su mujer y sus hijas. Era un asqueroso.

— ¿Al final lo hiciste?

— Sí. A dos meses de irme, quedamos en que no le pagaba a cambio de follarme. Lo hizo delante de esa ventana por la que nosotros veíamos sin que nos viera su mujer. Me amordazó con un trapo de cocina.

— Pero las cosas se pusieron feas.

— Sí. Él… Entró una noche en mi cuarto, con otro tío. Me follaron entre los dos, a la vez. Luego hizo que montase al portero, un ex-yonkarra que siempre me había dado asco. Muchas cosas así. Pero lo peor fue que lo contó. Entonces, un día vino un vecino a casa diciéndome que me pagaba cincuenta pavos por un polvo.

— ¿Por qué dijiste que sí?

— Por joder — rio —. Había algo, algo que me da vergüenza reconocer, que disfrutaba de que se creyera capaz de obligarme a follar con él y a cumplir sus perversiones cuando… En realidad lo disfrutaba, su asquerosidad era mi excusa moral. Me gustó que me follara con su mujer a cinco metros, casi ahogándome con el trapo de cocina. Me gustaba cómo mi culo encajaba bajo su tripa cuando me ponía a cuatro patas, y cómo después de cada polvo se quedaba muerto. Cómo me follaba como si fuera su delicada muñequita de porcelana, sabiendo que nunca encontraría nada mejor. Y si me follé al vecino fue para joderle y cabrearle, sabía que a él le molaba que fuera su zorrita del cuarto be. Me pareció divertido que supiera que no lo era.

— ¿Y entonces qué?

— El vecino se corrió a los cuatro pollazos, apenas lo sentí dentro.

— ¿Y tu casero?

— Me dio las mejores tres semanas de angry sex de mi vida. Entonces decidí que si me había tirado a esos gilipollas y lo había disfrutado, quizás no fuera mala idea hacer negocio de esto. Mis padres me tenían hasta las tetas con que estaba viviendo a su costa, y me apetecía darles en las narices.

— ¿Le dijiste a tu primer cliente que era tu primer cliente?

— No. Ni siquiera tengo claro cual de todos lo fue.

Carmilla rio, girando hasta quedar a horcajadas sobre ella. La puta la miró con cara de tener carrera como chantajista emocional.

— Conviérteme en alguien como tú.

— No, preciosa. No es una vida agradable.

Sentía su coño frío contra la vulva, la fuerza de sus manos atrapando las propias y unos pechos centenarios tersos como al conocer la veintena.

— ¿Qué hay de ti?

— ¿De mí, qué?

— Has dicho que odias las pollas.

— ¿Estabas escuchando?

Duna asintió risueña, y Carmilla suspiró.

— Mi tío era un duque. Tenía derecho de pernada, y lo usó conmigo. Siempre que quiso. Yo no lo disfruté.

— Lo siento.

Carmilla la miró con crueldad.

— Siéntelo por él, los íncubos le han erosionado el culo hasta la boca.

— ¿Volverás?

— ¿Aquí?

La puta asintió esperanzada, era una advenediza con agallas.

— No. No volverás a verme. Pero si algún día tienes una hija, y se mete a puta, tal vez me la folle.

Duna rio.

— Llévame contigo. Puedo servirte o…

— No voy a darte mi inmortalidad.

— ¿Entonces?

Carmilla chasqueó la lengua, cansada.

— Me aburres con tus mentiras.

Sobre aquella cama, le partió el cuello. Y todos se quedaron de piedra al ver a una rubia desnuda abandonar el Matadero para subirse a un coche deportivo negro, con iridiscencia en rojo sangre, que pronto se convertiría en una leyenda urbana. Al igual que la puta que se rompió el cuello sola, a juzgar por lo que se veía en las grabaciones, haciendo que muchos elucubraran sobre espectros.

Porque los vampiros no existen. Y las vampiras, tampoco.