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La promesa (Parte VII) (Resubido)

en Grandes Relatos

Poco después de llegar a Islandia volvimos a embarcar, esta vez hacia Isortoq. Habíamos dejado correr la noticia de que iríamos a Frederiksdal, así que teníamos una ventaja de cinco días, como mucho, suficiente para intentar llegar, al menos, a las inmediaciones de los territorios de la Gran Sacerdotisa. No nos fue difícil encontrar un guía que nos permitiese avanzar sólo durante la noche para poder descansar por la mañana. Nos las habíamos arreglado para hacer esa ruta aún con una temperatura mínima de -30ºC. A Aevar le costaría mucho, pero solo nos llevaría un par de días llegar, y mientras que, por las mañanas buscábamos refugio, durante las noches, guiados por la estrella del norte, avanzábamos en dirección a los territorios de la Gran Sacerdotisa.

Un día nuestro guía, un inuit de nombre Nanuk, se detuvo de golpe, cuando faltaba menos de una noche para llegar, y nos miró con miedo y con la firme convicción de que algo terrible acontecía en aquel lugar.

-No les llevaré más lejos.

-¿Por qué?

-Vamos directos a la guarida de la bruja helada.

-¿Bruja helada?

-Esa mujer es muy cruel. Mi hija Naaja se perdió en la montaña y ella la trajo.

-¿Por qué dice que...?

-Naaja antes hablaba mucho, pero desde que volvió no ha vuelto a decir ni una sola palabra. No sé qué vio o que hizo esa mujer, pero yo allí no voy. Si quieren sigan ustedes solos.

Nanuk no quiso seguir hablando, y nos dejó solos en medio del hielo. Por suerte siempre he tenido un gran sentido de la orientación y no nos costó seguir el camino, aunque no sabía cuánto nos faltaba por avanzar. Oí algo en medio de todo aquel escalofriante silencio y miré a Aevar. Debió entender a la primera porque se puso detrás de mí y pegó su espalda a la mía. Esperamos. Alguien nos estaba observando así lo sentía. No tardaron demasiado en hacerse notar. Dos hombres y una mujer.

-Tranquilos, Ah-Kum Xing nos ha avisado de vuestra llegada -dijo la mujer.

Era bella como los rayos del sol, con rasgos inuit. Tenía el pelo negro, largo, atado en dos trenzas, la piel algo morena y los ojos rasgados, de color negro.

-¿Cómo puedo fiarme de vosotros? ¿Cómo sé que ellos no os han enviado para matarnos?

-Ah-Kum Xing dijo que dirías eso -me sonrió- y también me dijo que te mostrase esto -del bolsillo de su chaqueta castaña sacó un colgante con la forma del ojo de Orus-. ¿Me crees ahora? -asentí-. Perfecto, porque a la Gran Sacerdotisa no le haría ninguna gracia perder a alguien como tú.

No dije nada ni Aevar preguntó. Ya le había contado las ventajas y desventajas que tenía mi cuerpo y por qué mis ojos eran azules. Sí, sé que pudiste llegar a pensar "¿cómo ibas a poder ganarles?". Te recuerdo que soy más fuerte que ellos.

-Mi nombre es Taorana, él es mi hermano Neruana -dijo haciendo un gesto hacia un chico exageradamente parecido a ella-, y él es Inutsiaq -me sonrió.

Con su ayuda no tardamos ni media hora en llegar a las inmediaciones de lo que ellos llamaban la guarida, y que venía siendo una gran cueva dentro de las montañas. Por dentro era como un palacio, todo lleno de mármol y roca bien pulida, con muebles de madera y libros por todas partes. Era como estar de nuevo en Madrid. Pensar en ello hizo que un dardo atravesase mi corazón. Seguía pensando en él, pocas veces, pero lo hacía, y cuando eso pasaba sentía ganas de llorar, pero era incapaz.

Pronto llegamos a una gran sala en la que una bella mujer de cabello rubio y piel clara nos esperaba hablando con una mujer que me recordaba un poco a Ah-Kum. Según había oído las hermanas Xing pertenecían al séquito de la Gran Sacerdotisa. Tal vez ella fuese Mei-Lin, pero no le di importancia a esos pensamientos. Mi mirada fue a caer a la rubia.

Taorana nos pidió que esperásemos y se acercó a la rubia. Al principio se mostró molesta por la interrupción, pero luego sonrió y prácticamente nos ordenó pasar. Aevar estaba intranquilo y yo le di la mano para intentar calmarle.

-Mi nombre es Lisbeth. Me alegro de conocerte por fin Carlos. He oído lo de Sebastian, lo siento mucho.

-¿Carlos?

-Aevar, mantente al margen -miré a Taorana- ¿puedo pedirte que te lo lleves? Tengo que hablar con ella a solas.

Taorana asintió, y entre ella y sus dos acompañantes se llevaron a Aevar de allí. Esa mujer había conseguido destruir siglos de intentar olvidar en dos simples frases.

-¿Por qué has querido que hablásemos a solas?

-Lo sabes bien.

-Tenía que saberlo.

-Lisbeth, ¿no te das cuenta de lo que has hecho?

-Dile la verdad o se la diré yo.

-¿Es ese el precio a pagar por tu ayuda?

-Sí.

-Está bien, se lo diré.

-¡Mei-Lin! -la mujer que estaba allí antes volvió a entrar-, prepara una habitación para nuestros dos invitados.

-¿Dos? -me miró-. Solo uno se ha quedado. El otro acaba de marcharse.

No espere a ver si era verdad o mentira, salí tras él. ¿Por qué todo se destruía en mis manos? ¿Por qué todo cuanto amaba acababa de ese modo? No, esta vez no moriría. Logré alcanzarle casi donde ellos tres nos habían encontrado, y cuando al fin conseguí que parase me miró casi con odio. En realidad estaba dolido por mi mentira.

-¿Por qué me mentiste?

-Llevo años engañándome a mí mismo -suspiré-. Pensé que si se lo hacía creer a alguien acabaría por creérmelo yo.

-¿Quién es Sebastian?

-No me hagas hablar de él, por favor.

-Si quieres que vuelva a confiar en ti tendrás que contármelo -lo miré aterrado, pero él no cambió su expresión-. Todo.

Me senté en la nieve y se lo conté, palabra por palabra. Le hablé del miedo, del dolor, de las torturas, de su muerte, de la tristeza de verle morir... todo cuanto había intentado esconder de mí mismo se lo había contado, incluso la existencia de esa promesa que me había mantenido con vida. Cuando terminé de hablar dos manchas rojizas se dibujaron en la nieve. Me llevé una mano a la mejilla y miré mis dedos, manchados de sangre. Después de tantos años estaba llorando. Sin embargo había pasado demasiado tiempo sin alimentarme y me desmayé.

Cuando desperté estaba en brazos de Aevar, en una habitación con una sola cama de sábanas blancas, con las paredes pulidas y muebles de madera. Me había llevado de regreso a la guarida de Lisbeth. Me ayudó a levantarme y me dio a beber sangre de una copa de oro, sin demasiados adornos.

-¿Sabes qué es? -dijo tras dejarla en la mesa.

-Una copa.

-No es solamente una copa. Por lo que pude oír es el Santo Grial.

-Estás de coña.

Me miró un momento muy serio y luego se echó a reír. Tenía una risa muy pegadiza y no pude evitar hacer lo mismo. Cuando lo consiguió me abrazó sonriendo aliviado.

-Lo siento.

-No te disculpes -besé su frente-. Solamente sígueme llamando Lysandro, haz ver que no sabes nada. Primero quiero que nos dejen vivir tranquilos. Luego ya veremos que pasará.

-Me parece bien, pero yo ya sé qué va a pasar ahora -su mano recorrió uno de mis muslos suavemente.

-¿Te parece que es el lugar adecuado?

-Tampoco lo era el barco.

-Touchè.

Me vendó los ojos y, tras comprobar que no era capaz de verle, sus dedos se colaron en mi ano, revolviéndose traviesos dentro de mí. Eso me excitó casi al momento, y agarró mi miembro con fuerza, empezando a moverlo deprisa. Gemí. Por suerte las paredes eran muy gruesas, sino se habría oído mi voz por toda la guarida.

Metió otro dedo en mi trasero y, cuando comprobó que bien podía meter el siguiente, lo sacó de mi interior y tuve que apoyarme en el cabeza de la cama para no caerme, pues estaba mareado por el placer. Sentí su cuerpo acercándose al mío, y con sus manos me separó las nalgas antes de penetrarme con fuerza. Me estremecí de placer, y antes de poder decir nada me obligó a tumbarme. Cuando me tuvo en la posición que quiso se acercó a mi oído y me susurró travieso.

-Vaya... para ser el mayor de los dos eres bien sumiso.

-Aevar -dije jadeando-. Muévete.

Me mordió la oreja antes de empezar a moverse con fuerza, haciéndome gemir. Mis manos se agarraban a todo cuanto pudiese encontrar, pues estaba disfrutando mucho. Era endiabladamente bueno y me hacía gemir como nadie. Me agarró los brazos y tiró de mí hacia atrás, haciendo que me sentase sobre él. Una vez me tuvo así empezó a moverse más fuerte y más rápido, haciéndome perder la cabeza. Mi cuerpo se estremeció y no pude contenerme. Me corrí, y mi trasero se apretó tanto que sentí su leche entrando, llenándome por dentro. Se tumbó sobre mí y me quitó la venda de los ojos.

-Mucho mejor. Adoro tus ojos.

Unos golpes en la puerta nos interrumpieron, y antes de poder taparnos Lisbeth entró a la habitación y se sentó frente a nosotros. Me hizo pensar en una película en la que la madre les daba "la charla" a sus hijos. Por suerte para mí esa época ya había pasado.

-Me has dado un buen susto Car...

-Lysandro -Aevar la cortó a tiempo-. Se llama Lysandro.

-Está bien, comprendo que quisieses cambiarte el nombre -me miró sonriendo-. Cuando Aevar llegó contigo en brazos se me pasó por la cabeza lo peor. Pensé que os habían encontrado. Luego me lo explicó todo y te traje aquí -acarició mi mejilla-. Por suerte para ti lo encontramos hace un par de años, así que la sangre que bebiste puede alimentarte durante semanas.

-¿Qué?

-Es el Santo Grial.

-Te lo dije -Aevar me miró sonriendo.

-Y yo que pensé que estabas de broma.

-Descansad un rato más -agarró el cáliz-. Mañana planearemos la estrategia para acabar con Albert. Ese hombre me tiene harta. Siempre hace las cosas a su manera -me sonrió-. Eliminados Albert, Melian y Tiana los Diligentes volverán a ser lo que eran, un simple cuerpo de seguridad.

Dicho eso se marchó, y al cerrarse la puerta Aevar me abrazó. Pensé que lo hacía porque sentía miedo, pero segundos después de que sus brazos me rodeasen me di cuenta de que era yo quien estaba asustado. La sola mención de Albert y Melian hacía que me estremeciese, y por otro lado no conocía a Tiana, lo cual me daba aún más miedo.