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Jamelgo

en Amor filial

 

Teníamos extrema necesidad de estar muy juntos. Para nosotros no solo era natural, sino necesario. Yo lo sentía, al menos. Ese cuerpo era algo que complementaba al mío y necesitaba que me rodeara, tenerlo muy pegado al mío. Cuando lo lograba, sentía un gustito de lo más placentero. Esto sucedía cuando ambos nos sentábamos en el sofá. Papá tenía un problema, y es que se excitaba muy rápido. Cualquier contacto de hembra lo ponía a tono. A su nena le pasaba lo mismo; el simple roce de varón y estaba mojando. De tal palo, tal astilla. Papá era un hombre flaco, pero aquello duro que yo notaba, unas veces en la espalda, otras en el culo, en la barriga o en cualquier parte del cuerpo, no era hueso precisamente, aunque estuviera duro como tal. Papá no le daba ninguna importancia, porque eso sucedía muy a menudo en su vida, ni su nena tampoco, por supuesto; ya lo había conocido así desde el principio. A mí se me ponían los pezones como clavos, tanto que los notaría duros al abrazarnos, o el bollito gordo y tierno, pero tampoco lo asociaba a nada anormal y mucho menos maligno. Era darnos un gusto sano, amor de calidad. Porque papá me quería mucho, estaba loco por mí, y yo a papá. Papá era mi hombre, y no lo digo como una frase hecha, sino porque él me daba justo lo que yo quería, lo que yo esperaba que me dieran.

 

El sofá era nuestro territorio. Los fines de semana por la tarde veíamos juntos una película y reíamos y llorábamos juntos. Lo juro: papá y yo llorábamos a moco tendido algunas veces, abrazados el uno al otro. Esto nos pasa por sensibles —decía—. O nos teníamos que sujetar la barriga porque ya no podíamos más con la risa.  También veíamos en otras ocasiones películas románticas. Cuando había alguna escena de amor nos poníamos muy acaramelados, algo completamente normal en nosotros. Nos abrazábamos y nos dábamos un pico cuando nos apetecía. Ahora le apetecía a él y me lo daba. Ahora me apetecía a mí y se lo daba. Mamá nos regañaba, diciendo aquello de: ¡Mira qué…! Entonces la hacíamos rabiar haciendo como que nos dábamos un buen morreo, un morreo exagerado.

 

Los inviernos los disfrutábamos de una manera especial. Nos arrebujábamos los dos en el sofá bajo una manta, en pijama, para ver la tele. Ese calorcito que nos dábamos no tenía comparación con nada. Pasábamos horas recostados debajo de la manta, asomando apenas la cabeza. A veces nos dormíamos y todo y mamá tenía que despertarnos para que nos fuéramos a la cama. La verga de papá estaba en una erección constante y era inevitable que yo sintiera curiosidad y se la tocara alguna vez. Entonces él se quejaba: ¡A ver, nena…! A mí me gustaba provocarle y escucharle protestar y se la tocaba más, y él elevaba el tono: ¡Nena, por favor! Llegaba un punto en que se ponía serio: ¿Quieres soltar eso? Pero se fue acostumbrando y ya no decía nada, se dejaba hacer y yo aprovechaba para sobársela tanto como me daba la gana. Jugando con ella, moviéndola para un lado y para otro. A mí me ponía a cien comprobar lo tensa y caliente que se le ponía. Papá debía de andar ya muy mal, a punto de correrse, cuando me decía: ¡Suelta eso ya!  Una vez no le hice caso y no se la solté, sino que seguí, como si fuera mi novio y lo estuviera pajeando, exactamente igual. Quería ver cuál era su reacción. Entonces él se retiró enseguida diciendo: ¿Qué haces? ¿Qué haces? ¿Estás loca? Venga, papá; déjame. Deja a tu nena. Si ya sabe lo que es eso. Le acaricié la cara, le di un pico muy tierno para que me permitiera seguir. ¡Anda...! Se quedó quieto y serio y yo lo entendí como un permiso. Le bajé la ropa y le volví a tomar la verga con mi mano, esta vez a placer. Se la sacudí de lo lindo hasta que se desparramó.  Papá era duro para correrse pero su nena muy buena pajeando, ¿eh, papá? Eso él no lo sabía. Papá aguantó el tirón disimulando lo mejor que pudo. Eso sí, lo puso todo perdido debajo de la manta.

 

A medida que se fue acostumbrando, le dio menos importancia: Suéltamela, nena, que no es de goma, o: ¿Quieres dejármela quieta de una vez? Luego ya no decía nada, yo jugaba con ella como un juguete. Sin abusar, claro, y por encima de los pantalones, no era plan hacérselo cuando a mí me viniera en gana. Me gustaba mucho lo dura que se le ponía, lo tiesa. Un día, harto ya de que se la manoseara, la verdad es que se la manoseé más de la cuenta, me preguntó, molesto, qué diría yo si él me hiciera lo mismo, y le dije que nada. ¿Nada? —preguntó, extrañado—. Y yo le respondí otra vez que nada. Tú prueba y verás. Pero papá no hizo el menor caso. Tuvieron que pasar varios días para que se decidiera a meterme mano de verdad. Yo estaba segura de que en un momento u otro terminaría haciéndolo, así que cuando noté que su mano se aventuraba más allá de donde solía, le facilité mucho las cosas. Él empezó a masajearme el bollito con timidez, por encima de los pantalones del pijama. ¿Y ahora qué? —preguntó—. Ahora nada, papá; que me gusta. ¿Que te gusta? Pues claro. Como si no lo supieras. Pero espera —le dije para terminar— que así me va a gustar mucho más, y me bajé los pantalones y las bragas. Eso me permitió a mi dedicarme a su palo sin limitaciones, sacarlo de los pantalones cuando quería y manosearlo a mi gusto, hasta que rompiera a echar leche si me apetecía. Que me apetecía mucho. Esos chorros calientes empapándome la mano… Esto era gracioso, a veces, porque estábamos tomando unos frutos secos, por ejemplo, y papá me llevaba uno a la boca mientras yo le hacía un ataque brutal, que lo dejaba al borde de la corrida, y después sacaba esa misma mano para darle a él a comer y justo luego volvía a meter la misma mano dentro y a sacudirle otros dos o tres meneos que lo hacían explotar. Y nada, todo debajo de la manta empringado otra vez. Papá me amasaba el bollito con mucha tranquilidad y ternura. De una forma muy gustosa, con toda la mano y los dedos juntos, y el gustito que me daba a mí, como tonta. El bollo se me ponía tan maduro que se abría solo y los dedos de papá se colaban naturalmente dentro. Entonces comprendí lo incómodo que debía de sentirse él cuando se la manoseaba de aquella manera, porque llegaba a ponerme al borde mismo. Entonces era yo quien quería cortar: Pá, quita de ahí. Y si él no la retiraba: ¡Pá, ya! También por entonces empezamos a jugar al “mu rápido”.

 

¿Había que preguntarse qué significaba todo aquello? No, no hacía ninguna falta. Juego y sexo entre nosotros, eso es lo que era. ¿Y qué? ¿Acaso no éramos dos personas adultas? ¿Acaso no es el sexo un juego? ¿Y con quién se puede jugar mejor que con tu padre, como era mi caso, o con tu hija, como era el suyo? Hay una confianza total. Pues empezamos a jugar al “mu rápido”. El “mu rápido” consistía en darse un pico con una entrada de lengua corta pero feroz. El tiempo era el mismo de darse el pico pero con lengua, digamos. La punta de la lengua entraba y se tocaba con la otra. Nunca pude probar nada tan sabroso. Y fue espontáneo, sin meditarlo, sin acordarlo. Un día lo hicimos así y después lo seguimos practicando. Él llegaba a casa y cuando se encontraba con su nena ya no le daba un pico, le daba un “mu rápido”. Si era ella quien llegaba a casa, buscaba a papá para darle un “mu rápido”. Tengo que confesar que un día no me bastó con eso y quise más lengua, y sujeté a papá de la cabeza para que el pico durara más, bastante más; a lo que papá respondió haciéndose el sorprendido: ¡Nena…! ¡Papá, por favor, los dos sabemos que no nos basta con tan poco! No tuvo reparos en complacerme. Me besó con mucha calma, muy tiernamente, como él lo hacía todo. Yo le respondí un poco más salvaje, hasta que dijo: Bueno, ya está bien; que va a venir tu madre. Porque el pico largo, vamos a llamarlo ya morreo en toda regla, no nos lo podíamos dar en su presencia, claro está. Aprovechábamos cuando ella salía de la habitación. Papá, quiero un largo —decía yo, en un susurro—, y me lo daba. Luego llegaba mamá y estábamos de lo más formales allí, sentados en el sofá, bajo la manta. Se iba otra vez y papá me decía: Nena, un largo. Y yo se lo daba. Es cierto que a veces se iba a dormir y nosotros nos quedábamos todavía viendo la tele, pero no por eso nos dábamos más picos de esa clase. Solo cuando en la pantalla aparecía una pareja dándoselo, entonces sí que lo hacíamos, largo y chorreado, habría que decir.

 

Tan bien y tan llena me sentía con aquel contacto, en estar liada con papá, abrazada a él, a su lado, encima, debajo, de costado, con las piernas entrelazadas, o simplemente sentados uno junto al otro, que quise que ese contacto fuera más intenso todavía, piel con piel. Al menos en lo que tapaba la manta, me temía que mamá no se lo tomaría muy bien si nos veía desnudos por completo. De modo que ideé quitarme el pantalón del pijama. Papá preguntó: ¿Qué haces? Yo le dije que desnudar mis piernas y que quería que él también hiciera lo mismo. ¿Estás loca? De loca nada, a gusto, que no es lo mismo—le respondí yo—, y lo convencí para que lo hiciera. ¿Que si íbamos a follar? ¡Eso no nos preocupaba en absoluto! Papá tenía su tranca dura todo el rato, yo mi bollito soltando baba constantemente, pochándose de maduro, pero eso no quería decir ni que sí ni que no, ni que mañana ni que pasado, siempre o nunca. No nos preocupaba. ¿Qué si yo sentía su herramienta muy cerca de mi raja? Pues claro. ¿Y qué? Ese era otro juego y un placer más. Y no pasaba de ahí. Ni siquiera la palabra follar se nos pasaba por la cabeza. Estaba claro que papá lo haría con mamá, aunque no sé qué noches, la verdad, porque mamá era bastante rara, todo hay que decirlo. Estaba claro que yo lo hacía con mi chico, con el que estaba saliendo, aunque mucho menos de lo que él quisiera, eso también era verdad. Lo de papá y yo como que era distinto, amor o sexo, llámalo como quieras, pero de otro mundo, de otra galaxia. Tan lleno de complicidad que no cabía en otras cabezas.

 

Una vez estábamos sentados de una de esas maneras en que tanto nos gustaba estar: yo sentada sobre sus piernas, dándole la espalda, los dos mirando al frente, a la tele, arrebujados bajo la manta, porque era así como más a gusto estábamos y más fácil lo tenía papá para darme gusto. Una mano se iba y otra venía, sin que se notara demasiado que lo estuviera haciendo, y se había tirado un buen rato y yo tenía su verga entre los cachetes del culo, y creo que estábamos bastante pasados de vueltas los dos. Papá me tenía sujeta por debajo del pecho, sus dos manos cruzadas ahí, y yo estaba como una auténtica moto. No estábamos viendo nada que atrajera nuestra atención y mamá había desaparecido. Entonces se lo pedí: Tócame las tetas. ¿Qué estás diciendo? Sentía una necesidad imperiosa de que me las tocara. Lo que oyes. Lo que vamos a hacer es irnos a la cama. Venga, papá, no seas hipócrita. Te lo está pidiendo tu nena. Hizo caso y subió las manos para arriba. Si lo estaba deseando. Tantas ganas tenía él de tocármelas como yo de que me las tocara. Me metió las manos por debajo de la camiseta y me las amasó de un modo delicioso. Yo estaba para infartarme. Eché el culo un poco para atrás para que su verga me rozara el bollito, por encima de las bragas. La verga de papá estaba durísima. Me rocé un poco con ella y me corrí como una desesperada, no pude contenerme. Papá se sorprendió mucho. Dijo, así, como asustado: ¡Nena! No sé de qué se podía sorprender, después de llevar toda la noche ahí, amasándomelo a conciencia. Lo hice porque me dio la gana, porque para eso era su nena y tenía toda la libertad del mundo para hacer lo que quisiera. Que a papá le gustaba todo, como si ella no lo supiera, aunque pusiera cara de susto. Él con la tranca empalmada todavía —no sé cómo podía aguantar tanto—, y sin parar de decirme que me quería,  lo mucho que me quería, abrazándome muy fuerte.

 

Los juegos comenzaron a ser distintos una vez que mamá se iba a la cama, pero eso era algo lógico, una evolución natural. Lo siguiente fue quitarnos la ropa interior, ir hacia el contacto total, dejar que nuestros cuerpos se tocaran sin ningún tipo de restricción, que nuestros sexos se encontraran cuando y cómo les diera la gana. Porque queríamos estar siempre más juntos, más en contacto, más entrelazados, más unidos, la cosa iba por ahí. Y eso no hablaba más que del nivel de complicidad, de compenetración en el que estábamos. Sabíamos que lo haríamos en un determinado momento pero no había premeditación, ningún plan. La primera vez sucedió así, de un modo completamente natural. Nos habíamos frotado toda la noche y hacía un calorcito maravilloso debajo de la manta. Mamá se fue a acostarse, como siempre, y nosotros seguimos viendo la tele. Papá y yo nos dimos unos buenos morreos mientras veíamos la película. Nos tocamos y nos pusimos bien a tono. La cosa llegó a estar tan madura que yo no lo dudé. Me tumbé boca arriba en el sofá y abrí las piernas. Ven aquí, pá. Papá me miró y se hizo el sueco pero yo se lo dejé aún más claro: Pá, quiero me folles. Sabía muy bien que quería oír eso de mi boquita, ese tipo de cosas y otras más, y que iba a remolonear todo lo que le diera la gana, porque papá tenía apetito por su hija, pero no urgencia. Él pregunto todo aquello de estás segura y demás, y yo que sí, que sí, hombre. Acercó la verga a mi bollito y la restregó por todo él.  Me puso delirante. Venga, pá, entra, que no puedo más. Él me conocía muy bien, ¡cómo no me iba a conocer!, y sabía que toda aquella demora que me hacía rabiar era lo que en el fondo quería. Volvió a preguntar lo mismo. No pensarás que es la primera vez que lo hago, ¿verdad? —le dije yo—. No, ya lo sé. Pues entonces.  Es que no sé si te va a molestar... Venga, pá; que tu nena ya ha probado unas cuantas. Que con diecinueve tacos no es ninguna criaturita, como tú te piensas. Pero papá no se dio ninguna prisa, continuó restregando su nabo, haciendo que entrara tan solo un poquito. ¡Pá, por favor! Tranquila, no tengas prisa. Me estaba deshaciendo. Se lo supliqué: ¡Pá, ya, por fa; que no puedo más! Ya, ya, tranquila. Me la fue metiendo poco a poco, lo noté entrar, irme llenando, y fue tan delicioso que me estremecí de los pies a la cabeza. ¡Oh, papá, esto es enorme! Fue como completar un juego y completarme. Como completarnos los dos. Papá me ordenó que me callara, que no hiciera ruido y que no me  moviera. Quédate ahí quieta, que yo te lo doy. Y él lo hizo todo. Él comenzó con el vaivén y luego pasó al chaca-chaca y después al martilleo y tardé menos de lo que canta un gallo en correrme como una verdadera loca. ¡Qué jodidamente bien había sabido hacérselo a su nena! Qué poco aguantas —me susurró—. Anda tú —pensé para mí—, deja que vengan más ocasiones. La sacó de mi bollito completamente empapada y tiesa. Tuve que darle unos buenos lametones para que al fin disparara. El primer chorro me vino directo a un ojo.

 

¿Eso era follar? Pues sí, aunque sería simplificarlo de una manera atroz. A partir de aquella primera vez, podía considerar a papá enteramente mío y eso me satisfacía como no había cosa en el mundo,  al mismo tiempo que me daba licencia para todo. También su nena era suya, claro está. Nos habíamos hecho el uno del otro. A lo mejor yo venía de ver a mi chico y lo habíamos hecho y podría pensarse que no tendría muchas ganas de ponerme de nuevo a la faena, pero era ver a papá y todo cambiaba.  Porque con él todo era diferente, no tenía nada que ver. Porque con papá era tan sencillo y tan natural como no lo era ni lo sería con nadie. Tan rico y tan delicioso como con nadie —ahora podía comparar—, y no costaba nada ponerse. Y eso que a veces no hacía ni una hora que había tenido la polla del otro dentro cuando ya tenía la de papá. Pero con papá era tan rico y tan natural, tan sin preocupaciones, tan sin complicaciones de ninguna clase, tan relajado, tan a puro placer… Papá sabía donde y cuándo quería su nena cada cosa, sin preguntar. Dónde y cómo tenía que darle a su nena, cuando quería más y cuando menos, cuando toda dentro y más allá, y cuando suave, suave, pausa, y vuelta a empezar. Y cuando duro, duro papá, que estoy a punto, a puntito. La tranca de papá hacía justo lo que ella pedía, como se lo pedía, sin que mediaran palabras. Y su nena sabía lo que papá necesitaba en cada momento del mismo modo. Su nena conocía a la perfección su verga, cómo la tenía que tratar, lo que le gustaba y lo que no, de qué manera la tenía que atrapar dentro, cómo tenía que mover el culo, cómo retorcerse para darle todo lo que a él le gustaba, aunque dijera lo contrario, a veces. No, eso no, nena… (lamerle el falo solo por debajo, con la punta de la lengua) ¿Cómo que no, papá? Como si yo no supiera lo que te chifla. Papá era un experto con ella como no habría otro, y ella una experta en papá como no habría otra, ¿se podía pedir más? Papá, esta vez quiero que te corras dentro —le dije uno de aquellos días—. ¡Nena! ¡Que te he dicho que lo quiero y no se hable más! Mamá se había ido a la cama y papá le dio todas la vueltas del mundo antes de aceptar mi pedido. Entonces yo recibí la verga de papá con esa intención.  Ahora tú no te muevas —le dije—, que te lo voy a dar yo.  Pero no se te ocurra sacarla, ¿eh? Y me moví de tal manera —él solo quieto, firme en su puesto, y yo solita ya voy, ya vengo, ya me la saco, ya me la meto, y esto duró un rato, y yo todo el tiempo a punto de irme, ¡ay, dios, que me voy, que me voy!— hasta que papá ya no pudo más y explotó como la bomba de efecto retardado que era. ¡Ay, papá, si es que tú no te lo acabas de creer! ¡No hay nadie como tu nena! Y su leche se quedó dentro. Toda dentro, como quería su nena, porque me salió del coño, ¡ja, ja! Bueno, más bien habría que decir porque me entró, ¡ja, ja! Porque yo me encargué de que así fuera. Papá acostumbraba a dar marcha atrás cuando yo ya me había ido y a vaciarse fuera, pero ese día lo sujeté bien fuerte del culo para que dejara dentro hasta la última gota. Cómo lo disfruté. Fue nuestro primer polvo completo. Papá se vació como un auténtico jamelgo, no le debió de quedar nada, porque luego yo estuve toda la noche manando por ahí lo de papá, que dije, ¿cuándo se va a acabar esto, dios mío?

 

Ahora mientras mamá estaba vigilante y nosotros veíamos la tele, el juego de nuestros cuerpos era tan pleno, que nuestros sexos se excitaban solos. Sin siquiera tocarnos y de un modo tan natural, que era frecuente que la tranca de papá entrara en mi bollo sin que nos lo propusiéramos de veras, sin que nos diéramos casi cuenta. En unos de esos cambios de postura que hacíamos continuamente, como para no entumecernos, en una de esas contorsiones raras, sucedía, y yo decía por lo bajo: ¡Páa…! Y él: Sí, nena, como admitiendo que la tenía dentro y eso no podía ser en esas circunstancias, y la sacaba. Es cierto que otras veces yo decía ¡pá! en sentido contrario —que él lo sabía interpretar a la perfección— y aprovechaba para darme un par de empellones o tres que me ponían cardíaca perdida, pero luego igualmente la sacaba. Es cierto que otras que a mí me pillaba a favor, y me la metía un poco dentro, y él me advertía: ¡Nena, nena!, y me la sacaba de allí porque no era plan de continuar. Pero en cualquier caso eso era así, nuestros sexos siempre andaban sueltos, campando a sus anchas, y se enlazaban de modo natural.  En alguna ocasión yo estuve de rodillas en el sofá, sentada sobre los talones, y él se las apañó para colar las piernas entre las mías y ponerme la verga a tiro y yo no pude contenerme y relajé la postura, y la busqué hasta conseguir metérmela entera, y estuve así, con ella metida media noche, sin moverme, como si no hubiera roto un plato. Con un codo apoyado en el respaldo y viendo la tele de reojo, y era una postura no demasiado cómoda, pero es que estar así, con la tranca de papá dentro, era estar en el mismísimo cielo todo el tiempo, y quién se privaba de eso.

 

A partir de entonces ya éramos tan uno del otro que no hacia falta buscarnos siquiera por la casa, íbamos derechitos a donde estuviéramos, como si nos oliéramos el rastro. Si yo entraba y él estaba en la casa, como solía suceder, no me hacía falta ni pensarlo, iba directa a la habitación donde estaba segura que lo encontraría. Nos dábamos un “mu rápido”, no era plan de otra cosa estando mamá por la casa, y eso bastaba. Ya estábamos juntos, aunque hiciéramos cada uno una cosa distinta en un lugar distinto.  Ya nos estábamos diciendo todo los que nos queríamos y lo que nos deseábamos. Podían pasar días en que, por las circunstancias que fueran, no tuviéramos tiempo para magrearnos, para pegarnos un morreo en condiciones o para follar directamente, entre otras cosas porque mamá era un grandísimo estorbo que siempre estaba en medio, y no pasaba absolutamente nada. Papá nunca me reprochaba, nunca exigía, solo daba, al igual que hacía su nena con él, y eso lo hacía maravilloso.

Procurábamos contenernos durante el día y no hacíamos nada raro, pensando que luego tendríamos todo ese rato durante la tarde-noche en el sofá, bajo la manta. Ese rato nuestro. Mamá tenía un mosqueo que no cabía en sí, debíamos andarnos con cuidado, pero mientras más pendiente estaba de nosotros, más ganas teníamos nosotros de hacerlo delante de ella. Era difícil hacer que no se notara nada, la verdad. Aun así, el hecho lo hacía muy excitante. Yo tenía de continuo la verga de papá en la raja del culo y bastaba que él se recostara y yo me echara hacia delante para establecer contacto. Un día acerqué la mesa camilla al sofá, mamá se extraño y preguntó por qué la había llevado hasta allí. Yo me excusé diciendo que iba a jugar a las cartas, y para eso me había llevado la baraja. No dijo más. Me incliné hacia delante y me apoyé, mientras manejaba los naipes para disimular. Papá se percató —¡qué bien nos conocíamos!—, y se fue recostando y resbalándose en el sofá hasta coger postura. No hace falta decir lo riquísimo que me supo sentir la punta de su nabo buscándome el bollo. Todo tan despacio que da tiempo a disfrutar horrores. Cuando pasó ese primer momento de crisis, me llevé la mano ahí con decisión, como si me picara algo y quisiera darme una rascada, pero en realidad era para meterme la punta. Papá se encargó del resto. Me tomó por las caderas y tiró de mí con suavidad hasta encajarla toda. Una vez lo hizo, me vino a la cara una ola de sofoco. Se me notaría, seguro, por eso no quería mirar a otra parte que a las cartas, con la cabeza amorrada. Bramé por dentro como una posesa. ¡Cómo me hubiera gustado moverme! Papá tampoco se podía mover y la tenía quieta ahí. Las caderas se me iban solas. De hecho creo que las movía sin querer, solo que tan despacio, que apenas me balanceaba, aunque lo suficiente para que me vinieran nuevas oleadas de gusto. Sentía gordísima la verga de papá y me ardía el cuerpo del placer. Tenía una ganas locas de moverme más hasta correrme y no podía. Miraba a mamá alguna vez, para vigilarla, y ella me miraba a mí y no me atrevía a pestañear. Llegó un momento en que estaba tan mal, que hice como si me estirara, como si me estuviera desentumeciendo. Estuve a punto a venirme y necesité parar. Estaba tan mal que cualquier cosa, cualquier mínima cosa, me haría estallar, y eso no podía ser. Sentía la verga de papá tan dura y gorda como nunca la había sentido y yo sin poder menearme como me gustaría. Me estremecí como si hubiera tenido un escalofrío, me retorcí, y noté a papá correrse, las palpitaciones, los espasmos, los chorros de semen caliente dentro de mí, y ya no pude más. Me derrumbé sobre la mesa como si me hubiera dado algo, aguantándome los retortijones. Mamá me preguntó qué me pasaba. Le dije que estaba un poco mareada con el calor que hacía en la habitación. Ella dijo que era normal, que ahí los dos liados en la manta… Que cómo no iba a tener calor. Ella no lo sabía bien. El calor que hacía y lo liados que estábamos.

 

Hacerlo después de que mamá se durmiera, o supuestamente estuviera dormida, se convirtió en costumbre y, por lo mismo, fuimos perdiendo cuidado. Nos batíamos el cobre de lo lindo. En cuanto se daba la vuelta, me abría de piernas y ya tenía a papá encima y follábamos sin contención ninguna, a pelo, sin el estorbo de la manta. Yo no podía contenerme cuando me llegaba, era algo superior a mí, y hacía ruidos inconvenientes. Subíamos un poco el volumen de la tele —tampoco podíamos subirlo demasiado— pero no era suficiente para anular mis desahogos. Papá me tapaba la boca siempre que podía, pero, a veces, o no le daba tiempo o pasaba de hacerlo. Yo lo entendía muy bien, nada le gustaba tanto como escuchar esos ruidos, esos gemidos en la garganta de su nena. Significaba que le daba placer, todo el placer que le podía dar, y eso era algo muy grande para él. Llegó un momento en que no nos importó nada, nada en absoluto, estábamos completamente fuera de nosotros. Echábamos uno y después otro antes de irnos a dormir. Yo me iba bien follada a la cama y él seco, sin una gota de semen en su cuerpo. Que ya estaba flaco de por sí y ahora se le veía hasta chupado.

 

Y como se dice: tanto ir el cántaro a la fuente, que mamá nos pilló un día y montó el pollo que era de esperar. Estuvo días sin hablarnos. Durante esos días hubo un clima muy chungo en la casa, pero papá y yo estábamos juntos y eso era para lo bueno y para lo malo. Nos importaba un bledo lo que dijera mamá, sus insultos, sus amenazas, sus maldiciones; no pensábamos dejar lo nuestro por nada del mundo. Papá se lo dijo bien clarito: que quería separarse de ella, que ya no aguantaba ni un minuto más. Que me quería como no había querido a nadie nunca ni querría, y que su intención, si a mí me parecía bien, era hacer vida de pareja conmigo. A mí me temblaron las carnes al oírle decir eso y suscribí todo.  Mamá se fue de casa escandalizada, furiosa, llorando. Lo lamenté en ese momento, esa es la verdad, pero después me alegré un montón, por ella y sobre todo por nosotros, que ahora podríamos hacer nuestra propia vida, ser por fin libres.