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Bendito fin de semana

en Transexuales

El sol se iba ocultando a lo lejos iluminando cada calle de color rojo o un naranja muy intenso, aunque dulce y más bien amigable para todos los peatones y conductores que a esa hora, acabadas las labores, teníamos tiempo para fijarnos en ese tipo de cosas. O a lo mejor sólo yo lo hacía, no sé; pese al cansancio por la jornada y el alto tráfico de la hora me sentía muy a gusto, relajado, no tenía ninguna prisa ni pendientes por los cuales preocuparme, así que, mientras el tipo del auto a un lado se desesperaba por la lentitud haciendo gestos y el del auto al otro lado regañaba a gritos a sus inquietos niños en el asiento trasero, yo, escuchando música, sin hacerme demasiado del rogar, al mirar la cajetilla con todavía unos cuantos cigarrillos tomé uno y lo encendí.

Llevaba años intentando dejarlo, pero siempre, incapaz de resistir más que unas semanas, o sólo días, me iba a comprar otra cajetilla y me los iba fumando de a poco, por lo regular sólo en el auto, pues ni en el trabajo ni en casa tenía permitido hacerlo.

Tras conseguir salir del Centro el camino se hizo mucho más rápido, en menos de diez minutos me encontré en el edificio de departamentos y, tras dar las buenas tardes al sujeto de la casilla de estacionamiento, me fui a mi lote y aparqué. Como tampoco aquí estaba permitido fumar, o no en los espacios comunes, me quedé todavía un momento en el auto hasta acabarme el cigarrillo. Era buena hora, tenía todavía largas horas por delante así que no me apresuré. Finalmente, tras apagar la colilla en el cenicero salí del auto y saqué los dos paquetes de la cajuela, que me habían enviado como siempre a la oficina en empaque sellado, y, silbando, me fui con ellos bajo el brazo hacia el elevador.

Había empezado a rentar aquel departamento hacía ya casi seis años, luego de que mi hija mayor se encaprichara con “necesitar” vivir aparte al entrar a la universidad, y, si bien ni mi mujer ni yo estuvimos muy de acuerdo, al final, como siempre, acabamos cediendo, con la sola condición de esperar a cambio sólo buenas notas y que por supuesto “no hiciera tonterías”. En todo caso, y aunque las buenas notas no fueron precisamente la norma, tras conseguir al fin graduarse y hacer seguramente muchas tonterías de las que sólo un poco nos dimos cuenta, se había ido a vivir con su novio y el departamento se había quedado ahí, disponible, con el contrato todavía vigente por varios meses, así que lo tomé yo, sin molestarme en decirle a mi mujer.

Después, acabado ya el contrato, habiéndome habituado a utilizarlo cada semana sin falta, lo renové por otros tres años, y se había ido convirtiendo en mi pequeño refugio particular, el espacio privado que tanto me hacía falta para alejarme aunque fuera un poco de los demás, incluyendo mi familia que, por más que los quisiera, a veces sí me cansaban o hasta fastidiaban un poco con sus pequeñas e interminables necesidades cotidianas.

Y si bien, en un inicio, mi idea había sido sencillamente utilizarlo para descansar, es decir, además de literalmente dormir, mirar quizás partidos de basquetbol comiendo la comida frita que me gustaba y que en casa no podía probar, o cerveza, que sólo a regañadientes mi mujer me permitía tomar de cuando en cuando, o fumar, o lo que me diera pues la gana por un rato, como justa recompensa a toda una semana de largo trabajo, al cabo, y como quizá no habría podido ser de otra manera, acabé usándolo sobre todo para retomar mis viejos hábitos de adolescencia, que por algún tiempo de verdad creí olvidados.

Apenas empezar a recoger el departamento cuando lo dejara mi hija, entre tantas otras cosas que encontré y fui guardando, hallé en un rincón del clóset un montón de ropa íntima, ropa linda, de buena marca, y, en un instante, sin poderlo controlar, una emoción que hacía años no sentía me invadió en un instante: con manos temblorosas por la agitación, por la perturbación repentina, comencé a tomar y mirar las prendas, a sentir la suave tela, a admirar el lindo encaje, los colores vivos, y, sin darme cuenta, comencé a ponerme duro, durísimo, recordando las muchas veces que, todavía en casa de mis padres, siempre a escondidas y no sin un sentimiento de culpa, me puse los brasieres y bragas de mi mamá, a veces sus medias, sus zapatos, acabando por masturbarme en mi cuarto fantaseando a veces que lo hacía con un chico.

Siendo mi hija algo llenita y yo poco robusto, la ropa aquella acabó quedándome perfecta, como mandada hacer, y olvidado de absolutamente todo me contemplé en el espejo con aquella ropita puesta, volví a masturbarme como años atrás y, antes de volver a casa, apenado por tener que quitármela, me prometí comprar más y regresar para probármela en cuanto tuviera oportunidad.

Sobre todo los viernes, pues, aunque a veces también a media semana si tenía oportunidad o sentía muchas ganas tras recibir un paquete nuevo de zapatos o lencería en la oficina, tras contarle a mi mujer cualquier excusa, comencé a ir seguido al departamento, me pasaba las horas probándome ropa, mirándome en el espejo, a veces veía alguna película o partido de basquet pero siempre con la ropita puesta, me masturbaba una o dos veces, miraba porno por internet, porno trans, que sólo entonces descubrí, y se me pasaron así un par de años, en que no sólo mi guardarropa comenzó a crecer de forma asombrosa sino que, cobrando conciencia un día de mi total libertad en aquel espacio, al fin me decidí también a comprar algunos juguetes sexuales, incluyendo un gran dildo que comencé a utilizar con regularidad, fantaseando nuevamente en ser penetrado por un hombre...

En fin.

Camino a mi departamento me topé con algunos vecinos a los que saludé amable con un simple mover de cabeza, y, sin dejar de silbar, contento, abrí y cerré la puerta, separándome del mundo.

Antes de meterme a bañar llamé a mi mujer y, como de costumbre, le dije que me iba “con los chicos” a tomar algo, que llegaba algo tarde y hasta le pregunté si no hacía falta algo que pudiera pasar a comprar. Claro que, “los chicos”, es decir, mis viejos compañeros de universidad, con quienes por un tiempo en efecto seguí saliendo de cuando en cuando, hacía meses o hasta años que no me veían, pero aún así estaba yo seguro de que, caso de que por algún extraño motivo mi mujer decidiera llamar a alguno de ellos para comprobar mi paradero, al instante ellos inventarían cualquier excusa y de inmediato me marcarían para informarme, como de hecho había yo tenido que hacer varias veces por algunos de ellos.

Encendí la pantalla, puse cualquier cosa y me metí bajo la ducha, me tomé mi tiempo para afeitarme a conciencia, para humectar luego mi piel con las cremas y afeites varios que con los años había ido comprando y, agradecido por no haber sido nunca ni muy grande ni muy velludo, pues no me era posible afeitarme las piernas o las axilas, por ejemplo, abrí con entusiasmo sobre la cama los paquetes que recién me habían llegado: un conjunto lindísimo de baby-doll, bragas y medias con liguero, todo en color vino con toques de negro y que, con unas zapatillas negras de tacón alto, me hicieron estremecer tan sólo verlos.

Me sequé muy bien el cuerpo, saqué las tetas de silicona de su paquete y con cuidado me las coloqué; habían salido algo caras pero sin duda valían la pena: autoadheribles y de mi mismo tono de piel, de suave textura, en verdad parecían de verdad bajo la ropa, tanto que en ocasiones creía sentirlas reales, excitándome horrores. Tomé luego la peluca de larga cabellera negra y me la coloqué, cuidando de arreglarla luego lo mejor posible, y, entonces sí, apretando muy bien mis partes de hombre me puse las bragas, el preciosísimo baby-doll, las medias y el liguero, las zapatillas y, alegre, satisfecha, me miré largo rato en el espejo.

—Ay, tonta... —exclamé en voz alta, mirando sobre la cómoda el frasco de lubricante.

No quería manchar mi linda ropa, no todavía, así que, con cuidado, sobre la cama, me bajé las bragas y con un par de dedos comencé a aplicar el lubricante, dedeándome, penetrándome un poco para dejar mi ano bien untado, húmedo y dilatado, y así me estuve un rato hasta sentirlo suficiente.

De reojo miré el reloj y sólo entonces fue que sentí algo de impaciencia.

Miré un rato en la pantalla un programa cualquiera sin en realidad prestar demasiada atención, me miré otro rato en el espejo, volví a mirar el reloj y luego la pantalla y, tras algo así como una hora, de repente, haciéndome pegar un brinco del susto, escuché fuertes golpes a la puerta.

Con nervios, despacio, bajé el volumen a la pantalla y aguardé, hasta que volvieron a tocar, más fuerte y rápido todavía, escuchándose además un bufido de impaciencia al otro lado de la puerta.

Me acerqué despacio, sin hacer ruido, y asomándome por la mirilla pregunté en un susurro, agudizando la voz:

—¿Diga?

—Plomero, señora —respondió el sujeto, mirando con el ceño fruncido hacia la mirilla.

—Pero... yo no... solicité ningún plomero —respondí, todavía susurrando, sin dejar de mirarlo.

—Tengo aquí escrita su dirección, señora —dijo él entonces, mirando con el ceño fruncido en un papel sobre su mano.

—Bueno... quizá podría pasar a revisar, pero no sé...

—¿Quiere el servicio, sí o no? —preguntó entonces impaciente.

—Es que... mi marido no está y yo no...

—Bueno, pues entonces no, buenas tardes —dijo y, doblando su hoja, se dio la vuelta.

—¡No, no, espere! —le grité casi—. Sí, sí quiero el servicio... es que... ¿dígame, hay alguien más en el pasillo? Es que no estoy muy bien vestida.

—No, señora, no hay nadie más —respondió el hombre, mirando un poco alrededor.

—Okey, ahora abro —le respondí y, separándome de la mirilla, revisando mi atuendo y peinándome un poco la peluca con los dedos, suspiré y le abrí.

—Buenas tardes, ¿paso entonces? —me preguntó él apenas verme, sin turbarse en lo más mínimo.

—Sí, claro, pase, joven, pase —dije, haciéndome a un lado y cerrando la puerta.

—Bueno... entonces, ¿qué es lo que voy a revisar? —preguntó luego, parándose en medio de la habitación.

—Pues... a lo mejor podría arreglar la calefacción, por aquí hace a veces mucho frío.

—¿Calefacción? Soy plomero, señora, a eso no sé moverle.

—¿No? Pero si se ve usted muy capaz, seguro que algo podrá hacerle. Es que en serio que me da frío.

—A lo mejor si se pusiera algo más de ropa, señora —me respondió, mirándome de arriba abajo.

—Es que así estoy más cómoda, y se ve lindo, ¿no le parece?

—No sé, supongo... a lo mejor si no fuera usted macho, señora.

—¿Macho? ¡Ay! ¿Pero por qué dice eso?

—Puedo verle las bolas y la pija, señora —me respondió, mirándome atento a la entrepierna.

—Ay, bueno, sí... pero... ¿igual se me ve bien, no cree? —volví a preguntar, contoneándome un poco y mostrándole el trasero.

—Bueno... sí... supongo... la verdad tiene usted buena cola.

—¿Sí? ¿Le gusta?

—Seguro que a su marido le gusta mucho también.

—¿Pero a usted, le gusta? —insistí, acercándomele y sonriendo.

—Se ve rica, sí... muy rica —susurró entonces, teniéndome ya a medio brazo de distancia.

—Mi marido todavía va a tardar mucho.

—¿Sí?

—Sí —repliqué y, frente a él, recargué mis manos en su pecho, con cuidado acaricié sus hombros anchos, fuertes, sus brazos, y, bajando luego la mano, comencé a acariciar su pija medio erecta—. Qué grande la tiene usted.

—Mucho, señora. Seguro que no hay muchas como la mía —me presumió, sonriéndose y dejándose hacer.

—¿De verdad? Mmmh... ¿puedo? —pregunté, y, sin aguardar respuesta bajé el zíper, metí una mano y, haciendo a un lado el bóxer la tomé del tronco y comencé a masajear.

—Señora... me la está usted poniendo durísima —susurró excitado, colocando sus manos en mis caderas, en tanto su verga comenzaba en efecto a ponerse enorme en mi mano.

—Seguro sabe riquísima —dije luego, y, mirándolo atrevida, desabroché el pantalón y se lo bajé.

Su falo tremendo quedó ante mí, de cabeza bien gorda, tronco ancho, tan larguísima que a cualquiera se le haría agua la boca.

Arrodillándome entonces frente a él, sin poderme aguantar más las ganas, la volví a tomar y, golosa, me metí en la boca lo más que pude, comenzando a mamar.

—Ahhh... señora... ohhh... —gimió él, colocando ambas manos sobre mi cabeza, dejándose chupar.

Era difícil lidiar con el tamaño, tragar mucho sin sentir de inmediato arcadas, pero, sabiendo muy bien mis labios y mi boca lo que era comer verga, no tardé mucho en hallar el modo; ayudándome con una mano y succionando con ganas, abarcando lo más posible el tronco, luego la cabeza sola, apretando de cuando en cuando sus güevotes peludos, me esforcé en darle una chupada en verdad sabrosa, el tipo de mamada que sólo una mujer con pene puede dar, al saber bien lo que se siente o hace falta, y mamé y mamé con entusiasmo, con apetito, aguantando las arcadas, apretando y lamiendo, saboreando las poquitas gotas de líquido previo, tan sabrosas, hasta que, sintiendo ya calambres por el esfuerzo, me tuve que separar.

—Je, je... loquita —me dijo él, levantándome del suelo.

—No, no... sigue jugando —le pedí, besándolo y sonriéndole.

—Vamos mejor a la cama, vengo algo cansado —me respondió, levantándose los pantalones.

Desde que unos años atrás nos encontráramos en un chat y luego nos conociéramos, en ocasiones hacíamos esos juegos, en especial cuando no había prisas y podíamos pasarnos largas horas juntos, así como otras veces, apenas dejarlo entrar, sin darme tiempo de nada, ahí mismo en el sofá de la salita me enculaba y, sólo al quedar satisfecho, me saludaba como se debe y me daba un beso.

Era unos cuantos años menor que yo, pero físicamente bastante más masculino, más alto, de rasgos toscos, cargado de espaldas, muy velludo y barbón, y lo de su verga no era ninguna exageración: hasta no verlo por primera vez no habría creído que alguien tuviera una de ese tamaño, pues al compararla con la mía, de tamaño más bien estándar, era posible ver la enorme diferencia que había entre una delicada verga de mujer y la poderosa verga de un macho de verdad.

No era en todo caso él el único con quien había cogido en los pasados años, pues casi desde que rentara el apartamento comencé a buscar en chats y sitios de citas a hombres que buscaran travestis o trans, o más específicamente una trava madura y no demasiado femenina como yo, y, tras probar con uno que otro sin hallar demasiada química, acabé al cabo de un tiempo encontrándolo a él, tan tosco y al mismo tiempo tan tierno, pues, pese a su aspecto más bien rústico y su libido en ocasiones de cavernícola, podía también a veces ser muy suave, cariñoso, haciéndome en alguna que otra ocasión derramar lágrimas de gozo de tan rico que me cogía.

Aunque mi atracción o interés por otros hombres estuvo siempre ahí, medio inconsciente y bastante reprimida, fue solamente durante mis años de universidad, en ese breve periodo en que tuve oportunidad y suficiente arrojo para intentarlo, es que tuve relaciones esporádicas con algunos chicos, pero, pese a lo mucho que me había gustado, pese a lo delicioso que sentía cuando un tipo me la metía por atrás, al final el miedo y el sentimiento de culpa fueron más grandes y, renunciando a ello como si se tratase de un “capricho” de adolescencia, sencillamente intenté olvidarlo y seguí adelante con mi vida...

Apenas entrar al cuarto me tiró a la cama, sin cuidado alguno se desvistió, dejando al descubierto su cuerpo grueso, su barriga dura y grande, sus piernas y brazos tan peludos, y, sumisa, divertida, excitada, yo me coloqué en cuatro sobre el colchón, ofreciéndole con gusto mi apertura posterior, ya listísima y perfectamente lubricada.

—¿Seguro que no llega tu marido? —me preguntó él entonces, acomodándose atrás de mí.

—Ji, ji, menso... Tú eres mi marido.

—A güevo que sí —me replicó, y, sin más tardanza, apuntó su rico falo hacia mi entrada y ligeramente presionó.

—¡Ammhh...!  —gemí quedito, resintiendo el primer contacto, como siempre, debido al cierre involuntario de mi ano ante el repentino empuje.

—Perrita —exclamó él, deteniéndose un momento y acariciando mientras mis nalgas, mis caderas, mi espalda, hasta sentir que me había relajado lo suficiente.

—¡Aayymm! —gemí de nuevo al reiniciar él la presión, adolorida, resentida, pero, deseosa, hambrienta tras toda una semana sin verga, me aguanté como las hembras, aflojando lo más posible y sencillamente soportando la expansión creciente de mi orto.

—Eso... muy bien... ahhh...

En tanto mi ano y recto se acostumbraban de nuevo a sus dimensiones, yo procuraba no moverme, sintiéndome a reventar, chillando quedito, consciente del placer que me aguardaba una vez pasado ese breve e inevitable momento de malestar.

Y él entró y entró, continuo y suave, expandiéndome a su paso, reclamando como propiedad suya mi cola, hasta que al fin, sin llegar a tocar fondo, comenzó a bombear, a entrar y salir continuamente, arrancándome grititos y gemidos de dolor mezclado con placer.

—¡Aayyy... ayyy... ayyyy...!

—Chilla todo lo que quieras, cabroncita, igual te la vas a tragar.

—¡Ayyy... ayyy... me vas a romper... ayyyy! —chillaba yo, maricona, fingiendo ya más bien que me dolía y con placer creciente.

—Bien que quieres que te rompa el culo, cabroncita... ahh...

—Ayymmhh... ayyymmhh...

—Ohhh... ohhh... preciosa...

Poco a poco, cada vez más relajada, recordando mi ano-coño la dimensión que debía adoptar, la penetración se fue volviendo más suave, más fluida, consiguió enterrárseme muchísimo y, olvidada del malestar y del dolor anteriores, empecé a echármele hacia atrás y a gritar de gusto.

—¡Sí, sí... mmhh... más, más, papacito, más...!

—Aahh... preciosa... ahhh...

También mi pija se puso erecta, durísima entre mis piernas, bamboleándose de atrás para adelante ante cada una de sus embestidas, sabiendo que esa noche no tenía nada que hacer: era noche de recibir, de dejarse poseer por otro hombre, de acoger entre mis nalgas y bien dentro de mi ano-coño un rico falo, volviéndome mujer.

—Ayy... ayy... sí, sí... me encanta... mmhh...

—Ahhh... ahhh...

—Mmhh... más, más... dame más duro, mi amor...

—¿Te gusta, eh? ¿Te gusta que te dé verga?

—Sí, me encanta, me encanta... dame más verga, precioso... mmhh...

—¿Quién es tu macho, perra?

—Tú, tú eres mi macho... papacito lindo... mmhh...

—Perrita golosa... aahh...

Tras un rato cambiamos de posición, él se acostó de espaldas y yo me le senté de frente a horcajadas, comenzando entonces a darme unos deliciosos sentones sobre él que me llegaban hasta el fondo, enterrándoseme a veces hasta tocar próstata y haciéndome expulsar a mí también algunas gotas de leche que se embarraron en su barriga.

—¡Ay, qué rico, qué rico, qué riquísima vergaaa! ¡Mmhhh!

Estuve un buen rato cabalgando como vaquerita y luego fui yo quien se puso de espaldas sobre la cama, levanté las piernas y las apoyé en sus hombros, recibiéndolo entonces encima de mí, con lo cual pudimos coger y además besarnos, coger y mirarnos frente a frente, coger con tanto cariño y cuidado que en un momento atravesamos la frontera entre el mero coito y empezamos sencillamente a hacer el amor.

—Mmh... mmhh... mi amor...

—Aahhh... nena... ahhh...

Acariciaba su espalda gruesa, de carnes duras, sentía todo su peso delicioso sobre mí y el suave golpeteo de sus güevos peludos contra el borde de mis nalgas; pasado ya el primer entusiasmo y aliviada la mucha urgencia de coger, no había otra posición que me hiciera sentir más sometida, más a su merced, más poseída y también más a gusto que esa: por mí podríamos seguirnos de esa forma durante horas, toda la noche, por siempre; tan sólo lo quería sentir dentro de mí, formar una sola carne, un solo cuerpo, pero, naturalmente, no siendo precisamente jovencitos y tras largo rato de duro esfuerzo teníamos que acabar.

—¿Quieres tener mis bebés? —me preguntó, divertido, besándome en el cuello.

—Ji, ji... sí.

—Okey... —exclamó, y, más fuerte, más duro que antes, descargando el resto de sus energías, comenzó a metérmela tan rico y tan profundo que grité y grité como loca, encantada, amándolo de verdad.

—¡Aayyy... ayy... sí, sí... mi amor, cógeme mi amor... cógeme...!

—Ahhh... toma... toma... ¡Aahhh... Ahhh...! —gimió él entonces estallando, estremeciéndose y deslechando en mis entrañas, dejando salir cada gota hasta dejar mi cola llena.

—¡Sí, sí, vente, vente... dámela toda, mi amor, dámela... mmhh...!

Con una pequeña ayuda de mi mano, también yo desleché un instante después, quedando por atrás y por delante embarrada de semen.

Tras separarnos nos quedamos recostados un momento, en silencio, intentando recuperar el aliento, mirándonos y acariciándonos con la punta de los dedos.

—Ya me hacía falta —dijo él tras un instante, sonriéndose.

—Y a mí.

—Me encanta cogerte.

—A mí me encanta que me cojas.

—Je, je —exclamó y, satisfecho, se recostó de espaldas mirando al techo—. ¿Tienes un cigarro?

—Sí, claro —le respondí y, levantándome tomé los últimos dos de la cajetilla; los encendimos y fui a recostarme junto a él. Fumamos aliviados, perezosos, platicando y riendo un rato, hasta que el cansancio nos fue amodorrando y abrazados nos dormimos un rato.

Casi una hora después sonó su teléfono celular.

Era su mujer, claro, que no muy convencida quizá de lo que quiera que fuera que él le había dicho que iba a hacer tan tarde, lo interrogó un buen rato sin darle mucho tiempo para responder y, al final, alzando más la voz, le informó con palabras firmes que era hora de regresar.

—Perdona —dijo tras colgar.

—No importa, yo sé.

—Pues, quería que cenáramos algo, pero mejor no la hago enojar.

—Okey, no te apures, también yo tengo ya que irme, es tarde.

—¿Nos vemos la semana que entra?

—Claro, y si quieres antes —le respondí, sonriéndole y acercándome a él, dándonos luego un beso.

Acabó por vestirse, tomó un trago de agua, se enjugó la cara e intentó arreglarse lo mejor que pudo, y, listo, tan sólo se acercó a mí y me dio un último beso.

—Nos vemos, pues, nena.

—Bye.

Un rato después de verlo partir también yo tuve que cambiarme, acomodé un poco por encima el desorden que habíamos hecho en el cuarto y, sin más que hacer, apagué las luces y salí, con ganas de comer algo.

Tras pasar por unos tacos llegué muy tarde a casa, mi mujer ya dormía o al menos eso parecía, pero, luego de comenzar a desvestirme, sentí un familiar dolor en el vientre, que me hizo expulsar un leve quejido.

—¿Qué pasa? —me preguntó mi mujer, dándose la vuelta.

—¿Te desperté?

—No, apenas me iba acostando. ¿Qué pasa?

—Nada, un poco de dolor de estómago, a lo mejor fue algo que comí.

—No sé por qué sigues comiendo cosas en la calle.

—Sí —dije, sabiendo en realidad que aquel dolor era el mucho aire y gas que llevaba en el vientre, producto en primera del continuo bombeo, pero también, y sobre todo quizá, por el semen que él me había depositado y pedía salir, aunque todavía por un rato me aguanté las ganas y me recosté, recordando con una sonrisa nuestro encuentro.