miprimita.com

Macho o hembra

en Transexuales

Era ya la tercera vez que llamaba, pero igual no contesté. No podía. No debía. De cualquier forma tenía demasiado qué hacer para andarme distrayendo en tonterías, necesitaba concentrarme, pensar sólo en los números, fijarme en no cometer errores, enfocarme en lo que sabía debía hacer... pero entonces sonó de nuevo.

Me sabía mal no contestar. Quería hacerlo. Ella había sido siempre tan buena conmigo, leal, comprensiva, una amiga auténtica en la cual apoyar el hombro, y cortarla de esa forma sencillamente no me sentaba bien. Aún no se rendía conmigo, después de todos esos meses seguía insistiendo, no sé por qué, pero lo hacía, lo seguía haciendo pese a tanta negativa mía... Carajo.

—¿Hola?

—Hola nena, ¿por qué no contestas?

—Estoy ocu... pada... en el trabajo.

—¿Sí? ¿No es muy tarde ya para que estés en el trabajo?

—Sí, un poco... es que se me ha acumulado mucho, y tengo montones de cosas qué hacer.

—Ya. O sea que... ¿de verdad no piensas volver a salir con nosotras?

—No puedo, nena... sabes que ya no... puedo.

—Eres una mensa.

—Igual y sí... pero no se puede de otra forma. Hay que sentar cabeza tarde o temprano.

—¿‘Curarte’, dices?

—No... no digo eso...

—Mensa.

—Mi familia es complicada, nena, no puedo...

—¿Sí? ¿Nada más la tuya?

—Sabes bien lo que quiero decir.

—¿Me vas por lo menos a invitar a la boda?

— . . .

—Sí, eso supuse.

—Puedes venir... claro, ¿por qué no? Pero...

—Ja, ja, pero como niño, ¿no? No, gracias, así no sabe.

—Nena...

—Eres una mensa, te vas a arrepentir apenas digas “Sí, acepto”.

—Espero que no.

—¿Y si sí?

—Igual tengo qué.

—¿Por qué? ¿Por qué ‘tienes qué’? ¿Qué carajos va a pasar si no lo haces?

—Ya no puedo seguir... haciendo eso.

—¿Ya no puedes seguir... siendo tú, dices?

—A lo mejor, sí.

—¿Y vas a vivir disfrazada todo lo que te queda de vida para que tus papis no se enojen contigo?

—Es más complicado que eso, pero sí, en parte.

—¿Y no crees que es medio injusto con la chica?

—¿Por qué injusto?

—Seguro que ella te cree un hombrecito hecho y derecho... quizá demasiado bonito... pero hombrecito al fin y al cabo.

—Tengo que empezar a pensar en el futuro, ya no tengo 15 años.

—Mensa... idiota, eres una pendeja de verdad.

—A lo mejor, sí.

—Bueno, te quería invitar al Afternight, con Paola y Lucy... pero veo que de verdad ya no hay esperanza contigo.

—Lo siento... Salúdalas de mi parte.

—No.

—Nena...

—No, vete a la mierda, señor don licenciado responsable.

Colgó.

Me quedé largo rato con el teléfono en la mano, mirando mi reflejo en la indiferente pantalla negra, no sé si pensando o sólo no pensando en el casi total silencio de la oficina ya vacía; se iba acabando la luz del sol, allá fuera por las ventanas se anunciaba noche serena, renacer de fin de semana, y sólo yo seguía ahí, además de don Jorge el conserje, claro, que justo en ese instante entró con su carrito y empezó a fregar el piso silbando alguna vieja melodía.

Finalmente, lanzando un hondo suspiro y retomando el lapicero del escritorio, me reacomodé en mi asiento, poniéndome enseguida a trabajar. Siendo honestos, no tenía ninguna real necesidad de acabar aquello antes de irme, muy bien podría dejarlo como estaba en ese instante y listos, mas, la idea de no tener nada mejor que hacer en casa, la perspectiva de otro largo fin de semana acompañando a Viviana a alguna fiesta o reunión con sus amigos, me hacían continuar. Por desgracia, no pasada ni media hora mi mente comenzó a divagar, a pensar y recordar las palabras de Betty, sus reproches, su sentido tono de voz, y ya sin poderme concentrar seguí haciendo las cuentas de cualquier modo, distrayéndome con cualquier cosa, y luego el teléfono volvió a sonar. Betty otra vez, pensé, pero no, era Viviana.

—Hola, mi amor, ¿cómo vas?

—Bien, bien... todavía me falta un poco.

—Ya. Oye, mi mamá quiere que me vaya antes para ayudarlos con lo del salón y el conjunto, tendría que irme desde hoy.

—Ah, okey.

—Qué consternado suenas.

—Bueno, si es lo que tienes que hacer, pues... ¿qué quieres que yo diga?

—Nada, claro. Mejor ya deja eso, puedes acabar el lunes, casi ni has dormido.

—Sí... a lo mejor. Sí.

—Acuérdate de llevarle el domingo las cajas a mi hermano; yo regreso con mis papás el lunes, ¿va?

—Va.

—Bueno, ya en un ratito salgo, te marco cuando llegue allá con ellos, o si llego muy tarde nomás te mando mensajito.

—Sí, vale, te vas con mucho cuidado.

—Bye, bye, beso.

—Beso.

Vaya.

Luego de colgar intenté todavía seguir, encendidas ya las luces del techo, distrayéndome de nuevo a cada momento, perdida toda motivación, sin ningún interés en continuar, con la cabeza de plano en otro lado, así que, haciendo caso a Viviana, me levanté y desperecé con un bostezo. Guardé todo en los cajones, apagué el ventilador, tomé mi portafolios y me fui.

—Buenas, noches, licenciado —se despidió de mí don Jorge, a lo que respondí con un leve movimiento de cabeza, sin ninguna gana por supuesto de aclararle que era ingeniero, no licenciado, ¿por qué es que no podían entender la diferencia? Y bajé por el ascensor a esa hora ya vacío.

No había ninguna prisa por llegar a ningún lado, la semana se había acabado y Viviana ya se habría marchado, así que me dirigí a paso lento hacia la parada del autobús. Ya había mucha gente por la calle, gente que salía quizás a divertirse, aunque debían abundar también los que, como yo, iban saliendo o acaso apenas iban a trabajar. En todo caso, la parada estaba llena, y, a mí pesar, tomé la ruta que iba a mi casa casi a reventar, arrepintiéndome al instante de no haber llamado un auto desde el teléfono.

Aunque Viviana, apoyada por mis padres, seguían insistiendo en que compráramos otro auto, precisamente para días como éste, con uno solo ya tenía demasiado: costaban un dineral, y había que gastar y seguir gastando en ellos cada día como si fueran bebés privilegiados, y luego para que a los cinco años acabaran valiendo casi nada comparado con lo que costaron... No, gracias. A mí al menos no me parecía en modo alguno degradante tomar el autobús a cualquier lado (o de plano caminar), como a veces parecían implicar mis padres y Viviana.

Sin embargo hacía calor, el olor a sudor de los que volvían a casa se mezclaba con el perfume barato de los que apenas salían, que se notaban más frescos, conversadores, sonrientes, mientras los otros, los cansados, como yo, tan sólo bostezaban, parpadeaban con ojos soñolientos o cabeceaban, callados, sentados o de pie en la apretura del vehículo.

Unas paradas más adelante, al subirse todavía algunos más de los que fueron descendiendo, lo sentí.

No era, por supuesto, la primera vez que me pasaba. Y si bien tampoco era algo corriente, solía repetirse con la suficiente frecuencia para ya no sorprenderme demasiado, si bien la sensación de embarazo, de importunidad, de sentirse en medio de toda esa gente, que podría mirar, darse cuenta en cualquier momento, nunca era agradable.

Aprovechando la apretura, la poca iluminación y el movimiento continuo del vehículo, el sujeto comenzó a frotárseme descarado, sentía en mi trasero su pene durísimo bajo los pantalones, mientras yo, incapaz siquiera de voltearme, tan sólo miraba con timidez a los lados, al suelo, al techo, sonrojándome hasta las orejas.

Por supuesto que no pudo durar mucho, la gente seguía entrando y saliendo, las paradas se iban sucediendo, y, mirando mi bajada cerca, como pude pedí permiso y me adelanté hacia la puerta, dejando atrás a mi “enamorado”.

Sólo ya fuera del autobús, mientras lo veía arrancar y alejarse, pude ver de reojo al sujeto que, ladino, libidinoso, me miró a su vez, guiñándome el ojo.

Si hubiera sido una señorita decente, seguro que me habría indignado. Pero no lo era. Ni señorita, ni tampoco muy decente. ¿Y qué iba a hacer de todos modos? ¿Reclamarle, decirle ahí frente a todos que dejara de arrimarme la pija? ¿Darle una bofetada? Así como iba de hombrecito habría resultado todavía más vergonzoso que si fuera como chica.

Llegué al departamento ya con el cielo a oscuras. Eché el portafolios sobre una silla y me quité la corbata, la camisa, los zapatos, y, consciente de pronto de que Viviana no estaba, también me deshice de los pantalones y calcetines.

Tomé una cerveza del refri, preparé palomitas de microondas, me senté luego ante la pantalla y, buscando en Netflix, acabé encontrándome una película de dibujos animados, una versión nueva de una serie que solía gustarme mucho y la seleccioné.

Sin embargo, seguí pensando en el tipo, claro, seguí pensando en cómo algo debían ver esos tipos en mí para pegárseme, algo me notaban, algo me identificaba por más que, sobre todo en los últimos meses, yo intentara parecer lo más “normal” posible, lo más hombrecito incluso, con mis corbatas y pantalones de sastre, el portafolios de cuero, serio, circunspecto, no atreviéndome a voltear siquiera cuando por la calle veía a un tipo grande, fornido y barbón.

Ya ni siquiera usaba la ropa. La había tirado casi toda cuando Viviana se mudara, y la poca, indispensable, que conservé, incapaz de deshacerme de todo, la tenía bien resguardada en el desván, en un baúl cerrado con llave debajo de un montón de trastos, de modo que, incluso en una situación como aquella, en que estaba solo en casa, con todo el fin de semana por delante, me costaría un enorme trabajo ir por ella y ponérmela.

La cosa fue que, aunque no había estado prestando demasiada atención a la película, de pronto, en un inesperado giro de trama, apareció un personaje trans, un chico-sapo que ahora era una chica-sapo, y eso, claro, me encantó, me hizo mirar con interés el resto de la película, acabando con una sonrisa en el rostro al terminarla, encantada con el mensaje: la vida cambia, uno es lo que es y ya, no es justo que uno renuncie a su propio ser para complacer a los demás... o algo así. Quizás sólo leía en la película lo que quería, quizá lo que necesitaba, o deseaba y, de cualquier modo, sin pensármelo ya demasiado, me fui al desván por mi ropa.

Con trabajos bajé el baúl, lo llevé a mi cuarto, lo abrí y, con emoción creciente, miré, además de la ropa, todos aquellos “accesorios” míos tan indispensables en otro tiempo: las caderas de relleno, los pechos de relleno, las pelucas, los pendientes, la cajita con el maquillaje... y no pude más.

Una paja no me habría bastado, aunque quizás era lo mejor, quizás era lo que en realidad debía hacer, calmar el ansia y ya, pero no pude, el llamado era más fuerte que yo, así que, tras meterme a bañar y afeitarme no sólo el poco vello de la cara sino el también escaso de las piernas, de las axilas, en automático comencé a sacar mis cosas, me coloqué las caderas, los pechos, saqué uno de mis cortos vestidos, el color rojo, me puse el bra, metí como mejor pude mis partes de hombre entre las bragas, me puse el liguero, las medias, me coloqué emocionada el vestido y luego las zapatillas, me senté frente al tocador y comencé a maquillarme, nerviosa, entretenida, aliviada luego de tantos meses, la base, el polvo, la sombra de ojos, la mascara, el labial, y, luego de colocarme la peluca rubia, llamé al taxi.

Diez minutos después, con bolso en mano, sin dejarme tiempo a pensar, a reflexionar, a decirme que no debía, que iba a arrepentirme, como hice tantas y tantas veces antes de que Viviana se mudara, bajé por las escaleras de atrás del edificio, con nervios e impaciencia aguardé al auto unos cinco minutos y, al verlo llegar al frente, me subí.

—¿Vamos a... Paseo del Parque, señorita? —me preguntó el conductor, mirándome sonriente por el retrovisor.

—Sí, al Afternight, por favor —le contesté, contenta, sonriente, con aquella vocecita que tanto me había costado dominar y hacía tanto que no practicaba.

El lugar estaba ya llenísimo, me fui temiendo al acercarme que me tomaría una eternidad entrar, pero, por fortuna, el chico de la entrada, reconociéndome, me dio las buenas noches y, sin reparos, me alzó la cadena.

—Gracias, nene —le agradecí de todo corazón, y, más emocionada todavía, comencé a buscar a mis amigas entre el gentío.

Las locas ya estaban bailando, claro.

—¡¡Gaby!! —gritaron Lucy y Paola al verme, me abrazaron y me besaron y yo las besé también con gusto.

Betty, sin embargo, me miró un poco enfadada por un momento, se cruzó de brazos y me preguntó, con tono huraño:

—¿No habías dicho que tenías demasiado pene para seguir usando vestidos?

—Nena —le reproché con apenas la mirada y, lanzándome sobre ella la abracé, la besé, insistiendo contenta ante sus evasivas, hasta que la hice reír.

—Pinche loca, pérate —dijo, y al fin también ella me abrazó, me invitó una cerveza y, platicando y bailando, me fui poniendo al corriente con todas.

Como siempre, bailamos mucho, nos reímos muchísimo, tomamos otro tanto, platicamos y platicamos, chismeamos, criticamos a las otras, miramos a los chicos, y yo no quise pensar en nada, no me preocupé de nada, me concentré sólo en el momento, agradecida de estar de nuevo con mis amigas como la nena que yo también era.

Lo que pudiera pasar al día siguiente, o el lunes, o luego con la boda, eran cosas en las que no quería pensar.

—Okey, nena, muy discretamente, voltea a tu derecha en la barra: el barboncito de la camisa azul —me susurró Betty al oído, refiriéndose a un tipo que estaba algunos metros tras de nosotras, y yo, discreta, lo miré.

—Guapo —le dije luego, sonriéndome.

—Mucho, y el tipo hace rato que no te quita el ojo.

—Ay, nena, sabes que estoy comprometida, no puedo.

—Tú sabrás... pero yo que tú...

—Ji, ji... pues llégale tú.

—No es a mí a la que le está viendo las nalgas.

—¡Ji, ji, loca! —me reí, fuerte, volviéndome ligeramente hacia él, e, inconscientemente tal vez, moví un poco más mi trasero al bailar.

Ya Lucy estaba bailando con un tipo, Paola con una tipa, y, no aguantándose más las ganas, Betty se fue al baño, encargándome que le pidiera mientras otra cerveza.

Estaba algo chispa, la verdad, con todo y lo que había estado bailoteando, así que, con los pies adoloridos, sin pensármelo me quité las zapatillas, que me fui cargando en mano al acercarme a la barra.

Pedí las dos cervezas, me senté luego en un banco que se acababa de desocupar y, mientras aguardaba, llevando todavía el ritmo de la música con la punta del pie, escuché a un lado una voz preguntarme:

—¿Cansada? —era el tipo barbón de antes.

—Ji, ji, sí, un poquito, es que la verdad sí cansan —le respondí, mirando mis tacones.

—Pues, con todo lo que te estuviste moviendo, supongo que sí.

—Sí, hacía ya mucho que no venía.

—¿Venías seguido?

—Algo, ¿y tú?

—No, yo... la verdad es la primera vez que vengo a un sitio... así.

—¿Y qué te animó a hacerlo?

—No sé... necesidad de variar un poco, creo.

Era alto, fornido, algo pasadito de peso tal vez, no muy guapo ya bien visto, muy velludo, pero tenía una bonita sonrisa.

—¿Son tus amigas?

—Sí, venimos siempre juntas. ¿Quieres que te presente a alguna?

—Je, je, no, no hace falta gracias.

—Bueno, tú te lo pierdes.

—¿Sí?

—Sí, son todas bien lindas.

—Pero no más que tú —me halagó, mirándome divertido a los ojos, haciéndome sonrojar.

—Yo no estoy disponible.

—¿Casada?

—Casi.

—Qué afortunado.

—Afortunada, de hecho.

—Vaya. O sea... ¿eres lesbi-trans... o como se diga?

—No, pero es que ya con novia no puedo andar de loca... Y mira que a veces es difícil... sobre todo con chicos lindísimos como tú —le dijo mi boca, no yo, incapaz de refrenarse.

—¿Te parezco lindo?

—Bueno, no... lindo no... más bien, como... muy... varonil, no sé.

—Gracias... a mí me pareces muy femenina.

—Ji, ji, gracias, ésa es la idea.

—La verdad cuando te vi creí que eras... bueno... chica... de verdad... es decir... perdón, no sé cómo decirlo...

—¿Chica bio? Naa... tampoco es para tanto.

—En serio que sí.

—¿Y qué me delató?

—Tus amigas, creo.

—Igual podría ser una chica bio saliendo con sus amigas trans.

—Sí, tal vez, pero no lo eres, ¿verdad?

—Ji, ji, no; diosito no quiso hacerme nena.

—Igual no de la forma convencional, pero nena sí que eres —volvió a sonreírme, insinuante, mirándome de arriba abajo.

—Ni te emociones, la mayoría de lo que ves es... pues... postizo.

—¿Sí?

—Pues sí, por desgracia sí —mencioné, mirándome hacia abajo mis tetas falsas.

—Te ves muy bien, la verdad.

—Gracias... Creo que mi amiga ya se tardó.

—Igual y se encontró algo en que entretenerse.

—Sí... no me sorprendería. Así que... ¿cómo te llamas?

—Humberto, mucho gusto —me tendió la mano, grande, velluda, de dedos gruesos.

—Mucho gusto, Gaby —le respondí, estrechándolo suavemente.

Nos quedamos un momento en silencio, mirándonos, sin saber quizá que más decir.

—¿Y... tu novia está por aquí?

—No, anda de viaje. ¿Tú no tienes novia?

—No.

—¿Esposa?

—Menos.

—¿Novio?

—Je, je, no, novio tampoco.

—Bueno, creo que esta mensa de plano ya me dejó aquí plantada —mencioné, mirando hacia la dirección del baño, donde de seguro ya Betty se habría entretenido con alguien.

—Si quieres te puedo hacer compañía.

—Bueno, hazme compañía —le dije, divertida, dando un trago a la cerveza.

—Tienes una sonrisa muy bonita.

—Ji, ji... será el alcohol.

—No, no creo que sea por el alcohol.

Comenzó a sonar una canción movida, que me encantaba, que hacía mucho no bailaba, y emocionada comencé a bailotear en mi asiento y a cantar.

—¿Te gusta ésa?

—Mucho... ¿quieres bailar conmigo?

—Ammhh... no creo... yo nunca...

—Anda, anda... ven, quiero bailar —le dije, y, tirando de su brazo, insistente, contenta, inconsciente, lo hice levantarse.

—De veras que no... —siguió diciendo él, siguiéndome a regañadientes, excusándose, pero, tomándolo de las manos y moviéndome, lo fui haciendo que se soltara.

—Suéltate, así... anda...

—Hace ya tanto... —siguió quejándose, si bien, torpe, apenado, pesado, su cuerpo comenzó a moverse un poco.

—Ji, ji... eso, así... ven —seguí yo, sin soltar su mano, animándolo, brincoteando descalza, hasta que al fin conseguí desentumecerlo.

Todavía algo lerdo, grueso como era, intentó seguirme, acompañarme, mientras yo, contenta de verdad, brincaba como conejo, me reía, lo atraía hacia mí, me le contoneaba, y nos seguimos largo rato de esa forma, no sólo esa canción sino las tres o cuatro que siguieron.

Agitados, traspirando, al fin nos detuvimos, sobre todo porque yo ya no pude aguantar las ganas de ir al baño.

—Vale, vamos, también yo quiero ir.

Justo entonces fue que de verdad comencé a pensarlo, a considerarlo en serio, sin decidirme, diciéndome que si él me lo pedía, si me hacía alguna insinuación directa... pero entré al baño de chicas sin mirar atrás, segura casi de que al salir ya no lo encontraría.

Mientras me lavaba las manos escuché los gemidos al fondo, en el pequeño patio tras el baño, creyendo reconocer los gemidos de Betty, y tan sólo me sonreí. Loca, pensé; nomás usa condón, mensa.

Salí. Y ahí estaba.

Esperándome. Sonriente. Contento. Y yo también me sonreí, le recibí la botella de cerveza que me tendía y me fui a sentar con él a una mesa, donde nos la pasamos largo rato platicando, riendo, contándonos algunas cosas, yo cada vez más suelta, abiertamente coqueta, riéndome de todo lo que me decía mientras le daba de golpecitos en la mano, o el brazo, o el pecho, segura ya de que me iba a ir con él.

De lejos pude ver a mi amiga al fin salir del baño, toda despeinada y con el vestido de cualquier forma, y, al verme, tan sólo me guiñó un ojo y se fue con Lucy.

—¿Sabes? Si no tuvieras novia te pediría que fueras a mi casa —dijo de pronto, acariciando levemente mi brazo con un dedo.

—Si no tuviera novia me iría contigo con muchísimo gusto.

—¿Quieres venir?

—Sí.

—¿Nos vamos?

—Sí.

Así que pagó la cuenta, me tomó de la mano y nos fuimos alejando del ruido, llegamos rápido al estacionamiento y nos subimos a su auto, en relativo silencio, achispados los dos, yo nerviosa, él seguro que también, seguimos platicando alguna que otra cosa durante el camino, y unos veinte minutos más tarde llegamos al lugar.

—Es callado por aquí —mencioné, caminando hacia la casa.

—Son las cuatro de la mañana, mujer.

—Ah, sí, debe ser por eso, ji, ji.

Entramos, era un pequeño apartamentito, casi vacío y repleto de cajas de todos tamaños, y olía a pintura nueva.

—Apenas me estoy mudando —me comentó, aflojándose la camisa y encendiendo la luz...—. Estuve trabajando toda la semana y apenas tuve tiempo de... —siguió diciendo, pero yo no lo dejé terminar, incapaz de aguantarme, echándomele encima, besándolo y acariciándolo, sintiendo mi colita súper húmeda.

Él me besó, me abrazó, me agarró el trasero, comenzando a ponerse duro.

—¿Vamos al cuarto?

—Ahá —respondí, jadeando, sin dejar ya de besarlo, y me dejé llevar por él.

Nos echamos en la cama, manoseándonos, besándonos por todas partes, yo tenía tantas ganas, hacía tanto que un hombre no me penetraba, que nadie me hacía sentir mujer, y con ansia busqué su verga sobre el pantalón, lo acaricié, lo deseé, pero, cuando él entonces comenzó a quitarme el vestido, con un gesto, lo detuve.

—¿No te vas a decepcionar? —le pregunté, de pronto tímida, temerosa de que, al ver los postizos, se arrepintiera.

—Je, je, claro que no, no te apures, sé como es.

—¿Ya has estado con... trans?

—Un par de veces.

—Okey... okey —respondí, y, suspirando, ya sin ponerle obstáculos, lo dejé desvestirme, dejando al descubierto las caderas falsas, las tetas postizas bajo el bra, a lo que él, notando mi sentirme apocada de esa forma, de inmediato se me acercó y siguió besándome.

—Me encantas así, de verdad.

—Ji, ji ¿sí?

—Sí.

Lo ayudé bajando el zíper, desabrochando el pantalón, él se quitó la camisa, los zapatos, los calcetines, los calzones, y, peludísimo, grueso, barrigón cual era, lo seguí besando y manoseando emocionada.

—Penétrame... por favor... penétrame —le pedí ansiosa, atrapando con una mano su pija gorda y ya bien firme.

—Preciosa...

Me puse en cuatro sobre el colchón, bajé mis bragas a medio muslo y le paré el trasero, exponiéndole y ofreciéndole mi entrada de mujer.

—No tengo condón —me susurró, colocándose de todas formas tras de mí.

—Oh...

—Pero te juro que no tengo nada... de verdad.

—Pues, yo tampoco...

Se me pasó por un momento la idea de negarme, de decirle que fuera a conseguir uno; no que no confiara en su palabra pero... bueno, una nunca sabe... Luego pensé que habría que ir a la farmacia más cercana, así como estábamos ya de cachondos, desnudos, y, al cabo, dejándome llevar, inconsciente, excitada, o puede que sólo pendeja, le dije:

—Okey, dale.

Con cuidado se acomodó, escupió un poco en mi hoyo, con la misma punta de su pija lo esparció, escupió de nuevo y, tras recargármela de nuevo, hizo una pequeña presión.

—Mmhh —gemí yo, adolorida, un poco desacostumbrada, sintiendo cerrarse mi esfínter, y con una mano lo detuve.

Seguro que había estado ya con trans, o al menos penetrado a una chica por atrás, pues supo bien que necesitaba darle tiempo a mi esfínter de relajarse, y esperó, acarició mis nalgas, mi espalda, mis muslos, hasta que, una vez creyó el dolor pasado, volvió a acomodarse.

—¿Lista?

—Sí, sí.

Y con la punta presionó, enterrándoseme varios centímetros y haciéndome gemir.

—¡Aaammhh!

—¿Duele mucho?

—No, no... sigue... ahorita pasa —le indiqué, aguantando como hembra el dolor, bien consciente de que pasaría rápido y todo iría después de maravilla.

Así que él siguió, presionando y presionando, enterrándose más y más, mi recto iba cediendo de a poco ante su paso, mi ano se expandía lento, y yo, con los párpados cerrados, aguantaba, aguantaba.

—Ay, diosito, diosito... ayy... —gemía maricona sin moverme, sintiéndolo entrar en mí.

—Eso... eso... ahh...

Poco a poco entró lo suficiente para aflojar, apretar de nuevo y aflojar, apretar y aflojar, iniciando el mete-saca, con sus manos fuertes sujetándome por las caderas.

—¡Aayyy... ayyy... ayyayayy...!

—¿Duele todavía?

—No, no, sigue, sigue —le pedí, aunque aún sentía en efecto una ligera punzada.

—Okey... okey... ahhh... ahhh...

Un momento después, ya sin dolor alguno, sueltos, comenzamos propiamente a coger.

—Ayy... ayyy... sí... sí...

—Ahh... ohhh... eso...

Él estaba ya bien dentro, aunque aún no sentía el rozar de sus testículos, indicándome el tope.

—Mmhh... sí, sí... más... más... mmhh...

Mi verga estaba durísima también, y brincoteaba entre mis piernas sin nada qué hacer en realidad, en tanto él seguía y seguía entrando, duro, cada vez más fuerte, dueño ya por completo de mi cola.

—Ahh... nena... ahh...

—Mmhh... nene hermoso... mmmhh...

Era tan rico ser penetrada, ser la hembra otra vez, entregarse por completo y sumisa al macho, a un macho auténtico como lo era él.

—Sigue, sigue... mmhh... —le pedía acariciando su muslo.

—¿Te gusta, eh? ¿Te gusta?

—Sí, sí, me encanta... ¡Dios mío, me encanta la verga, me encanta!

—Ahhh... preciosa... oohh...

Comenzó a darme durísimo, dejándose llevar con todo, excitado, jadeante, rudo, y yo ya no pude dejar de gritar, confesándome a mí misma lo muchísimo que había extrañado coger como es debido, como la hembrita que no podía seguir negando que era.

—Sí, sí... cógeme, cógeme... por favor, cógeme...

Sus güevos ahora sí que rebotaban rítmicos contra mi trasero, su pelvis chocaba dura contra mis nalgas, en tanto a cada nuevo empuje su verga gorda me entraba ya completa por detrás, dilatando al máximo mi ano-coño.

—¿Sabe tu novia que eres mariconcita?

—No... no sabe...

—¿Y por qué la engañas, mariconcita?

—No sé... no quería... es que no puedo... evitarlo...

—¿No puedes evitar ser mariconcita?

—No, no puedo.

—Pues no lo hagas... lo que necesitas es un macho que te dé verga.

—Sí... lo sé... lo sé...

—¿Quieres que yo sea tu macho?

—Sí... quiero que seas mi macho...

—Muy bien... muy bien... ahhh... ahhh...

—Ay, Diosito, sí, sí... qué rico, qué rico... ¡qué rica vergaaa!

Y se siguió una cogida sabrosísima, como pocas veces me había pasado, o nunca más bien, complementándonos increíble, acoplándonos perfecto; nos leíamos, nos entendíamos, agarrando un ritmo a veces frenético, a veces tierno, haciéndome desear no separarme nunca ya de él.

—Nene hermoso... mmhh... más, más...

—Nenita rica... ahhh...

—¡Ay, ay, ayayayyyy...!! —grité entonces extasiada, estremeciéndome y deslechando sobre las sábanas todo mi semen de mujer.

—Nenita... nenita... ahhh.... ¡Ohhhh, ahhhhh!

Sintiendo la repentina apretura de mi esfínter él aceleró, se me dejó ir con todo, fuerte, grande, poderoso, hasta que al fin, sin darme tiempo a recuperarme de mi orgasmo anal, también él expulsó un gran chorro caliente de semen fresco, leche de hombre que preñó mis entrañas.

—¡¡Ohhh, ahhhh, ahhhhh!!

Nuestros cuerpos siguieron un rato todavía por inercia, aliviados, descargados, enamorados uno de otro, hasta que al fin, ya flácida, su verga resbaló de mí.

Nos quedamos un rato recostados, en silencio, recuperando el aliento.

—Coges riquísimo —me susurró luego, acariciando mi hombro.

—Ji, ji, tú coges riquísimo.

—Será que cogemos riquísimo los dos.

—Sí, ji, ji.

—¿De verdad vas a ser mi hembra?

—Sí.

—¿Y tu novia?

—No sé —le respondí meditativa, por un instante inquieta, no sabiendo de verdad qué es lo que iba a hacer con ella, o con toda esa vida que en los últimos meses me había esforzado tanto en “enderezar”.

—Bueno, no importa, mientras sea yo tu único macho.

—Vas a ser mi único macho —le respondí sincera, contenta, esperanzada como no lo había estado desde hacía meses, y tan sólo lo besé.

Era tardísimo, o más bien tempranísimo, el sol ya comenzaba a asomar, así que, rendidos, un poco platicando en susurros, tan sólo nos fuimos quedando dormidos. Al despertar, muy tarde ya, no volví a mi departamento, sino que, después de desayunar-comer con enorme apetito, me quedé con él el resto del día, toda la noche también, diciéndome a cada momento que ya debía regresar, pero llegó el día siguiente y no me fui, estuvimos juntos hasta la noche, platicando, jugueteando, cogiendo duro y luego durmiendo, hasta que al fin, no habiendo de otra, tuvimos que despedirnos el lunes por la mañana.

Y así fue como empezó.