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Primera vez en la mazmorra

en Gays

Hoy he visto bailar un hombre. Bailaba mientras sus manos prendían sobre su cabeza. Apenas acariciaba el suelo con los dedos de los pies que se fundían con la pequeña alfombra de cebra que iluminaba la sala, de un negro opaco.

Al entrar me transformo, la electricidad sacude mi cuerpo, sale el sadista a saludar. Mi primera vez en una mazmorra plenamente seguro de ello. Ya había paseado, follado, mamado, fisteado anos entre hombres erectos, hombres con el culo suelto, sudados, todos bebiendo agua en diferentes clubes en Berlín. Pero esto era diferente.

Una mazmorra para trabajar. A solas él y yo, conscientes de lo que iba a ocurrir. Previos pactos eternos. Sí. No. Esto. Aquello. Rojo y paramos. Fuego por la polla y los huevos y el ano. Flagelación hasta la marca. Cera hasta cubrir la polla. Tenía fe cristiana en que iba a hacer de él un buen sumiso.

Entré. Techos altos, antigua fábrica con montacargas en vez de ascensor. Un espacio amplio, armario de roble, poca luz más allá de un pequeño foco bajo el cual se encontraba él. Suspendido de las muñecas y con el antifaz ya puesto. Una cama victoriana con cabecero de hierro y un dosel de tiras de tela negra. Una mesa sobre la que encuentro un frasco de alcohol y un espejo desde el cual espío a mi cómplice. Me acerco y empiezo a notar cómo se me pone duro el rabo.

Él está desnudo. Delante suyo un sofá donde me siento. Empieza a respirar fuerte, se siente presa, veo como le gotea el rabo de precum.

A mi derecha, sobre el sofá de piel, un flogger con cuerdas trenzadas, una vara de madera, un látigo y una vara pequeña más flexible. A mi izquierda una mesa auxiliar. El dinero en billetes de 50, un par de velas blancas y un mechero.

Me levanto y tatareo, lo rodeo mientras rozo con el índice su cuerpo que cada vez respira más y más deprisa. Sé lo que quiere. Digo en alto “Rojo, ¿entendido? Y todo terminará”. Sigo paseándome a su alrededor, ahora con los dedos índices y corazón, paso las uñas sin presión. No responde rápido así que agarro la vara u se la coloco en la garganta. Aprieto un poco y repito.

“¿Entendido?”

“Sí, amo, entendido”

Y empieza la sesión.

Su polla se endurece, babosea, se retrae, parece un botón. Tengo que agarrarlo fuerte, controlar que el fuego no le queme más allá de lo que quiere. Se endurece, gime, lubrica como una perra.

El tiembla y se aparta. Le golpeo la cara para que sepa que no puede hacerlo. Me da las gracias. Le doy un beso en la mejilla. Me aprieta la polla dentro del pantalón ceñido que llevo sobre el que cae la cera. Decido sacarme el cinturón, le rodeo la polla y los huevos con él y aprieto. “No te vas a escapar”.

Tiene los huevos grandes, cuando se porta mal, golpecitos con la palma de la mano. “Sabes que tienes prohibido moverte”. “Sí señor, lo siento señor”.

Cuando me canso, le trabajo el ano y la llama le quema los pelos que descuidó al depilar. Se porta bien, muy bien, esta vez. Gime fuerte. Reconozco el subidón de adrenalina cuando me aparto y tatareo de nuevo. Reconozco el deseo. Quiere más, le tiemblan las piernas.

Me quito los pantalones y me acerco al sofá. Agarro la vara más larga. Le miro y le acaricio con ella. Me golpeo la mano, después el sofá. Él grita, ríe, su cuerpo se vuelve rígido. Desea la sensación de la madera rasgando la piel. Le acaricio suave y empezamos de nuevo.

Probamos la vara, en las nalgas, los muslos. Pasamos al flogger, ya está rojo pero quiere buenas marcas que ver más tarde y pajearse. Agarro el látigo pesado. Doy distancia. Apunto, disparo. Grita, como un animal, desde las entrañas. No deja de soltar líquido por la polla.

El blanco de su piel se vuelve rojo. Me acerco y contemplo. Acaricio. Él tiembla. Compruebo la circulación de las manos. Lo pego a mi cuerpo y él gime, se retuerce, busca mi polla con su culo. Le agarro de la nuca y lo coloco a mi antojo.

Seguimos con el flogger. Seguimos con el látigo. Lo bajo. Lo pongo a cuatro y mientras me trabaja las botas lo examino. Su cuerpo. Le agarro de los huevos, estiro, aprieto, golpeo, se retuerce.

Lo llevo al potro. Lo ato. Le abro las piernas y empiezo a encerarle el culo, la polla, los huevos. Acaricio la piel dalmatada, rojo y blanco, hay miles de colores entre capas y capas de piel. Rasco la cera seca, lubrico su polla con su propio precum.

Gime y gime y pide más con el cuerpo. Trata de acercarme el culo pero no puede. Lo intenta y yo admiro el espectáculo. Me aparto, retrocedo y miro.

Admiro la bestia caliente, la perra que gime enrabiada, poseída y no se avergüenza. Llegamos a la desesperación. Me pide entre jadeos y ruegos y me hace pensar en las misas dónde alguien exige entre lloros al cura la excomunión. Misas, sacerdotes. Sacerdotisas, sotanas, hábitos, incienso, el cuerpo y la sangre. Esta es nuestra liturgia.

Dejo que se corra con mi polla en la boca. Su lefa se mezcla con la cera ya seca.

Aquí termina la sesión. “lo has hecho muy, muy bien” le digo. Le cubro con una manta. Nos reímos de nuevo, risas de felicidad ya no más histéricas de placer.

Como acordamos él se mete en el baño mientras me visto recojo el dinero y me marcho. Salgo feliz, la dómina que regenta el sitio me enseña las demás habitaciones, charlamos un rato y me pide que vuelva pronto. Me marcho y ya en la calle huelo a sexo, miro mi pantalón y veo manchas de cera que trato de quitar con las uñas pero deja marca.

Alguien va a tener que pagar por ello pronto, y más le vale portarse bien.