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Le comenté que ser amigos no tenía porque entenderse de una manera tan restringida.

De hecho me parecía que no conocernos mas allá de tomar unas cervezas y charlar de lo cotidiano era absurdamente estrecho de miras. Porque a mi me gustaba. Así se lo dije. Es posible que nuestra amistad y nuestra facilidad para conversar estuviera reforzaba por mi atracción hacia ella. Creo de hecho que esto, a mí al menos, suele pasar bastante.

Por eso le propuse irnos a alguno de nuestros pisos y acariciarnos con parsimonia y sensualidad. La verdad que yo no veía nada malo en ello. Me parecía de lo más natural bajarle despacio su vestidito veraniego palabra de honor para que sus pezones saltaran respingones por la presión de la tela elástica. Yo entonces se los repasaría con la punta de mi lengua, despacio, casi religiosamente, para continuar descubriendo sus pechos, blancos y grandes, lamiéndolos con una mezcla de devoción y lascivia.

Creo que los jóvenes ahora lo llaman “petting” le dije. Hacer de todo pero sin penetración. Ella me miraba cada vez mas sorprendida. Pobre, creo que pensaba que aquella tarde no iba a ser distinta a las anteriores: “…salir, beber, el rollo de siempre…” que diría Extremoduro. Así que escuchaba con los ojos abiertos como platos mi invitación a abandonarnos. A llegar al piso y no avanzar un solo paso por el pasillo antes de comerle la boca. Esa boca que nunca le había rozado más allá de los dos besos puritanos de saludo y despedida. Esa boca que descubriría con mis labios, con mi lengua curiosa y libertina. Abrírsela, y que ella se dejara y quien sabe, no solo se dejara sino que también se desatara, que nos comiéramos las bocas como dos náufragos buscando tierra, asirnos al salvavidas de nuestras salivas, nuestras gargantas que se ofrecerían mas y mas a meterles la lengua, chocando los labios descontrolados y emitiendo los primeros gemidos cuando mi mano apretara sus pechos por encima de la ropa.

Después tú me cogerías de la mano y avanzaríamos por el pasillo hasta la habitación. Pero antes yo descubriría el sofá del salón y me acordaría de otras veces que habríamos estado ahí mismo charlando pudorosamente de temas aburridos. Todas esas veces me hubiera gustado abalanzarme sobre ti y meterte la polla casi directamente, porque en pocos segundos tendría mi miembro tieso para demostrarte todo lo que me gustabas. Así que como digo, al pasar por el sofá del salón mi mano tiraría de ti, un poco bruscamente, y te empujaría contra el sofá. Tú reirías divertida porque entenderías muchas cosas sin yo decirte ni una palabra. Y creo que sería ahí donde como te decía al principio te comería los pechos, con tanta alevosía que tus gemidos tímidos se volverían mas repetitivos e intensos, empezando a mojar tus bragas a las que yo accedería con mi mano libre. Esa incomparable sensación de tela húmeda que esconde el mojado tesoro, tu pubis ligeramente peludo que yo acariciaría de atrás a adelante por encima de tus bragas primero, para abrirme paso por los laterales después.

Me pedirías calma, me dirías que despacio y así lo haría. Mis dos dedos resbalarían sobre tus labios mayores, menores, sobre tu húmedo clítoris, poco a poco, disfrutándolo, como si cada segundo fuera oro, que lo era, aunque oro líquido mas bien. Y yo sintiendo mi miembro durísimo, con unas ganas locas de que me abrieras el pantalón y lo acariciaras con tus manos de mujer, con tu boca de mujer. Que empezaras a comérmela y ver como cerrabas los ojos de repente, justo en el mismo momento en el que yo te metía dos dedos en la vagina inesperadamente. Qué despacio entraría y saldría por tu cavidad ya inundada de flujo. Cuánto placer al sentir tu lengua deslizarse una y otra vez por mi miembro. Cuánto deseo retenido durante largo tiempo que ahora se hacía realidad.

No sé hasta donde llegaríamos, la verdad. Puede que con la insistencia cada vez mas nerviosa e infame de mis dedos y tu boca llegáramos ahí mismo al orgasmo. Que los dos gimiéramos felices y a la vez riéndonos. Ese es el mejor orgasmo: el que mezcla risas y espasmos. Pura felicidad estallando descontrolada. O tal vez tu me pidieras que te follara en el sofá, como en mi sueño, empujarte una y otra vez sobre el incómodo lecho, cambiarte de postura, ponerte a dos patas y metértela por detrás con tu imponente espalda erguida sobre el respaldo del sofá. Y ahí si Pilar, correrme a gusto  dentro de ti. Sintiendo que había llegado a tu cuerpo-hogar. Descansar sobre tu espalda sudada y temblorosa por nuestros respectivos orgasmos. Sentir que lo habíamos conseguido los dos, juntos, que habíamos llegado a ese lugar que demasiado tiempo había estado esperando dormido.