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La limusina

en MicroRelatos

LA LIMUSINA

"La limusina", como le gustaba llamarla a Ricardo, era un flamante Mercedes-Benz de dos años de edad, nada menos. Puro lujo, todo confort en sus asientos calefactados, tapizados en cuero suave. Setenta, ochentamil euros a ojo. Su carrocería impecable en negro metalizado brillaba bajo la luz nocturna como un espejo: ni un rayón, ni una mota de barro en sus llantas labradas con el logotipo de la marca. Aquella envergadura majestuosa, esa largura anómala nunca hubiese podido caber en un aparcamiento convencional. No era, desde luego, el tipo de vehículo que uno espera encontrarse a las tantas de la noche en el parking cubierto de un centro comercial, atravesado en diagonal y ocupando cinco espacios, haciendo chirriar los amortiguadores. Todos esos gemidos ahogados, ese sonido húmedo de carne entrechocando -casi como palmadas- estaban fuera de lugar.

Supongo que aun antes de ver la enorme cruz impresa en uno de los laterales o escuchar los bufidos con claridad la pareja de guardias de seguridad ya sabía que algo iba mal. Hasta entonces seguramente solo hubieran tratado con yonquis que utilizaban esos soportales para colocarse o algún ladronzuelo que pretendía usar la oscuridad de los almacenes e intentar robar, pero un coche -uno como el nuestro- debía ser como encontrar un OVNI. Tenían que acercarse a verlo. No lo pudieron evitar.

Tampoco es que fuera muy difícil observar de lejos las cortinillas cerradas de blonda que ocupaban las ventanas de todo el espacio trasero, advertir cómo se movían en oleadas al compás de lo que ocurría en el interior. La suspensión puede que fuese magnífica, pero ¡Dios! Ricardo siempre ha sido un animal y esa noche se encontraba especialmente hambriento. Si otras veces ya era duro, ahora se estaba ensañando de verdad, con una voracidad que compensaba las ausencias del resto de la semana. Estaba tan concentrado alimentándose de mi pobre cuerpo, devorándome las carnes hasta hacerme chorrear que ni siquiera oyó sus pisadas. De haber querido irse, ese par de subnormales hubiesen podido hacerlo de sobra, sin más. Tenían tiempo, podían decidir saltarse su obligación, obedecer al sentido común y patrullar otra zona o volver al cuarto de las cámaras para tomarse tranquilamente un café.

¿Es que en este país ya nadie ve películas de terror...?

¿No han aprendido nada, de verdad?

No, supongo que no. Tuvieron que tentar a la suerte y acercarse sigilosamente a las lunas empañadas, pegar sus jetas al cristal hasta deformarlas. Encender después las jodidas linternas (¡error!) y enfocar através de la tela de los cortinones su espalda desnuda y tatuada, las vértebras salientes, sus costillas marcadas, observándolo encaramado sobre mí como los carroñeros de algún documental, retorciéndose, lamiéndome... Mi alarido en su oído cuando la luz me dio en la cara hizo que se incorporara de pronto y golpeara el techo con la cabeza. Gruñó de dolor y se giró como un rayo hacia ellos por puro instinto. El haz le dio entonces de lleno en los ojos, sensibles y claros. Es fácil imaginar lo que vieron: alguien muy pálido y delgado, con aquellos dientes enormes manchados de un rojo brillante que se le escurría por la barbilla; los labios contraídos en una expresión de pura rabia. Una cosa escuálida, demacrada, con extremidades increíblemente largas que manoteaba y golpeaba la ventana para que los LED no le enfocasen en las pupilas. Abrió la puerta del maletero de un par de potentes patadas, entre bramidos.

Los otros no necesitaron nada más. Para cuando finalmente consiguió rebotar sobre la superficie acolchada y salir, los seguratas ya le llevaban muchos metros de ventaja. En su huida habían dejado caer las linternas, la defensa y un reguero intermitente de orina.

-¡Putos mirones de mierda!¡Me cago en Dios!- Gritó, sin pantalones y a pleno pulmón, y su voz resonó como un trueno en el aparcamiento vacío. Dos o tres murciélagos que colgaban de las tuberías salieron volando, entre chillidos. Uno de los hombres se giró para mirarlo y tropezó mientras corría, pero él no lo persiguió. Se limitó a quedarse ahí parado, desnudo y cabreado, con aquella estatura de gigante, su piel casi gris de alienígena; el calor escapándosele como un halo de vapor por los costados. Luego simplemente se quitó el condón y lo arrojó a un lado. Mascullando una retahila palabras ininteligibles, subió su ropa interior y se dejó caer en el borde de aquella especie de maletero del coche, haciéndome rebotar dentro. Lanzaba escupitajos al hablar entre dientes de pura frustración. No se le entendía un carajo.

Yo no sabía si él temblaba aún del sobresalto, del enfado o del frío, destemplado después del calentón, pero busqué a tientas la chaqueta de su traje de trabajo y gateando hasta él, se la eché por encima. Tras un respingo inicial, Ricardo me retuvo la mano sobre su hombro y me acarició el dorso con su pulgar. Una ternura ansiosa.

- Espero que esos mierdas no hayan sacado fotos o tomado la matrícula...

Le besé los dedos y me abracé a él. Aún le latía con fuerza el corazón como cuando se acercaba al orgasmo. En el reflejo de la portezuela trasera nos sorprendieron mi pelambrera desordenada de niña del exorcista, su jeta de Nosferatu. Divertido por su aspecto, se tocó la cara y la colocó en varias poses y muecas aterradoras, antes de relamer con gula mi carmín encendido, esparcido ahora por todo su el mentón y sus labios. Después se tiró sobre mí e hizo lo propio con mi propia boca, quitándome a bocados el pintalabios corrido. Metido en el papel, me mordió el cuello, hasta que las cosquillas hicieron que lo encogiera y pataleara de la risa.

Por un momento pensé que volvería a cerrar el vehículo y continuaríamos la fiesta.

-Nena, -susurró- vístete y vámonos antes de que llamen a la policía.

Lenta, perezosamente, nos separamos y comenzamos a abrocharnos cremalleras y botones con mucho más cuidado de como nos los habíamos quitado. Esas cosas siempre se hacen cuesta arriba, como fregar los platos tras una buena fiesta. Ni siquiera darme dos palmadas en el trasero con esas manazas que abarcaban la nalga entera logró animarme. Ya no tendríamos tiempo de encontrar otro sitio y volver a montárnoslo antes de que empezase su turno nocturno. No podría subirlo a mi casa.

Para cuando se bajó ya había logrado ponerme la camisa y la falda. Él mismo me esperaba en el asiento del conductor con mis bragas recién descolgadas del retrovisor, haciéndolas girar alrededor de un dedo como un hula-hoop, desprendiendo ahora un olor a ambientador de pino barato en cada vuelta. No dejó que se las arrebatara fácilmente. Probé una, dos veces hasta que lo acabé arañando.

Bufó de risa mientras me las ponía. Al menos no parecía muy disgustado. Al percibir mi inquietud me tomó del mentón y me besó, en su cara la misma mueca canalla de siempre. Resultaba reconfortante y tranquilizador verlo pese a todo satisfecho.

Ya en el barrio, las pocas personas que estaban en la acera paseando a sus perros se dieron la vuelta en cuanto entramos, como ante un pájaro de mal agüero. La mayoría ni siquiera esperó a que termináramos de aparcar.

Los vi meterse con rapidez en sus portales y persignarse mientras él me abría galantemente la puerta del pasajero. Solo le faltaba una gorra de plato para terminar de parecer el chófer de la marquesa, el conductor de una de esas viejas que aún hacían llevar uniforme al servicio.  

Los únicos que siguieron allí fueron una pareja anciana que fumaba en el balcón, inclinados sobre la barandilla:

-Me juego lo que quieras a que han venido a por la Josefa...

-Seguramente... Estaba mayor la mujer ya.

Saqué las piernas y volví a calzarme los zapatos sobre el asfalto sin prestarles más atención, aún sentada en "la limusina". Para mí aquel coche de Funerarias Unidas era mejor que la carroza de Cenicienta.