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Las tres vidas de Mary Donovan -2

en Grandes Series

Las tres vidas de Mary Donovan -2:  Decisión familiar

 

(Disclaimer: esta historia tiene lugar en el siglo XIX y sus personajes tienen ideas, prejuicios y puntos de vista propios de la época. Todos ellos hablan en inglés, salvo en aquellas palabras o frases que aparecen en cursiva.)

Por favor, quédese sentado. Hágame caso, no hace ninguna falta que se mueva ahora. Solo señale lo que quiere y yo se lo traigo. Créame, a estas alturas y con todos los gritos que me ha dado en estos casi dos años conozco de sobra dónde tiene cada cosa.... El orden de cada frasco en las estanterías, lo que son todas esas plantas resecas que tiene colgadas en manojos del techo, con los tallos trenzados como los ajos prendidos de los balcones en mi pueblo.

Como la diadema de flores que me regaló la primavera pasada cuando vinieron aquellos músicos y que aún conservo atada a uno de los postes de la cama, a donde debí haberle conducido cuando tuve la oportunidad. O tal vez al granero, ¿es más de su gusto...?. Si logré hacerle bailar aunque solo fuera por un momento, le aseguro que eso otro también lo habría conseguido. Sus manos seguían en torno a mi cintura bastante después de que la música hubiese acabado.  ¿No irá a decirme que eso también fue casualidad, que con otro vaso de whisky o un par, no...?

Está bien, está bien. No se enfade, ande, que toserá el doble. Prometo solemnemente no volver a hablar de ello... pero sabe que es cierto. Y no le hubiese venido tampoco mal, si me permite la opinión. Sonreiría usted más. No es sano ni normal que un hombre de su edad, aún guapo —sí, he dicho guapo, no me mire con esa cara de haberse comido un sapo, porque lo retiro—  se prive de algo tan necesario. Todo el día a solas con una mujer, metido en este cuchitril... ¿De verdad que no se lo pide el cuerpo, doctor?

Tome, otro cojín. Siempre estará mejor con la cabeza un poco más levantada. Está enfermo, no haciendo penitencia ¡qué menos que un poco de comodidad!. En un momento le tendré lista la cocción de regaliz, —usando la raíz, lo sé, no el tallo. Despreocúpese— a ver si le funciona de una vez y podemos dejar de buscar algo que le calme sin tener que recurrir a la morfina. Con todo el ruido que hace últimamente a mí tampoco me está dejando dormir.

No es que no aprecie estas noches en vela junto a usted, pero será un milagro si al final logro pegar ojo más de cuatro horas entre ayer y hoy. Esto de las toses se está volviendo agotador, y se lo dice alguien acostumbrada a pasar largas jornadas a caballo. Veremos si no acabo desgraciando a algún paciente...

¡Hey, siéntese! Era una broma. En esta época del año todo lo que tenemos pendiente es el parto de la viuda McDonald, que tiene que estar al caer. Lo de averiguar quién es el padre ya es algo más complicado. Las apuestas están cinco a uno a favor del sastre, seguido del reverendo. Hay otros candidatos, entre ellos el difunto marido naturalmente, pero los dos sabemos por fechas que eso sería tirar el dinero. ¡Ese día va a haber más expectación que en las votaciones a alcalde, se lo digo yo!  Y eso que no hay modo de saber a ciencia cierta quién es el ganador, solo un leve parecido. No se extrañe si recurren a usted para un veredicto en caso de empate... (La mayoría sigue pensando que el título de medicina viene acompañado de poderes adivinatorios, imagínese.)

Creo que es por eso que Ian Tarleton, el chicuelo del banco, ha iniciado otro juego paralelo acerca del color, para que la cuestión se resuelva de un modo más claro. ¡Británico tenía que ser! Tienen fama de hacer estas cosas de un modo casi deportivo... Sé que no debería, pero he acabado poniendo veinticinco centavos al negro en su nombre, solo por diversión. Me consta que de esta tampoco nos haremos ricos. Además, se agradece de veras que las vecinas del pueblo tengan algo que distraiga su atención, tras meses de preocuparse de lo que hacemos usted y yo, solteros y viviendo en la misma casa.

Claro que cuando uno se ha ganado ya la fama no se pierde demasiado dando motivos reales para justificarla. Piénseselo... O no.

Como quiera. Sin presiones.

Aquí tiene su taza calentita. Calentita es un decir... Sorba con cuidado, que aún quema. Bueno, por eso y para que no se le suba a la cabeza: me he tomado la libertad de ponerle un chorrito de ginebra esperando que entrase mejor. A estas horas de la noche no apetece nada que no sea alcohol, y ya que parece que vamos a compartir insomnio, lo suyo es acompañarle también en esto. De hecho he empezado un poco antes, no sé si lo ha notado. Me consta que es un mal hábito, muy poco femenino, pero ¿qué quiere? Uno no puede vivir entre perros y esperar que no se le pegue alguna pulga.

Y mire, siendo positivos, ya es otra cosa que tenemos en común.

No es una crítica, de verdad. Tengo la convicción de que se puede beber sin resultar un incordio para los demás. En un domicilio particular como este, por ejemplo. La bebida tiene la capacidad de sacar lo que uno lleva dentro, cierto, pero no de crearlo de la nada. Por mucho que tome, nadie da problemas si no es violento, ni se convierte en un... Da igual. Trague y ya está. No estoy en posición de juzgarle.

A mí se me suelta la lengua, como ve.

Él en cambio era un poquito como usted. Mi Jack, digo. ¿Le sorprende? Me refiero a que era del tipo silencioso, que bebe constantemente hasta acabarse el trago, casi sin respirar. Sin hablar de amistad, del pasado o de grandes ideas, como si solo pudiera concentrarse en la tarea de acertar con el borde del vaso en la boca. No resultaba tampoco un bebedor muy risueño.

Aquella tarde no solo terminó bajando para tomarse mi tisana, sino que decidió mejorarla añadiendo tres cuartas partes de aguardiente de maíz— lo que conociendo a Mrs Donovan seguramente fuera una receta familiar. Jill y yo procuramos dedicarnos a cargar las alforjas de su caballo y dejarlo muy en paz, cerrando discretamente la puerta de la casa y obligando a los niños a salir para que no pagara su malestar con ellos. Necesitaba espacio y algo a lo que patear.

No es cosa fácil ni agradable ser forzado a ir a rescatar a la misma persona que llevas cuarenta y tantos años odiando, esperando a que se muera.

—Mirad lo que ha traido el gato...

A la voz de Colin los otros siete hombres se volvieron hacia él cuando finalmente salió por la puerta, calándose el sombrero hasta más allá de las cejas para evitar aumentar su jaqueca con los rigores del sol. Un problema que yo también compartía.

—¿Lo has consultado con la almohada?

—¿Has descansado bien, Jack?

Sin responder a las burlas de manera alguna, se limitó a apartar de su camino a empujones a dos de ellos y quitarme las riendas de un tirón, quemándome los dedos por el roce.

Mientras aún estaba soplándome las yemassubió de un salto a la silla sin tocar apenas el estribo ni esperar a nadie, y emprendió la ruta a la penitenciaría de Rusk. No tuvo palabras de despedida para su mujer ni sus críos. Si tiempo después se arrepintió de ello es algo que desconozco y prefiero sinceramente no pensar.

Lo que sí hizo fue aminorar la marcha de su caballo al pasar por delante de su madre, escupiendo al suelo por el hueco del colmillo a modo de adiós. Si quedaba alguna duda de que no iba por su gusto, eso las disipó por completo.

Nunca hizo falta que nadie me lo dijera, pero cualquiera que tuviese ojos en la cara podía darse cuenta de que entre los dos hijos mayores había una historia antigua y desagradable de rivalidad. Principalmente por parte del segundo, porque lo que se dice Frank... imagino que consideraba a su hermano un mal necesario. Alguien peligroso con el que amenazar a los demás para mantenerlos en línea, y que en cambio le permitía a él mostrarse como "el Donovan razonable"; un jefe severo pero educado, con el que se podía hablar, como contraste con su lugarteniente más salvaje, Jack el irritable, el impredecible, que saltaba como un resorte. Jack-in-the-box *.

Jack "el Chacal".

En ese sentido no funcionaban mal, con la pequeña salvedad de que a él jamás le gustó obedecer a nadie. Bien podía ser su instrumento, su hombre de confianza, su brazo armado, pero se encontraba evidentemente un peldaño por debajo, amortiguando el descontento y aumentando la popularidad de Frank por comparación. Ocurría hasta en el seno de la propia familia; una relación que ni siquiera podía cambiar, porque llevaba demasiado tiempo establecida.

Tal vez por eso la sucesión en el liderazgo no había ocurrido tal y como debía, con total normalidad. En sus propias palabras, hasta ausente su hermano mayor —con perdón— le jodía. Con sus reproches, además, aquella mujer que debería de haberle apoyado le estaba obligando a postergar sus ambiciones e ir a buscar a su favorito.

No le perdonaría haber expresado tan a las claras su predilección.

Pugnando por dominar su furia ante semejante desprecio, Molly intentó no obstante despedirse de un modo cordial de sus otros hijos, relevando a las mujeres de Séamus y Colin en guardar bizcocho recién hecho en los recovecos de sus petates. Se veía que estaba tratando de no torcer demasiado el gesto ante los abrazos y los besos —muy poco decorosos— con los que los acaparaban sus nueras, una blanca y una india desvergonzadas, que sobaban a sus maridos como no iban a poder hacer en mucho tiempo.

Por si se lo está preguntando, ser la esposa de un bandido es sorprendentemente parecido a ser la de un pescador, una vida tranquila y bastante solitaria. Unas pocas semanas de afecto y vestidos nuevos seguidas de largas temporadas en las que no se sabe nada de ellos. Muchas tardes bordando, atendiendo a sus muchachitos y mirando al cielo, pensando en cómo estará yendo la captura, sin saber realmente si se está esperando a un muerto; cuántas otras mujeres tendrán en cada puerto o en cada pueblo en que recalan. Tratando de olvidarlo, cultivando enemistades más o menos cordiales y haciéndose daño entre otras en la misma situación, inventándose pruebas, indicios de traición. Gajes del oficio.

Ahí donde la demás tenían la duda, Jill tenía la certeza de que su marido no cabalgaba hacia una amante porque se la llevaba ya puesta, atada permanentemente a su cadera como una canana, y había aprendido a vivir con ello. No rezaría para que regresara, aunque a la vuelta —y calculábamos que pasaría cerca de un mes seguramente, entre escondernos y reagruparnos para despistar a las autoridades en lugar de traerlos directamente hasta el asentamiento— era probable que tuvieran un hijo nuevo.

Verla allí, sentada en la mecedora del porche con la vista perdida en el horizonte hacia el que Jack había partido, amamantando a un bebé y con otro en las entrañas, cuando él se había ido sin dedicarle una mirada me llenaba de una ira y una angustia que no puedo describir. Por ella, por mí, por la razón que pese a todo haría que terminase montando en mi yegua y le siguiese.

A aquel hombre podía consentirle muchas cosas terribles y vergonzosas, sépalo usted, pero no permitiría que me relegase a mí también al papel de ama de casa. De mujer que espera, como una de esas grandes cerdas a las que se mantiene inmóviles de puro gordas en la cochiquera, cuya única alegría es ser cubierta por su macho. No señor. Mientras me quedase aliento no iba a consumirme entre cuatro paredes de mera melancolía, como hubiese sucedido en el hogar de mis padres, así se me quemase tres mil veces la cara. Ya ve, me daba menos miedo terminar sufriendo todas estas manchitas en los pómulos y en la frente que enmohecerme y coger polvo con piel de muñeca de porcelana, olvidada pero hecha una “bella del sur”. La banda de "Dollface" Frank y el mismo Chacal terminarían entendiendo que yo no estaba ahí por su capricho, sino por derecho; que aunque Jack no fuese el líder podía contar conmigo en todo momento. Ser su compañera en todo menos en nombre. Les demostraría a los Donovan que merecía su respeto, empezando por él.

Creo que pese a todo Molly lo comprendía, ¿sabe?. Esa necesidad de no quedarse atrás. Ese deseo. Por eso, cuando vino a traerme las sobras del pastel no se atrevió a discutir frontalmente la cuestión.

—Lo han hecho las hijas de Frank como agradecimiento. Tal vez no se atrevan a hablar con ese energúmeno de hijo mío por ahí suelto, pero están muy preocupadas por su padre.

—Todos lo estamos, señora.—Contesté, antes de envolver los pedazos en un pañuelo y guardarlo en un bolsillo. No hice ningún comentario acerca de la corteza parcialmente quemada.

—Ojalá pudiera decir que es cierto.

—Lo juzga usted muy duramente— señalé con el mentón la dirección por la que Jack se había ido.— Se ha puesto en marcha ¿no es verdad?

—Prefiero no saber cómo lo has conseguido...

—Hablando, nada más. —Intenté ignorar su mueca incrédula.— No tema, se le pasará el enfado.

—A él es posible, pero a mí... — Mrs Donovan negó con la cabeza— ¡Y no solo por el gesto, sino por la irresponsabilidad! Se ha despreocupado completamente de la decisión más importante...

—¿Cuál?

—¡Valiente bandida estás hecha!—Sonrió con amargura, antes de aclarármelo ante mi desconcierto— ¡A quién se lleva y quién se queda con nosotras, por supuesto!

—Cierto. No puede irse tan alegremente y dejar todo esto desprotegido. El dinero...

—El dinero, el ganado y los niños —puntualizó.—Son tres cosas que duran muy poco sin ayuda en este sitio, y siempre se siente uno más cómodo si quedan a cargo de alguien de la familia.

—Imagino que además de Jesús, Proinsias y Henry, dejarán a Jimmy, entonces.

—Imaginas mal. Ese maldito idiota tampoco atiende a razones. Se ha montado en el caballo antes de que le pudiera dar una buena tunda y encerrarlo en casa… Cuando vuelva lo pienso despellejar.

—Señora, él solo quiere ayudar.

—Ni hablar. Es demasiado joven y necio como para dejar pasar la oportunidad de impresionar a Frank. Quiere estar ahí cuando lo liberen y recibir unas palmaditas en la cabeza.

—Conociéndolo, le aseguro que eso no es lo que va a pasar...

—¡Claro que no! Frank lo va a moler a bofetadas en cuanto lo vea por arriesgarse tontamente. No sé qué demonios piensa ese muchacho que puede hacer contra hombres mucho más experimentados y que ya os han tumbado antes.

—Yo no diría tanto.

—No sé cómo llamaréis entonces a volver con las manos vacías, vapuleados y con un miembro menos. Es un milagro que no hubiese muertos.

—Los hubo, señora, —contesté, colocando un pie en el estribo— solo que no en nuestro bando.

—¡Y mira de qué nos ha servido! Para que ahora se ensañen como perros rabiosos con mi Francis. Solo Dios sabe lo que le estarán haciendo...

Era fácil saber qué imaginaba. Jack había plantado durante la comida una imagen muy clara de ello... Y aunque estuviese equivocado, aún quedarían los trabajos forzados. Rusk no solo era una cárcel sino también una factoría de acero para el ferrocarril. Llevaba apenas un par de años inaugurada oficialmente y ya se había hecho famosa por su dureza.

—Procure no pensar en eso, ¿quiere?— Tomé impulso para subirme en la silla, pasando una pierna por encima, tensando la tela hasta el punto de amenazar con romper el pantalón. Jimmy, de quien lo había heredado, distaba mucho de tener mis muslos anchos y caderas de mujer.— Lo importante es que vamos a sacarlo de ese agujero.

—...Dejándonos en manos de extraños en el proceso.

—Son de confianza, Mrs. Donovan. Llevan trabajando con sus hijos y durmiendo bajo su techo desde hace más tiempo del que me conoce. Tienen aquí a sus familias — Me afiancé sobre la silla, aferrando las riendas para contener al caballo. Podía ver de reojo cómo Séamus y Colin comenzaban a alejarse.— Estarán bien.

Molly se despidió de ellos una última vez, agitando la mano, y bajó la voz al responder.

— Ya te he contado alguna vez que no me gusta el modo en que ese tal Jesús mira a las chiquillas...

—Jack opina que no tiene c... —Carraspeé, acordándome de con quién estaba tratando— agallas para intentarlo. Tendría usted que ver cómo tiembla cuando sus chicos le gritan algo...

La mujer se dispuso a protestar, pero continué, algo apresuradamente por la necesidad de seguir a los hermanos. Orientarme por mi cuenta nunca ha sido mi fuerte.

>...Y aunque le crecieran, los demás impedirían que hiciese nada. No tema. Como último recurso... en fin, no creo que tuviese usted una escopeta sobre la chimenea si no supiera cómo utilizarla.

—Lo que quiero decir, hija, es que si decidieses quedarte con nosotras en esta ocasión nadie lo tomaría por cobardía. Después de todo has puesto a John en camino, y aquí también puedes ayudar.

—¿Habla usted en nombre de alguno de ellos?— Tras un breve titubeo de duda y temor, me atreví a mirarla a los ojos, preparándome para encajar lo que tal vez fuera una dura realidad acerca de mi situación.— ¿Le han pedido que viniera a decirme esto?

—No realmente...

—¿Entonces qué?

—Es solo que sería mejor para todos si esta vez en concreto no tuvieran nada que pudiera distraerlos. Bastante tienen con James ya.

—Sé que no voy a revelarle nada nuevo, pero le recuerdo que sus hijos no destacan por ser disciplinados.

—Razón de más para no darles otra persona de la que tener que cuidar.

—¡Algo era ello! —La amarga carcajada salió de mi garganta sin que pudiera contenerla, parte rabia, parte alivio.— ¡Teme que por ayudarme olviden a su muchachito! Pierda cuidado, que no será por mí si se ponen en peligro. Bien tengo asumida la medida exacta en que le importo a Jack...

Me arrepentí de inmediato de mi contestación al ver su gesto de dolor casi físico, una forma de enseñar los dientes que había visto con frecuencia en el que era mi marido a casi todos los efectos.

—...Y precisamente por eso tengo miedo por ti. —Extendió la mano para tocar la parte de mi pelo que ocultaba una postilla. El roce de una bala. Tenía que estar infectado o ser más profundo de lo que parecía, porque llevaba provocándome molestias y mareos desde que me lo hicieron.— Piensa en lo cerca que estuviste la última vez...

Dirá que es bien poco como premio de consolación, pero en ese momento tuve constancia de que aunque su hijo no me amara, Molly había llegado a apreciarme de veras. Solo tenía que impedir que la gratitud hacia ella me paralizara.

—No tiene por qué. Sé cuidarme sola.—Me obligué a tocar con los talones en los flancos de la jaca, dando un golpe de cadera para impulsarla a moverse.

No miré atrás. A mí, como a Jack, nada me hacía sospechar que aquella sería la última vez que pusiese el pie en la hacienda de los Donovan.

Mientras recorría el estrecho sendero que separaba las viviendas de la empalizada, perseguida alegremente por chuchos y críos, pasé cerca del pequeño cementerio familiar. Lo había visto algunas veces, rodeado de una cerca blanca cada vez más descolorida que supongo solo encalarían cuando falleciese alguien. Incluso habían plantado flores silvestres para no tener que llevarlas, de pura desidia. Allí, apenas dos cruces desvencijadas entre varias tumbas anónimas y muy pequeñas, sabía que descansaban Eva, la mujer de Frank, y Margareth Ann, la única hija de Molly, muerta a los doce años.

Jimmy solía contar que Frank y Jack raptaron a un fotógrafo y un cura para inmortalizarla y consagrar aquel pedazo de tierra la misma noche en que falleció su hermanita, pero entre usted y yo, habrían hecho mejor en secuestrar a un médico los días anteriores. No se ofenda. Si algo aprendí en mi tiempo entre forajidos es que todos ellos tenían extrañas prioridades.

Era inevitable preguntarse cómo habría sido Peggy de haber llegado a la edad adulta, qué habría pensado de toda aquella mierda. Si sería otra esposa obediente o una amante de bandido, con la pulcra melena de su fotografía mortuoria cuajada de cuentas indias, roja y malamente cortada como la de Colin; la piel renegrida del polvo de los caminos, haciendo el amor a salto de mata. Si su madre le habría dicho a ella también que se quedara en casa y le dejara el asunto a los chicos.

Seguramente sí.

¿Cree que ella habría obedecido?

No tardé mucho en alcanzar al grupo, que seguía al "Chacal". Habiendo tanteado antes el estado de ánimo de su hermano, el resto había resuelto mantener una sana distancia de él para no empeorar más las cosas. Pincharle o intentar retomar la conversación en esos momentos habría resultado muy mala idea, porque el segundo de la familia era uno de esos canes en los que el gruñido viene acompañado casi siempre de un mordisco.

Así pues me coloqué a la cola de la comitiva, procurando permanecer en silencio sin respirar siquiera más alto de lo necesario, acompasando el trote de mi caballo con el de los demás. Solo Séamus se volvió en su silla para saludarme con la cabeza y un gesto de resignación.

Quizás compartiese la opinión de Molly.

En cualquier caso no iba a dejar que eso me desanimase. Yo tenía mi propia misión: mantener a mi hombre centrado, calmado —en cuanto fuera posible acercarme a él— e intentar que no volviera a tener segundos pensamientos acerca del rescate. No importaba si para ello tenía que abofetearme, dejarme sorda a berridos o con la entrepierna en carne viva, mientras siguiera en línea recta hacia su objetivo, sin desviarse.

Ni su madre ni ninguno de sus hermanos sabrían jamás cuántas veces lo había encontrado apuntando con su revolver a la espalda de Frank en medio de una refriega, con las pupilas dilatadas hasta comerse todo el gris de sus ojos, temblando como solo lo hacía durante el sexo. Totalmente erecto hasta reventar los botones de su pantalón por la excitación anticipada de matarlo.

Es cierto lo que dicen de él. Para la mayoría de gente fuera de la ley la profesión es solo un medio de subsistencia, algo temporal para ganarse las habichuelas sin doblar demasiado el espinazo, pero Jack era distinto. Un perro de la guerra, que había vuelto de ella con algo permanentemente dañado, mucho más grave que la cicatriz que le atravesaba el rostro y le hendía el puente de la nariz. Algo malo de veras, que había podido mantener a raya cazando cabelleras, hasta que no solo dejaron de pagarle por ello, sino que se hizo ilegal. John Jeremiah Donovan, —"Jack el Chacal"— era un asesino, no un ladrón, y necesitaba la sangre como el respirar, como yo sus caderas huesudas, sus manos desnudas en torno a mi garganta, amenazando con quebrarme el cuello.

Había querido ahogarme la primera vez que lo descubrí sopesando utilizar su talento sobre alguien de la familia... pero terminamos revolcándonos por los suelos. Fue la única ocasión —la única, se lo aseguro, ni siquiera el último día, cuando todo estaba ya perdido— en que hablamos de sentimientos, y supo que no le traicionaría. Me necesitaba para que lo contuviera, para desfogar su ira en un sitio seguro. Alguien que amase por igual al hombre y a la fiera que anidaba en su sesera y le ardía en las entrañas. Jill no había podido hacerlo y había acabado anulando su voluntad.

Lo que intento decirle con todo esto es que nadie —y menos que nadie Jack— me obligó por una vez a meterme en aquel entuerto, salvo el deseo y una idea equivocada de la responsabilidad. No podría culparlos por eso ni de las consecuencias que tuvo aunque quisiera. Le guste usted más o menos, esa tarde no había una pistola apretada contra mi sien cuando resolví que seguiría a míster Donovan a donde fuera para no dormir sola.

Ya ve, no solo son los hombres los que dejan que el cuerpo tome decisiones antes que la cabeza, pero siguen siendo siempre las equivocadas. Eso sí que no cambia nunca. Además, cada uno se consuela como puede y había cierta satisfacción, no le diré que no, en saber con certeza qué era lo que estaba rumiando en esos momentos, pese a estar a varios brazos de distancia. Tras casi dos años compartiendo su lecho, explorando cada lunar y cada pelo, solo tenía que mirar atentamente su postura y su rostro, cuarteado como unas botas viejas de puro seco, para conocer casi palabra por palabra sus pensamientos: le quemaban los puños y estaba deseando que se le acercase alguien para comenzar una bronca.

Hasta cuando empezó a anochecer y desmontó, desenrollando la manta sobre la hierba y preparándose para descansar, sondeó nuestras caras. Achinando los ojos, nos retó a emitir el más mínimo signo de disconformidad acerca de su elección del sitio, buscando iniciar un enfrentamiento. Sus hermanos, más que acostumbrados a sus arranques, le rehuyeron momentáneamente la mirada, dedicándose a tareas prácticas, como comprobar las herraduras de los caballos, sacar la comida o buscar arbustos con los que hacer el fuego. Aún estábamos demasiado lejos de cualquier parte como para que el humo despertase la curiosidad de alguien y nada nos obligaba por tanto a pasar frío.

Me desperecé, apartándome del grupo para sentarme sobre una de tantas rocas, apoyando mi espalda dolorida tras la rigidez de muchas horas sobre la silla. Con el estómago ronroneando de hambre, desanudé el pañuelo donde había guardado los restos requemados del bizcocho para empezar a comerlos con los dedos. Cualquier cosa era mejor que adelantar la dieta irlandesa que me esperaba en los próximos días, de patata con... patata. Con suerte tal vez algún conejo ocasional.

Esa era la idea, un postre y las estrellas. Un pedacito de tranquilidad antes de la tensión que nos esperaba.

No sé si usted ha estado fuera de casa alguna noche entera. No me refiero a viajar en diligencia ni a trayectos cortos como desplazarse tras una fiesta, desde la cantina, o... un burdel. No pido explicaciones, no me las dé. Solo quiero saber si ha dormido alguna vez a cielo abierto, con el viento azotándole por los cuatro costados. Como en un campamento de soldados. (Porque doctor, usted también se alistó ¿no es así?. Se les nota en algo a los veteranos, no sabría decirle en qué...) Hay algo siniestro en el silencio de las grandes planicies, estará de acuerdo. Una quietud como de ataud, sin grillos ni ranas. De inmensa soledad y vacío, sin otro sonido que el crepitar de la hoguera y una respiración cercana. Esa sensación de ser los únicos seres vivos sobre la tierra es de todo menos agradable, por eso cuando la melodía desafinada de la armónica de Jimmy empezó a elevarse en el aire casi resultó de agradecer.

...Jack, por supuesto, tenía otra opinión y una piedra que lanzar para expresarla. Acertó de pleno, y el instrumento cayó al suelo, abollando la superficie plateada de sus costados.

—Si sale una nota más de esa puta cosa vas a terminar cagándola.

—¿Y ahora que he...?— Desconcertado, el chico se inclinó a recogerla, limpiando de tierra los agujeritos con la uña del meñique.—¡Me... me costó casi dos dólares!

—Ya me has oído: te la tragas. —Respondió secamente, volviendo a tumbarse.— Venga, sopla si tienes huevos.

—...Aquí vamos otra vez... —Canturreó entre divertido y cansado Colin, con la mirada puesta en el tabaco que se encontraba liando.

—No tiene ninguna gracia. ¡No estamos de fiesta ni de acampada!

—Y a mí que me estaban entrando las ganas de bailar...

—Colin, creo que no es el momento...—Advirtió entre dientes el mediano.

—Eso es cierto, mira. —Sentenció Jack.— Lo que toca ahora de que os portéis como niñas buenas, acabéis con el misterio y me digáis cuál es la gloriosa estrategia que habéis planeado en un par de horas.

Pasaron un par de minutos de mutismo incómodo, mirándose unos a otros, como rifándose el deber de contestar.

—Porque la hay, ¿verdad...?—insistió. Había en su voz un matiz de perversa diversión.

Séamus acabó tomando la iniciativa, de mala gana.

—No exactamente...

—¿"No exactamente", —Repitió, conteniendo a duras penas una carcajada —o "no, para nada"?

—Estamos pensándolo aún. No conocemos el terreno, ni podemos decidir sin saber siquiera qué aspecto tiene la cárcel.

—Joder, —se levantó del jergón, con un salto motivado por la intranquilidad— es justo como lo imaginaba: solo se trata de salir corriendo como pollos sin cabeza para hacer a feliz a la vieja.

—Deja a mam fuera de esto.

—¡Mira que te cuesta despegarte de sus faldas! Hay veces que miro esa gorda barriga y juraría que aún puedo ver colgando el cordón umbilical.

Su hermano tiró de la holgada cintura de sus pantalones para subirlos y se ajustó el cinturón con parsimonia, como para demostrar el poco efecto que tenían sus insultos.

—Puedes seguir intentando ofenderme toda la noche... o podrías ofrecer mejor alguna idea, para variar. Creo que todos estamos deseando oírlas.

—A estas alturas me importa un carajo lo que quieran unos cuantos suicidas, pero ya que has preguntado, te voy a contar mi plan: en cuanto amanezca nos volvemos a casa y os dejáis de joder. Quien quiera, que rece, y quien no, que se beba una botella a la salud del jefe, pero no vamos a ir a la desesperada. Para eso igual nos valdría colgarnos los cuatro de un árbol.

—Pero...

—Pero nada, Séamus. -Negó con la cabeza- Con un muerto en la familia ya hay más que suficiente.

Les dio la espalda, dando por finalizada la conversación. De nada sirvieron las protestas y maldiciones de sus parientes. Acababa de ganar.

Viéndole venir en mi dirección sabía que Jack estaba dando saltos por dentro, y no solo porque los ojos le brillasen de un modo alegre bajo aquella mueca de enfado fingido. Le habían proporcionado la excusa perfecta que necesitaba para abandonar. Una razonable, además: no había organización y sí mucho peligro. Se encontraba ya articulando con los labios un quedo y triunfal "te lo dije", cuando escuchó tras de sí algo que le hizo mudar el semblante por completo.

—Cualquiera que te oyese pensaría que hasta te alegra lo que ha pasado con Frank...

Los movimientos involuntarios de su cuello y uno de sus párpados delataron que acababa de sufrir un escalofrío —una sensación de estremecimiento que me transmitió de rebote. Como una descarga de relámpago, el espasmo se abrió camino lo largo de mi columna, convirtiéndose en expectación morbosa en cuanto alcancé a entender lo que estaba a punto de suceder.

—¿Cualquiera, Colin?— Se volvió muy lentamente, midiendo a su adversario. Flexionó los dedos para desentumerlos; el tic familiar de cuando se preparaba a echar mano al revólver.— Eso te incluye a ti, imagino...

El cuarto de los Donovan se encontraba acuclillado junto a la hoguera, arrimando la mano al fuego para encender su cigarrillo en el momento en que la culata del arma de su hermano mayor se estrelló contra su sien. Estaba ya desorientado cuando también la bota se le vino encima, aplastándole una muñeca contra el suelo. Apenas sí pudo realizar una finta para evitar caer en las llamas y taparse con el otro brazo la cabeza mientras recibía las patadas.

Déjeme decirle que en otras circunstancias y posición Colin podría haber sido un oponente muy digno, siendo como era aún más alto y de menor edad que Jack, pero esta vez no podía haber previsto el salvajismo de la reacción, la andanada de golpes que le llovían e impedían que volviese a levantarse. Lo que para él solo era otra provocación estaba más cerca de la verdad de lo que podía suponer. Había tocado un tema delicado, y no solo había logrado asustar al "Chacal" —en la medida en que alguien podía hacer tal cosa— sino que este se sentía poco menos que obligado a sobreactuar.

A pesar de sus intentos, mi joven cuñado no conseguía incorporarse y  —descartado hacer uso de las balas— su defensa se reducía a golpear las piernas del atacante con la esperanza de hacerle caer.

Era en situaciones como aquella en las que se acentuaba el que era quizás mi peor problema: una mujer bien educada... no, una mujer sana y normal habría estado francamente horrorizada ante semejante espectáculo, o hecho algo incluso por detenerlo, en lugar de mirarlo turbada con el corazón desbocado, los pantalones empapados y los ojos casi fuera de las órbitas; inmóvil pero trémula de inconfesable excitación. No importaba cuántas veces me repitiera internamente que estaba allí para amansarlo, si en cuanto se soltaba quedaba abrumada por su ímpetu irracional, su furia animal, —el estúpido despliegue de su virilidad idiota. Me calentaba sobremanera su violencia.

Estaba aún arañándome las perneras de puro nerviosismo cuando Jimmy me lanzó su armónica sobre el regazo antes de echarse sobre la espalda de Jack, tal vez sintiéndose en parte responsable de la situación. A pesar de clavar los talones con fuerza en la tierra y haberlo agarrado por la cintura para separarlo de su víctima, el poco peso del muchacho hizo que terminase saliendo despedido por los aires al segundo o tercer codazo, al modo de quien intenta domar un caballo salvaje, desgarrándole el gabán de cuero.

No contento con el rapapolvo, se alzó enseguida, mareado, tambaleándose aunque dispuesto a intentarlo de nuevo, pero el grueso y peludo brazo de Séamus chocó contra su pecho, cortándole el paso.

—Déjamelo a mí.

Jimmy asintió y empezó a sacudirse la arena del cuerpo como un perro mojado, mientras el otro se desataba los botones del chaleco y subía las mangas de la camisa, acelerando el ritmo de sus pasos a medida que se acercaba a la pelea.

—¡Jack...!—Grité para avisarlo.

Apenas le dio tiempo a girar la cabeza en mi dirección, lo justo para advertir la embestida de Séamus, pesada como la carga de un toro, pero no para esquivarla. Aún tenía una expresión de sorpresa en la cara cuando dio con sus huesos en el suelo.

No tardó ni tres segundos en cambiarla por una de ira, una mueca toda dientes y encías de predador que se prepara. Todavía conmocionado, su primer instinto fue palpar la arena a su alrededor en busca del revólver.

—No he querido hacer eso —se justificó Sea, separándose de él y arrastrándose de espaldas tan deprisa como se lo permitía su cuerpo—  de verdad que no... y estoy bastante seguro de que Colin tampoco pretendía faltarte al respeto, pero tienes que tranquilizarte y escuchar...

Lamentablemente su pariente pertenecía a esa clase de personas a las que recibir un golpe les cierra de inmediato los oídos. Cualquiera que lo conociera sabía que hacía un par de minutos que había empezado a verlo todo rojo. Podía verse en el fondo de sus ojos, más brillante que el reflejo de la hoguera.

—John, solo estamos nosotros. Nosotros, — repitió, refugiándose tras una roca—  la familia. Nadie más lo ha visto. No hay nada que demostrar...

...Aunque aquello no era del todo verdad: yo estaba allí, presenciando lo que había sido a todas luces un desafío y sin saber cómo actuar; porque si hay dos reglas de oro no escritas en este negocio son que no se puede cuestionar al jefe (por temporal que fuese) delante de los subordinados, ni humillar a un hombre delante de su hembra. Y mire usted por dónde, yo caía en ambas categorías. Una posición incómoda donde las hubiera; mala para ellos, peor para mí. En algún momento uno de los bandos terminaría pidiéndome cuentas por no intervenir. Suerte que supiera muy bien a quién me debía.

Soplé la armónica con fuerza para atraer la atención de ambos, provocando que saliera una nubecilla de polvo de los orificios.

—Para hablar —me incorporé, lanzándole de vuelta el instrumento a James, las palabras saliendo de mi boca sin pasar apenas por mi cabeza— uno alza la voz, no se ataca por la espalda, Séamus.

Mi cuñado me miró con un gesto interrogativo, sin contestar aún. Intentaba encajar mi participación, cuando sabía de sobra que yo siempre prefería quedarme al margen, bien calladita y en mi lugar. De fondo aún se escuchaban los jadeos y toses de Colin, que había logrado ponerse de rodillas y respiraba agitadamente, agarrándose el costado.

>No ha estado bien.

—No, no lo ha estado.—Admitió apresuradamente, dirigiéndose menos a mí que a Jack, que seguía avanzando hacia él.— Lo lamento.

—¡Has sido un cobarde! —Ladró su hermano.

—¡Ibas a romperle las costillas a Col!¡ Tenía que hacer algo!.

Séamus se cuidaba mucho de no desmentir la acusación. Observándolo a él durante los duros primeros meses de mi adaptación había aprendido precisamente que para sedar a mi macho había que dejarle vencer ciertas batallas, fuera justo o no. No solo el más fuerte, sino tal vez el más inteligente del clan, había aprendido a bregar con ellos y sus cuitas desde bien chico, y comprendía perfectamente que el juego no iba tanto de tener razón como de evitar el conflicto.

—Ya oíste lo que dijo. Ese cerdo — se agachó a recoger otro guijarro para tirárselo con rabia al segundo más joven, provocando un nuevo quejido — andaba pidiendo a gritos lo que le vino.

—Yo no te digo que no...— Murmuró Sea, tomando impulso para levantarse.

—Entonces estás de acuerdo... —Jack devolvió el arma a su cinto, pero no se detuvo.— Él se lo buscó. Como tú al sacarle la cara ahora mismo...

—¡Ey, ey... ya he dicho que lo siento, de veras!. —Retrocedió varios pasos y le mostró las palmas abiertas, en ademán conciliador— Estamos muy nerviosos, eso es todo... Y no podemos prescindir de nadie ahora mismo. Si mañana él no está en condiciones de cabalgar tendremos un problema realmente serio. Sustituirlo ahora sería perder un día valioso de camino.

—Puedo hacer una camilla con las mantas y arrastrarlo a casa yo...—Se ofreció Jimmy.

—¿Es que cuando hablo no se me escucha o tenéis los oídos llenos de tierra, panda de idiotas? —El rugido del mayor creo ecos en la explanada— No es que vayas a ir tú, —señaló al chico— o tú, es que nos vamos a ir todos.

—Faltarán...—recuperado el aliento, Colin se atrevió a replicar— como nueve días para el juicio, diez para que lo cuelguen. No hay demasiado tiempo para quedarse sentado.

—Juro que no os entiendo. ¡Andáis lloriqueando ante la posibilidad de una costilla rota y vais al galope muy felizmente a que os peguen un par de tiros con total seguridad!.

—Algo se nos ocurrirá cuando reconozcamos el terreno. Distraer la atención de alguna manera, quemar algo, matar a alguien...

—O quemar a alguien y matar algo, ya que estamos. —Pateó el suelo con fuerza— Joder, Colin, no. Tú haz lo que quieras, pero yo no pienso apostar mi vida a eso.

—Hemos hecho cosas más difíciles.

—Difícilmente más estúpidas. Además, si Frank fuera la mitad de hombre de lo que creéis, se habría metido una bala en la boca él mismo antes de permitir que lo cogieran.

—¿Pero qué dices, cabrón?

—Que si le importáseis en algo vosotros o la familia se habría quitado de enmedio y nos habría ahorrado todas estas molestias, ¡pero no tuvo huevos...!

Tenía la sensación de que podían pasar horas discutiéndolo, e incluso volver a llegar a las manos, sin moverse medio dedo de donde estaban al principio... y entonces Jack vencería por agotamiento, porque estarían demasiado cansados de discutir y pelear como para mantenerse erguidos sobre una silla. Mientras escuchaba a medias la cantinela, algo así como un picorcillo empezó a molestarme en la parte de atrás de la cabeza: el germen de una idea.

Me dirigí a Colin, casi gritando para hacerme oír por encima de las voces de los demás.

—Nueve días... ¿Y quién dices que lo va a juzgar?

—¿Y eso qué tiene que ver? No va a cambiar una mierda.

—Tú dímelo.

—Por el territorio— se rascó la frente, pensativo— tocará Archibald Burke, imagino.

—El viejo Burke, sí.— Confirmó Séamus— Juez en circuito. Cuatro años en el cargo, treinta ejecuciones. Ni con un abogado de a cincuenta dólares la hora se libra.

Desde mi posición podía ver el destello de la sonrisa amarilla de mi hombre en la penumbra.

—Espero que eso tampoco os disuada de pagarlo. Puestos a hacer imbecilidades...

—Sé quién es Burke.—Anuncié.

—¿Y quién no? A la rata le gusta la fama. —Jack rió por la nariz— "Insobornable", se hace llamar ahora... Todas esas sentencias son su forma de medírsela con otros jueces del Estado.

—Quiero decir que sé dónde vive, y ni siquiera es en este condado. Burke es de San Augustine, como yo. Tuvisteis que pasar muy cerca de sus terrenos en aquella ocasión, cuando... —busqué una forma amable de decirlo— vinisteis de visita.

Su mueca lobuna se ensanchó ampliamente, dejando ver la totalidad de su dentadura retorcida. Al parecer guardaba un recuerdo más agradable del día en que nos habíamos conocido del que tenía yo. (Ya hablaremos de eso en alguna otra ocasión, si quiere...)

—¡Lástima no haberle descerrajado entonces un tiro entre las cejas!.—Exclamó Jimmy, meneando la cabeza.

—...Y después haber pulido la bola de cristal con cariño, para agradecerle la información.—Colin intentó reírse, pero el dolor convertía las carcajadas en toses.— María, ¿tú te habrías quedado esa tarde en casa sabiendo que nuestro Jacky iría?

Séamus se aclaró la garganta sonoramente al oírlo, forzándonos a volver al tema principal para sortear el desastre.

—¿Estás segura de que se trata del mismo Burke?

—Sin duda.—Repuse, asintiendo.— Aún recuerdo el alboroto que se produjo cuando el hijo de puta vino de Louisiana y se instaló en la propiedad. Uno podía ver procesiones de carretas desde mi porche en los primeros días. Todo el mundo quería presentarse y darle un regalo de bienvenida, por lo que pudiera ser.

—Qué buenos vecinos...

—Con decir que mi madre me hizo apartar dos sábanas de mi ajuar y coserle sus iniciales para regalárselas... Ya sabéis lo que dicen: hay que cuidarse de tener amigos hasta en el infierno.

—Dudo que unas sábanas de hace cuatro años vayan a cambiar ahora gran cosa, aunque fueran de hilo.

—Lo eran. Puedes apostar a ello.— Sacudí la cabeza, procurando despejarla de otros pensamientos, para centrarme.—Lo importante es que incluso si hubiese salido hoy tardaría más que nosotros en llegar a Rusk. Tenemos tiempo de sobra para ver cómo es el lugar, pagar tal vez con algún trabajador de los que ayudasen a construir el edificio para saber cómo es por dentro...

—Pero no sabemos si ha salido antes.— Apuntó Jack.

—No, aunque es poco probable. No va a intentar adelantar el juicio. ¿O es que tú tendrías alguna prisa por dejar una casa acogedora y limpia para ir a un maloliente penal?

—Manda cojones que precisamente seas tú quien me lo pregunte...— Replicó, mordiendo cada palabra.

Camuflé mi risa tras la mano lo mejor que pude, esperando que no se lo tomase como una provocación. Su semblante sombrío demostró que no había tenido éxito.

>Siempre podríamos ir a presentarle nuestros respetos a su señoría y saludar a sus hijos con un cuchillo, ya de paso. —Continuó, humedeciéndose los labios.— Seguro que en cuanto nos conozca y vea que somos buenos chicos se sentirá más que dispuesto a ser clemente con Frank.

—Está demasiado lejos.—Séamus suspiró.—Para cuando llegásemos el bastardo ya habría salido de viaje y no habría forma de comunicarse con él hasta que llegase a su destino. No sabemos si para cuando le diesen el telegrama ya sería tarde.

—...O si ha oído hablar de nosotros y directamente daría a su familia por muerta.

—Tipo listo. —Asintió.— Pero hay otra posibilidad... ¡Jimmy, trae el mapa!.

Arrastrando los pies por el cansancio, el chico cumplió la orden con desgana, revolviendo en las alforjas de su caballo. Él, como yo, solo parecía querer que se tomara cuanto antes una decisión para poder irse a dormir. Su hermano mediano se lo quitó de las manos en cuanto lo tuvo cerca, desdoblando el papel con impaciencia. Después lo extendió sobre el suelo cerca de la fogata, súbitamente más animado.

El viento hacía flamear el cuadrado, de modo que contribuí colocando piedras en cada esquina para evitar que se lo llevara, mientras los demás se sentaban en semicírculo alrededor.

—Si hemos salido de casa sobre las seis, debemos estar por aquí... —Séamus colocó su mechero sobre el dibujo, solo para ser corregido de inmediato por Colin, que lo movió un poco más al norte, en silencio.— O ahí, es igual. Y San Augustine está al sureste.

Buscó el nombre con el dedo y situó allí un guijarro, para hacerlo más visible. Después hizo lo mismo con Rusk. Valiéndose de un palo como guía y usando la uña, trazó la línea más recta que le fue posible, arañando la superficie del plano.

—Supongo que querrá seguir el camino más corto, para evitarse molestias. Si descartamos las montañas —Volvió a realizar otro trazo sobre el anterior, esta vez rodeando el dibujo de los picos— solo hay una ruta posible...

El rostro de Jack se iluminó cuando Séamus dio un par de golpecitos sobre una de las localizaciones representadas.

—Gre...Gregs...—Leyó, con dificultad— ¡Gregsonville! Esta sí que es buena...

—¡Dios provée, muchachos!— Séamus palmeó las espaldas de Jimmy y Colin al unísono.

— Creo que no hace falta decir lo que toca hacer...

—¡Parece que ese puto sitio va a tener doble ración de Donovans en menos de un mes!

—¡Amén!—Contestaron los otros tres, entre aplausos.

A pesar de compartir su entusiasmo y ganas de revancha, sentí palpitar bajo las postillas la herida mal cerrada de un lado de la cabeza que había recibido tres semanas antes, un balazo que me había rasgado el cuero cabelludo y convertía mis mañanas en un infierno. A algún nivel interno no terminaba de gustarme el asunto, por más que me alegrase de que por fin Jack diese muestras genuinas de querer colaborar.

...Porque en Gregsonville, efectivamente, había sido donde nos habíamos enfrentado a la población local y los Rangers, y perdido a Frank, cuando asaltamos la caravana que transportaba los fondos recaudados para la construcción de un ferrocarril que comunicase las minas y las fábricas lejanas de maquinaria con la nueva prisión.

Como recordará, tras el Pánico del setenta y tres, hará ahora algunos años, las pocas empresas ferroviarias que no quebraron pasaron a tener momentáneamente ese tipo de "participación pública"... y la verdad es que nunca han terminado, aunque no se hable de ello a estas alturas. La fundición en donde emplean día y noche a los presos, trabajando a destajo sin un salario, resulta infinitamente más rentable que unos hornos al uso en los que los empleados estén organizados y pretendan cobrar. Esclavitud de blancos del sur, de facto y en forma de impuestos para ahorrar cuatro pavos, si me lo pregunta... latigazos incluidos, pero nadie se levanta en armas. Ya no. Ni los chinos aguantarían eso.

Con todo, era un golpe poco habitual, porque normalmente solo eh... trabajábamos con monturas y ganado, pero parecía fácil y esos diez mil dólares del Diablo nos hubieran llevado literalmente a todos muy lejos,— un precio relativamente barato por retirarnos y que dejásemos de molestar, en mi modesta opinión— de no haber sido por el incidente que ya le he contado.

Ahora al parecer querían arreglar cuentas con los lugareños y aguardar a Burke allí, secuestrándolo directamente a él en lugar de a su familia, a fin de intercambiarlo por Frank. Era de esperar que fuese fuertemente escoltado, pero siempre resultaría más sencillo y seguro atacarlo que intentar colarse en una cárcel. El mismo telégrafo que había servido para delatarnos días atrás podría usarse para transmitir nuestras demandas. Solo había que localizar primero el aparato y a su operario para evitar que se repitiese el resultado.

Poco a poco los ánimos se fueron calmando, y después de levantarle la camisa a Colin para examinar los daños de la pelea —apenas algunas contusiones y cardenales en formación— él, Jimmy y Séamus se envolvieron en sus mantas para dormir. Que no hubiese bebida con la que celebrar el acuerdo sobre el plan ayudó mucho a ello. Solo Jack permanecía despierto y sentado junto al fuego, removiendo las ascuas con un palo. Tenía el ceño fruncido y miraba las llamas hipnotizado, como un hombre que espera una respuesta.

Me acerqué a él y dejé a su lado el pañuelo con lo que quedaba de mi cena.

—Me lo ha dado tu madre para ti antes de salir. —Mentí. Alguien tenía que intentar suavizar las cosas entre ellos, por más que pretender arreglar esa familia fuera espolear un caballo muerto esperando que andase.—Mejor que te lo comas ahora, porque mañana estará rancio.

—¿Mi madre, uh? —Examinó los trocitos marrones con el dedo, antes de empujar el trapo de nuevo hacia mí, poco interesado.— Entonces estará envenenado.

Como contradiciendo sus intenciones, le rugió el estómago.

—Come, anda.— Dejé escapar una risita, devolviéndole las migas.— No está tan malo. Si te sirve de consuelo, piensa que me moriré antes que tú, porque ya me he tomado la mitad.

—¿Con qué derecho?—Replicó con sequedad.

—El de la oportunidad: tenía hambre y estaba cargando con eso. No sé qué coño esperabas.

Para mi sorpresa no siguió protestando, solo empezó a pellizcar los trozos con desidia y una expresión de fastidio al masticar. Apenas se removió un poco cuando me arrodillé a su espalda e introduje mis manos tibias por el cuello del gabán roto, apartando su camisa. Con cautela al principio, más energía algo después, le masajeé los hombros. Debido a todo lo que había pasado y la perspectiva de los próximos días, tenía la zona tremendamente rígida. Por debajo de la ropa mis pulgares recorrían sus tendones hechos cuerdas de banjo de puro duros, conminándole a que se relajase. Desde luego esa no era la vida libre y carente de preocupaciones de la que hablan los periódicos de las grandes ciudades, empujando a miles de idiotas a hacerse con una carreta y venir a morir de cólera y difteria a la tierra de las oportunidades.

Retiré su pelo a suaves soplidos para poder besarle el nacimiento del cabello, la parte del cuello donde el sol nunca le daba, todavía blanca como la de un hombre decente. Me gustaba el sabor de su piel salobre, el latido de sus venas contra mis dientes; ese estremecimiento leve de su carne al notar la humedad de mi boca por el contraste de temperaturas. (Un poco como cuando poso los labios sobre su frente, doctor, para comprobar si tiene fiebre. Hasta qué punto puedo tocarle...) También tanteaba así a Jack, por su bien y por mi deleite. Incluso olerle tan de cerca, por desagradable que fuese, conseguía hacerme salivar. Considérelo un gusto adquirido. Aún estaba caliente de verle pelear, y quería averiguar si seguía lo bastante molesto conmigo para negarme un sitio bajo su manta.

Sacudió la cabeza como espantando a una mosca, ignorándome. Yo insistí, recorriendo con la punta de la nariz los pliegues de su oreja, tal vez lo único suave en su callosa anatomía.

—Jack— susurré a su oído, para no despertar a los demás— estás haciendo lo correcto. Si esto sale bien, tu madre y el resto comprenderán que no tiene sentido confiarle todo a Frank.

—Si esto sale bien, —siseó— Frank estará de vuelta y eso dará completamente igual.

—Las cosas volverán a estar como estaban, puede que sí, — continué; mis labios acariciaban su lóbulo al hablar, las manos tanteaban el contorno de sus costillas, aspirando a ir más allá— y tú seguirás sin tener cargas ni problemas nuevos, pero a la siguiente oportunidad...

Como si hubiese notado un pinchazo, se revolvió de pronto para hablarme de frente, el rostro llenándose progresivamente de enojo.

—No la habrá; —por cada palabra empezó a darme toques en la clavícula con su índice y una fuerza creciente, haciéndome daño— y tú, con... tus... putos... temores... de mujer... has conseguido... arruinarme esta.

—Yo estoy contigo, ya lo sabes...— Crucé los brazos sobre los hombros para protegerme.

—Y eso significaría algo si tu opinión valiese una mierda —siguió empujándome con el dedo, amenazando con hacerme perder el equilibrio. Por su cara, estaba claro que estaba sudando sangre para no hablar más alto de lo que debía— ...pero no es así. No vuelvas a meterte en donde no te llaman.

—Muy bien. Yo no hablo y a cambio tú piensas primero en la familia. Con los cojones no, Jack, con la cabeza.

—Si lo hiciera, te habría frito a tiros la primera vez que me la chupaste, como cualquier hombre con sentido común.

—Dudo que hubieras tenido la suficiente inteligencia como para sacármela antes de la boca...

La garra de Jack me borró la sonrisa de una bofetada, empujándome hasta dar un sonoro golpe con la cabeza en el suelo. Gemí de dolor, y él se precipitó sobre mí para cerrarme el pico. Si alguno de sus hermanos nos oyó, se cuidó mucho de no demostrarlo. Acto seguido se colocó a horcajadas sobre mi vientre y siguió apretándome los pómulos con sus falanges, para que me callara.

Encabritarse y forcejear solo hubiera agravado las cosas, no solo porque yo tuviese menos aguante que las terneras que estaba acostumbrado a amarrar y apaciguar, sino porque aquel era un asunto que bien a las claras prefería tratar en silencio.

Dio un rápido vistazo a su alrededor, comprobando que todos seguían durmiendo, antes de volverse de nuevo hacia mí.

—Óyeme bien, puta marisabidilla: es MI familia.— Se golpeó el pecho con la mano restante— Mía. No tuya. MÍA. Mis hermanos, mi madre, mis asuntos. No eres mi mujer, y desde luego, y aunque la vieja te haga creer lo contrario —apuntilló con crueldad, inclinándose hasta mirarme muy de cerca, asegurándose de que le entendía— tampoco eres su hija...

Echó el brazo hacia atrás y me agarró de ahí con fuerza, para que el mensaje calara con mayor seguridad, provocándome un respingo.

—...O tendrías el pelo del coño rojo.

A la vista de todos sus dientes desplegados, una perra habría agachado las orejas y colocado bocaarriba en señal de sumisión, justo como él me tenía. Ese era el Jack que conocía, (irascible, violento tal vez, pero no mohino) con quien sabía tratar. Al que podía llegar a entender.

Sin dejar de clavar los ojos en los suyos, apenas pude entreabrir la boca y sacar la punta de la lengua en el espacio que su palma me dejaba, empecé a lamerle la superficie. Repasé cada callo, cada línea... los pliegues entre sus dedos, ante su desconcierto inicial. Enarcó una ceja, torciendo su sonrisa: aunque no sabía exactamente cuándo había cambiado el juego, le agradaba. Era una situación familiar, toda explicación se daba por sobreentendida.

A él le gustaba asustarme y a mí me excitaba el miedo. El poder sutil que mis temblores tenían a su vez sobre su cuerpo. Supongo que soy ese tipo tonto de mujer. Mi respiración pesada y húmeda contra su mano demostraba hasta qué punto era verdad. Movió uno de los dedos con los que me imponía silencio, deslizándolo por la comisura de los labios hasta hacerlo entrar. Mi lengua lo rodeó para darle la bienvenida, apretándolo contra el paladar para que se adaptase a su curvatura y succionarlo hacia la garganta, provocándole una... sensación conocida.

Lo retiró enseguida, solo para volver a introducirlo junto con otro más, girando y retorciendo ambos en el interior, deformándome las mejillas, abultándomelas; observando fascinado cómo me llenaba la boca hasta producirme un amago de ahogo que me llenó los ojos de lágrimas, simulando el grosor de lo que pensaba poner allí después.

En algún momento los dejó resbalar hacia afuera, trazando un camino de saliva por las curvas de mi mentón, mi cuello, la abertura de mi camisa prestada, cuya lazada desanudó de un tirón, con desprecio. Culminó el recorrido dibujando un círculo alrededor de uno de mis pechos, con lentitud. Sentir su aliento sobre mi piel mojada me endureció los pezones de inmediato.

Con la boca libre de sus exploraciones, pude por fin responder.

—Siento mucho que tu madre no te diera más hermanitas a las que follarte, como el resto de pueblerinos.

Hundió de pronto su dentadura en la carne de mi seno y redobló la furia con la que me estrujaba entre las piernas, puede que estimulado o tal vez a modo de castigo. Procuraba clavarme los dedos, las uñas sucias tan profundamente como se lo permitía la recia tela de mi pantalón, buscando la hendidura. El roce tenso de la costura sobre mi carne, la punción de sus colmillos me arrancaron un gemido ahogado, menos de molestia que de placer.

A tientas buscó mi cara y me atenazó las mejillas entre sus dedos, exigiendo que me callara.

—¡Shhh!

Besé suavemente una de sus yemas y asentí, conduciéndole después la palma hacia el otro seno, y cerrándole los dedos con mi propia mano en torno a él. Apreté los labios, respirando entrecortadamente por la nariz cada vez que su presión se intensificaba, procurando hacer el menor ruido posible. En eso sí que tenía experiencia de sobra: no era muy distinto de cuando me había consolado a falta de un hombre en mi habitación, con mis padres y mi hermano menor al otro lado del tabique de madera; o las noches en las que el propio Jack decidía dignarse a cumplir con su esposa y me dejaba sola, escuchando los golpes del cabecero de su cama contra la pared.

Tampoco entonces había deseado llamar su atención: por nada del mundo habría querido motivarlo y que viniese a atenderme a mí después. Bastante desagradable era ya compartir un hombre como para hacerlo también con fluidos y viscosidades, como había pasado en alguna que otra ocasión. Usted sabe que no he tenido tiempo de estudiar (ni de leer, en realidad) todos sus libros y manuales, y que por tanto no puedo asegurar que de verdad sea algo nocivo, pero la idea de recibir en mi interior a alguien aún chorreante de los jugos de otra mujer me resultaba sumamente repugnante.

Ahora que lo tenía de rodillas solo para mí tampoco me sentía mucho más libre, con el sonido de unos ronquidos alrededor y ninguna puerta tras la que ocultarnos. Aún así, no dudé en empezar a manipular los botones de su chaleco y levantarle los bajos de la camisa, enrollándolos para poder mirar a la luz del fuego la silueta de su estómago plano y pecoso, la senda de vello rubio oscuro que le bajaba desde el ombligo hasta la hebilla misma de su cinturón, en donde rebosaba y se hacía maraña.

Al parecer tampoco él cumplía los supuestos requisitos para ser hijo de su madre, pero no era el momento idóneo para echárselo en cara. En realidad no es que me importara demasiado. Conocía sobradamente el color, el sabor de cada rincón de su pellejo y esa solo era otra razón para ansiarlo aún más. Sabía que tras todo el tiempo de aburrimiento y obediencia me aguardaba algo bueno, por lo que valía la pena aguantar. Los rizos que se me enredaban entre los dedos al palpar la cinturilla de su pantalón para desatar su cinto solo me recordaban cuántas veces lo había visto ya desnudo, lo que me esperaba al otro lado de la tela, curvándose hasta llegar a uno de los bolsillos; duro como el acero, casi otro arma de su arsenal. Desprendiendo el calor de un cañón recién disparado, como pude comprobar cuando me tomó de la nuca con ambas manos, sosteniéndome la cabeza y me la llevó entre sus muslos, saturándome la nariz con su intenso olor a sudor y a sexo, agravado por horas de cabalgata. No podría haber alejado la cara ni aunque hubiese querido; aunque el apetito creciente de las últimas semanas —mal curado por la escasa cena— no me hubiera pedido ponerme algo urgentemente en la boca como pasó. Con algo parecido a la gula, recorrí con los labios entreabiertos todo el tiro de la prenda, siguiendo el grueso bulto que se advertía a través del algodón hasta la mancha untuosa que empezaba a formársele a la altura de la mitad de la cadera, y los apreté allí. Sonreí internamente al notar los movimientos de su rab... de su miembro enjaulado en el pantalón ante esa succión en la que no podía profundizar.

Para mi desgracia, complacerlo con esas cosas que rechazaría hacer cualquier mujer honrada no solo era mi deber: era mi pasión. Ya le he dicho lo mucho que me gustaba, pero ¿realmente lo entiende...? Apenas podía contenerme de ganas arrancarle la abotonadura de sus calzones con los dientes, rasgando el hilo que sobresalía de los ojales y escupir a un lado los botones como semillas de una sandía. Estaba tan deseosa de ensuciarme la garganta con su leche de hombre, beberme a borbotones todo lo que era Jack, que ni siquiera pude esperar a terminar de desatarlo para meter la lengua por su bragueta.

Lo sentí estremecerse cuando mi saliva alcanzó una rugosidad sobre su piel. La cicatriz de un ataque con bayoneta estaba allí, semiescondida entre el pelo como la de una cesárea, tan cerca de su pene que era inevitable rozarla al chupar, a pesar de saber que le procuraba sensaciones un tanto contradictorias. Sus dedos se crisparon en mi cráneo de pura impaciencia, tratando de orientarme hacia donde le daba un mayor placer, hasta que incapaz de esperar más acabó sacandose la verga del todo él mismo.

Como el que le enseña un palo a un chucho idiota para captar su atención y que lo persiga, así me golpeó con ella en la mejilla, dejándome notar su palpitante longitud a lo largo de toda la cara; convirtiéndose en lo único que podía ver. Aún aplastándola contra mi pómulo, me incliné aún más para poder besarle la base y probar sus ...eh... testículos con mucho tiento.

(¿Está seguro de que no le molesta que le cuente estas cosas? Ya le advertí que cuando bebo no sé ni lo que digo... Por nada del mundo quisiera incomodarlo ni que pensase mal... Está bien, está bien. Ya sigo.)

Paré unos segundos para escupirme en una palma y humedecerle aún más la cabeza del miembro, puliéndoselo con esmero, pero me apartó las manos enseguida. Ni siquiera quiso que trepara con besos por el tallo: no estaba de humor para eso. No le interesaba ese tipo de amor delicado. Quería algo más inmediato, más directo, y volviendo a introducirme los dedos en la boca, me inclinó el cuello hacia atrás y tiró hacia abajo de mi mandíbula; oprimiéndome la lengua con el pulgar como usted cuando me inspecciona la garganta en busca de infecciones, solo para acomodarse en el interior.

Lo sentí entrar en mí pulgada a pulgada, dejando un rastro ácido tras de sí. Hice mi mejor esfuerzo de contener las arcadas cuando me llegó a la campanilla, luchando contra la sensación de ahogamiento que me embargaba. Mi amante me llenaba tanto que si la memoria de otras veces no me hubiese estado ahí para demostrar lo contrario, habría jurado que se me quedaría atorado en el gaznate. Que moriría con la frente pegada a su ombligo; la nariz inundada por su pelo áspero.

Fue lo brusco de sus movimientos, tan arrolladores como cuando me tomaba de otra manera, casi hizo que terminara de nuevo con la espalda en el suelo, aferrada a sus nalgas para que sus empellones secos no me partieran las vértebras. Inclinándose hasta quedar a gatas, suspendido sobre mi cara para no salirse, Jack me fornicaba la boca como podría haberlo hecho con mis caderas, inspirando con fuerza cada vez que sentía el roce leve de algún diente.

Yo mantenía los labios tan apretados como podía, a pesar del martilleo constante contra mi mentón. Cerré los párpados para no marearme demasiado y que no me cayeran dentro los goterones salados que se desprendían de su estómago, hasta que empecé a sentir un cosquilleo ascendente sobre uno de los brazos. Ocho pequeñas patitas que me pusieron realmente nerviosa, especialmente porque la mayoría de arañas no sale de noche.

Solo podía tratarse de algo peor.

Con la vista enturbiada por las lágrimas del atragantamiento y zarandeada por unos empujones cada vez más rápidos, hice de tripas corazón y me atreví a mirar de reojo mi hombro.

Sobre él me saludaron las pinzas de un escorpión minúsculo, no muy distinto de los que puede encontrar en un jardín. Repulsivo, sí, pero no peligroso. Sacudí el brazo y lo tiré sobre la manta, volviendo a concentrarme en mi tarea de degustar a Jack tan pronto como el alacrán se alejó de la tela, buscando seguramente el camino a casa. Redoblé mis esfuerzos, y enroscando la lengua en torno a su erección, incrementé la fricción, tratando de compensarle por esos segundos de falta de atención provocada por el temor.

Me lo agradeció con un gruñido de satisfacción y más potentes golpes de cintura. No tardé en sentirlo envararse y disparar dos o tres chorros ardientes contra mi paladar —agrios como la leche cortada— que me subieron hasta el envés de la nariz, quemándome por el camino y provocándome nauseas. Después se dejó caer de costado, fulminado sobre la manta, los ojos aún en blanco, casi sin poder respirar.

Con ayuda de una mano lo ordeñé un poco más sobre mi boca como hacen los niños con las ubres de vaca, inclinándome sobre él y recogiendo cada gota con un suave beso hasta terminar de vaciarlo. Ojalá hubiera tenido tequila para acompañarlo y ayudar a pasar el regusto amargo, gelatinoso de su semilla. Él estaba tan aturdido por su propio orgasmo que ni siquiera acertó a volver a cerrarse el pantalón y se quedó así un buen rato, parcialmente desnudo de cintura para abajo, con el culo blanco y brillante de sudor reflejando la luna, enrojecido por algunos arañazos.

Demasiado satisfecho, desde luego, como para molestarse en hacer lo propio por mí.

Yo me di la vuelta y me acurruqué en el hueco de su cuerpo, apoyando la espalda contra él. Luego empecé a limpiarme con la manga el desastre que se había producido en mi cara; esa mezcla pegajosa de saliva, semen y lágrimas que me salía por todos los agujeros y me apelmazaba hasta las pestañas.

Mientras me palpaba las comisuras de los labios para comprobar que no me había abierto una boquera —no le exagero cuando le digo que los apetitos de mi bandido tenían mucho de bestial— advertí que el escorpioncito de hacía unos minutos se encontraba en una piedra cercana.

Estaba tanteando la tierra a mi alrededor en busca de un palo con el que espantarlo, cuando descubrí tres pares de ojos muy abiertos a algunos palmos de distancia. Tan silenciosamente como miraban ellos, les lancé un puñado de arena a la jeta.

Fue al escuchar ese movimiento que Jack pareció despejarse un poco, y con la voz aún embotada por el placer, susurró:

—¿Por qué nunca has bordado para mí?

—¿Para qué, si tampoco podrías leerlo?

CONTINUARÁ.

Está previsto que los nuevos capítulos salgan aproximadamente cada 3 o 4 días .

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*Jack-in-the-box es un juguete infantil consistente en una cajita que al darle cuerda o simplemente abrir la tapa hace saltar de golpe un muñeco y asusta a los niños.