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La religiosidad adentro mío

en Transexuales

A los gritos, le dijo a mi mamá que la culpa era toda mía y que no tenía que ir más a la casa de ellos y que ella tendría que hacerme “tratar” de lo que me pasaba porque eso no era normal. A mi nadie me preguntó lo qué había pasado con el hijo mayor de la vecina pero esa noche en que mi madre no paraba de llorar, mi padre, siempre a punto de estrellarme la mano en la cara, me dijo que yo era una vergüenza para la toda la familia y me encerró por tres días para que pensara cómo encaminarme en el recto proceder de Dios que, en su infinita sabiduría, había determinado que hombre era hombre y mujer era mujer, y que todo lo demás, que no era una cosa o la otra, no podía ser sino obra del demonio. Que si lo que tenía era el diablo adentro, él me lo iba sacar a patadas en el culo.

Se me figuraba que si mi padre tenía razón, el diablo me había habitado de una manera extraña. Al comienzo estaba muy confundido pero ahora sé que es imposible ignorar lo que provoco en muchos hombres. Fueron los cambios que la pubertad produjo en el niño que había sido. En un par de años me creció la cadera y se me moldeó la cola, redonda, gordita, dos nalguitas perfectas que desembocan en una cintura angosta y un torso finito. Sin ser demasiado bonita, mi cara siempre tuvo algo femenino, sobre todo por la boca, de labios carnosos. Al final, cuando empecé a disfrutarlo, terminé aceptando lo que al principio me daba tanta vergüenza. Si hiciera caso de lo que opinan mis padres, diría que mi sucia inclinación por el pecado comenzó el día que me depilé todo el cuerpo, lo que incluía también, con especial dedicación, los genitales y la cola, y me sentí un poco más cerca de la belleza de la mujer. Y si hasta allí había dado por ciertas y válidas tantas cosas, mi mundo estalló en pedazos cuando cedí a la tentación de enfundarme en aquel conjunto de bragas y corpiño de mi hermana y entonces comprendí que las dudas y temores de mi cuerpo con las que había vivido atormentado cobraban por fin sentido. Acepté aquella ambigüedad y me dejé llevar, pese al esfuerzo de mis padres por cambiar lo que para ellos era nada más que una perversión.

El hecho de que nadie me preguntara lo que había pasado en la casa del vecino contenía la certeza por parte de mi familia de que yo tenía un desorden mental que me volvía sucio e incitaba a otros al pecado. No eran tan solo meras sospechas dado que un mes atrás me habían sorprendido vistiendo la ropa de mi hermana. Siempre aprovechaba cuando ellos iban a las reuniones del templo para disfrutar de mi cuerpo de chica, pero ese día algo sucedió y regresaron a casa más temprano. La cachetada de mi papá hizo que me saliera sangre de la boca.

Mis padres, que eran muy creyentes, estaban muy avergonzados frente a sus amigos por mis actitudes y se juraron que iban a hacer todo lo posible para curarme. Mi mamá le dijo a mi papá si no le parecía buena idea enviarme a la parroquia católica, ya que a fin de cuentas ellos hacían todo lo posible para encarrilar a los desviados y, de última, si la religión no podía hacer nada por mí, se vería la posibilidad de que me atendiera un psiquiatra. Así fue cómo conocí la iglesia parroquial y también algunos secretos que se cocinaban detrás aquellas centenarias paredes.

Fuimos con mi mamá un día de semana por la mañana y nos hicieron esperar en un pasillo lateral de la amplia nave. Al rato nos atendió un curita joven con jeans y una camiseta raída que nos dijo que le perdonáramos el aspecto pero que era su día de atender el vivero que tenían en la parte posterior del templo.

—¿Quieren conocer?

Mi mamá, por ser amable, le aceptó la invitación. Ellos caminaban adelante conversando y yo iba un paso atrás, sumido en una nube de deseos y fantasías que se centraban en lo bien que le quedaba ese pantalón a la cola del monje. Estuvimos recorriendo el galpón vidriado. El sacerdote nos mostró todas las especies que cultivaba. Se ve que mi mamá entendió el peligro que entrañaba dejar al curita a solas conmigo porque después de explicarle mi situación al padre Gabriel -así se llamaba-, éste le anunció que el viernes nos recibiría el párroco en persona, lo que disolvió en lo inmediato mis lujurias espirituales entre plantas cultivables. Mi mamá volvió contenta a casa para contarle a mi padre.

El párroco era un hombre grueso y feo, de mirada torva, que doblaba en años al cura joven y me inspiraba mucho más miedo que respeto, pero a mi mamá su figura le devolvió la confianza de que me dejaba en buenas manos. El hombre me guio hasta un lugar que estaba detrás del altar donde se guardan las ropas para el oficio, me invitó a sentarme y se detuvo los primeros minutos para mirarme en silencio, antes de contarme con detalles la historia de Sodoma y Gomorra.

Sodoma y Gomorra eran dos ciudades que habían existido en la antigüedad en una llanura cercana al valle de Sidim y próximas al Mar Muerto. En aquellas poblaciones, los habitantes se habían convertido en gente de lo más perversa. Según la Biblia -explicaba el párroco-, hacía allí había llegado Lot, el sobrino del profeta Abraham, para radicarse con su familia. Como Jehovah tuviera dispuesto destruir las ciudades y parece que Abraham se había enterado, intercedió ante su dios para evitarlo y así salvar a la familia de su sobrino junto con los justos que habría en la comunidad. Dios le comunicó que no había tales justos entre toda la población. Como Abraham insistiera, Jehovah aceptó no arrasar con la ciudad si éste encontraba al menos cincuenta hombres justos en ella, e incluso si hallara al menos diez de estos. Cuando finalmente Abraham se convenció de la perversidad de todos los sodomitas, Dios envió a dos jóvenes ángeles, que trasmutaron en hombres, para sacar a Lot y su familia. Estos, que al ser mimetizados con los hombres conservaron la bella apariencia que tienen los ángeles, recibieron la hospitalidad de la casa de Lot y se alojaron con ellos. Por la noche, enterados de la presencia de los dos hermosos forasteros, una turba de sodomitas rodeó la casa de Lot y le exigieron que entregara a los dos jóvenes para poder abusar de ellos, para “conocerlos” decía el texto bíblico. El significado de “conocerlos” se interpreta claramente después -me explicaba el cura- cuando Lot, que defendía con fiereza el sentido de la hospitalidad que había brindado a sus invitados, enfrentó a los exaltados que querían derribar las puertas para entrar y les ofreció a sus dos hijas vírgenes para que se saciaran con ellas. La Biblia dice textual: “Se las voy a traer para que ustedes hagan con ellas lo que quieran”. A esta altura del relato yo no podía creer lo que estaba escuchando ni que ello me lo estuviera contando un hombre de Dios. El delirio de una turba de hombres calientes que querían asaltar una casa para tener sexo con los dos bellos forasteros despertaba todas mis fantasías. Mucho más si el dueño de casa estaba dispuesto a ofrecer a sus hijas para que se saciaran con ellas a cambio. Traté de que no se notara que me estaba excitando, pero la verdad es que flotaba en un mar tibio y suave con escenas de puras sensaciones eróticas que estallaban en mi cabeza. La historia me parecía pornográfica y la estaba disfrutando con ganas. Ante la oferta de Lot, los hombres reaccionaron violentamente diciéndole —¡Quítate de en medio!¡Eres un forastero y ya quieres actuar como juez! Ahora te trataremos a ti peor que a ellos. O sea, deduje yo, que también lo iban a hacer con él.

Inmediatamente después hizo un salto en la historia para contar que los ángeles le habían dicho a Lot que abandonara la ciudad antes que fuera destruida, con la advertencia de que, al marcharse, pasase lo que pasase, no debían volver la mirada hacia atrás. Dicho y hecho, cuando estuvieron a salvo, Dios envió una lluvia de fuego y azufre que arrasó con la ciudad y con todos sus habitantes. En su huida, la mujer de Lot no aguantó la curiosidad y quiso mirar lo que estaba pasando, por lo que, al instante, se convirtió en una estatua de sal y murió. También fueron destruidas dos ciudades más, Adma y Zeboim. Se supone que una de ellas sería Gomorra -culminó el cura su relato. Se lo veía satisfecho de contarme tan terrible historia en la que los perversos reciben el castigo merecido, me dijo que pensara lo que Dios opina de los sodomitas y me envió de vuelta a casa con la recomendación de que no faltara a mi cita el viernes siguiente a la misma hora.

La historia que me había contado el párroco me dejó tan excitado que volví a mi casa decidido a investigar en el ejemplar de la Biblia que mi padre atesoraba en un cajón del comedor. Mi curiosidad se centraba especialmente en saber si finalmente los hombres habían podido entrar en la casa y abusar colectivamente de Lot y los bellos ángeles. Para mi desilusión, el texto del Génesis echaba luz sobre el asunto. Los ángeles habían rescatado a Lot y se habían encerrado nuevamente, cegando a los de fuera que no conseguían dar con la puerta y así se salvaron de la orgía, cuyas imágenes yo había recreado dulcemente en mis fantasías. Francamente, la cosa dejó de interesarme. Pero igual seguí leyendo, intrigado por el destino del padre y de las hijas. Resultó que a Lot le habían recomendado alojarse en alguna de las ciudades vecinas, pero, temeroso por lo sucedido, se escondió en una cueva. Las hijas vírgenes, que el padre había ofrecido a la turba para que abusaran de ellas y así salvar a los ángeles, se dijeron a sí mismas que ya no quedaban varones para lograr descendencia y se confabularon para emborrachar al padre y acostarse con él. Así lo hicieron, y en dos noches sucesivas se metieron en la cama con el padre para cogérselo. Ambas quedaron embarazadas y tuvieron hijos que, al mismo tiempo, eran sus medio hermanos. Me dije que si hubiera sabido su contenido habría recurrido al texto sagrado mucho antes. Transcurrí la semana acumulando preguntas, ansioso de que llegara el viernes para charlar con el cura.

Llegué temprano a la cita y me senté en el banco de madera del pasillo con la esperanza de cruzarme con el cura del jean, pero esa tarde no apareció. El párroco me hizo pasar al mismo lugar que la vez anterior. Me preguntó si había reflexionado sobre el castigo que Dios tenía reservado a los sodomitas y yo, con indignación contenida, le respondí.

—La verdad —le dije, hay muchas cosas que no me cierran. Como yo lo entiendo, los dos ángeles eran tan lindos que tentaron a los hombres de la ciudad, que los prefirieron a las hijas vírgenes de Lot. A lo mejor eran feas, eso no lo explica la Biblia, pero el asunto es que los sodomitas ya habían visto a los forasteros y su sola imagen los había excitado en masa. Como no podían evitar el deseo irrefrenable de tener sexo con ellos, asaltaron la casa de Lot. Y eso es algo parecido a lo que me sucede a mí —le dije. —¿Por qué Dios hace tan hermosos a los ángeles que su sola presencia provoca el deseo de penetrarlos por parte de los hombres? ¿Qué destino espera para ellos si les da un cuerpo y una cara para provocar en otros el pecado? Es lo que me pasa. Ellos me tocan, padre.

—¿Te tocan? ¿Quiénes? —. No supe descifrar si estaba sorprendido o interesado.

—En los colectivos, en los trenes, en el metro. No pueden evitarlo. Se acercan por detrás o también quedan allí casualmente por las aglomeraciones. Se ve que mi cuerpo los atrae como la miel a las moscas. Se pegan en mi cola y se mueven, o deslizan sus manos acariciando. Es bastante molesto. Yo trato de moverme para evitarlos, pero a veces no puedo, y otras veces me quedo quieto y los dejo hasta que se van. En una ocasión, un hombre me susurró cosas sucias al oído. Eso es un pecado, ¿no? Porque si es así, confieso que algunas veces yo también me excité.

Había logrado encender su cara. Noté como pasaba del blanco al sonrosado y sus ojos tomaron el estado de un aguilucho a punto de lanzarse sobre la presa.

—Ya sabes lo que opina Dios de los sodomitas.

—Ah, ¿sí? Pero Dios juega a provocar a los hombres con personas como yo dije. Y, además, ¿cómo puede un padre ofrecer sus hijas vírgenes a una turba de violadores sin que a Dios le parezca aberrante? Porque a Lot no lo castigó, sino que lo salvó. A su Dios le parece más grave el sexo entre hombres que el incesto. Y si no, ¿por qué su dios de la Biblia —remarqué— no castigó a las hijas de Lot, que se cogieron a su padre, de la misma manera en la que arrasó con los sodomitas? O con los gomorritas—agregué, que de ellos ni siquiera sabemos lo que hicieron, pero igual los asesinó con sus fueguitos divinos. Estaba exaltado y me sentía bien apelando a mis argumentos, pero el párroco cambió de repente el tema y volvió hacia mí.

—Cuéntame de ti, de las veces en que te excitas.

—Bueno. Ya que usted contó su historia, yo le voy a contar la mía —dije. Resulta que un día supe que estaría solo en mi casa porque mis padres se iban a una reunión de no sé qué cosa y mi hermana había arreglado para salir con unas amigas. Como yo lo sabía de antemano, preparé todo para pasarlo bien y por la tarde fui de compras. Cuando todos se fueron, tuve la casa para mí solo y como disponía del tiempo necesario me encerré en el baño, me desnudé, y con una afeitadora de hoja y espuma en aerosol empecé a depilarme las piernas. Cuando terminé, me afeite los genitales y la cola hasta que no quedo un solo pelo en el cuerpo. Nunca, se lo juro padre, nunca, me había sentido más abstraído por un arte así en toda mi vida. El resultado fue notable ¿sabe? Mis piernas se veían geniales y mi cuerpo cobró sentido. Las recorrí con las puntas de mis dedos disfrutando de la suavidad de la piel. Usted no puede entender. Insisto en que me resulta difícil explicarlo en palabras para que comprenda lo que aquello significó para mí. Mis sentidos estaban libres de toda culpa y era tal el placer que me invadía que el mundo real se nubló como el segundo plano de una fotografía y solo quedó, plácida, mi propia experiencia sensorial. Lo único que se me ocurre como ejemplo, para que pueda sentir lo que yo, sería el de una borrachera; eso, me deleitaba como quien se emborracha por primera vez. Y cuando ya creía no poder soportar más tal exceso de goce, fui en busca de mis compras de la tarde y me subí por las piernas aquellas braguitas negras. Creo recordar que gemí o suspiré o temblé —o todo junto ­­a la vez- cuando el hilo de la tanga se ajustó en el fondo de mi cola. Nunca, se lo juro por mi mamá, hubiera creído que algo me pondría al límite del desmayo y, sin embargo, la lisura de mi piel provocó un terremoto en el momento del contacto dulce de la tela acariciándome la entrada. Perdón por las palabras, monseñor, pero estaba tan excitado y la tenía tan parada que empecé a tocarme. Sin embargo, a pesar del temblor que agitaba todo mi espíritu, todavía no era consciente de lo que me esperaba. Desarmé el envoltorio de las medias finitas de lycra y empecé a subirlas por mis piernas con el corazón golpeándome el pecho. Pensé que moriría. Era todo tan suave y placentero que en ese preciso momento dejé de ser, abandoné mi pasado y me rendí en el presente de mujer diosa que me embriagaba, mucho más cuando fijaba la mirada en la imagen de esa chica increíble que el espejo me devolvía. ¿Quiere que le diga una cosa? La palabra caliente me resulta un pobre adjetivo para describir lo que me estaba pasando. Todo el pasado era falso, el sentido del tacto era falso o lo que yo había entendido de él, pues ahora, cada uno de los poros de mi piel se habían activado llevándome al éxtasis en un nivel que jamás había alcanzado. Cuando las medias negras transparentes subieron por mis piernas, me abandoné. Fue entonces que comprendí que no quería resistirme al goce de mi propia sensualidad y que me importaba una mierda si aquello era un pecado. Y, sin embargo, todavía era ignorante de los saberes que vendrían después, ignorante de que aquello era, apenas, el comienzo. En cada momento, subía un escalón más en el camino de mi autosatisfacción, aunque en el anterior yo creyera que eso ya no era posible. Después vino el corpiño de encaje negro que le hacía juego a la bombacha y se ajustó en mi torso como si lo conociera. Pero el cenit, el abismo que casi me lleva al agujero negro del orgasmo, llegó cuando estuve completa, tacones altos, pollera con tablas cortita, blusa ajustada con encajes y maquillaje. Empecé a tocarme padre ¿qué otra cosa podía hacer con esa gata caliente que me miraba ansiosa de sexo en el espejo? Le confieso que si en ese momento aparecía una turba de sodomitas yo les dejaba hacer lo que quisieran. ¿Y quiere que le diga otra cosa? A lo mejor los ángeles de Lot opinaban lo mismo al ver que Dios permanecía indiferente y toleraba algunos actos horribles y dejaba sin castigo tanta maldad ajena. O, a lo mejor, a hombres como usted, lo único que les importa condenar es a lo que le tienen miedo, o sea, a personas como yo.

Se hizo un silencio. No sé si las imágenes que había transmitido habían llegado a su mente estrecha, pero ya no importaba. Me relajé y por eso la cachetada vino sin que la esperara y me dio de lleno en la cara haciéndome caer de la silla hacia el suelo. Desde abajo y de costado noté el rostro del cura, morado de furia. En mi caída había arrastrado un recipiente lleno de un óleo que se extendió por el piso empapándome. Creí que el hombre seguiría con la golpiza, pero se compuso y, aunque no me pidió perdón por lo que había hecho, me ofreció una mano para que pudiera levantarme.

—Mira cómo te has puesto. A ver, sácate esa ropa y ponte esto que es lo único que tengo a mano, mientras voy a buscar algo para limpiar este desastre.

Y me alcanzó una camisa blanca, de una tela finita medio transparente que había sacado de un cajón, de esas que yo había visto que formaban parte de las vestimentas de los monaguillos en el culto. Cuando se marchó, me saqué la ropa mojada y quedé en la ropa interior que siempre usaba, en este caso una tanga y un sostén cremita y las medias blancas con liguero que nunca abandonaba desde aquella vez y mantenían mi morbo durante el día. La camisola me gustó, tenía unas mangas amplias que terminaban en un puño de encaje, lo mismo que en el último tramo de la falda. Sobre una de las mesas hallé un cordón y le di dos vueltas a mi cintura, lo que logró el efecto que buscaba de levantar el límite inferior de la falda unos treinta centímetros por sobre las rodillas. En un lateral había un espejo de cuerpo entero que los curas usan para vestirse antes de las misas y, al mirarme, me gustó. Agité mis rulos y saqué de mi bolso un labial para pintarme la boca de un rojo suave y brillante. Lo esperé sentado. La faldita que me había fabricado dejaba mis piernas, el liguero y una ventanita de bragas a la vista. Tenía la certeza de que me estaba ganando una paliza mucho peor que la simple cachetada de hacía un instante.

Para mi sorpresa, entraron los dos, el cura joven con los elementos de limpieza. La mano que esperaba cayera sobre mí se hizo esperar.

—¡Pero habrase visto morbo! —dijo el párroco.

—Es la ropa que usted me dio.

—Pero no para que la uses así, niño…, o niña… ¡que ya no se! A ver, Gabriel, vete limpiando el piso. Y no le mires tanto, que se te van a salir los ojos.

Gabriel bajó los ojos, avergonzado. Tenía las manos ocupadas limpiando el piso, pero noté que me observaba a escondidas del viejo y me sonreía con disimulo. En el ambiente flotaba, como en una nube, el olor del deseo. Lo miré con descaro, pues su recato no era mío, y poniendo el dedo índice en el labio inferior le sonreí y empecé a jugar con la boca mientras lo recorría con la vista. Tenía una carita redonda, apenas cubierta por una barba de días, el pelo bastante largo para ser cura y los ojos como escondidos, lo que le daba un aire de misterio. Me gustaba con ganas. La dura voz del párroco, sin embargo, hizo trizas todas mis señas hacia Gabriel.

—¡Pero deja de mirarlo! ¡Y tú! ¡mira que eres zorra! Te vistes con esto —me arrojó a la cara unos pantalones viejos y una camiseta—, y te vas de aquí antes de que te comas una golpiza que ni tu padre te va a reconocer.

Se ve que nuestro debate teológico había terminado, aunque yo sabía que había sembrado mi semilla. Los días siguientes, el padre Gabriel se instaló en mis sueños obscenos y más de una vez debí masturbarme para sacarlo de mi cabeza. La semana se hizo eterna, pero al final llegó el nuevo viernes. Otra vez en el pasillo, nuevamente esperando. En ese momento, como asistiendo a mi pedido, desde uno de los laterales vino en mi ayuda el padre Gabriel enfundado en una larga sotana con botones por delante.

—Ven, —me tiende la mano sonriendo—, está con una señora y va a tardar. ¿quieres dar una vuelta?

—Claro. Donde tú quieras.

Salimos con prisa, tomados de la mano como dos adolescentes furtivos. Cuando vi que entrábamos en el galpón del vivero mis fantasías se agitaron, aunque confieso que lo que pasó después me tomó desprevenido. Nos detuvimos, agitados y riendo, enfrentados muy cerca el uno del otro.

—¿Cómo estás? -dice con voz temblorosa.

—Bien, ¿y tú?

—Yo no…bueno si…pero… es que tengo que decírtelo o me muero, lo que me pasa que no puedo más de deseo por ti. Perdona por decirlo así. A ver. Quiero que me entiendas, siempre supe que había algo que estaba mal en mí desde antes y pensé arreglarlo con el seminario. Mi vida funcionó hasta que te apareciste y lo desbarataste todo. Te juro que lo intento, me digo, soy un cura, pero no puedo, con tu cuerpo no puedo. Eres tú, que eres un chico, pero pareces chica, y eso me vuelve loco. Ya no sé que soy, si soy gay o qué mierda soy, lo único que sé es que te quiero acariciar y besar desde el primer día que te vi. Es algo animal, no me deja pensar.

Sin pedir permiso me arrincona, se pega a mí, me acaricia. No repara en mi voluntad, exige, atropella como un macho en celo.

—El otro día estabas preciosa. Hasta el cura párroco lo notó, ¿acaso tienes la puta idea de lo que provocas en los hombres?

Y no espera mi permiso para darme la vuelta y apoyarse sobre mí con una ansiedad que no esperaba. Mi mano responde y lo busca hacia atrás para tocarlo, y al tacto me doy cuenta que está desnudo debajo de la sotana y que tiene la pija parada. Giro, le desabrocho los botones y la saco. La imagen me hace reír porque está todo cubierto de negro y por el medio le asoman los testículos y el pene, como un dibujo obsceno de los baños.

Se apura a desabrocharme el pantalón y al bajarlo se aleja un poco para mirarme.

—Dios, que hermoso eres.

Lo dice por lo femenino, pero me acaricia la bombacha por delante, buscándome la pija, acariciándome los huevos y logrando la erección esperada. Entonces me da otra vez la vuelta y me abraza para frotarse suavemente en el abismo de mi culo. Tiemblo, gimo, me agito en maullidos de gata en celo, porque sé lo que viene y lo animo. Me inclino sobre la mesa, sobre la humedad de las plantas, y abro las piernas pidiéndole que me la meta. Y entonces, sí, la pija pide espacio y la cola se abre, y poco a poco entra la cabeza tibia en mis entrañas. Y nos quedamos así, quietecitos por un rato, hasta que el orificio se habitúa y pide más y entonces empujo yo para que entre otro poco y ahora el que gime es él. No me parece que la tenga demasiado grande y me gusta mucho porque la disfruto y no me duele nada y entra y sale en una danza erótica, acompasada. Me acuerdo del metrónomo de la clase de música de mi hermana, tic-tac, tic-tac, tic entra-tac sale, tic entra-tac sale. Tic-tac, tic-tac. Con un brazo me rodea la cintura y con el otro me masturba, me acaricia. Quiebro la cintura para atrás y para adelante y se queda quieto para que sea mi culo el que lo folle, adelante, atrás, tic-tac. Pienso que no tengo remedio ni sanación, pues es tanto lo que me gusta tener esa pija caliente adentro mío que ya nadie me puede parar.

De repente se queda tieso porque algo pasa, una presencia. Giro apenas la cabeza para rogarle que siga, pero me enfrento con la gruesa sombra del párroco que nos mira desde la penumbra de la entrada.

—Debí haber imaginado que esto sucedería cuando os vi el otro día—. Y dirigiéndose a mí, —Lo peor de tu pecado es creer que lo tuyo es un mandato divino cuando no eres más que un puto degenerado. Como todo homosexual, lo único que quieres es un macho que te monte. Y tú, Gabriel, córrete.

Se nota la sorpresa en la respuesta del cura joven.

—¿Cómo…?

—¡Que te salgas de una vez te digo!

Y Gabriel obedece, asustado. Y antes de que siquiera entienda lo que va a hacer, lo tengo encima. Y por donde había abierto camino Gabriel, entra ahora una verga lubricada, dura, mucho más grande que la del curita. Trato de resistirme, pero me lleva la cabeza hacia adelante hasta chocar con la tierra húmeda del cantero y me sostiene con tanta fuerza que ya no me puedo mover. Y entonces me cabalga con ganas y, al entrarme, la mesa tiembla. Está borracho y retumban en el vivero sus gritos de placer. Busco a Gabriel con desesperación y él nota la angustia en mis ojos, pero el muy cobarde no hace nada y sólo asiste callado y servicial a la voluntad del párroco, que goza sometiéndome. Y aquello que había sido deseo por él, se transmuta en un odio profundo. No hay nada que pueda hacer salvo dejar de resistir, y me quedo quieto, aunque me saltan las lágrimas. De repente deja de empujar y se queda adentro y se tensa para luego estallar llenándome las entrañas con sus jugos. Cuando sale de mí, dice

—Ningún miedo te tengo. Sodomita quieres ser, sodomita serás.

Me deja como me halló, se viste y sale hacia la parroquia. Se hace un silencio, que rompe la voz de Gabriel con aquel razonamiento estúpido.

—Tiene que dar la misa de las siete.

Durante varias noches me desperté con una sensación ambigua, aunque lo que pasó aquella tarde jamás me transformó en víctima. Todo lo contrario, porque en vez de caer en un pozo de depresión, lo ocurrido me llevó a la introspección que dio paso a las preguntas que, finalmente, guiaron el destino de mi vida. A fin de cuentas -me dije, ¿qué es lo que soy? En mi mundo clandestino soy una mujer, muero por transformarme en una mujer, mi libido, mi obsesión discurre en ese sentido. Pero esa certeza, por más que se repita en mi mente una y otra vez para afirmarme en un mundo adverso, no me alcanza, me deja incompleto. Porque no basta -me dije- querer ser mujer. A fin de cuentas, ¿qué sé yo de lo que es ser una mujer? Si el ser mujer es en mí una elección, y existen infinitas posibilidades de mujer, es obvio que mi opción incluye una forma específica, entre muchas. O sea, entre las diversas maneras de ser mujer, escojo una, soy una mujer construida, imaginada ¿Y si mi forma de ser mujer no es otra cosa que mi fantasía masculina invertida? ¿O sea, una forma de mujer inventada por mi morbo masculino, la fantasía erótica de mi ser masculino? La idea se estableció con fuerza en mí. Soy la mujer inventada, fantaseada por mí. No existo, soy tan solo la representación de una fantasía de mi yo hombre.

Las reflexiones filosóficas no me llevaban a nada, dado que no estaba dispuesto a abandonar el mundo sensual que provocaba en mí el más alto de los goces eróticos que jamás hubiera experimentado. Aunque los placeres de mi ambigua sexualidad me llevaran por senderos inquietantes del pensamiento, no tenía razones para renunciar a ellos. Me regodeaba con preguntas que no podía compartir con nadie, pero que, a fin de cuentas, formaban parte de la experiencia sensual en la que me veía atrapado.

Las imágenes del vivero me volvían a la mente repetidas y fraccionadas como en un caleidoscopio. Todo había sido tan morboso y a la vez tan violento que la excitación que me embargaba al recordarlo se entremezclaba con el miedo que había sentido por la forma en que me lo había hecho el viejo. De todas maneras, si no quería volver a la parroquia, por lo menos en lo inmediato, era por temor al abismo de mi propia lujuria. Sin embargo, no podía ir a decirle a mi mamá lo que había pasado. Así que, sin darle detalles, le pedí permiso para dejar de ir a las reuniones con el párroco. Cuando me preguntó cuál era la causa solo atiné a decir que el párroco me decía cosas horribles. Ella interpretó que lo que yo consideraba malo era la molestia por empezar a sentir los cambios que en su corazón tan ansiosamente esperaba.

—Él sabrá lo que hace. Tú no te preocupes. Vas a ver que todo va a salir bien.

Así que, el siguiente viernes, ella misma me acompañó hasta la puerta de la iglesia para evitar que me escabullera en el camino. El párroco la saludó con mucho cariño y mientras íbamos hacia el fondo le comentó que en nuestras charlas yo estaba progresando mucho, que cuando tuviera tiempo se diera una vueltecita que él le iba a informar de mis avances.

—No sabe lo tranquila que me deja al escucharlo, padre. Entonces, lo dejo en buenas manos.

—Vaya tranquila, señora, ¿dónde va a estar el niño mejor que en la casa de Dios? —, la despidió.

Esa tarde no fuimos a la sacristía, sino que le indicó a Gabriel que me acompañara hasta un cuarto aledaño donde las mujeres que colaboraban con la parroquia recibían las donaciones. Casi no me dirigió la palabra salvo un ¿cómo estás? pero noté en su cara que mi presencia lo complacía. Me dejó en la sala y cerró con llave.

En un costado se acumulaban decenas de cajas cerradas y listas para enviar. En el otro extremo, de centenares de perchas colgaban la ropa que las colaboradoras habían lavado y planchado, en un sector la ropa de hombre y en otro de la de mujer y, por debajo de ellas, ordenados con esmero, todo tipo de zapatos. Me entretuve curioseando la variedad horrible de gustos y colores, ropa vieja y fuera del tiempo, de personas mayores y de talles inmensos. En un rincón, escondido en el fondo del cuarto, me llamó la atención un grupo de prendas que parecía descartado, un tesoro apetecible de vestidos, blusas y polleras que las damas de la parroquia no habían dudado en descartar. Pensé en aquellas chicas jóvenes que las habían comprado con ilusión, llenas de una sensualidad con exceso de atrevimiento a las que, tal vez el límite paterno acerca de lo que era apropiado a la decencia, les habían impedido usarlas. Pasado el tiempo, arrumbadas en los vestidores, terminaban en los bultos para la caridad. Allí se encontraban, en el limbo de la sala, impropias para enviar a los necesitados y de cierto valor para ser echadas a la basura. Me dejé llevar por la suavidad de las telas, los colores y las formas. El tiempo se me pasó volando y como nadie venía por mí, seguramente esperando que me dejara llevar por la tentación, me desvestí para probarlas. Después de un rato de mirarme en el espejo me decidí por una falda engomada negra, cortita, que se ajustaba perfecta en la cintura y que al caer ondulada resaltaba la curva de mis caderas a la vez que evidenciaba hacia atrás la redondez de mi cola. Para arriba escogí una camisa de seda blanca con botones al frente que me erotizó del solo contacto con mi piel, y una campera de cuero cortita, rockera, ceñida al cuerpo. Completé el conjunto con unas botas bucaneras con taco mediano y de gamuza negra que se ajustaban por encima de las rodillas. Saqué de mi bolso una caja con maquillaje y me pinté la cara y los labios. Me sentía ardiendo y caminé por la habitación con todos los sentidos en alerta máxima, estaba tan mareado que hasta creí que podría desvanecer de placer. Entonces comprendí que debían estar esperando. Golpeé un par de veces y el sonido de la llave anticipó la figura del cura Gabriel enmarcada en la puerta. Al verme abrió la boca como un tonto y no pudo evitar la lujuria dibujada en sus ojos.

—Te ves perfecta.

—Vamos—, dije, consciente de lo que me esperaba

El párroco nos encontró en una de las dos galerías laterales a la nave central de la iglesia, en las que se abrían altares en semicírculo dedicados a alguna santa o santo en particular. En la pared que mediaba entre cada uno de ellos se encontraban los viejos confesionarios de madera tallada. Una luz tenue descendía de los ventanales de la cúpula. Mis tacos resonaron en el piso de piedra del templo vacío y el sonido me pareció obsceno. Se habían vestido con las sotanas hasta los tobillos, pero pude notar que no tenían zapatos, por lo que deduje que estarían desnudos debajo de las túnicas santas. Se dirigió al cura.

—Quiero explicarte algo, Gabriel —, comenzó el viejo.

 —El sacerdote debe comprender el pecado de la carne para condenarlo pues ¿cómo podría predicar en contra de él si no conociera los efectos perniciosos de su práctica? Hay seres —continuó— que son la abominación de la naturaleza, pero ejercen sobre nosotros un deseo pecaminoso que no siempre podemos explicar. Este niño —me señaló— vive lleno de pecado, excitado en todo instante por el cuerpo que le ha tocado, sin que parezca importarle nada y le fascina el ser apetecible como la puta Salomé calentando con su baile para obtener la cabeza de Juan el Bautista. Me miró.

—En el confesionario pedirás perdón de todas tus perversiones.

Entra al cubículo y se sienta. Me dirijo hacia el costado para hablarle por la ventanilla que separa los fieles del confesor cuando me ordena que vaya por delante, que quiere ver la cara del diablo sin mediaciones cuando blasfeme. Así que me arrodillo frente a él y me dice “Ave María Purísima” y, como no sé lo que quiere, lo miro.

—Contesta “Sin pecado concebida

—Sin pecado concebida, —contesto.

—¿Cuánto hace que no te confiesas?

—Un mes, padre.

—Tienes que confesar tus pecados.

—He tenido sexo. Me han follado.

—Mentir es un pecado, ¿sabes? La verdad que debes confesar es que con tu lascivia hiciste caer en el pecado de la carne a dos hombres de Dios.

—No, yo…

—¿Vais a contradecir mi palabra?

—No, padre.

—¿Te ha gustado?

—Me siento muy avergonzado de decirlo, padre.

—Eso quiere decir que sí, que te ha gustado. ¿Sabes que ser homosexual es un pecado muy grave?

—Si, padre.

—¿Y aun así deseas seguir vistiendo ropas de mujer?

—Me gusta.

—¿Disfrutas de la penetración?

—Usted tiene una idea tan minúscula de lo que sucede. Lo que me gusta es que los hombres me miren con deseo porque me erotiza tener el control. Les sale algo instintivo, semihumano. A veces pienso que matarían por estar conmigo. Es un olor, los veo al acecho, calientes, y disfruto en cada poro el ser deseada como una mujer. Entonces me convierto. Soy una puta gata en celo. En cuanto a la penetración, todavía me duele un poco, me dicen que es porque recién empiezo pero, sila tienen del tamaño del padre Gabriel, me encanta. El placer que siento es total, empieza en las entrañas, pero me recorre todo el cuerpo. Y no creo que sea pecado.

—Ahora yo. ¿Te puedo contar un secreto?

—No, no quiero, ¿qué secreto?

—Cuando te tengo cerca y siento tu olor no puedo pensar. Como dices, es algo animal que brota en mí y que no puedo dominar. En ese momento podría matarte si no cumplieras con mi deseo. Y tu boca…sobre todo tu boca…

Mientras habla se sube la sotana a la altura de la cintura y vuelve a sentarse. Desde atrás, en cuclillas, el padre Gabriel me saca la campera mientras me acaricia los pechos desbaratando los primeros botones de la blusa. Se me eriza la piel cuando tira suavemente de la prenda y la seda me acaricia y me desnuda los hombros. Después se arrodilla y me empuja hacia adelante, hasta que mis manos se apoyan en el suelo para no caer, y mis labios se enfrentan con la pija parada del párroco. La posición de perrita en que quedo me excita. El padre Gabriel levanta la falda y me acaricia. Siento la brisa de su respiración en la cola y después su dedo que juega en la entrada, antes de que haga a un lado la bombacha. Gimo, con un grito sordo que se prolonga en la acústica del templo y no puedo parar de temblar y lo único que quiero es que siga haciendo más. Con sus dos manos me separa el culo para que llegue la lengua, que me recorre de abajo hacia arriba, desde los testículos hasta el ano y se detiene allí para chuparme, lamerme, como pidiendo entrar. Me voy muriendo lentamente de placer. Es tanta mi calentura que ya no me importa nada y mis labios rojos se abren en un beso y rodean gustosos la pija del párroco y lo salivo bien antes de metérmela hasta el fondo de la boca y, cuando choca con la garganta, la saco toda mojada. Le brota un jugo viscoso y lo junto con la lengua para distribuirlo, goloso, por la cabeza y el tronco y tiembla él también y los ojos se le van para atrás.

Gabriel se levanta y se va en lo mejor, ¿qué hace? —me pregunto. Pero no tarda en regresar y, sin avisar, me entra un dedo lubricado con algún aceite, porque se desliza sin roce, bien adentro y, al llegar al límite de lo que puede meter, lo deja inmóvil. Pero en seguida lo saca. Y yo me quedo esperando, y cuando vuelve mete dos, y como ya la cola se acostumbra, se abre sin problema. Y después de los dos, siento la pija de tamaño perfecto que conozco del otro día y que me provoca un suspiro que suena apagado por la carne del párroco en mi boca. Era mi primera fiesta y la estaba disfrutando. El curita se aferra a mis caderas para ayudarse a entrar y respira agitado. Yo quiero que se venga, así que lo ayudo, moviéndole el culo en su ritmo. No tarda mucho y se desagota dentro mío con unos gritos ahogados y en medio de convulsiones. Sólo entonces le libero la pija al párroco, que está gozando de lo lindo, y me levanto. De más está decir que la mía rebosa dura y empalada acariciada por la falda engomada, pero aún sin eyacular.  Me giro y enfrento al padre Gabriel y nos besamos metiéndonos las lenguas húmedas, fundiendo nuestros jugos, ansiosos, calientes. Y mientras nos besamos, entre ambos me deslizan hacia abajo, despacito, las manos de atrás que me atraen y el cura joven que me empuja desde los hombros. Y en el camino la cola tropieza con la punta de la verga del viejo que la acomoda para que enfile directo hacia mi entrada. Me dejo caer y siento la cabeza que entra y me arranca un grito dolorido, pese a que noto que la tiene bañada con el óleo que trajo Gabriel.

—¡Ay! Padre, ¡no! Es demasiado grande.

Pero no me dirige la palabra y, en vez, me atrae hacia él un poco más y me duele, pero cuando abre el esfínter ya no me molesta más, y me atraviesa, subiendo, hasta que me siento directamente en él.Con los pelitos rozando mis nalgas y con todo adentro lo cabalgo suave, como trotando en cámara lenta, y entonces el grito sordo me sale desde adentro, sin pensarlo.

—¡Ay, Dios! Me muero ¿Qué has hecho conmigo?

Gabriel deja de besarme y lleva mi mano entre sus piernas para hacerme notar que la tiene otra vez dura y me la ofrece, y como yo ya estoy dispuesta a todo, lo acaricio, lo masturbo y después se la chupo y dejo que entre y salga de mi boca a su antojo.

Abstraídos como estaban por la fiesta que se estaban dando, llegaron ambos al orgasmo bañándome con sus leches en medio de jadeos y gritos que retumbaron en la nave de la iglesia. Por eso nadie escuchó que por una puerta lateral, alarmada por el escándalo, apareció una señora con cara de miedo, como tratando de ver lo que pasaba. La escena no podía disimularse y aunque ella no hubiera querido ver lo que vio, en seguida entendió lo que después contaría en el vecindario, que entre los dos curas de la parroquia se estaban follando una chica en un lugar sagrado, y en el confesionario para ser más degenerados. Me acomodé la ropa y como pude corrí hacia una de las puertas que comunicaban con el pasillo lateral por el que pude llegar a la calle. Mis tacos resonaron tan obscenos como cuando había entrado.

Era mi primera vez en el exterior y me daba mucha vergüenza que pudieran reconocerme. Me limpié los restos de la boca como pude y empecé a caminar hacia mi casa pensando lo que podría hacer para entrar sin que me vieran. Cada hombre o mujer que me cruzaba me parecía que iban a darse cuenta. Pero nada pasó y sentí que los que más miraban eran los hombres, uno me hizo un gesto de agrado y, cuando estaba llegando, me gritaron algo desde un auto. En el pasillo me saqué las botas y en silencio abrí la puerta tratando de no hacer ruido. La voz de mi mamá se escuchó desde la cocina, si era yo y cómo me había ido. Corrí hasta el baño y me encerré.

—Todo bien, mamá. Se pasó un poco la hora nada más.

Las noticias morbosas corren en los vecindarios como la tierra suelta antes de la tormenta. El chismorreo tiene una curva de intensidad específica en las primeras horas de la mañana en la que se produce el encuentro propicio entre los encargados de edificio, en su tarea de asear los palieres y la vereda, y las vecinas saliendo a la compra. Al cabo de dos días la historia se comentaba desde los bares hasta las peluquerías, incluso con ciertas deformaciones propias del corrillo, un chulo que la esperaba, la especulación acerca de la edad de la chica y otros agregados imaginados que, a fuerza de repetidos, se tornaron reales. Al cabo de la semana ya había dos o tres historias diferentes del mismo hecho, una de las cuales llegó a oídas de mi mamá quien, a pesar de su evidente ingenuidad para las cosas de la iglesia, sólo hubo de atar ciertos cabos para abrir una sospecha acerca de mis visitas espirituales a la parroquia. Le juré que cuando ella me había dejado el párroco me había hecho esperar en el asiento de siempre y, como nadie venía por mí, después de un rato largo me había vuelto. Pero como la primera mentira que le había dicho en un mar de nervios no coincidía con ésta, mi madre prefirió no conocer los detalles de la historia que se contaba en los corrillos del vecindario y, por supuesto, no me mandó más a la parroquia. Mi tía se enteró, dos semanas después, que los dos curas habían sido trasladados, al más grande los sacaron del país para destinarlo al Vaticano y el padre Gabriel se integró a una Fundación en defensa de la moralidad y la familia católica que, al cabo de unos años, llegó a presidir.