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El surfista y yo

en Transexuales

En el atardecer, el sol se había rendido y corría una brisa fresca como culminación de un día de playa para el recuerdo. Recién entonces nos dimos cuenta que se nos había pasado por completo la hora de volver. En nuestra cultura, el Paraíso, tal como se nos ha enseñado, es un lugar inaccesible, y éste no era la excepción ya que no había transporte público y estábamos a dos horas de viaje del departamento que habíamos alquilado. Por la mañana nos habíamos aventurado sin conciencia. Pero ahora, la cuestión comenzaba a ser un problema porque la mayoría de los turistas de la playa se habían ido y apenas quedaban algunos autos. Nos dividimos entre los tres para pedir que nos avienten, pero todos los que abordábamos o iban cargados o se dirigían en la dirección contraria. Nos empezábamos a preocupar seriamente cuando Claudia nos pegó el grito para anunciarnos que nos ofrecían unos lugares en el auto de un matrimonio que se estaba yendo y que iba para nuestro lado.

-Somos tres, -la escucho decir-, mi marido y mi hermano.

-Nós só temos espaço para dois. Mas se vocês se apertarem, podemos levá-los

-Sí, claro. No hay problema. La verdad es que nos salvaron. No sabíamos qué hacer.

En la parte de atrás, uno de los surfistas que habíamos visto en las olas, se nos había adelantado, y su tabla estaba atada en el portaequipaje. Su cara no me pareció que inspirara desconfianza. Era un hombre grande de unos treinta y tantos, de pelo largo, ojos claros y piel oscura. Pensé que lo último era lógico de tanto lidiar con las olas y la tabla.

Llegamos a Brasil hace seis días. Mi hermana y su marido, mi cuñado Sergio, habían alquilado un departamento y como yo no tenía planes, a último momento me dijeron de venir con ellos. Tengo diecisiete años y un aburrimiento estancado. Pero no me arrepiento de haber venido. Tengo playa todo el día y por la noche, sin conexión wifi, me entretengo con la tele en un idioma musical, acompasado, pero del que en verdad entiendo poco. Pero de todos modos la estamos pasando genial, con mi hermana siempre nos llevamos bien y mi cuñado es simpático. Cuando llegamos, fuimos con a una tienda con Sergio a comprar ropa de baño como las que usan aquí, unas sungas como las llaman. En Brasil, a nadie parece importarle si lo que te pones apenas te tapa el culo o evidencia los bultos masculinos en la playa. Y la verdad es que les doy la razón porque a mí siempre me ha parecido mucho mejor. A Sergio, que es un hombre más conservador, le daba un poco de vergüenza y solamente se animó hasta uno más rectangular, pero yo tengo diecisiete y no me importa, así que me decidí por una sunga chiquita con flores violetas y blancas. No me molestaron los comentarios de mi hermana, que dijo que lo que me había comprado me hacía muy femenino. Lo que pasa es que tú tienes la cola redonda, agregó. Yo lo deje pasar sin darle importancia, pero, de todos modos, al salir de la playa me ponía una amplia camiseta blanca hasta la mitad de las piernas para taparme, de tan grande que caía de costado y dejaba, en mis descuidos, uno de los hombros al descubierto. Pasaron los días y el sol se ablandó a medida que nos bronceábamos. Mi base morena se convirtió en piel tierra y, para que no me molestara el pelo, mi hermana me prestó una vincha de colores jamaiquinos que sostenía mi pelo hacia atrás, volcando mis rulos hacia la espalda.

Paulo y Sonia, el matrimonio brasilero que nos llevaba, fueron muy amables. Nos abrieron el valijero para que acomodáramos nuestras cosas. Sergio y Claudia se acomodaron al lado del surfista y a mi no me quedó más lugar que subirme sobre él. El auto no era pequeño, pero la verdad íbamos un poco amontonados. El hombre de la tabla cerró sus piernas para que yo me sentara, por lo que, por una cuestión de espacio, hube de abrir las mías por fuera de las de él e inclinar un poco mi cuerpo hacia adelante para que no estuviéramos tan en contacto. La camiseta larga había quedado flotando hacia atrás. El roce de nuestras piernas desnudas me resultó molesto por que el surfista era más peludo que yo, que apenas tenía una pelusa desteñida por el sol de los últimos días.

Finalmente, arrancamos hacia la carretera y la señora Sonia, a quien tenía delante mío en el asiento del acompañante, comenzó la típica charla del estilo de dónde venís, cuánto os quedáis, nuestro parentesco, que hacéis en vuestro país y esas convenciones que decaen por sí solas al cabo de media hora por imposibilidad temática. Por lo que, un rato después, todos dormían salvo el señor Paulo -que conducía-, el surfista y yo. Me di vuelta para preguntarle al hombre si lo estaba incomodando mucho y me dijo que no, que, al contrario, y me ofreció una sonrisa misteriosa, cuyo sentido entendí al bajar la mirada y notar su vientre firme y trabajado y el bulto que le había crecido en medio de las piernas. Hice como que no lo había notado, volteé hacia adelante y mis pensamientos volaron como bandada de pájaros negros. La situación era bien rara y la verdad es que no tenía idea de qué hacer con ella, lo que me tenía bastante inquieto. Él se movió un poco y, como me pareció que lo estaba molestando, me levante hacia adelante quebrando hacia arriba mi cintura y liberando el contacto de nuestras piernas. Al momento tomé conciencia de que con ese gesto había dejado mis caderas a la altura de su cara. Se me cruzó al instante la idea de que quería provocarlo, que tal vez ese había sido mi deseo inconsciente y se lo había hecho a propósito como siguiéndole el juego, porque, al hacerlo me dio morbo levantarme un poco la camiseta para que pudiera verme el culo. Lo cierto es que cuando volví a sentarme en el surfista lo hice un poco más atrás y, como él, al mismo tiempo, se movió un poco hacia adelante, el desfiladero de mi cola encajó a la perfección en el monte que se elevaba entre sus piernas. Lo que estaba sucediendo no era más que una locura fuera de lo real, que nublaba mi razón y no me dejaba pensar, aunque lo hacía: Esto no está sucediendo, ¿qué es lo que estoy haciendo? Yo estoy mal. Esto está mal. Tengo que detenerme. ¿Y si se despiertan y me ven frotándome con un desconocido en un auto lleno de gente? Mierda, mierda. ¿Por qué no puedo detenerme?  A esa altura, la sunga de flores violetas y blancas ya se había metido en mi cola, mis nalgas rozaban con sus piernas y me deleitaban las cosquillas de sus pelos. Mi pene se había puesto tan duro que se había escapado hacia adelante por fuera de la sunga de flores, oculta también por la milagrosa camiseta. En mi ayuda, el único que podría notar nuestros movimientos era el señor Paulo y ello era imposible, lo veía concentrado en lo que sucedía en la ruta y cada tanto daba instintivamente una mirada al retrovisor para encontrarse con mi cara que le sonreía, inocente. Lo que pasaba más abajo era convenientemente tapado por el asiento del acompañante. El hombre abajo mío y yo empezamos a movernos al ritmo de una melodía cómplice y sentí cómo su pija me navegaba entre las nalgas. Lo estaba masturbando con el culo. En un momento me pareció que se ladeaba hacia la puerta haciéndose el dormido, pero no. Pronto entendí, había pasado su brazo por debajo de la pierna para acariciarme por delante, suave y delicadamente. Yo estaba tan caliente que creía no poder esconder en mi cara lo que me estaban haciendo por atrás. Sin embargo, hasta pude responder la pregunta del señor Paulo cuando me preguntó si no estaba demasiado incómodo. -No, para nada, contesté y, en el mismo momento, con mi mano saqué la del surfista para poder acariciarlo yo. Mis dedos le abrazaron los testículos con caricias circulares y levanté un poco las caderas para no apretarlo tanto y que sintiera las caricias que mi cola le prodigaba. Cuando apretaba un poco los cantos, sentía que lo envolvía entre mi carne. Se ve que le estaba haciendo le gustó, porque aceleró el ritmo, y en el único jadeo que le oí esa tarde se derramó bañando de leche mi sunga de flores violetas y blancas y también parte de la camiseta que la tapaba. Encerrados en nuestro mutismo erótico, no habíamos notado que ya estábamos entrando a la ciudad y que en breve debíamos bajarnos. Le agradecí que no se olvidara de mí cuando volvió a meter su mano escondida hacia adelante y corriéndome levemente la tela me introdujo en el ano un dedo cariñoso que me hizo saltar del asiento hacia adelante al tiempo que me corrí empapando la camiseta también en el frente. Tratamos de componernos y nos separamos a la posición del principio, en el mismo momento en que la voz del señor Paulo los despertaba a todos para anunciar que habíamos llegado a destino. Me baje todo mojado y temblando. Nos saludamos con los señores Paula y Sonia, les agradecimos de mil amores que nos hubieran traído y nos expresamos deseos de encuentro en la playa al día siguiente. El surfista apenas nos dirigió la palabra, aunque entre nosotros nos dimos las gracias con mirada clandestina. Me baje del auto. Soplaba una brisa fresca que agitaba los rulos sobre mi espalda. Ni me di cuenta de lo mojado que estaba, pues se había apoderado de mí una plenitud inesperada.