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La guarida del león

en Fantasías Eróticas

LA GUARIDA DEL LEÓN

Al dejarme el taxista en la puerta de su casa me temblaban las piernas. Eso se repetía cada vez que iba a visitarle. Que extraña sensación se apoderaba de mí cuando su presencia estaba próxima, percibía en él una esencia perversa, casi maligna.

Encontré la puerta entreabierta y mientras cerraba escuché tras de mí sus pasos acercándose. El ambiente siempre en penumbra y la decoración predominantemente barroca, dotaban a la vivienda del misterio propio de un templo... aún tenia grabada en la retina la imagen del dormitorio, altar mayor salpicado de flores y reliquias, de vírgenes implorantes.

Sus brazos me rodearon y noté aquel tórrido aliento posarse sobre mi cuello, me estremecí cual gacela atenazada por león. Tomó mi mano y avanzamos por el pasillo en dirección al estudio, quería mostrarme su última obra, un Cristo que bien hubiera podido firmar el mismísimo Caravaggio.

Le observé dirigirse hacia el final de la estancia, donde había colocado un diván de terciopelo rojo, próximo a él, sobre un caballete yacía un lienzo. Con un gesto me invitó a seguirle y ya juntos empezó a desnudarme lentamente. Cada prenda que caía iba liberando el cuerpo que brotaba libre y voluptuoso, finalmente soltó mi cabello que manó en cascada hasta la cintura, regalándome una caricia estremecedora. Así, comenzó a mirarme mientras sus manos recorrían mis formas palpando cada músculo, clavando sus dedos buscando huesos y cavidades que plasmar. Cuando la exploración hubo concluido hizo que me recostara en el diván y comenzó a pintar.

La luz se depositaba sobre mí desde una claraboya que proporcionaba brillos y sombras a partes iguales, mecida por la música que siempre llenaba aquel ambiente, un sopor me alejó de la consciencia no sé por cuanto tiempo.

Desperté cubierta con una sábana; el estudio se hallaba sumido en una oscuridad levemente atenuada por el resplandor amarillento proveniente del pasillo, me envolví con aquella tela y encaminé mis pasos hacia el salón. Allí lo hallé sentado en una butaca, inmóvil, con la mirada perdida. Velas repartidas sobre los muebles vibraron a mi paso, me incliné sobre él y acaricié su rostro, blanco y enigmático como el de una estatua. Volteó su mirada hacia mí.

- Dormías profundamente y no quise despertarte... preparé la cena – se levantó -, sígueme.

Me condujo de la mano hasta una pequeña sala pintada de un amarillo fuerte cuyas paredes estaban cubiertas por cuadros y espejos, en el centro, una mesa redonda aguardaba ser usada. Se había tomado la molestia de prepararla a falta de servir la cena. Tomé asiento mientras él marchó a la cocina. Tuve tiempo de observar todo lo que me rodeaba y de recrearme con su inquietante meticulosidad y pulcritud.

Durante la cena él iba rellenando de vino mi copa. Como siempre cuando bebo, no paré de hablar, pasando de un tema a otro, riéndome y gesticulando. Notaba que me observaba divertido, interesado por averiguar más de mí. Pasó la mayor parte del tiempo escuchando, recreándose en la comida con un apetito insaciable. Al terminar, un calor sofocante me invadió, mi cuerpo ardía bajo la sábana, que ya prácticamente había dejado caer. Su penetrante mirada me hacía sentir pequeña e indefensa, por un momento me invadió la sensación de estar acorralada y me levanté asustada.

- Disculpa – le dije -, tengo que ir al baño.

Una sonrisa burlona fue su única respuesta.

Frente al espejo observé mi rostro brillar bañado en sudor, coloqué la nuca bajo el grifo y me humedecí la cara y el pecho. Mientras me estaba secando vi que no estaba sola, me sobresalté y un grito brotó de mi garganta.

- Tranquila – murmuró irónicamente -, me pareció que te encontrabas mal.

- Estoy bien – le contesté – sólo es este asfixiante calor... está siendo el verano más caluroso que recuerdo.

Lejos de marcharse, se acercó hasta que lo sentí pegado a mi espalda, olisqueándome como un animal en celo, con una mano soltó el sudario mientras con la otra me apretó contra él. Cada vez que me tocaba un escalofrío recorría todo mi ser, a su lado me parecía que siempre había sido suya, incluso antes de mis primeros recuerdos. Por el espejo vi como se despojaba de la ropa y comenzaba a recorrer mi cuerpo con su lengua, primero el cuello y la columna para entretenerse después en los glúteos adentrándose cada vez más en ellos. Inclinada sobre el lavabo apenas osaba respirar por temor a que parase, entonces se arrodilló y me conminó a separar las piernas para después hundir su rostro en mi vulva, donde permaneció largo rato recreándose en cada pliegue y abertura; no sé cuando paró, no sentí que lo hiciese, pero de pronto lo tenía dentro de mí cabalgándome como un poseso, con su miembro duro y caliente golpeando mis entrañas, multiplicándose, como si varios y no uno me estuvieran poseyendo.

Tras una reparadora ducha nos acomodamos en el salón; abrazados en un enorme sofá, se entretuvo largo rato acariciándome el pelo. Después se levantó, y arrodillándose, comenzó a lamerme los pies, tan dócil como un perrito que busca las caricias de su ama. Su cuerpo, antes masculino y fibroso, se tornaba ahora más redondo e infantil, mientras sus ojos, clavados en los míos, lanzaban una muda petición. Lentamente se dejó caer sobre la alfombra y pude observarlo, blanco, desnudo, tembloroso e indefenso... el león se tornaba ahora gacela y me cedía su puesto.

Mientras mi mano apretaba su miembro, con la legua trazaba círculos alrededor de sus pezones, mordiéndolos sin compasión. Conducida por sus jadeos bajé hasta su verga y comencé a chuparla, para continuar metiéndola toda en mi boca, succionándola tan fuerte como podía, él iba abriendo las piernas esperando más, así que después de ocuparme de sus testículos, empecé a recorrerle el perineo mientras introducía mi dedo índice en su ano. Sentí claramente como se estremecía de placer y seguí castigando sin miedo su agujero... de pronto se dio la vuelta ofreciéndome su trasero y alargó el brazo para sacar del cajón de la cómoda un pequeño pene de látex. Unas intensas ganas de someterlo se apoderaron de mí y casi sin humedecerlo, se lo clavé tan adentro como pude, agitándolo una y otra vez... él gemía sin cesar mientras se iba poniendo de costado, dejando espacio para que pudiera tomar su pene en mi boca... lo hice y continué, pensando que iba a llegar al clímax, pero en lugar de ello, me apartó y me miró a los ojos; yo me estremecí asustada, pues sus éstos volvían a reflejar ese brillo perverso que tanto me inquietaba, entonces, tomándome del brazo me tiró con furia sobre el sofá y me penetró por atrás sin rodeos, mientras de su boca pegada a mi oído, manaban palabras en un idioma que yo desconocía... y así, mientras me debatía en una mezcla de placer y sufrimiento me tomó tanto tiempo como quiso, hasta que quedó satisfecho.

Cuando desperté, él yacía junto a mí profundamente dormido. Sentí la necesidad de marcharme, de huir de aquella casa, de dejar atrás esa decadencia que hacía difícil hasta respirar. Una vez más me marché repitiéndome que sería la última vez, sin embargo mientras me alejaba, su voz seguía resonando en mi cabeza, sabiéndome presa ineludible e irremediablemente de sus designios...