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Marta siempre quiere más (1)

en Confesiones

MARTA SIEMPRE QUIERE MÁS.

I. Mi vida antes de ella.

Mi nombre es Pedro. Siempre he sido una persona apocada, con un físico nada agraciado y mirada apuntando al suelo. De bajo peso y estatura, gafas culo de vaso y torpe en cualquier tipo de deporte, tenía todos los números de la rifa para convertirme en lo que he sido durante toda mi vida. Todos, y uno más, ya que, para más desgracia, mi padre era en nuestro pueblo una institución. En su juventud se había dedicado profesionalmente al fútbol, hasta que una lesión le apartó de los campos. Al regresar, fue recibido como el hijo pródigo e incluso le dieron su nombre a una calle. Los primeros años, los dedicó a fundirse su fortuna en fiestas y borracheras a las que todos estaban invitados. Muchas jóvenes y mujeres de buen ver pasaron por su cama sin lograr enamorarlo; la vida era para él un continuo de juerga, alcohol y desenfreno. Como era de esperar, a los cinco años ya se había quedado sin blanca, fue entonces, cuando mi pobre madre hizo su aparición en escena. Ella siempre había estado secretamente enamorada de aquel hombre alto y fornido, de su sonrisa de dientes blancos y alineados, de esos ademanes de persona segura y curtida en mil batallas. Le había espiado innumerables veces escondida tras los visillos de su habitación, protegida por los muros del caserón que daba a la plaza. Mi madre era la única hija del notario del pueblo, una rica solterona, tan poco agraciada como yo, que se marchitaba a la espera de que alguien llamara a su puerta. Ya había pasado la treintena cuando él lo hizo. En menos de seis meses estaban casados, y es que el tiempo apremiaba.

Cuando yo nací, la fiesta se alargó varios días: un varón, un seguro ganador que retomaría el testigo dejado por su padre. Nada más lejos de la realidad. Crecí con un balón presidiendo mi cuna. Tan pronto logré ponerme en pie, lo colocaron entre mis temblorosas piernas; debían esperar un chut prodigioso que se estampara contra la estantería del salón, pero no fue así: tropecé y me partí la barbilla, mientras mis llantos ahuyentaron a todo el que había venido a presenciar mi prematuro debut. Mi padre continuó engañándose algunos años más, trató por todos los medios de atisbar en mí algún vestigio de sus genes, pero la búsqueda resultó infructuosa y al cumplir los diez, me retiró definitivamente todas sus atenciones. Debo confesar que, en parte, aquello fue una liberación. Pronto curaron los continuos hematomas y rasguños que adornaban mi cuerpo desde que empezara mi impuesta lucha con la pelota. Pasé entonces a estar bajo la protección del abuelo, él fue quien se dio cuenta de que algo andaba mal en mi vista, y tras llevarme al oftalmólogo, me diagnosticaron una sobresaliente miopía. Por fin destacaba en algo. A partir de ese momento, las lentes XXL se convirtieron en mis perpetuas compañeras.

Al cumplir los quince mi padre falleció. El tiempo que la cirrosis lo mantuvo postrado en la cama, traté por todos los medios de recuperar su cariño. No hubo suerte. Nunca dijo nada, pero cuando su mirada, o la de las múltiples visitas que acudían a casa se clavaban en mí, yo sólo veía una palabra grabada en sus ojos: perdedor.

Con mucho esfuerzo conseguí terminar el bachillerato. El paso siguiente no dejaba lugar a la duda, tenía que estudiar Derecho y opositar para notario, igual que había hecho mi abuelo y su padre antes que él. Sin embargo, tampoco los libros estaban hechos para mí y tras cinco años en la Facultad, sólo conseguí sacar dos cursos. Ahora fue el yayo quien tiró la toalla. El verano que cumplí los veintitrés, me comunicó su decisión en presencia de mi madre.

Hijo –siempre me llamó así-, está claro que nunca llegarás a ser notario, hay que aceptarlo. Cuando acabe el verano no volverás a la Facultad. He decidido que empieces a trabajar en octubre.

Y así fue, como el día uno de octubre dio comienzo mi vida laboral.

Hacía tiempo que mi abuelo se había jubilado y uno de sus sobrinos ocupaba su puesto. En la notaría no fui bien recibido, mi decepcionante trayectoria era harto conocida por todos los habitantes del pueblo y nada de lo que hiciese les haría cambiar de opinión. Así que, tampoco me esforcé mucho por aprender y me limité a ser un mero transcriptor.

Pronto me acostumbré a ese nuevo ritmo de vida; el que ya nadie esperara más de mí me tranquilizó. Todo lo que tenía que hacer era levantarme a las siete, acudir puntual al trabajo, cumplir las ocho horas y acompañar a mi madre a misa los domingos.

Al atardecer, aprovechaba para perderme por los montes que rodeaban el pueblo en compañía de mi fiel labrador. Mientras él husmeaba entre los matorrales, yo me sentaba en algún pedrusco e imaginaba que era otra persona, casi siempre un tipo frío y castigador con decenas de admiradoras. La realidad era bien diferente, era el típico chico al que nadie miraba y que pasaba por la vida dejar rastro alguno.

Mi vida social se limitaba a la partida de cartas de los sábados por la tarde y el cine de los domingos. Pepe y Miguel, mis únicos amigos desde la infancia, compartían conmigo esos momentos. Ellos fueron los que sembraron en mí la idea de independizarme. Lo cierto es que ya me pesaba el asfixiante ambiente de mi casa: el abuelo estaba muy mayor y mi madre se había vuelto un ser huraño tras la muerte de papá.

Hacía unos meses que un anciano agricultor había fallecido y sus herederos estaban intentando alquilar la casa en las afueras donde vivía. Pensé que sería una buena opción para alejarme del pueblo y de miradas inquisitoriales. Tras llegar a un acuerdo con los arrendadores, comuniqué a mi familia la decisión que había tomado y con su resignado beneplácito procedí a trasladarme. Aunque la vivienda no quedaba lejos, se hacía imprescindible comprarme un vehículo, así que aproveché que Pepe tenía en venta su vieja furgoneta y me hice con ella. En cuanto la tuve, cargué mis escasas pertenencias, senté a Max (mi perro) en el asiento del copiloto y puse rumbo hacia la casa.

Sorprendentemente, no me costó en absoluto habituarme a mi nuevo hogar. Cuando la soledad es tan buscada como en mi caso, caes en sus brazos como un corredor de fondo al llegar a la meta. Me sentía tan a gusto entre aquellas viejas paredes de piedra, acunado por el trinar de los pájaros y el sonido de las hojas al viento, que no me importó que se redujesen los encuentros con mis amigos. Los domingos ya casi nunca nos veíamos, Miguel iba cada vez más en serio con su novia y Pepe, Pepe era otro mundo, le gustaba salir de fiesta, emborracharse y llevarse a la cama a toda la que se dejaba. En el fondo, debo admitir que a él sí le envidiaba: tan libre, tan atrevido, todo lo contrario a mí.

Lo único que empañaba mi recién estrenada serenidad, era el no haber estado con ninguna mujer. No sólo ansiaba el contacto físico, sino también la sensación de amar y sentirse amado. Por las noches me acariciaba en silencio bajo las sábanas, visualizaba imágenes femeninas, presencias intangibles que me prodigaban todo tipo de atenciones. Al acabar, me arrebujaba entre las sábanas de franela, con la esperanza de que algún día todo podía cambiar. Por desgracia, cuando despertaba, volvía a sentir el peso de los reproches y las expectativas inalcanzadas, y afrontaba el día como un ser derrotado.

II. El encuentro.

Mientras en mi pequeño universo todo continuaba igual, fuera de él las cosas iban evolucionando. Miguel se casaba en breve con su novia de toda la vida, y junto con Pepe, acudió a casa para darme la noticia. Venían para proponerme celebrar su despedida de soltero. Hasta entonces nunca había accedido a salir de fiesta a la ciudad, pero esta vez la ocasión lo requería y fui incapaz de negarme, además algo me empujaba a ello. Así pues, acordamos festejarlo el sábado siguiente. Como se suponía que era el único que no iba a beber, sería yo quien condujese aquella noche.

A la hora acordada pasé a recogerlos. Se sorprendieron al verme despojado de mi barba de ermitaño y bastante más arreglado de lo habitual. La verdad es que, dentro de mis limitaciones, me había esmerado por estar lo más presentable posible. Hice caso omiso de sus bromas y puse rumbo hacia la ciudad. Una vez allí, Pepe me indicó dónde tenía que ir, en cuestiones de esparcimiento, él era el experto.

Aquella zona de marcha estaba atestada de gente. Primero, tomamos algo en un pub, donde Miguel nos contó los pormenores de la boda, después, un poco achispados, decidimos ir a una discoteca que Pepe solía frecuentar. Todavía era pronto, apenas la una, por lo que el local estaba poco concurrido. Pedimos una copa en la barra y, mientras ellos hablaban, me dediqué a observar al personal. Seríamos unas cincuenta personas, de edades comprendidas entre los veinticinco y los cuarenta; había varias parejas, unos cuantos grupitos de chicos, uno de chicas y otro mixto, que era el que más follón armaba. Pepe estaba cada vez más agitado; los cubatas y la contemplación de la imponente camarera mulata que los servía, favorecieron que fuera soltando la lengua.

Él era el único que salía con frecuencia, iba con otros chicos del pueblo, bastante más espabilados que Miguel y yo. Confesó que sus juergas nocturnas solían acabar en un club de alterne que no quedaba muy lejos, eso, los días que no había suerte y cazaban algo. De hecho, tenía previsto que fuéramos allí al salir de la discoteca. Nada más oír aquello, miré a Miguel y distinguí un gesto de desaprobación en su rostro; sin embargo, no dijo nada, al igual que yo. En el fondo, y conociendo a su novia, no hubiera sido de extrañar que a pesar de los cinco años que llevaban juntos, todavía continuara siendo virgen. Y qué decir de mí, aunque sólo imaginarme en una situación similar hacía temblar mis piernas, la verdad es que ya no podía más, tanto amor propio me estaba consumiendo...

Supongo que fruto del nerviosismo que me provocaron las palabras de Pepe, empecé a moverme inquieto. Para el que no supiera qué estaba pasando por mi cabeza, aquellos movimientos debían parecer un conato de baile, de hecho, así lo interpretaron mis amigos, que asombrados por creerme tan animado me ofrecieron beber de sus vasos entre sonrisas burlonas.

Conforme avanzaba la noche me sentía más desinhibido. Mis torpes pasos iban tomando consistencia y, por primera vez en público, comenzaba a dejarme llevar. Que el sitio estuviese cada vez más concurrido también ayudaba mitigar mi percepción de sentirme observado. Poco a poco, y sin saber muy bien cómo, terminamos los tres en la pista, bailando como posesos.

Estando de esta guisa, noté un golpe en la espalda que me devolvió a la realidad. Al girarme, descubrí una presencia cautivadora.

Ante mis ojos estaba la chica más bonita que había visto nunca. Era muy menuda, no llegaría al metro sesenta; tenía unos enormes ojos azules y una cabellera rubia, ondulada, que le caía hasta los hombros. Al parecer había tropezado conmigo y, a modo de disculpa, esgrimía una tímida sonrisa. Me quedé inmóvil, desarmado por la dulzura que irradiaba su rostro. Ella dudó unos instantes, y siguió su camino hasta colocarse a unos metros de nosotros. Mientras avanzaba no perdí detalle de su cuerpo; movía su redondeada anatomía con la suavidad de una serpiente. Todo en ella era sinuoso: sus hombros, su cintura, la curva de sus caderas. Cuando se detuvo, quedó de perfil y pude distinguir unos pechos grandes, bien formados, que rebosaban el escote del ceñido vestido. Por un instante me vino a la mente la imagen de Marilyn, y es que esta preciosa desconocida tenía muchos puntos en común con ella.

La escena no había pasado desapercibida para mis amigos. Miguel trataba de guardar las formas, pero Pepe estaba alucinado.

¿Has visto qué tía? Está buenísima ¿Qué te ha dicho?

No me ha dicho nada. Sólo ha tropezado conmigo –contesté.

¿Y tú no le has dicho nada?

No...

Sin que pudiera hacer nada por impedirlo, Pepe fue directo a ella. Vi que trataba de decirle algo, pero ella, le dio la espalda con gesto de desdén. Mientras él volvía hacia nosotros, ella se giró y me lanzó una mirada divertida.

No me lo podía creer, era la primera vez que una mujer parecía percatarse de mi existencia. Además, ésta no era una mujer cualquiera... Era una diosa.

Será imbécil la tía – dijo Pepe enfadado.

No contesté, estaba en otro mundo.

Debe ser una guarrilla. Mira cómo se contonea. Además, parece que vaya sola.

Era cierto que se movía de un modo muy sensual, pero hubiese sido complicado no hacerlo con semejante cuerpo. Pensé que no sería tan facilona cuando a él le había rechazado, y sonreí para mis adentros enardecido por la atención que parecía prestarme. Cuando levanté la vista, la tenía muy cerca.

Bailaba como sumida en un trance. Tenía los ojos entornados, ajena a las múltiples miradas que se clavaban en ella. Porque no sólo nosotros la mirábamos, eran muchos los hombres que no perdían detalle de sus gestos.

Cada vez se iba acercando más. Yo trataba de seguir la cadencia de sus pasos; quería estar a su altura, no mostrarme vacilante o inseguro, pero estaba siendo demasiado para mí. Por un momento se acercó tanto que sentí el contacto de sus senos sobre mi pecho. Una oleada de calor me atravesó y se concentró en mi entrepierna; ella pareció consciente de aquello y se apretó todavía más. Notaba la curva de su vientre rozando mi miembro, sus pechos aplastados contra mí, su cálido aliento en mi nuca... No pude seguir y di un paso atrás. Sólo entonces abrió los ojos y me miró con expresión divertida.

Disculpa, tengo que ir al baño – es lo único que acerté a decir.

Mientras andaba entre la gente, no dejaba de recriminarme lo estúpido que era. Antes de llegar al pasillo que daba a los servicios, encontré un espacio despejado y paré para tomar un poco de aire.

¿No ibas al baño? – preguntó una voz femenina.

Al darme la vuelta la encontré allí, a mi lado.

Sí... Ahora iba...

Te acompaño.

¿Perdona? – pregunté perplejo.

Sí, digo que te acompaño.

No entendía muy bien de qué iba aquello. Por un instante recordé lo que Pepe nos había contado: aquello del prostíbulo que no quedaba muy lejos... Y me planteé sino sería una de esas chicas... Pero no, no tenía pinta... Aunque claro, qué sabía yo...

Cogida de mi mano avanzó por el pasillo sin vacilar. Por suerte, no había nadie en el baño. Traté de disimular mojándome el rostro y la nuca en la pila, pero ella tenía otros planes y me condujo hacia una de las puertas. Una vez dentro, cerró el pestillo.

Me quedé parado frente a ella, con la espalda apoyada en una de las paredes. Vi como alargaba la mano y bajaba la tapa del váter.

- Así está mejor – susurró.

Yo no sabía qué decir, estaba desbordado por los acontecimientos: las piernas me temblaban y era incapaz de moverme. Finalmente fue ella quien tomó la iniciativa; primero, posó sus manitas en mi rostro y acercó el suyo hasta depositar un tenue beso sobre mi boca, después, repitió la acción entreabriendo los labios, invitándome a pasear mi lengua por su rosada y húmeda cavidad. Creo que fue en aquel instante cuando dejé de pensar, de plantearme por qué yo o si sabría estar a la altura. A partir de ese momento solo cerré los ojos y concentré todos mis sentidos en disfrutar.

Mientras nos besábamos, nuestros cuerpos estaban cada vez más encajados. Ella se había puesto de puntillas y mi excitado miembro cabeceaba desesperado contra el hueco de su entrepierna. Tratando de infundirme valor, tomó una de mis manos y la llevó hasta su escote. Sentir el contacto de aquella aterciopelada piel, recorrer la exuberante abundancia que pugnaba por evadir la opresión del vestido, desató en mí el irrefrenable impulso de buscar más adentro. Atropelladamente, bajé la cremallera lateral que cerraba la prenda y la tela se deslizó hasta quedar apoyada a la altura de su cintura. Sus pechos brotaron ante mí, turgentes y maleables. Sólo pude mirarla un instante, ya que mis manos actuaron antes de que el cerebro lo ordenara. Amasé aquellos senos una y otra vez, sumergí mi rostro entre su blanca carne y succioné los rosados pezones. Emborrachado de lujuria, ascendí de nuevo hasta sus labios y la besé desesperado, dejando fluir toda mi soterrada pasión. Ella hacía frente a mis arrebatos con igual o mayor voracidad; sus besos eran casi mordiscos, dentelladas que alimentaban mi locura, punzadas de moderado dolor que aderezaban un placer apremiante.

Me abalancé sobre ella hasta que su espalda chocó contra la pared. Busqué entre sus muslos y noté la humedad de su sexo traspasando la ropa interior. Palpé sus nalgas, prietas, redondas, también abundantes, y me apreté contra ella restregando mi bragueta como un animal en celo. Sentía que estaba apunto de estallar, quería perderme en su interior, derramar toda mi esencia en el centro de su femineidad; pero no fue así, ella se arrodilló y liberó mi exhausto instrumento, introduciéndolo en su boca.

Los instantes que siguieron a ese momento, los recuerdo como sumido en un trance. Por un lado, la calidez de sus carnosos labios yendo y viniendo a lo largo de mi pene; por otro, la sensación de que no sólo era algo físico lo que estaba succionando, sino todo mi ser que acompañaba aquel vaivén. Me hubiera encantado prolongar ese estado de ingravidez eternamente, quedarme suspendido en él; sin embargo, pronto me vi sumergido en una espiral de placer que se proyectó a lo largo de mi miembro hasta ahogarse en su boca. Mientras ella absorbía mi esencia, yo temblaba como una hoja: tuve que apoyarme en la puerta del baño para no perder el equilibrio.

Mi vuelta al mundo real resultó del todo embarazosa: aplausos y jadeos forzados, provinentes del otro lado de la puerta me hicieron recordar dónde me encontraba... Sí, en un sucio baño de tíos a las cinco de la mañana. Azorado, me volví a mirarla y su sonrisa me infundió valor.

Vamos, vístete, tus amigos estarán preocupados...

Al salir del baño las risas se transformaron en felicitaciones. Supongo que aquellos tipos alucinaron al ver una mujer como aquella... con un tipo como yo. En su lugar, yo también lo hubiera hecho.

Mientras avanzábamos entre la gente, caí en la cuenta de que ni siquiera conocía su nombre.

Marta, me llamo Marta.

"Precioso nombre", dije para mis adentros. Todavía no era consciente de lo que aquel nombre y su propietaria iban a cambiar mi vida; pero pronto lo descubriría...