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La amante (1)

en Hetero: Infidelidad

LA AMANTE (1)

I

Echada sobre la cama apuro el último cigarrillo que me queda. Siento el humo esparcirse por los pulmones como una letal caricia. Contengo la respiración y trato de retenerlo dentro de mí, pero es inútil, se me escapa entre los labios y surca la habitación, formando grises arabescos suspendidos por un instante en el aire.

No puedo dormir. La Luna llena me lo impide. Su luz se cuela por la ventana, blanca, pura y arrogante. Baña los contornos de mi cuerpo, devolviéndome una imagen de mí que ya no reconozco. El vientre hundido, los huesos prominentes, el pecho falto de volumen. Una lánguida silueta que se desintegra por momentos. Un reflejo de mi vida.

Hoy tampoco vendrás. Ni siquiera una llamada. Pasó el tiempo de las disculpas. Se desvanecieron los planes, y con ellos las mentiras. Ya no hacen falta, sabes que siempre estaré aquí, fundida con estas paredes, sola en esta enorme jaula de cristal como su única moradora.

Mi cabeza no puede parar. Miles de imágenes se proyectan en mi mente a lo largo del día y enlazan con la noche formando un diabólico círculo del que no puedo salir. Un dragón que se muerde la cola. Un estado de locura suspendido en el tiempo. La oscuridad más absoluta.

Vuelvo a vernos en la oficina, en aquella época en la que nuestros coqueteos no eran más que una manera de huir de la monotonía diaria. Sólo una pizca de aderezo que nos ayudaba a sobrellevar el hastío. Pequeños detalles prendidos con alfileres en mi memoria. Miradas furtivas de tu mesa a la mía. Sutiles roces al consultarnos datos. Piernas unidas en las reuniones. Manos escondidas en las cenas de empresa. Momentos, instantes, detalles, silencios, deseos, RECUERDOS.

Cierro los ojos tratando de no ver más. Me levanto, voy a la cocina, me sirvo un trago tras otro, pero su efecto no parece hacer mella en mi cabeza. Esta dichosa cabeza que me quisiera arrancar. Esta obstinada cabeza que tortura sin dar tregua. Ahora imagina lo que no ha visto, lo que no le hace falta ver pues sabe con certeza. Tú, mi adorado, tendido plácidamente en el lecho conyugal, arropando con tus brazos el cuerpo de tu esposa, ese tibio cuerpo de mujer fiel y embarazada.

No quiero verlo. Enciendo las luces, la radio, la televisión. Busco el frasco de somníferos y tomo unos cuantos. No dejo de moverme. Al poco tiempo tu imagen se torna borrosa, las últimas fuerzas las empleo en dejarme caer sobre el sofá. ¿Alguien me puede cubrir con una manta?. No, tonta, estás sola. ¿No te acuerdas?.

II

El impetuoso timbre del teléfono me devuelve de golpe a la consciencia. Dando tumbos voy hacia donde se encuentra y descuelgo el auricular.

¿Elena? ¿Qué haces? Es la tercera vez que te llamo – espeta.

Debí quedarme dormida...

¿Dormida a estas horas? Si son más de las doce.

Tuve mala noche, necesitaba descansar un poco.

Te calientas demasiado la cabeza, siempre te lo digo – sentencia con desdén -. De todos modos te llamaba para decirte que pasaré por ahí dentro de una hora.

Está bien. Aquí estaré.

Qué estúpida respuesta. ¿Dónde si no iba a estar?. De todos modos no importa, ha colgado antes de que terminara de hablar. Así es Mario.

Miro el reloj de la cocina, es casi la una. Me digo a mí misma que vendrá con hambre, lo mejor será preparar algo para comer. Hace tiempo que no viene a estas horas, se limita a una fugaz visita por la tarde, apenas treinta minutos, antes de volver a casa después del trabajo, eso, los días que no le surge algún "problema".

Como nunca se me ha dado bien cocinar, me limito a la socorrida pasta y ensalada. Saco del aparador aquel precioso mantel rojo, compañero de tantas veladas, del tiempo en el que él arañaba cada segundo para venir a compartirlo conmigo. Salgo al jardín, corto unas cuantas rosas y las coloco en un jarrón sobre la mesa.

Vuelvo a consultar el reloj. Las dos menos cuarto. Perfecto, me queda el tiempo justo para tomar una ducha.

Mientras el agua resbala por mi piel, el corazón galopa con fuerza. Últimamente sólo sale de su letargo cuando él está al llegar. Siento los nervios y la impaciencia devolverme a la vida, y es que así es, una pequeña dosis de Mario me basta para revivir varios días.

Una vez seca me coloco una sedosa bata, la ciño ligeramente a la cintura, de manera que pueda ver parte de mis senos con cada movimiento. Suelto la ondulada melena castaña y pinto un toque de rubor en mis labios y mejillas.

Otra vez en la cocina. Las dos en punto, debe estar al caer. Descorcho una botella de vino blanco y me sirvo una copa, tratando de ahuyentar la ansiedad que me invade. Doy vueltas por la casa, los minutos pasan despacio. Son las dos y cuarto. Salgo al porche deseosa por oír el motor de su auto en la lejanía. Nada, sólo un desesperante silencio.

Debería estar acostumbrada a esperar, sin embargo no lo consigo. Guío mis pasos hasta el dormitorio y me tumbo en la cama. La botella sigue conmigo, ya está medio vacía, ¿o será medio llena?. No sé, lo cierto es que su contenido me ha hecho efecto y vuelvo a caer en ese sopor que el vino provoca en mí.

Un cálido contacto me despierta. Abro los ojos y distingo su silueta entre penumbras. La bata está completamente abierta y muestra mi cuerpo desnudo. Veo a Mario inclinado sobre mi sexo, sólo sobresale su cabeza, como una oscura montaña tras el valle de mi vientre. Su lengua explora la hendidura, abre a su paso los labios mayores y penetra con su humedad hasta la entrada de la vagina. Estiro los brazos y me desperezo, alejando la angustia de estos últimos días como si fuera un mal sueño. La sonrisa vuelve a mi rostro y con ella las ganas de vivir. Enredo mis piernas alrededor de su espalda, juego a atraparlo, a atraerlo más estrechamente. Levanto mi pelvis y me restriego contra su rostro. Él se afana en llegar más adentro, como una suave lija que erosiona cada milímetro de mi piel. Una de sus manos asciende por el costado y se detiene en mis pechos. Los acaricia con suavidad tomando a su paso los enhiestos pezones, pinzándolos con sus dedos, enterrándolos con sus yemas, haciéndome bullir sobre las sábanas. Avanza un poco más y busca mi boca. Recibo sus dedos en ella y los empapo con mi saliva, en un movimiento de succión, de deseo, de anticipo frente a lo que está por llegar.

Tiene mi clítoris sujeto entre sus labios, lo libera y le propina rítmicos golpecitos con la lengua tensa. Desliza su mano desde mi boca hasta la cadera, dejando a su paso una jugosa impronta en mi piel. Lleva sus dedos hacia las nalgas y recorre la raja que las divide. Se demora en mi agujero posterior, humedeciendo el rugoso perímetro. Ronroneo invitándole a entrar. Así lo hace. Siento uno de sus dedos traspasar el umbral mientras introduce el resto en mi vagina. A modo de pequeños penes, entra y sale en un acompasado movimiento. Su lengua sigue acariciando el inflamado botón. Gimo con los ojos cerrados, perdida en el mundo de las sensaciones, recibiendo su ofrenda de placeres con la máxima gratitud. Hundo mis dedos en su pelo y le obligo a estimularme más estrechamente. Aumenta la velocidad de sus envites, la presión de su lengua, la intensidad de mis gemidos. Me retuerzo poseída por un placer creciente. Caen los diques, se desbordan los cauces, y el orgasmo llega, imparable, incontenible, atravesando todo mi ser.

Tardo unos minutos en recuperarme. Cuando vuelvo a abrir los ojos le encuentro frente a mí, de pie, mirándome. Observo que se ha colocado delante del espejo. Su falo está totalmente erecto. Me incorporo, voy hasta él y me arrodillo. Nuestros perfiles se reflejan en el cristal. Le encanta verlo. Me paso la lengua por los labios, humedeciéndolos. Acerco mi boca a su verga y la engullo en toda su extensión. Se le escapa un gemido de placer. Asciendo hasta el glande y vuelvo a succionar, aprisionando su tallo hasta llegar a la base. Al remontar, giro la cabeza retorciendo su piel a mi paso. Cuando llego a la cima no me detengo, desalojo mi cavidad y me entretengo mordisqueando el endurecido tronco. Desciendo por él y paso la lengua por los testículos, después, los introduzco suavemente en mi boca. Mis dedos recorren la zona perineal, avanzando tímidamente. Siento como se estremece. Va abriendo las piernas, dejando paso a mi cabeza. Como una perrita, voy lamiendo toda la zona hasta llegar al ceñido agujero. Lo rodeo con la punta de la lengua, prudente, golosa. Vuelvo a oírlo jadear. Sigo escrutando, estudiando cada una de sus reacciones. Sus músculos se van relajando bajo el efecto de mis caricias. Ahora puedo introducir la lengua, penetrar en su intestino y saborear los intensos fluidos que destila. Una de mis manos se desliza hasta su miembro y lo estimula con firmeza. La frialdad del mármol bajo mis piernas se neutraliza por el calor que me invade; ansiosa, busco con la otra mano la humedad de mi sexo.

Mario se inclina, hace que salga de entre sus piernas y me aprisiona contra la puerta del armario. Sus ojos le delatan, está fuera de sí. Siento su aliento en mi nuca, su pecho apoyado contra mi espalda, su miembro abriéndose paso. Lanzo una mirada al espejo y veo como separa mis nalgas, a continuación, noto la presión de su glande contra mi vagina. Entorno los ojos, turbada por esa sensación de vacío que se instala en mi estómago cada vez que él entra en mí. Contengo la respiración mientras va ascendiendo. Sus brazos rodean mi cintura. Por unos instantes permanece quieto, pero pronto comienza a entrar y salir suavemente, apenas unos centímetros cada vez, avivando la llama del deseo. Para aumentar la presión contraigo los músculos del piso pélvico, él responde cambiando el ritmo, penetrándome con más fuerza. Siento mis pechos aplastados sobre la madera, cada envite es culminado por un choque. Suenan mis nalgas y sus testículos golpean la vulva. La velocidad va aumentando por momentos. El clímax está cerca. Me invade la necesidad de recibir su esencia en mi boca, así que le hago salir y vuelvo a arrodillarme frente a su palpitante miembro. Complacido, toma mi cabeza con ambas manos y sigue embistiendo con la misma fuerza. Tan grande es el ansia que ni siquiera siento arcadas, sólo el hambre voraz de acaparar todo lo que de él emane. Los últimos movimientos son brutales, su espalda se arquea para tomar más impulso y finalmente, se derrama en mi garganta entre gemidos y temblores.

Continúo recogiendo hasta la última gota con auténtica devoción. Sus manos permanecen todavía apoyadas en mi cabeza. Cuando alzo la vista las aparta y su mirada se congela, volviendo a mostrar la habitual frialdad de los últimos tiempos. Un alfiler se clava en mi pecho. Trago saliva, esbozo una sonrisa y me pongo en pie. Así son las cosas. Ese es el trato.

Sentada en la mecedora del porche, escucho el sonido del motor perderse en la distancia. Inspiro con fuerza y mis sentidos se liberan de su monopolio. Vuelvo a distinguir el canto de los pájaros, el ruido de las hojas mecidas por el viento, las risas de los niños cruzando el camino, pedaleando exultantes sobre sus bicicletas. La vida sigue. No sé por cuánto tiempo, pero por ahora sigue. Tal vez hoy tenga fuerzas para continuar con mi cuadro. Es posible...