miprimita.com

Federenka

en Hetero: General

Uno

A veces el presente se compone de recuerdos lejanos, basta con que la memoria retroceda, casi siempre en desorden, hasta encontrar la primera imagen de una persona, el primer recuerdo de una larga historia. Es lo que me sucede mientras veo la tanguita mínima sobre la silla, la falda estirada y la blusita sobre el respaldo.

Está lloviendo y el calorcito es reemplazado por una frescura que la hace apretarse contra mi pecho. Estiro la sábana y la cubro, su respiración es rítmica y acompasada, mientras yo la contemplo con los ojos legañosos en un insomnio feliz y retrocedo a 1986, cuando tenía treinta años y viajé por última vez a un pueblito pequeño llamado San Bernardo para pasar unos días con mi hija Vanesa, que entonces tenía algo más de dos años, aunque aparentaba ser un poco más grande. En ese pueblucho de descendientes de inmigrantes de la Europa del Este mi hija de pelo negro y yo llamábamos la atención, no sólo por nuestro aspecto sino por el hecho de ser forasteros.

La mamá de Vanesa y yo estábamos separados desde hacía varios meses, ella se había ido con el marido de una prima suya, mientras su prima se había ido con el mejor amigo del ahora marido de la mamá de Vanesa. En ese extraño enroque marital familiar el que quedó solo fui yo, y no he vuelto a casarme desde entonces, primero porque me costó mucho superar el dolor de la separación y después porque la sola idea de volver a comprometerme en una relación me provocaba un pánico total. Tuve muchas novias, un par de amantes casadas con las que duré un tiempo, pero nunca nada suficientemente serio como para volver al registro civil, pese a que estoy definitivamente divorciado.

En esos días mi única alegría era pasear con Vanesa por ese pueblito, llevarla a la plaza y hamacarla en un largo columpio durante horas, correr con ella montada sobre mi espalda y, a la vuelta, tomarnos un refresquito o comernos unas facturas en la panadería del viejo Lenchuk. Frente a esa panadería estaba la pequeña mercería y tenducho de otro gringo, un grandote bonachón que se llamaba Mirko Franchú, según sus vecinos, que lo bautizaron simplemente como "Pirula". Mirko tenía dos hijas, Shivetska y Federenka, gemelas e indistinguibles, cuyo deporte favorito era asomarse a una de las ventanas del negocio y sacarles la lengua a todos los que pasaban por esa cuadra.

Para la abuela de Vanesa eran solamente "Las Mirko", ambas rubias, de ojos azules y llenas de pecas, pecas y pecas. Vanesa volvió a ese pueblo en algunas vacaciones, hasta que, cumplidos sus quince años, nos establecimos en este rincón del Caribe y su único contacto con su madre y sus medio hermanos fue por carta y después por email. El año pasado Vanesa ganó una beca para especializarse en la universidad de La Plata y tuve que acompañarla, ayudarla a instalarse, volver a ver a su madre que viajó para reencontrarse con su hija después de varios años, en fin, fueron unos días muy intensos que se me pasaron volando hasta que, un domingo a las dos de la tarde, me despedí de mi hija en el aeropuerto de Ezeiza. Era otoño en la Argentina de esos días, mi hija tenía veintidós años, y yo sentía que el otoño entraba también en mi corazón, no volvería a ver a Vanesa hasta fines de noviembre y eso me deprimía un poco.

Mientras me instalaba en el asiento junto a la ventanilla me prometí a mí mismo que me sumergiría en mis dos trabajos y que me pondría a terminar mi primer libro para acostumbrarme un poco a la ausencia de mi hija. Me calcé los auriculares y me dispuse a escuchar música clásica mientras las azafatas daban las instrucciones sobre cómo proceder en caso de emergencia y el resto de los pasajeros se acomodaba. Cuando el avión levantó vuelo una pesada somnolencia me fue ganando y me quité los auriculares hasta que, supongo que después de una hora o más, desperté y miré por la ventanilla para ver debajo un cerrado manto de nubes. Volví a dormirme varias veces y después, casi a las siete de la tarde, con las piernas entumecidas y el cuerpo dolorido por tantas horas sentado, descendí con mi equipaje de mano y me dediqué a caminar por los pasillos de la zona restringida del aeropuerto de Panamá, la mochila al hombro con el peso de las tres botellas de vino sanjuanino que constituían para mí un verdadero tesoro.

Tras casi una hora y media de espera vi caer la noche desde el aeropuerto de El Tocumen y volví a acomodarme en el asiento de otro avión, más pequeño, que me devolvería a mi amada y odiada ciudad de Santo Domingo. Empecé a hojear un ejemplar de Selecciones del Reader’s Digest que compré en Panamá y me distraje un rato mientras sentía cómo los vientos del Caribe zarandeaban con implacable entusiasmo el avión y la voz de la azafata recomendaba que cada pasajero permaneciera en su asiento con el cinturón ajustado.

-Disculpe, ¿estos asiento están ocupados?

La muchacha que me hablaba era rubia, de ojos grises y carita ovalada, llevaba puesto un pantalón de jean y una blusita de mangas cortas con el logo de una ONG en un bolsillo: Fundación TEA.

-No, no, puede sentarse.

-Gracias.

Se sentó, reclinó el asiento y se quedó dormida.

Dos

Por la ventana de mi oficinita en la Universidad alcancé a divisar por encima de los árboles la franja gris azulada del mar. El día era muy claro y el cielo estaba increíblemente despejado y yo me sentía contento, el día anterior Vanesa me había llamado y me había contado lo bien que se sentía en el pensionado donde vivía y cómo iba recuperando de a poco tantas cosas argentinas que ya casi ni recordaba, como el mate, las facturas y el gusto por las pastas italianas. Eran las nueve de la mañana y mi secretaria me pasó una llamada de la rectoría.

-Doctor Burgos, déjeme ponerle al rector.

-¿Sí?

-Ramiro, perdona que te moleste, hombre, mira, hay una muchacha, una abogada que está camino de tu oficina, hazme el favor de recibirla y trata de brindarle tu apoyo para la vaina que ella necesita, ¿puedes?

Esa pregunta del rector equivalía a una orden, y cuando él me mandaba a alguien para que yo lo atendiera era por dos razones, porque él no se animaba a decirle que no, o porque se trataba de un pelmazo de alguna institución extraña o de una ONG dedicada a las cosas más extrañas, como la protección de las ranas verdes o las lombrices californianas, y pedían apoyo de la universidad o un espacio para dar una conferencia o permiso para repartir sus folletos entre los estudiantes, cosas así.

Tuve que decir que sí mientras mi otro yo mandaba al rector a un lugar donde lo aguardaba su maldita madre y preparé mi mejor cara de piedra.

Mi secretaria entró para avisarme que alguien venía a verme de parte del rector. Asentí mientras cerraba mi correo en la PC.

-Pase- dijo la vocecita de Mirna.

-Permiso, ¿el doctor Burgos?

Asentí con la cabeza mientras trataba de recomponerme porque me había quedado sin habla. La muchacha que se había sentado a mi lado en el avión estaba ahí, frente a mí, preciosa, elegante en un trajecito sastre de color bordó, zapatos negros de taco chino, el pelo suelto, llevaba unos aretes en forma de estrellitas y apenas sí se había maquillado, un brillo en los labios, un toquecito de sombra en los ojos.

-Mi nombre es Sofía Frankzuk – dijo y me estrechó la mano antes de sentarse. En ese momento entendí por qué el rector me la había enviado, su misoginia estaría esa mañana en su pico más intenso.

-El rector me dijo que con usted me podía entender mejor porque es argentino, como yo.

-En realidad hace mucho que vivo en este país, pero sí, soy argentino. La escucho.

Con frases cortas me explicó el motivo de su visita, trabajaba para una ONG que venía con un proyecto de la UNESCO para ofrecer apoyo logístico a bibliotecas populares, la biblioteca que se había contactado con ella había sido trasladada al interior por el cura del barrio, que también fue trasladado y se la llevó con él, en la secretaría de educación no le dieron ni la hora y entonces decidió buscar por otro lado, fue a un periódico donde una ex alumna mía que ahora era periodista le recomendó venir a verme. Me pareció que era muy inteligente, además de preciosa, de manera que decidí ayudarla. Llamé a un conocido de la secretaría para que la recibiera, puse a Mirna a buscar una lista de bibliotecas públicas, que en este país son pocas, y le ofrecí un aula de la universidad para que desarrollara su actividad. Se fue feliz y me dejó su tarjeta.

Sofía F. F. de Revigliatti. Licenciada en Bibliotecología. Estaba su email y su número de celular en la Argentina.

Pasaron varios días hasta que tuve noticias de ella. Era viernes, de noche. Yo había salido de la universidad y, como había cobrado un cheque de una asesoría que tenía con el gobierno, pensaba cenar en un restaurante del malecón mientras decidía si invitar a Yesenia o a Claudia, dos viejas amigas, ambas divorciadas y sin problemas de horarios para cenar y charlar un rato… y a veces algo más.

Mi celular sonó en el momento en que un agente de tránsito hizo detener a los vehículos que iban por mi mismo carril.

-Doctor, la chica esa que lo fue a ver el otro día quiere hablar con usted, yo le dije que no estoy autorizada a darle su celular, me pidió que usted la llame a su hotel, le mando el número por mensaje de texto ¿está bien?

-Perfecto, no hay problema.

Me estacioné un poco más allá de la esquina de Máximo Gómez con avenida Independencia y marqué le número del hotel.

-Habitación 405, por favor.

-¿Sí?

-Señorita Sofía, le habla el doctor Burgos, ¿Cómo está?

-Ay, gracias por llamar, yo… necesito hablar con usted, si usted me dijera un lugar y una hora…

-Si usted quiere puedo pasar por usted ahora mismo.

-Eso sería perfecto, le agradezco mucho, entonces lo espero en el hall del hotel.

Tardé poco más de veinte minutos en llegar al hotel, situado frente al malecón.

Tres

Como estaba con algo de dinero la invité a un restaurante con las mesas casi junto al mar. La luna llena estaba en todo su esplendor y lo único que ensombrecía un poco el panorama era la música del local, un poco estridente, además de insoportable. Ella estaba vestida con una falda violeta y una blusa de color crema, se había puesto una bufanda transparente que le quedaba muy bien. Tuvimos una charla formal sobre cómo organizar una actividad en la universidad. Desde mi celular tracé contactos con dos periodistas amigos para que le hicieran una entrevista. Después le mandé a mi secretaria un mensaje de texto para que preparara un aula especialmente para la conferencia de Sofía. Cenamos unos mariscos con vino blanco y la llevé a su hotel apenas terminamos de cenar, yo estaba cansado y mi ánimo no daba para nada que no fuera una larga noche de sueño.

La conferencia finalmente se hizo el viernes en la tarde. Una Sofía muy desenvuelta respondió preguntas, concertó citas y trazó con un grupo de representantes barriales una estrategia de apoyo a las bibliotecas populares que llamó la atención de uno de mis amigos, un periodista del diario de mayor tirada de la capital, que le hizo una entrevista con fotografías y todo, y hasta se le tiró un lance donjuanesco que ella supo esquivar con admirable soltura. Cuando toda la gente se había ido algunos estudiantes la ayudaron a desmontar el atril y a guardar el proyector de transparencias que yo le había prestado. Se la veía muy contenta.

-Doctor, le estoy completamente agradecida, sin su ayuda esta actividad no hubiera sido posible, en serio…

-Me alegra haberle sido útil- dije y me despedí con un apretón de manos pero ella me retuvo.

-¿Sabe una cosa? No sé si será porque llama la atención encontrar a un argentino en este país, pero tengo la sensación de haberlo conocido antes, no me haga caso, a veces me da esa sensación con alguna gente… yo…

Permaneció en silencio un instante, como si dudara.

-¿Cómo está de tiempo?

Consulté mi reloj.

-Bueno, pensaba ir a cambiarme y salir a dar una vuelta- dije.

-Mire, a mí me gustaría invitarlo a cenar, digo, si le parece, me gustaría conocer a su esposa…

Sonreí complacido.

-No tengo esposa, soy separado desde hace años, vivo solo y… bueno… es una larga historia…

-Oh, lo lamento, es que a veces soy algo torpe, perdóneme…

-No se preocupe, acepto su invitación, pero bajo ciertas condiciones.

Se quedó expectante, como esperando.

-Usted invita- dije –pero nada más…

Pareció no entender pero estuvo de acuerdo.

Pasé a buscarla a su hotel a las diez de la noche, hice una reservación en la taberna española de la ciudad vieja y le pedí al chef, que era un viejo conocido, que me preparara una cena liviana con el mejor amontillado que tuviera.

Sofía se puso un vestido azul eléctrico enterizo y se dejó el pelo suelto, la tela brillante parecía ceñirse a su cuerpo como si la aprisionara, dioses, estaba hermosísima. El escote discreto dejaba adivinar dos esferas perfectas capaces de poner a soñar a cualquiera. El rostro sin maquillaje, apenas una sombrita en los ojos y un poquitín de brillo labial, parecía resaltar sus ojazos grises.

Le abrí la puerta del auto, la ayudé a sentarse en el restaurante, me comporté como un caballero andante y evité en todo momento mostrarme meloso ni insinuarme en ningún sentido. Tuvimos una charla de lo más interesante sobre sus actividades y sus viajes. Me contó que era divorciada desde hacía más de un año pero que como la ONG le había regalado un paquete de casi mil tarjetas, todavía no la había corregido. El postre español, acompañado de una copa de moscato, le encantó a pesar de que, dijo, haría estragos con su dieta.

-Eso no es para una muchacha como usted, las dietas son para los viejos como yo, que ya estamos llenos de achaques…

-Oh, ya quisiera más de un viejo verse tan bien como usted, doctor.

En ese momento una orquesta apareció y montó rápidamente sus atriles, sus instrumentos y antes de cinco minutos se empezó a escuchar un ritmo de bachata que enseguida, y a pedido del público, fue reemplazado por otra música más antigua. Una morena regordeta de pechos voluminosos comenzó a cantar Noche de ronda. Los ojos de Sofía se entrecerraron por un momento, hubiera dado todo el oro del mundo por saber en qué estaría pensando, pero acaso ese instante forma parte de ese misterio del que sólo son capaces las mujeres hermosas y, pensé, es lo que las hace todavía más atractivas. Recordé otra noche en ese mismo lugar, cuando bailé un bolero con una italiana de risa estridente y pelo cortado al ras que me pisó un par de veces y…

-¿Bailamos?

La voz de Sofía me sacó de mis recuerdos. Cuando la tuve entre mis brazos la morenota entonó con una voz que despertaría la envidia de los dioses la letra de "Un mundo raro" de José Alfredo Jiménez. El pelo de Sofía olía a sándalo persa… "di que vienes de allá de un mundo raro… el murmullo de los comensales de las otras mesas me llegaba como un rumor apagado mientras los pasos de Sofía me guiaban como si la música se hubiera apoderado de su piel… que no sabes llorar, que no entiendes de amor… desde una mesa en un extremo del salón una pareja joven nos miraba, creí advertir un dejo de admiración en la mirada del hombre y hasta un brillo de complicidad en los ojos de la muchacha que cenaba con él… y que nunca has amado… la luz que descendía de las arañas fluorescentes suspendidas del techo esparcía sobre las cosas un resplandor de ribetes casi mágicos, la voz de la morena repetía el estribillo de la canción con una melodía que se apoderó de todos los corazones, aprisioné la cintura de Sofía con ambos brazos y ella apoyó su cabeza en mi hombro… fue un segundo, un fragmento de eternidad en que sus ojos se detuvieron exactamente en el trayecto de mis ojos, jugueteó mi mente durante una fracción de segundo con la idea de besarla pero me contuve. Cuando acomodé su silla para que se sentara me sonrió de una manera tan especial que sentí que su perfume me horadaba por dentro.

Salimos del restaurante sin hablar y, al llegar a la rotonda del obelisco frente al malecón tuve que detener el auto porque una larga fila de vehículos estaba doblando en sentido contrario, bajé el vidrio y escuché los bocinazos y las voces del festejo del triunfo de un equipo de béisbol. Arranqué después, más despacio y, cuando llegamos casi frente al hotel de Sofía ella súbitamente me abrazó y me besó. Sorprendido al principio, me dejé ganar por el casi olvidado sabor de un beso y cuando nos separamos ella pidió muy quedamente.

-Llévame contigo, no quiero estar sola, no esta noche…

Cuatro

Entré a una cabaña y Sofía bajó rápidamente para dirigirse al tocador, pagué por la noche completa y encendí la música, pedí dos gin tonic, y al darme vuelta Sofía me abrazó y volvió a besarme, bailamos una canción de La oreja de Van Gogh y ella comenzó a desatarme la corbata, aflojó mis botones, me quitó el cinturón y, cuando empecé a desnudarme, dejó caer su vestido, se quitó el sostén y me regaló la visión de su figura esbelta, su pelvis apenas cubierta por una tanguita rosa de la que sobre salían algunos vellos sobre la parte superior. Desnuda en mis brazos me hizo sentir el rey del universo, era suave como la espuma de los jabones de coco y dulce como los licores añejos, mi lengua enrojeció sus pezones, anduvo entre su cuello, jugueteó entre la pelusilla de su ombligo y bajó hasta su chochito que tenía el sabor salobre de las frutas silvestres, la sentí gemir suavemente mientras mi estilete de carne penetraba entre sus pliegues, mis manos jugaban a amasar la arcilla de sus pezones y su clítoris era una golosina pequeña que crecía entre mis labios, su almejita mojada tenía la tibieza de las auroras, la entrada de su templo prohibido latía cada vez más, mojé el pulgar entre los juguitos de su concha tibia y se lo metí en el culito palpitante, eso la aceleró, comenzó a abrir y cerrar las piernas acompasadamente hasta que esa chuchi se puso caliente y tensó la cintura para gemir hasta gritar en un orgasmo que me puso a mil, tanto que hasta sentí que se me salía un poco de líquido. La oí respirar hondo para recuperar el aliento, por los anillos de Saturno, me dije, he hecho el amor con esta hermosura de mujer, no, debo de estar soñando y me voy a despertar de un momento a otro, pero el sueño se acomodó sobre mi cuerpo, se introdujo la punta de mi bastón endurecido en el chochete empapado y empezó a moverse como si me cabalgara, sus pechos saltaban como si me desafiaran a atrapar sus pezones con los dientes, me los refregó como si me masajeara la cara con esas delicias esféricas de carne y me dejé llevar hasta que sentí que el orgasmo me venía, intenté retrasarlo, me contuve, pero mi excitación aumentó de tal manera que, cuando la sentí moverse en un delicioso envión me vacié dentro de ella con un largo suspiro y ella se acomodó sobre mi pecho mientras levantaba el culito hacia arriba para retirar mi pene de su chuchi mojadita.

-¿Estás bien?- pregunté y ella asintió. Ahora la música era una vieja canción de Rocío Jurado. Después de un rato de descanso en que ambos recuperamos el aliento, Sofía se dio vuelta y ese culito blanco, suave, cubierto por una infinidad de pecas que sugerían un universo de placeres ocultos, quedó a mi vista y no pude resistir la tentación de darle mordisquitos, como si estuviera catando el sabor de un elixir exótico. Tal cual si estuviera en una noche de aventura me monté sobre ella y comencé a besarle la nuca, detrás de las orejas, no tardé en excitarme al contacto de esa tibieza dulce y tersa, Sofía levantó el culito y acomodó la punta de mi pene en la entrada de su panochita caliente y empezó a moverse despacito, cuando sentí que mi bastoncito entraba de nuevo me puse de rodillas y ella me imitó, pero volvió a agacharse para facilitar la entrada, vi en el espejo los saltitos de sus senos al moverse mientras ese culito de terciopelo me hacía cosquillas en la pelvis, Sofía se apoyó en el pequeño respaldo de la cama y se lo fui metiendo cada vez más, me movía con fuerza mientras aprisionaba sus pezones endurecidos, el calor de esa panocha mojada me estaba enloqueciendo, aguanté hasta donde pude, pero cuando sentí que Sofía se había corrido me sentí liberado y un cosquilleo de electricidad me invadió por completo, ¡Ángeles del Edén! Hacía una eternidad que no conocía un placer semejante. Sofía se acomodó después sobre mi pecho y enseguida se quedó dormida. Nos despertó más tarde el frío del aire acondicionado. Esa mañana desayunamos en el bar del hotel donde ella se hospedaba. No quise subir a su habitación. Me fui a mi casa y me tiré a dormir hasta casi mediodía. Sofía vino en taxi y fuimos a almorzar en la calle El Conde. Su avión salía al día siguiente a las ocho de la mañana.

Esa noche hicimos el amor como dos desesperados, sin promesas, sin mencionar siquiera la palabra futuro. El gran descubrimiento sucedió cuando la acompañé hasta el control de equipaje y vi su pasaporte por primera vez. Supe entonces que su nombre completo es Sofía Federenka Fankzuck, y que por esas jodidas casualidades del tiempo y la distancia, las vueltas de la vida, los juegos del azar, lo que carajo se le quiera llamar, Sofía, o Federenka, era la muchachita que en aquel pueblo llamado San Bernardo, desde una ventana, se sacaba la lengua con mi hija Vanesa. Vio la sorpresa en mi rostro y tuve que explicárselo. Le dio tanta risa que no supe cómo hacer para que se calmara.

-¿Sabés una cosa?- dijo –jamás se me hubiera ocurrido, pero no me importa en absoluto, ¿y a vos?

-Tampoco

Sofía ha vuelto hace una semana, pasará unas vacaciones antes de viajar a Europa. Me cuesta no llamarla Federenka, el nombre con que se ha estacionado en mi memoria desde aquella eternidad en que la infancia de mi hija Vanesa transcurría en las calles de un pueblito apacible y casi olvidado.

Su chochito depilado se enrojece con cada lengüetazo que le doy, ella se toma los pies con ambas manos y me abre todo el panorama de su perineo pecoso y ese culo hermosísimo empieza a latir y le meto el dedo índice empapado en su propio jugo. Gime porque ha tenido un orgasmo y entonces la penetro, me hundo en ese hoyo calentito y me muevo mientras mis dientes se detienen en los pezones erectos de esas tetas rellenitas llenas de pecas chiquititas, hermosas, dulces, todo es dulce cuando el chochito caliente de Federenka se deja penetrar, y me muevo otra vez y la veo enrojecer porque está por tener otra corrida, eso me enloquece, acelero mis embestidas, la siento correrse, me siento diluir aprisionado en esa preciosa almejita calentita, me dejo caer sobre Sofía, aunque me cuesta no llamarla Federenka. Entonces ella duerme y otra vez estiro la sábana y la cubro, veo sobre la silla junto a la cama, su falda y su blusita estirada sobre el respaldo, y encima la tanguita mínima como el delicioso detalle que corona y adorna ese rincón de mi cuarto.