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El grupo: reclutando miembros (4)

en Bisexuales

Chicho me había dejado de lo más sorprendido.

Yo había acudido a aquel poblado chabolista con la intención de cerrar el trato con Raimundo, mucho dinero a cambio de que sus dos chicos, Rai y Tano, ingresaran todo el verano en la Fundación Joven Porvenir. Pero el gitano que parecía ser el más mafioso de la zona, un tipejo llamado Sindo, me había pedido que estudiara la posibilidad de aceptar también a su pequeño de quince años, el alucinante Chicho, en el Grupo de aquel verano. Ni siquiera sabían a lo que nos dedicábamos, pero el color de los billetes amarillentos de cincuenta euros, sobretodo cuando venían en un buen fajo, hacían que las preguntas estuviesen de más.

La entrevista privada con el jovencito Chicho se había desarrollado a solas él y yo en la barraca en la que vivía con un montón más de gente de su familia. ¡Por supuesto que yo no esperaba encontrarle en pelotas y cepillándose su pequeño rabo adolescente para mí! Pero nunca he dejado pasar la oportunidad de echar un polvo morboso y salvaje con quien fuese. Incluido aquel chavalito.

De momento me había follado la boca con bastante torpeza, y ahora le tenía frente a mí, con su palote metido hasta la garganta después de una escasa corrida. Yo me la había cepillado con ganas, manchándome los dedos de mi propia lefa, y con la mano izquierda impregnada en semen, la llevé hasta el trasero del muchachito; le retuve con la otra mano presionando sus nalgas; él trató de forcejear un poco, sin entender lo que estaba pasando; su polla se salió de mi boca, bastante menos dura que mientras se la comía; le había untado suficiente crema, así que me decidí a introducir el dedo corazón.

-¡Agh, mi culo...! -replicó el chico-. M'has metío un dedo... Aaaghh...

Seguí perforando su cavidad anal con delicadeza, sintiendo que el forcejeo se atenuaba. Aún y con eso, sus manos empujaban mis hombros, como si me quisiera apartar de su lado. No me costó demasiado esfuerzo hacerle caer sobre el sofá. Le obligué a quedar boca abajo, plantando una rodilla en su espalda y atrapándole la nuca con la mano derecha, mientras con la otra volvía a hurgar en su trasero. El dedo corazón fue penetrando su culo imberbe, y el crío tuvo que ahogar sus sollozos rabiosos contra el cojín de aquel sofá mugriento.

Era evidente que nunca le habían introducido nada por detrás, y por eso se revolvía y trataba de escapar de la presión que todo mi cuerpo ejercía sobre él. El dedo entraba y salía, adquiriendo un tono más marronoso con cada arremetida. Le follé con él durante un par de minutos, hasta que sentí que los sollozos se tornaban en leves jadeos de dolor.

-¿Qué pasa, Chicho? -le dije al finalizar mi forzada exploración anal-. ¿Acaso creías que iba a hacerte una mamada sin exigir nada a cambio?

-¡Eres un cabrón! -me gritó enseguida, arrebujándose en el sofá tras subirse de nuevo los calzoncillitos blancos.

-Tú has dicho que te querías venir con el Tano y con Rai, ¿verdad? Que harías lo que fuese necesario para conseguirlo.

-Pero me podrías haber avisao, ¿no?, cacho mierda. No esperaba que me metieras un dedo por to'l culo...

-Aún estás a tiempo, enano -le advertí, para dejarle clara la situación-. Si te vienes con nosotros, puede que la próxima vez sea algo bastante más grande lo que te entre por detrás -rodeé la mesita de madera-. Ahora voy a refrescarme un poco al lavabo. Cuando salga, espero que hayas tomado una decisión.

Aquel lugar al que entré distaba mucho de parecerse al cuarto de baño de nuestro apartamento (de Sara y mío), pero al menos pude mojarme un poco la polla y sus alrededores empapados de lefa. Ya tendría tiempo de lavarme a fondo más tarde. Al salir del lavabo, Chicho se había vuelto a poner los pantalones militares dos tallas más grande, y una camiseta de tirantes negra que le hacía parecer aún más enclenque y que resaltaba su cabello claro. Me llamó "cabrón", pero con una extraña sonrisa en la cara.

No me hizo falta preguntarle qué decisión había tomado. Supuse que se vendría con nosotros.

..........

En un día soleado como aquel, los cristales tintados de mi 4x4 cumplían debidamente su función de no dejar ver desde el exterior las figuras sentadas en la parte posterior. Rai se había colocado tras el asiento vacío del copiloto, mientras que los dos pequeños hacían el tonto a su lado. No recuerdo muy bien de qué iba la conversación que los críos mantenían, pero, por sus alegres risotadas, desde luego que nadie sospecharía lo que Chicho y yo habíamos vivido en la chabola de su familia sólo un par de horas antes.

Rai no parecía muy predispuesto a abandonar su rebelde actitud, pero yo ya contaba sobradamente con eso, y tan solo me quedaba aguantar hasta que él empezara a ceder. Le había dicho que se sentara a mi lado, pero el chaval había pasado de mí con un gesto muy poco sutil.

Cruzamos una verja custodiada por Ramón, uno de los cinco tíos que estaban a mi servicio en la Fundación Joven Porvenir. Los cinco se rotaban en turnos cortos como guardas de seguridad de aquella especie de minúsculo barrio residencial de lujo. Simplemente me saludó con un leve movimiento de cabeza y una sonrisa, y ni siquiera se movió de la garita que ocupaba. Eran ocho exactamente, las bonitas casas de aquella urbanización privada, construida por Jerèmie Castro veinte años atrás, y alejada a más de cincuenta kilómetros de la ruidosa gran ciudad.

Un lugar discreto y acogedor.

"Ya estamos llegando" dije, mirando por el retrovisor central. Tano empujó a su amigo con una exclamación de alegría, y el mayor apenas se inmutó. Rai me había quitado las gafas de Sol de la cabeza con chulería gitana, nada más arrancar el coche junto al poblado, y sus ojos me miraron ahora tras los cristales oscuros. Estaba claro que quería llamar mi atención, mostrarse poderoso y resuelto, autosuficiente, que no intentaran meterle en el mismo saco que los dos medio hombres que le acompañaban. Podía leer e interpretar a la perfección cada uno de sus pensamientos a través de sus gestos y expresiones de despreocupación, como si no tuviera un gusanillo en el estómago ante la incertidumbre de lo que se le avecinaba. Sobretodo, viendo el increíble lujo que ahora le rodeaba, y del que apenas habría oído siquiera hablar en el poblado chabolista del que le había sacado.

-Es aquí cerca, chicos -les informé para animarles, comprobando cómo los dos pequeños se apresuraban a pegar sus narices al cristal, para no perderse detalle de la zona que transitábamos; giré a la derecha y señalé al frente-. Al final de aquella avenida.

-Joé, qué barriá más chula, ¿no? -se emocionó Chicho.

-Qué casas tan grandes... -su amigo no se quedó atrás al mostrar su alegría, tras lo que preguntó-: ¿Y vamos a viví n'una d'esas?

-Pues sí -traté de hallar cualquier síntoma de euforia en el rostro de Rai, pero el chico no reculó en su actitud hostil; parecía observar lo que le rodeaba con aire despectivo-. Veréis cómo os encanta el sitio.

El punto de encuentro del Grupo de aquel verano era una especie de mansión de tres alturas, más perfecta que ninguna de las siete vecinas, con algo más de doscientos metros cuadrados por planta, rodeada de un buen trozo de terreno con espesa vegetación, árboles discretos y un jardín impecablemente cuidado. Los muros que la rodeaban tenían unos tres metros y medio de altura, lo que hacía prácticamente imposible que se colaran las miradas curiosas desde la calle ó cualquier casa vecina. Las de los alrededores no deslucían en absoluto, y todas eran también grandes casas discretas y silenciosas. Ninguno de los tres sabía aún, por supuesto, que todo aquello pertenecía a la Fundación, pero tampoco les interesaba de momento tener conocimiento de ello.

Con un simple click al pequeño mando a distancia que había enganchado en el salpicadero, las enormes puertas blancas de hierro brillante se abrieron de par en par, para permitir el acceso al todoterreno. Nos adentramos por un sendero rodeado de piedras, y pudimos ver a un joven con camiseta de tirantes blanca, que apuraba con una segadora los últimos metros de jardín en los que aún se intuía la hierba alta.

-¡Es un chino! -dijo Tano con cierta sorpresa.

-En realidad, no -detuve el coche, pues el chico nos había visto y se acercaba a nosotros-. Se llama Soni-Chang y es thailandés, no chino. No le gusta demasiado que le llamen "chino", así que no se lo digáis, ¿vale? Él y su hermano gemelo Thun-Soko son los únicos jóvenes orientales que hemos tenido nunca por aquí -pulsé el botón que hacía descender la ventanilla del copiloto-. Hola, Chang.

-Hola, J, buenas tardes -Soni me hizo una especie de reverencia con la cabeza que siempre me había resultado curiosa; luego miró sin mostrar demasiado interés hacia los asientos traseros-. Bienvenidos, chicos -los pequeños le devolvieron un tímido saludo; Rai miró para otro lado-. Quería haber acabado antes de que llegárais, pero...

-No te preocupes, Chang -le corté-. No pasa nada. Voy a enseñarle la casa a los chicos. Cuando acabes, puedes entrar a refrescarte, si quieres.

-Muchas gracias, J. Nos vemos ahora.

Sonreí, y volví a subir la ventanilla, mientras el chico se alejaba de nuevo en dirección a la segadora. De pronto, una voz que parecía no haber existido hasta entonces, nos inundó con su opinión no solicitada. "Jodío chino de mierda...", masculló Rai entre dientes, creyendo que le iba a reprender por ese ofensivo comentario. Se quedó con las ganas. Sin borrar la sonrisa de mi cara, volví a desplazar el coche, ahora por una rampa que descendía hasta el garaje de la casa. La verja de hierro de tres metros se había cerrado a nuestra espalda nada más cruzarla.

Los críos bajaron del coche enseguida, y se quedaron de pie a mi lado, mirándolo todo a su alrededor con auténtica fascinación. El garaje no era gran cosa, estaba lleno de utensilios para el jardín y la piscina, y aún así tenía cabida para unos dos vehículos más, aparte del mío y del de Sara, que en ese momento descansaba en una esquina.

-La puerta del fondo lleva al jardín trasero -les dije, viendo cómo Rai se decidía a abandonar el 4x4, y enseguida caminaba hasta el maletero-. Esa otra lleva al interior de la casa.

Los chicos parecían maravillados, y escuchaban con atención. El mayor, en cambio, sin haberse quitado aún las gafas de Sol, se dedicaba a sacar las bolsas que contenían sus cuatro sucias pertenencias. Tiró las de su hermano y Chicho al suelo con poco cuidado, y se cargó la suya a la espalda. Aquellos tres jovencitos desentonaban en el agradable ambiente general de aquella mansión, eso saltaba a la vista, pero apenas una duchita de agua templada y unas clases de modales les bastaría para ser moldeados hasta encajar allí. Siempre había funcionado, y desde luego que no iba a ser él, aquel imprevisible Rai lleno de ira contra el mundo, el primer fracaso de la Fundación Joven Porvenir.

-Luego os mostraré las instalaciones del exterior, pero ahora coged vuestras cosas y seguidme, que os voy a enseñar la casa por dentro.

Utilizamos la puerta lateral del garaje para llegar hasta el recibidor de la mansión. No tenía nada que ver con el pequeño descansillo de nuestro apartamento en la capital; era enorme y espacioso, lo coronaba una pequeña mesa redonda de madera maciza, y un marco sin puertas lo comunicaba con un amplio salón. A la derecha, unas escaleras en espiral comunicaban con la planta de arriba. Al fondo del salón se veían las cortinas que tapaban el ventanal que daba a la terraza. Los dos pequeños las movieron.

-Joé, qué piscina, macho -se embelesó Chicho, como el niño que era.

-Y un campillo fútbol, y tó... -se animó el otro.

Yo hice como que me ocupaba de algo mientras ellos observaban, pues sabía que sólo de esa forma Rai se decidiría también a contemplar la parte trasera de aquella casa. No hizo comentario alguno, por supuesto, pero su cara dejaba entrever que estaba siendo superado por la evidencia de que aquello era infinitamente mejor de lo que había llegado a suponer. Se puso las gafas de Sol en la cabeza, y me miró con aires chulescos, dejando caer de cualquier manera la sucia mochila sobre una alfombra de muuuchos euros.

-M'estoy meando -informó; de fondo sólo se oía el lejano zumbido de la segadora de Chang.

-Bueno, aquello de allí es la cocina -ignoré conscientemente al chaval; los enanos me siguieron con rapidez-. Como véis, es también muy grande. Cuando queráis estar en la terraza, o bajar al jardín y a la piscina, hacedlo siempre por aquí -abrí la amplia portezuela metálica y salí al porche; caminé hasta la baranda de madera, y ellos se colocaron uno a cada lado-. Aquellas casetas de allí son la habitación del personal la más grande, y la otra el cuarto de la piscina, para ducharos y cambiaros antes de entrar en la casa. Hay juegos, pelotas e hinchables para la piscina -tras de mí vi aparecer a Rai-. Podéis disponer a vuestro antojo de todo lo que está en la casa. La única obligación es que la mantengáis en buen estado, que recojáis lo que hayáis utilizado, y todas esas cosas a las que es fácil acostumbrarse. Si ponéis un poco de vuestra parte, claro.

-Yo soy mu ordenao, señó, se lo prometo.

-Seguro que sí, Tano -le sonreí-. Pero puedes llamarme J. Aquí todo el mundo me llama así.

-¿Y ande coño puedo echar una meá, "J"? -Rai se esforzaba en resultar desagradable, incluso al pronunciar con asco la inicial de mi nombre- ¿O quieres que l'haga n'el jardín, pa que'l jodío chino se mosquee...?

-Volvamos adentro, chicos -pasé junto al mayor sin hacerle el más mínimo caso, viendo cómo los otros dos se miraban un instante, y decidían seguirme; una vez en el interior de la cocina, continué hablando-. Ahora vamos a subir arriba, y veréis que hay un montón de cosas que os van a encantar.

Cruzamos el salón y empezamos a subir las escaleras alfombradas. Rai nos seguía sin prisa, a una distancia prudencial. Se plantó junto a su mochila, y su cara denotaba cierta rabia mal disimulada. Le ignoré, subiendo con los pequeños a mi lado. La primera planta tenía una pasillo que se abría hasta el fondo de la casa. A ambos lados había paredes de cristal. La enorme sala de la izquierda era un gimnasio con todo tipo de artilugios de musculación. Tres bicicletas estáticas de última tecnología, tres cintas para correr, y un montón de aparatos metálicos y acolchados con los que ejercitar cada parte del cuerpo de manera focalizada.

Las caras de los dos chavalines no salían de su asombro. Aunque estoy seguro de que les impactó más la sala de la derecha que el gimnasio. En ella había una gran mesa de billar, cuatro máquinas de videojuegos, un estupendo futbolín de color azul, estanterías repletas de juegos de mesa para disfrutar en un espacio circular situado al fondo de la sala, rodeado de confortables sillones de cuero negro... Una zona de juegos como nunca habían soñado. Las puertas que llevaban al interior de ambos espacios eran de cristal, y estaban ya a nuestro lado, a unos tres metros pasillo adentro.

-Empecemos por el gimnasio -les dije, y ellos entraron, mientras que yo me quedé un instante allí, observando cómo Rai parecía haber dejado su cara de desprecio aparcada un instante; estaba junto a la barandilla de esa primera planta, pero desde ahí podía ver perfectamente lo que le esperaba dentro de aquellas enormes salas-. ¿Nos acompañas? -le pregunté con calma.

No respondió, ni asintió con la cabeza, pero sí caminó para pasar por delante mío y entrar al gimnasio. Apoyando la mano en la puerta, se volvió hacia mí, y dijo: "Me sigo meando", perdiendo ya parte de su chulería. Le seguí, y señalé al fondo del gimnasio.

-Ahí tienes el lavabo, Rai -empezamos a caminar entre los distintos aparatos, con él unos pasos por delante-. Bueno, chicos, ¿qué os parece esto?

-Tó esto es mu chulo -dijo Chicho.

-En principio, podréis estar aquí cuando queráis, pero luego habrá unos horarios, tanto para el ejercicio como para todo lo demás -señalé la otra sala.

Rai ya había desaparecido, así que dejé que los pequeños curiosearan un rato, hasta que el mayor se uniera a nosotros.

-Debéis tener cuidado -les previne poco después-. Tendréis un monitor que os ayudará a conocer cómo funcionan las máquinas, qué partes del cuerpo ejercitan, y os enseñará a no haceros daño levantando más peso del debido.

Rai se había tumbado en uno de los aparatos de pesas, y eso era justo lo que estaba haciendo. Fui hasta él, con las miradas de los otros dos puestas en mí, y pasé una pierna por encima de su cuerpo echado sobre el acolchado de cuero. El chaval se esforzaba por levantar cerca de sesenta kilos en una postura del todo inadecuada, arqueando la espalda y clavando sus huesudo pecho entre mis piernas. Atrapé la barra de hierro con ambas manos, y la levanté hasta colocarla en su posición original.

-Ve con cuidado... -le dije; trató de incorporarse, empujándome, y yo le descabalgué para dejar que lo hiciera-. Eso son sesenta kilos, capullo. Casi más de lo que pesas tú -sonreí-. No te hagas daño, ¿vale?

Aceptó resignado. Salimos del gimnasio y entramos en la sala de juegos. Los críos enseguida corrieron hacia las máquinas de marcianitos, que tenían un taburete frente a ellas para poder jugar con más comodidad.

-¿Se usan con monedas? -preguntó Tano.

-Sí. Los videojuegos, el billar y el futbolín son como los de los bares, que funcionan con monedas de un euro. ¿Véis aquel cubo de allí? -les señalé un gran cubo blanco que había en la estantería de los juegos de mesa-. Dentro hay unas cuantas monedas, suficientes para echar unas partidas estos primeros días. Luego, si queréis seguir jugando, tendréis que conseguirlas vosotros mismos.

-¿Cómo? -me interrumpió Rai, con un taco de billar en la mano.

-Ya os lo contaré en su momento -dejé caer con una sonrisa-. Ahora dejemos esto y subamos arriba.

A la segunda planta se accedía por unas escaleras también en espiral, situadas en la parte contraria de las que conducían abajo. De nuevo había un largo pasillo. Éste conducía a un gran ventanal por el que se colaba la luz natural, pero las paredes de ambos lados no eran de cristal.

-Estas seis puertas son de las habitaciones de los miembros del Grupo, o sea de vosotros -había tres a cada lado del pasillo-. Los cartelitos que véis son para poner vuestros nombres. Las dos del fondo son las vuestras, chicos. Una para Rai y la otra para vosotros dos. Veréis que sólo pone Tano -miré a Chicho-, pero eso es porque hasta esta mañana no contábamos contigo, chaval -sonrió con cierta timidez, puede que recordando el modo en que se había ganado el derecho a estar allí-. Ahora podéis ir a buscar las cosas que habéis dejado abajo, y guardarlas en vuestras habitaciones.

Me quedé al borde de la escalera esperando que empezaran a bajar. Agarraron sus mochilas del recibidor.

-Podéis ir subiendo, si queréis. Tenéis que acostumbraros a moveros por la casa como si fuera vuestra, ¿vale? Cambiaros de ropa, si os apetece poneros más cómodos, o daros una ducha... Yo voy a quedarme arreglando cosas por aquí hasta que hayáis acabado. Luego comeremos y seguiremos hablando, ¿ok? -los pequeños asintieron y empezaron a corretear escaleras arriba; Rai se quedó un instante allí plantado y en silencio-. ¿Sucede algo? -le pregunté, viendo que miraba a su alrededor.

-Pos sí, sucede q'esto es raro, tío -dijo, sin el escudo de odio que traía del poblado como equipaje-. No sé mu bien qué cojones pintamos aquí...

-¿Estás asustado? -traté de sonar conciliador.

-¡Qué coño, asustao...! -replicó-. Que no he nacío ayer, ¿sabe? Que sé de qué va esto, tío, y cómo nos vamo a ganá los eurillos y tal, ¿vale? No soy tonto.

-¿Y entonces, cuál es el problema?

-Pos que no m'esperaba esta peazo casa, ni los juegos, la piscina y tó eso, vale. Que m'he quedao pillao con tantas cosas que no había visto nunca así, de verdá y de cerca, ¿sabe?

-No me hables de usted, Rai -traté de acercarme a él, pero reculó con cierta desconfianza-. Puedes llamarme J, ya os lo he dicho. Y no quiero que te preocupes por nada. Tú y los chicos sois muy importantes para la Fundación que paga todo esto, y aquí váis a estar de puta madre. Eso te lo puedo asegurar -volví a avanzar un paso, y esta vez él no se movió-. Es más, te apuesto lo que quieras a que de aquí a un cuarto de hora te habrás olvidado de todo, y te alegrarás de haber venido.

-¿Pero qué íces? M'apuesto cien moneas a que no -soltó enseguida, con ojos desafiantes.

-Tú no tienes cien "monedas"...

-No las necesito. N'un cuarto d'hora no va a cambiar ná... No m'alegraré d'haber venío, o sea que no pienso perder l'apuesta, tío -muy convencido.

-Muy bien, pero ¿qué gano yo si tú pierdes? -le sonreí-. Imaginemos por un momento que pierdes...

-Pos ná, si pierdo t'hago lo que sea pa ganarme las cien monedas. ¿No va a sé así como funcione la cosa aquí dentro?

-O sea que ganarás de todas formas.

-Sí, coño -sonrió por primera vez, de un modo casi imperceptible-, pero a cambio d'hacerte lo que quieras, que más vas a ganar tú con eso, ¿no?

-Bueno, pues trato hecho -le tendí una mano, como si firmáramos un pacto de caballeros; él la estrechó con fuerza-. Ahora vete para arriba, Rai, y de aquí a un cuarto de hora ya hablaremos.

Se giró y empezó a subir las escaleras. A los pequeños ya no se les oía; tal vez estaban ya descubriendo las comodidades del cuarto que les había tocado compartir. Vi a Rai desaparecer hacia la segunda planta, y sonreí al pensar en la sorpresa que se iba a encontrar nada más entrar en la que iba a ser su habitación. No iban a pasar ni diez minutos antes de que el chaval le diera gracias al Cielo por haber acabado en aquel lugar. Nadie había dicho que no se pudiera apostar con ventaja.

Salí al porche frontal de la casa, y allí estaba Soni-Chang, bebiendo un refresco y con el culo apoyado en una bonita mesa de terraza. Se había quitado la camiseta sudada, y la había colgado en la baranda de madera.

-¿Qué tal te ha ido al final con los chavales? -hablaba un perfecto castellano y no tenía ningún tipo de acento; de la lejana Thailandia, tanto su hermano como él, no conservaban ya más que sus bellos rasgos orientales.

-Los pequeños no han puesto ningún problema. Parecían encantados de salir de aquel estercolero, pero eso yo ya lo imaginaba -y aunque me vino a la cabeza la escena vivida con Chicho, al final no le conté nada a Soni.

-¿Y el otro? Tiene pinta de ser un poco gilipollas, ¿no?

-Y lo es, pero dale tiempo. Habrá que tener paciencia con él -sonreí-. Por cierto, Chang, ¿sobre qué hora ha llegado Rebeca? ¿Estabas ya aquí?

-Sí, sobre las doce y media o así -bebió de su refresco, y después sonrió ampliamente-. Pero no me mires así, que enseguida se ha metido dentro.

-Yo no he dicho nada, tío. ¿Has acabado ya con el jardín? -asintió con la cabeza-. Lo digo por si te apetece acompañarme arriba...

Le pareció una estupenda idea. Dejó el vaso sobre la mesa, y entró por delante de mí. Tenía un cuerpo delgado pero musculoso, trabajado a base de jardinería y ejercicios en el gimnasio de la casa. Me precedió escaleras arriba hasta que llegamos a la segunda planta, y una vez allí, recorrimos el pasillo de las habitaciones hasta el gran ventanal. Las paredes y puertas estaban insonorizadas, de modo que el silencio del otro lado era casi sepulcral. A ambos lados del ventanal se abría un pequeño espacio de apenas un metro de ancho, y por el de la izquierda nos colamos. Los gitanos aún no lo sabían, pero a cada lado de las habitaciones había un reducido pasillo que conducía a sendos cuartos minúsculos. En ellos había dos ventanas que comunicaban con falsos espejos, uno situado en el dormitorio, y otro en el cuarto de baño de cada habitación. En una de las puertas ya se podía leer el letrero, que ponía: "Rai". Soni se detuvo para dejarme pasar el primero.

Abrí la puerta y entré en el cuartucho sin apenas iluminación. Enmedio había dos cámaras de vídeo enfocando lo que los chicos debían pensar que no era más que un inofensivo espejo. Sólo una de ellas tenía el piloto rojo encendido, pero ambas se sujetaban sobre dos trípodes enclavados al suelo. La escena que pudimos contemplar en el interior del dormitorio no nos sorprendió a ninguno de los dos. Rai estaba sentado a los pies de la cama, aún vestido y con los codos apoyados sobre el colchón; Sara estaba arrodillada en el suelo, cobijando en su boca, sin dificultad alguna, toda la polla del chaval.

-¡Mira cómo disfruta, el muy cabrón, de su regalo de bienvenida...! -dije con una enorme sonrisa-. Ya no parece tan chulito como hace un rato.

-Perdona que te lo diga, J, pero es una gozada ver a tu chica haciendo eso.

-A mí me lo vas a contar... -poniéndome a su espalda, rodeé a Soni con los brazos a la altura de su pecho, aún húmedo por el sudor-. Ya hace demasiado tiempo que no nos montamos los cuatro, con tu hermano, una fiestecita privada, ¿verdad? -dejó reposar la cabeza sobre mi hombro, mientras mis dedos descendían por su estómago- ¿Cuánto debe hacer ya de la última?

-¿Los cuatro solos? -acompañó mis manos con las suyas, llevándolas hasta su sexo por encima de la ropa-. Puede que un par de años.

-¡Guau! Eso es mucho tiempo, ¿no?

Le di la vuelta y nos empezamos a morrear. Era algo realmente maravilloso que existiera aquella urbanización, donde había un montón de chicos tan atractivos como Soni, Rai ó los búlgaros, todos bien dispuestos y entrenados para tener sexo en cualquier momento.

Claro que habría que esperar para ello. Después de unos intensos minutos de besos y caricias, a Soni se le había puesto tremendamente dura, pues tenía un despertar veloz; la mía palpitaba de nuevo, suplicándome una tregua, algo que no se podía decir de mi querida Sara. Se había sentado a horcajadas sobre Rai, al otro lado del espejo, y lo estaba montando a pelo y con una furia inusitada. Puede que el chaval no aguantara ni cinco minutos si ella no frenaba el ritmo. Yo me volví a colocar a la espalda de Soni, le desabroché el vaquero deshilachado a la altura de las rodillas, y le empecé a masturbar sin prisas.

-¿Dónde están los demás? -le pregunté al oído, como si mis palabras y mis actos formaran parte de dos escenas diferentes.

-Aitor hace un par de horas que bajó al pueblo a comprar -él también parecía estar en dos universos paralelos-. Marcos descansa hasta las seis, que tiene turno con los chicos. Ramón en la garita -se le escapó un leve suspiro-, e Iñaki está en casa del jefe. No volverá hasta las diez.

-Ok. Me gusta que todo esté bajo control -aceleré durante unos segundos mis sacudidas-. Mañana por la tarde vendré con Jonnie y con dos chicos búlgaros a los que conocimos Rebeca y yo anoche.

-¿En serio? -se sorprendió.

-Sí. Se lo he contado a Jerèmie hace un rato. Parecía encantado.

-¿Y cómo son? -dejó caer su cabeza sobre mi hombro, complacido.

-Jóvenes, cachondos... Ya les conocerás mañana, pero seguro que te van a caer bien -solté su polla sin circundcidar-. Y ahora, dejaré que concluyas por tu cuenta. Voy a zanjar una apuesta, y a comprobar cómo están los pequeños.

Soni puso morritos, signo inequívoco de que esperaba que concluyera lo que había empezado, pero simplemente le guiñé un ojo y le acaricié la cabeza como a un cachorro. Salí de aquel cuartucho, volví a cruzar el estrechísimo hueco que daba al ventanal, y me dirigí a la habitación propiedad de Rai.

Puertas sin cerrojo, acceso público.

El gitano estaba en la culminación del éxtasis, con la yegüa de Sara trotando sobre su aún endeble anatomía adolescente. Me acerqué sin intención de molestar, de un modo casi sigiloso. Dirigí la vista hacia el falso espejo que había en la pred, y un nuevo guiño a Soni, que sin duda seguiría al otro lado hasta haberse corrido. Colocándome detrás de ella, no pasaron muchos segundos hasta que el chico se dio cuenta de mi presencia allí, y se exaltó.

-¡Ostia puta! -se apartó como pudo de Sara, y enseguida se cubrió el sexo con las manos; la chica me miró.

-Joder qué susto, cariño... -se incorporó y me dio un buen beso tras acercarse; aún podía percibir en aquellos labios el aroma sucio de aquel jovencito-. Podrías llamar a la puerta, ¿no? Casi le da un ataque al pobre chaval -los dos nos lo quedamos mirando.

-Te estás follando a mi chica, ¿lo sabías? -le dije a Rai, mientras agarraba a Sara de la cintura desnuda.

-Tío, te juro que ya estaba aquí metía cuando he entrao... -se disculpó, subiéndose torpemente los pantalones, y poniéndose en pie a una prudente distancia de mí-. Te lo juro por Dios...

-No seas malo, Javi -me recriminó ella con una palmada en el trasero.

-Está bien, Rai -le dije, con una pose bastante seria; insté a Sara con un pellizco a volver a tumbarse en la cama-. Lo dejaré pasar sólo si me respondes a una pregunta.

-No ha sío culpa mía... -insistió él.

-Dime sólo si te alegras o no te alegras, de haber venido.

El chico se sintió súper descolocado por aquella pregunta. Sara palmeó el colchón a su lado para ofrecerle sentarse, y él lo hizo con cierta timidez. Poniéndose de rodillas sobre la cama, mi querida novia le pasó los brazos por encima de los hombros y le acarició el pecho mientras le hablaba en susurros.

-Respóndele, o no nos dejará tranquilos.

-Dime -le repetí, dando un paso al frente con la mirada fija y una inquietante sonrisa- ¿Te alegras o no, de haber venido?

Continuará...

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