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El Nacimiento del Imperio Romano (2)

en Control Mental

EL NACIMIENTO DEL IMPERIO ROMANO II

En la entrega anterior les relaté sobre los poderes mentales de un chico venezolano llamado Julio César. Ese poder se expresaba a través de su mirada penetrante. Había aprendido mucho con un parapsicólogo de nombre Rafael quien le enseñó el arte del control mental. Aunque al principio la función de este profesional de la mente fue sacarlo de su incipiente inclinación hacia el delito, la potencia del chico, que en ese entonces era menor de edad, lo venció. Era obvio que con el paso del tiempo mejoraría su ya innata capacidad con las enseñanzas que recibía. El relato anterior comienza cuando Julio César tenía 25 años y era un consumado delincuente que usaba sus poderes para neutralizar a quienes pudieran obstaculizar sus asaltos.

Su habilidad para tratar con todo tipo de gente le hizo un chico muy popular, amén de que sus atributos físicos y su valentía hicieron que se convirtiera en el sueño de muchas chicas. Sin embargo, el hecho de pertenecer a una banda de asaltantes le granjeó también numerosos enemigos. Era amado y odiado al mismo tiempo, pero no podía pasar desapercibido para nadie.

Estaba consciente de su capacidad de gobernar la mente de los demás y esto lo convenció de que era prácticamente invencible en el campo del delito. Ningún consejo de su familia ni de sus amantes de turno surtía efecto a la hora de convencerlo de lo peligroso de su proceder. Por el contrario, él se sentía extraordinariamente bien cuando era parte de fechorías, sea por su necesidad de descargar adrenalina o por el placer que sentía cuando dominaba fácilmente a la gente. Pero también había una razón de tipo económico que lo obligaba a delinquir: Su padre sufría de una penosa enfermedad hacía ya varios años que lo mantenía postrado y que requería de cuantiosas inversiones para los medicamentos. Mucho de lo que conseguía en los botines lo de dedicaba a su padre y por eso su familia de alguna forma se veía obligada al menos a no hacerle críticas graves a sus malas acciones.

Una madrugada, poco después de su vigésimo quinto cumpleaños, su padre falleció. Esto lo golpeó severamente. Hasta ese momento no había sufrido nada de tal magnitud y eso le puso a cavilar sobre la necesidad e incluso sobre el peligro de mantenerse dentro del campo de las fechorías. Pero aún faltaba algo más que lo terminaría de hacer entrar en razón.

Una noche, mientras caminaba hacia su casa por una oscura vereda, su instinto le advirtió que algo no andaba bien. Siguió desplazándose hasta que vio la silueta de alguien a través de la sombra que formaban unos arbustos ubicados en un pequeño parque infantil situado en el ángulo entre dos casas contiguas al final de la vereda. Rápidamente, se lanzó al suelo y logró divisar un chico apuntándole con una pistola. Éste último, presa del pánico, se quedó paralizado por unos segundos, cosa que Julio César aprovechó para dirigir su poderosa mirada a los ojos del extraño quien apretó el gatillo. La bala pasó silbando muy cerca de la oreja izquierda de nuestro héroe. Sin darle tiempo para más nada se le abalanzó y le tomó por ambas manos inutilizándole e impidiendo que pudiera usar su pistola nuevamente y le miró profundamente. Sólo le tomó unos pocos segundos controlar a su agresor y éste dejó caer su pistola en el suelo. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la falta de luz le reconoció. Era un jovencito perteneciente a una banda rival capitaneada por Álvaro, un archienemigo suyo. No entendía lo que le pasaba, no sabía por qué, pero no podía resistirse a ser dominado por su víctima y además le gustaba lo que estaba sintiendo.

- ¿Andas solo en esto? -Le preguntó Julio César-

- No, en la otra esquina está un compañero mío esperándome en una moto.

- Muy bien, entonces le haremos creer que yo me rendí para que no me mataras y le vas a decir que me van a matar entre los dos.

- Sí, lo que tú digas.

- Muévete, yo mantendré las manos en alto, tú recoge mi pistola. Ya sabes, no quiero error.

A pesar del estruendo del disparo ningún vecino salió aunque todos miraban desde sus ventanas a los dos chicos. Nadie llamó a la policía pues estaban aterrorizados por las posibles consecuencias. Julio César le entregó su pistola salió de las sombras hacia la esquina contraria donde lo esperaba el muchacho de la moto. El agresor tomó el arma y recogió la suya propia en el suelo y le apuntó a la espalda para fingir que lo tenía dominado. Al poco tiempo ya estaban al frente del motociclista. La estrategia funcionó a la perfección. Julio César se puso frente a este último con las manos en alto, aunque por precaución sacó su arma y le apuntó también. Entonces el agresor le dijo a su compañero de la moto.

- Es muy rápido este cabrón, logró escaparse del disparo que le hice, pero ya no podrá hacerlo nuevamente.

- Claro que no, ¿Qué hacemos ahora?

- Vamos a matar a este desgraciado, vigílalo tú mientras yo lo liquido. No le pierdas de vista los ojos.

Dicho esto Julio César clavó su mirada en el motociclista quien quedó paralizado y casi instantáneamente bajó su arma. Ahora era este chico el que se extrañaba de sus propias reacciones y más aún cuando vio a su compañero, el agresor, bajar su arma y ponerse a las órdenes de alguien a quien pocos instantes deseaban asesinar. No podían continuar con la tarea que habían comenzado y no entendían la razón. Ambos estaban dominados por la potencia de su poder.

- Larguémonos de aquí -les ordenó-

Ambos asintieron sin decir palabras. Les despojo a ambos de sus armas y luego le ordenó al primer agresor que se sentara detrás del conductor de la moto. Él mismo se sentó de último y expresó:

- Ahora iremos donde yo les diga y harán todo lo que les ordene, ¿Quedó claro?

Los chicos aceptaron sin chistar. Ya en camino, le indicó al conductor que se dirigiera a la carretera que llevaba a las montañas al sur de la ciudad. Al poco tiempo de comenzar a subir le dijo que se desviara por un camino lateral que terminaba un pinar desde donde se divisaba toda la ciudad. El panorama desde allí era hermoso, inclusive muy romántico. Durante el trayecto ambos le contaron que Álvaro les había ordenado matarlo y que deseaba que le llevaran su cadáver para destruirlo él mismo ya que le odiaba como a nadie. Ellos se sintieron muy orgullosos de que les hubiera escogido para esa tarea pues sentían mucha admiración por él. Esta confesión aumentó la excitación de nuestro héroe. La expresión de los rostros de los chicos le hizo comprender que estaban bajo el efecto de drogas. Les preguntó si les quedaba algo de eso todavía y su respuesta fue positiva. Entonces les arrebató el contenido que aún no habían consumido, era cocaína, conocida en Venezuela como "perico". Esto era lo único que de alguna manera sometía a Julio César. Sin dudar tomó un poco y lo aspiró con vehemencia. El rápido efecto de la droga lo puso a mil.

Cuando llegaron a la cúspide de la colina les ordenó bajar de la moto. Luego bajó el mismo y se acostó frente a ellos mirándolos fijamente. Nunca había usado sus poderes mentales con intención sexual, pero ahora, con la mezcla de satisfacción por haber dominado a dos personas al mismo tiempo y bajo el efecto de la droga quería darle rienda a sus instintos.

Les ordenó que se arrodillaran frente a él, uno a cada lado de sus piernas. Mientras los veía arrodillados y expectantes sentía un gozo sin límites y se comenzó a acariciar su pene que ya tenía algunos minutos bien erecto. Acto seguido, les indicó que acariciaran su pene. Los chicos se miraron entre sí, pero no se negaron y con sus manos tocaron la rigidez de su miembro, algo que seguramente era la primera vez que hacían ya que no eran muy expertos en generar sensaciones, pero poco a poco fueron entendiendo ese arte. Julio César les ordenó seguidamente que le quitaran el pantalón y luego el interior. Ambos casi peleaban por cumplir con ello. Cuando hubieron culminado les ordenó que lamieran su miembro. Éste era de tamaño grande, sin ser descomunal, pero decididamente delicioso para cualquier amante de los órganos masculinos. Su vello púbico estaba completamente rasurado, como también el de otras partes del cuerpo. El agresor se hizo cargo de su glande, mientras el conductor hacía lo propio con sus testículos. Esto hizo que nuestro chico exclamara multitud de gemidos mientras movía su cabeza de lado a lado apoyándola en el pasto. En ese momento se sentía el rey del mundo. Podía convencer a las personas de tener sexo con él, inclusive a los varones. Para los tres era la primera vez que experimentaban con gente de su mismo género, pero todos disfrutaban de lo lindo.

Como no deseaba eyacular aún apartó sus cabezas y les pidió que se fundieran en un beso muy sensual. Los chicos se abrazaron y juntaron sus labios fuertemente. Se daban placer con sus bocas y con sus brazos que acariciaban cada rincón de sus cuerpos. Julio César seguía atentamente las acciones y estaba excitadísimo. Nunca había experimentado gusto con escenas homosexuales y comprendió que este era un nuevo campo para explorar. Prosiguió ordenando que ambos hicieran un 69. Ellos se desvistieron y procedieron a comerse el pene del otro. Nuestro héroe reventaba por las ganas que tenía de unirse, pero ya había planeado descargarse con otro personaje. Él consideraba que estos eran sólo pececitos y no debía maltratarlos. El próximo paso consistía en buscar al pez mayor para quien deparaba una venganza más grande. Los chicos liados en el sexo oral también disfrutaban sin parar. El primero que eyaculó fue el conductor, por lo que su nuevo jefe le ordenó que mantuviera el semen en su boca hasta tanto el otro también eyaculara. Tardó pocos minutos el agresor para descargar su carga de semen. Cuando ambos habían acabado, nuestro héroe les ordenó que se besaran nuevamente y que, al mismo tiempo, mezclaran los líquidos contenidos en sus bocas. Después de un rato, cuando estuvieron bien mezclados, les ordenó tragarse el líquido que cada uno mantenía.

Julio César estaba extasiado con lo que veía, desearía que esos momentos no terminasen, pero debía ir tras Álvaro. En tal sentido, ordenó que lamieran nuevamente su pene para finalizar aquello. Los chicos pasaron sus lenguas de arriba abajo sin detenerse y el elegido para hacer eyacular a nuestro chico fue de nuevo el agresor. Éste se tragó literalmente su miembro viril, mientras el conductor continuaba su labor con los testículos. Algunos minutos después su semen brotaba a borbotones y el agresor recibió la orden de mantenerlo en la boca para que pudiera compartirlo con su otro compañero por vía oral. Julio César había filmado con su celular a los chicos y así inmortalizó los momentos más importantes de sus encuentros sexuales.

- Quiero que traigan a Álvaro, pero él no debe saber que continúo con vida. Así que llámenlo y díganle que venga hasta acá para que vea mi "cadáver".

Inmediatamente los chicos llamaron a Álvaro para indicarle que Julio César era hombre muerto, pero por precaución lo habían asesinado en las montañas. Álvaro, sin sospechar en lo más mínimo que era una trampa se dirigió con su moto para verificar todo lo dicho. Cuando llegó, casi una hora después, encontró a sus chicos rodeando al "cadáver". En medio de la oscuridad no lograba distinguir mucho.

- Buen trabajo muchachos, ¿Les costó mucho liquidarlo?

- Un poco -respondió el agresor- debimos traerlo hasta aquí porque se resistía mucho, pero ya es hombre muerto.

- Sí, cerciórate de eso, míralo bien -dijo el conductor-

Álvaro se acercó y vio a su enemigo tirado en el suelo. Julio César hacía un esfuerzo por no respirar para no despertar sospechas. Lo primero que hizo fue agacharse y mirar su rostro. Cuando menos lo esperaba nuestro héroe abrió sus ojos y la primera reacción de Álvaro fue caer sentado. No tuvo tiempo de hacer nada más. Uno de sus ex chicos le derribó de un golpe en la nuca y entre los dos le ataron con una soga sin posibilidad de escapatoria. Nuestro chico pudo haberle dominado con su mirada, pero prefirió otro destino, al menos temporalmente. Álvaro exclamó:

- ¿Qué sucede aquí?

- Así que querías matarme, ¿Y por qué no lo hiciste tú solo?

- Yo no me ocupo de pequeñeces

- No creo que sea una pequeñez para ti. Yo creo que tú me tienes miedo y por eso querías matarme a traición.

- Y cuídate porque si me dejas vivo lo haré yo mismo.

Los ojos de Álvaro destilaban odio. Él había pertenecido a la banda de Julio César tiempo atrás. Por problemas en la repartición de un botín surgió la enemistad. Pero lo principal, algo que nuestro chico sospechaba, era que Álvaro le tenía una gran envidia por sus éxitos en los golpes emprendidos y también con las mujeres. La envidia se lo comía y él decidió apagar esa luz que evidentemente brillaba más que él. Lo que más le había dolido era que se había dado cuenta que Mirla, su chica, estaba enamorada en silencio de su enemigo y ese fue el catalizador para tomar la decisión. Aún no había tenido sexo con ella, pero si le dejaba vivir seguramente pronto lo tendrían.

- Ustedes dos son unos malditos traidores, correrán la misma suerte que este imbécil. Si me matan otros cobrarán venganza por mí.

- Me parece que has visto muchas películas -dijo con mucha seguridad Julio César-

Le ordenó al agresor que tomara la moto de Álvaro y montara a su ex jefe para que lo condujera a un viejo galpón abandonado situado en la zona industrial de la ciudad. Este galpón era un centro de fechorías por ser un escondite seguro. Le ordenó que esperaran allí mientras el conductor de la otra moto le llevaba a él a la casa de Álvaro. Este último no podía entender lo que sucedía, pero la naturalidad de la actuación de sus ex compinches le hizo pensar que siempre le habían jugado sucio y que eran solplones de Julio César.

Cuando el agresor y nuestro protagonista llegaron a la casa de Álvaro abrieron sigilosamente la puerta con las llaves que le habían arrebatado a Álvaro y Julio César subió al segundo piso buscando a Mirla. Abrió la puerta de la habitación y la encontró plácidamente dormida. Deslizó levemente sus dedos por uno de sus senos para despertarla. Cuando la chica abrió los ojos se asustó mucho. Julio César la tomó por los hombros y la tranquilizó.

- Cálmate, Álvaro no está aquí.

- No me hagas daño.

- No voy a hacerte daño, sólo quiero que tú y yo pasemos un rato hermoso.

- Pero tú y yo no debemos…

- ¿No debemos qué?, si tú quieres yo quiero.

- Siempre me has gustado

- Tú también me gustas amor.

- Vístete que hoy será nuestra noche.

Sin perder tiempo la chica se vistió y al bajar vio al agresor sentado en la sala esperando. No podía entender lo que pasaba. Julio César se puso el índice en la boca para indicar que no dijese nada y que todo estaba bien. La había logrado dominar sin necesidad de usar sus poderes y eso le satisfacía. La nueva orden impartida al conductor fue llevar a los tres al viejo galpón donde se encontraban el agresor y Álvaro, algo que Mirla no sabía. Los tres montaron en la moto, con Mirla en el medio y durante el trayecto al viejo galpón Julio César le acariciaba las piernas y la chica estaba loca de ganas de hacer el amor con él. Antes de llegar allá pasaron un momento por la casa de Julio César para buscar su filmadora.

Cuando llegaron al sitio indicado entraron por una puerta trasera. Antes de que Mirla pudiera ver a Álvaro, Julio la llevó a una pequeña habitación y la rodeó con sus brazos. Sus labios se juntaron y con sus lenguas se fueron dando placer. La chica gustaba de él sin lugar a dudas, pero si veía a Álvaro amarrado a una silla su plan de venganza se iría a pique. Entonces pidió a Mirla que le mirara fijamente a los ojos y ella, al hacerlo, sintió un escalofrío en todo el cuerpo. Todos sus sentimientos y deseos quedaron abolidos y se sometieron a la voluntad de Julio César. Éste le indicó que debía demostrar públicamente sus sentimientos por él y que no debía gritar cuando viera a Álvaro. Con un leve movimiento de cabeza la muchacha aceptó todo cuanto le fue ordenado.

Al pasar a la sala Álvaro se asombró al ver a su amada de brazos de su peor enemigo. Su mundo parecía estar de cabeza en ese momento pues todo lo que consideraba seguro se desvanecía, su chica, sus compinches, etc. Se sentía en minusvalía total y su odio contra nuestro héroe aumentó.

Julio César se sentó en una silla y ordenó al agresor que filmara todo cuanto pasara. Además, indicó al conductor que le colocara una venda en la boca a Álvaro para impedir que les estorbara con gritos o declaraciones no consentidas. Lo primero que hizo fue poner un sillón delante de Álvaro para que pudiera observar bien lo que iba a pasar. Luego llamó a la chica y le ordenó que se arrodillara delante de su nuevo amante. Después continuó dándole indicaciones que ella cumplía gustosa. Comenzó por bajar lentamente el cierre del pantalón de su nuevo amante. Al finalizar esta acción bajó su pantalón y luego bajó también su interior. Sus manos femeninas acariciaban intensamente el órgano de nuestro héroe el cual ya tenía tiempo erecto por la satisfacción que sentía al ver a su archienemigo postrado e impotente. Detuvo su estimulación manual para quitarle la camisa que tenía. Mirla, al ver el panorama de del pecho desnuda de su amante, lamió gustosa sus pectorales. Su lengua recorría impetuosa las sinuosidades de todo su pecho. Álvaro seguía los acontecimientos atento, triste y lleno de ira. En su cabeza no cesaba de preguntarse en qué había fallado y al mismo tiempo cómo Julio César tenía tanto poder. Su odio se había incrementado a niveles estratosféricos. La chica fue bajando de las tetillas con vía directa al pene expectante de su hombre. Cuando lo tuvo frente a ella lo tomó con sus manos y lo miró con deseo de comérselo durante unos segundos, luego lo engulló con pasión tragándoselo de una manera que Álvaro no había visto cuando habían hecho el amor juntos. La acción de la chica se trasladó a los testículos los cuales lamía con mucho cuidado. Julio César gemía más de lo normal para causar más sufrimiento a Álvaro y bajó su mano hasta tener contacto con la vagina de la chica, bajó su delgada pantaleta y pasó sus largos y delgados dedos por los labios vaginales durante un rato, pero no los introdujo a pesar de los ruegos de ella. Seguidamente la tomó por la cintura y la levantó hasta tener su pene a la entrada de su tracto vaginal. Antes de introducir su miembro hizo una mirada directa a los ojos de Álvaro para demostrarle quien era el que tenía la situación controlada. Este último apretó los labios en señal de protesta. Finalmente dejó caer a la chica para que su pene entrara. No tuvo que hacer el menor esfuerzo, sus paredes se hallaban dilatadas y lubricadas por efecto de la excitación que sentía. La chica comenzó a moverse subiendo y bajando, apoyada en sus piernas, sobre el miembro de su amante. Mientras tanto, él había buscado sus labios para estamparle unos besos prodigiosos que aumentaron las ganas que tenían de destrozarse mutuamente. Álvaro continuaba sin poder aceptar lo que veía y su impulso fue cerrar los ojos para evitar más sufrimiento. A pesar de que trató de contenerse derramó unas tenues lágrimas que fueron el reconocimiento tácito de su derrota. Julio César también estaba muy excitado, no sólo por las lágrimas de su enemigo, sino por los movimientos de su compañera y al poco tiempo eyaculó dentro de ella, aunque había intentado durar lo más posible. Su clímax fue firmado con un intenso grito que estremeció a todos.

Cuando hubo terminado todo, la chica se bajó y se colocó a su lado. Julio César se acercó a Álvaro y se puso frente a él, le quitó la venda de la boca y dijo:

- Quiero que me chupes el pene para que pruebes la mezcla de mi semen con los jugos de Mirla.

- ¿Estás loco?, nunca.

- Sí lo vas a hacer porque a mi me da la gana.

Su pene estaba en proceso de detumescencia, pero se podía ver claramente su humedad. La mezcla de fluidos de ambos era la representación del sexo que ambos acababan de concluir y el inicio seguro de una relación que sustituiría a la suya con Mirla. Por eso le había pedido a Álvaro que chupara su pene dado la humillación que ese acto causaría. Volvió a ordenar a su enemigo que lamiera su pene y éste de nuevo se negó. Entonces le tomó por la cabeza fuertemente y le miró fijamente para controlarlo con su inmenso poder. Álvaro sintió que algo inexplicable se le introducía, sin embargo, no podía dejar de mirarlo. No fue tan fácil esta vez por el odio que le dispensaba. Julio César aumentó la fuerza de su poder para doblegar a su enemigo. Álvaro contemplaba atónito e impotente, pero aún tenía fuerzas para resistir. Nuestro héroe fue sorprendido por la resistencia que demostraba su victima, pero continuó con su labor. Se estableció una lucha sin cuartel, uno por dominar y el otro por no ser vencido. Los ojos de ambos eran el campo de batalla y pocas veces parpadeaban para no perder la posibilidad de la victoria. Claro, era imposible que Álvaro venciera, resistió cerca de un minuto, pero al final se dejó vencer. Su cabeza se llenó de un pensamiento que le obligaba a cumplir con todos los mandatos de su nuevo amo. Entonces comenzó el momento tan esperado por Julio César:

- Ven, lame mi pene

- Sí…

Álvaro acomodó su cabeza a la altura exacta del pene de su amo, no lo podía creer, pero una fuerza misteriosa le obligaba a chupar un pene por primera vez en su vida y no daba con la explicación de tal fenómeno. Abrió su boca y su dueño le introdujo todo lo que pudo su miembro que ya comenzaba a elevarse de nuevo. Con movimientos poco ágiles al principio acomodó lo mejor que pudo el órgano en crecimiento y con su lengua ayudó al nuevo proceso de erección. Sintió también el sabor ocre de la mezcla de fluidos. Estaba vencido sin lugar a dudas, pero cómo había podido caer en eso, era inexplicable y ello le molestaba sobremanera. El pene de Julio César rápidamente cobró vida y se mostró en su máximo esplendor en algunos instantes y el amo ordenó que fuese liberado de sus amarres. Eso facilitó el trabajo del subyugado y con sus manos tomó el miembro y lo introdujo lo más que pudo para aumentar la acción de su boca. Julio César echó su cabeza hacia atrás y miró el techo metálico del galpón. Se sentía el rey del mundo, había logrado no sólo destruir un complot para asesinarlo, sino poner a todos los que estaban complicados en ella como sus juguetes sexuales sin importar su sexo ni orientación sexual. El amo sintió que estaba pronto a correrse y decidió sacar su pene para iniciar otra etapa.

- Arrodíllate y bésame los pies.

Esta orden debió haber sido la mayor humillación que sintiera Álvaro en su vida, mas no opuso resistencia y rápidamente se postró a los pies de su amo. Besó con pasión sus zapatos deportivos de color azul y blanco. La siguiente orden fue lamer el calzado hasta dejarlo limpio, cosa que cumplió sin mayor problema. Mientras tanto Julio César ordenó a Mirla que le masturbara para lograr una segunda corrida. Para mayor comodidad el amo se sentó y la chica se arrodilló a también a su lado izquierdo. A los chicos del atentado también les indicó que debían arrodillarse, así la filmación estaría en un mejor nivel visual. Álvaro siguió cumpliendo con todo lo que decía su amo. Quitó ambos zapatos y las medias. Olió el tenue aroma de sus pies y procedió a lamer sus hermosos dedos, empeine y planta. Después de un rato lo detuvo y le ordenó que se colocara boca abajo con el trasero levantado en posición de penetración anal. Se lo metió violentamente y sin lubricación lo que causó el grito de su esclavo. La humillación de su esclavo excitó de tal manera a Julio César que ya estaba cerca de una nueva eyaculación y cuando ésta se produjo fue abundante y fuerte por el nivel de excitación de nuestro héroe.

Finalmente, los reunió a todos y con sus poderes les ordenó olvidar todo lo acaecido. Había logrado salvarse esta vez y a mismo tiempo doblegar a sus enemigos, pero estaba consciente de que no siempre podía ser así. Debía buscar nuevos horizontes, pero ya habría tiempo para definirlos. Por ahora, quería disfrutar de su victoria.