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La condenada descalza 2 (por Falaka1 y Dg2001)

en Fetichismo

LA LEY PRIMORDIAL DE UNA OFICINA ESPECIAL

Almudena entró y se quedó mirando fijamente los pies de la chica, esta, sin hacerla caso, sin inmutarse por la desnudez de sus pies y por el que Almudena calzara tacones y llevara medias, la saludó.

-- Soy, soy Almudena Calleja – dijo la joven mirando tras recomponerse a la cara a la chica.

-- La estaban esperando. Sígame.

Almudena asintió y siguió a la chica por un pasillo largo, con despachos a los lados. En cada despacho había tres mesas, y en cada una de ellas había una persona. Almudena contó en total seis despachos, dieciocho personas, catorce chicas, quince junto a la recepcionistas, tres chicos, y una mesa vacía, justo en el último despacho que vio, junto a dos chicas, que supuso, seria la suya.

Almudena se impresionó por el sonido que hacían sus tacones en el suelo de tarima flotante en contraste con el silencioso y casi imperceptible TAP TAP de esos pies descalzos al andar.

Llegaron finalmente a un recibidor amplio, en donde había una mesa, en la que había una joven sentada. La muchacha, como la mayoría según había visto Almudena, serian poco mayores que ella, y quizás alguna de su misma edad. La recepcionista saludó a la chica.

-- Hola Beatriz. Esta es la chica nueva, avisa a Don Martínez, por favor.

La joven llamada Beatriz asintió, y la recepcionista se marcho por donde había venido no sin antes mirar a los pies de Almudena y sonreír.

-- Un momento por favor. – dijo la joven sentada tras la mesa Después cogió el teléfono y pulsó un botón al instante le contestaron, la joven anunció la visita y asintió – Puedes pasar.

Almudena sonrió y asintió. Al pasar junto a la mesa, miró al suelo, lo que vio, después de lo visto ya, no la sorprendió, pero si la asustó. La chica, estaba también totalmente descalza, y no había ni rastro de sus zapatos por debajo de la mesa. Agarró el picaporte, lo giró y entró en el despacho.

El despacho de Gabriel Martínez era una habitación grande, de más de veinte metros cuadrados. Nada más entrar, en la pared del fondo, había una enorme cristalera que daba a la calle principal. Delante, una gran mesa de madera, tras la cual estaba su jefe, Gabriel Martínez. Ante la mesa había dos sillas, y en un lado del despacho, un sofá con una mesita de te frente a ella. A un lado, había otra esa, un poco más baja que la mesa donde estaba sentado ahora su nuevo jefe, y más pequeña. Almudena vio que estaba apoyada en la pared y que tenía unas bisagras en ese lado, la mesa se haría más larga, se dijo, pero aun así, le apreció algo más pequeña de lo normal.

Varios estantes con libros de economía, algún cuadro en las paredes, pocas fotos, y una puerta abierta a un lado donde adivinó un aseo particular. Almudena se quedó mirando a Gabriel Martínez Era un hombre alto, fuerte, de unos cuarenta años, elegantemente vestido con un traje de seda, camisa y corbata. Pelo engominado hacia atrás, y expresión afable en el rostro.

-- Señorita Calleja, bienvenida a la empresa.

Almudena sonrió y se acercó a él hombre que se acababa de levantar y se acercaba a ella. Casi sin que Almudena se diera cuenta, el hombre se quedó parado en mitad del despacho y su expresión cambió levemente al verla los pies. Al momento, la miró a al cara y la sonrió, la dio la mano, entonces sí, y la invitó a sentarse en una de las sillas que había ante la mesa, justo al lado contrario de donde estaba su gran sillón de cuero. Almudena se sentó en la silla con ruedas en las patas, sonrió y cruzó las piernas dejando deslizarse su zapato por el talón y dejándolo colgado por la punta, meciéndolo desde la punta de sus deditos, mostrando el resto de su pie descalzo, cubierto por la tela de la media negra.

Gabriel Martínez se fijó en el pie medio descalzo y sonrió. Ya deseaba verlo totalmente descalzo, libre de esos zapatos y de esas medias, como el resto de sus fieles empleadas, como su jovencísima mujer y la hermana pequeña de esta, que vive con ellos. Ya deseaba tenerlos a su merced, poder acariciar la superficie suave y blanca de la planta de los pies de esos preciosos y fantásticos pies vírgenes, que jamás han pisado el suelo sin la protección de un calzado. Deseaba ya poder acerarse a ellos con el cinturón en la mano, la vara, su twase, su látigo de cuero negro y restallarlos en su superficie sacándola alaridos de dolor y sufrimiento. Deseaba poder usar esas plantas como su cenicero particular, acercar la punta abrasadora de sus puros habanos, dejarla caer y apagar después los cigarros en el centro, justo junto a los arcos suaves y delicados, incluso en ellos, para que sufra. O llenarlos de cera, dejándola escurrir lentamente de unas velas enormes sobre ellas, para quitársela después a base de azotes.

Sin darse cuenta se había empalmado, y dejó de imaginarse todo aquello, sabiendo que ya habría tiempo para todo ello y mucho más.

-- Bien, bien, bien. Almudena Calleja. Dieciocho años recién cumplidos – la miró y la sonrió, Almudena también le sonrió a él – Te quedan cuatro años de condena que tendrás que cumplir trabajando para mi en esta oficina. ¿No esta mal, no? Mejor que la cárcel será ¿no crees?

-- Desde luego que si – dijo Almudena, ya casi olvidada de las chicas descalzas que había visto. – Mucho mejor.

-- Bien. Sabrás, de todas formas, que cualquier queja mía sobre tu persona, implicará que el juez pueda decidir si sigues aquí o te interna inmediatamente en prisión.

Almudena asintió.

-- Bien.

>> Su horario será de diez de la mañana a diez de la noche, con dos horas para comer. Los viernes será de nueve a tres, y el resto de la tarde libre.

>> Cobrará mil cien euros netos al mes. Será una de mis secretarias personales. Beatriz es, digamos la jefa de mi pequeño equipo de secretarias. Son ustedes cuatro, contando a Bea. Usted estará en el despacho que está inmediatamente a la derecha, nada más salir, junto a Paloma, Natalia e Isabel.

Almudena asintió. Se estaba relajando y olvidando de todo su pasado, de lo que había sufrido, lo que había vivido, incluso del detalle de las chicas descalzas. Ya hasta tenia ganas de empezar su jornada de trabajo.

-- Usted será siempre la última de mis secretarias en marcharse, incluso después que Bea. Se marchará cada día con Elsa, la chica de recepción.

Almudena asintió y sonrió. Cambió el cruce de piernas y volvió a dejar el zapato, el otro esta vez, colgando de la punta de su piececito.

-- Bien… Ahora viene lo más importante. Normas.

>> Soy un jefe tolerante, aunque en otras cosas soy estricto. Me gusta el trabajo bien hecho. Si quiero algo rápido, tiene que estar rápido. Si se tiene que quedas sin comer o salir más tarde, lo hará siempre que sea necesario. En muchas ocasiones vendrá conmigo a reuniones fuera de la oficina y… ¿Sabe usted conducir?

Almudena asintió. La enseñaron en el centro, y se sacó el carnet allí con diecisiete años gracias a un permiso especial.

-- Bien, pues usted será mi chofer cuando lo crea necesario – Almudena sonrió, aquello la estaba gustando.

-- Bien. Pero ante todo, soy especialmente estricto con una sola y única cosa. Con la LEY PRIMORDIAL.

Almudena hizo una mueca. ¿Ley primordial? ¿Qué seria eso?

-- Deduzco – dijo Martínez levantándose y yendo hacia la puerta tras darle un vistazo a las piernas y a los pies, sobretodo a ese que estaba mediodescalzo, que no mediodesnudo, y le llamaba, le suplicaba una buena tunda de azotes con una fina vara de bambú. – que mi amigo el juez no le dijo a nada sobre esta ley.

Almudena negó mientras Martínez sonreía. Era parte de la diversión. El juez elegía a que chicas decirla a cuales no la norma, la LAY PRIMORDIAL, y así, muchas, como esta pobre chiquilla, venían su primer día con sus medias y sus tacones. Pobrecitas. Otras, ya prevenidas, acudían ya debidamente descalzas.. La joven miraba a Martínez, ahora detrás de ella, junto a la puerta, sonriente. Finalmente, la abrió y asomando la cabeza llamó a Beatriz para hacerla pasar.

-- Señorita García, haga el favor de pasar.

La joven pasó y se quedó en mitad del despacho. Martínez cerró la puerta y sonrió. Almudena miró entonces a la joven bien por primera vez.

Delgada, no muy alta, vestida con pantalones vaqueros y camiseta, lo cual la extraño a Almudena, la joven, que tendría unos veinte años. Estaba firme, con las piernas y los pies juntos, unos pies que estaban totalmente descalzos, sin calcetines, medias, ni, por supuesto, calzado alguno. Almudena tragó saliva. Se calzó del todo el zapato y apoyó ambos pies en el suelo. Sin saber como, de pronto, había empezado a comprender y temer su futuro, al ver esos preciosos pies, largos, finos, delicados, de arcos pronunciados, de dedos no muy largos, pero rectos, perfectamente alineados, sin apreciarse la presencia de callos o juanetes en los lados. De uñas perfectamente recortadas, sin esmalte. Unos pies preciosos, sin lugar a dudas.

-- Señorita García. Vaya hasta mi mesa, siéntese en mi sillón y suba los pies al escritorio de la mesa para que la señorita Calleja pueda contemplar las plantas de sus pies.

La joven, sin inmutarse, sin que en su rostro apareciese una expresión de desagrado, asco, vergüenza o miedo, como una autómata, se deslizo sobre la suave moqueta con sus pies descalzos y fue hasta donde se le había ordenado. Reguló el asiento, se acomodó y subió los pies a la mesa, mostrándole a Almudena la planta de sus pies.

Almudena, que había mirado aterrada el corto camino silencioso de la muchacha hasta el sillón y como esta posaba sus pies sobre la mesa, ahogó un grito de terror al ver la planta de los pies de la chica.

Estas, presentaban un aspecto que a ella se le hizo terrible y lamentable. Sucias, totalmente cubiertas por una capa de negra suciedad en casi su totalidad, ya que ni los dedos se salvaban, salvo por la parte de los arcos, que presentaba una aspecto blanco, suave y delicado. No así el resto, cuya apariencia, rugosa, áspera, presentaba un aspecto terrible, y daba la impresión de ser tan dura como el cuero. Incluso se podía atisbar tonalidades levemente amarillentas en las zonas donde la suciedad era menor, pues como se ha dicho, salvo los arcos, la suciedad en la planta de esos pies, por otro lado terriblemente hermosos, era total.

-- García. Baje los pies, vaya a mi lavabo y láveselos.

La joven, de nuevo, como una autómata, bajó los pies, volvió a pasar junto a Almudena, que la siguió con la mirada fija, clavada, absorta en los pies, y entró en el aseo. Sin que nadie dijera nada, ni siquiera Martínez o Almudena, se escuchó el grifo del agua y apenas cinco minutos de interminable silencio después, la joven volvió a hacer su aparición y llegó hasta el centro de la habitación.

-- García, muéstrele de nuevo a la señorita Calleja sus pies. Va siendo hora de que aprenda LA LEY PRIMORDIAL.

La muchacha volvió a andar hasta el sillón, se sentó, y volvió a posar sus pies en el escritorio. Almudena los volvió a ver, y un nuevo quejido de exclamación se ahogó en su garganta. Aquellos pies estaban ahora limpios, impolutos de suciedad, pero su aspecto causo una impresión tal a Almudena que jamás los olvidaría, mientras la joven empezaba a comprender que aquella no era un lugar de trabajo normal, aquel trabajo no seria normal, y que aquella no era una oficina normal y corriente, aquella era una oficina especial.

Los pies de Beatriz García presentaban durezas amarillentas en casi toda la superficie que anteriormente la suciedad cubría. El tono amarillento de la piel le profería un aspecto duro, a cuero vivo, y Almudena estuvo tentada de tocar para asegurarse. Aún así, pudo ver varias cicatrices, heridas recientes que estaban cerrando, cortes, y puntos de uno o dos milímetros de diámetro como de sangre reseca en varias partes de la superficie. Almudena estuvo apunto de ponerse a llorar. Comenzaba a comprender su futuro. Ella seria esa chica dentro de poco.

-- Señorita Calleja. Toque con sus manos la planta de los pies de la señorita García.

Muerta de miedo, temblando, Almudena alargó la mano y rozó apenas con la punta de sus dedos las almohadillas bajo los dedos del pie derecho de la chica. Enseguida, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Aquello no parecía piel humana. Estaba duro, rugoso, áspero. La dio grima y apartó la mano enseguida. Quería apartar los ojos, pero esa visión era hipnótica. A la vez que la daba asco, miedo, compasión, la fascinaba. ¿Por qué? No lo entendía, y sin embargo, estaba aterrada al comprender que sus pies serian así en un futuro. ¿Cómo había llegado esa chica a esto

-- García. Cuéntenos un poco sobre usted.

Sin bajar los pies de la mesa, la joven empezó a hablar. Almudena escuchaba hipnotizada por la planta de esos pies. Su curiosidad iba a ser resuelta.

-- Me llamo Beatriz García. Tengo veintiún años, llevo tres años trabajando aquí. Desde que salí del centro de menores y el juez Soria me mandó aquí.

>> Desde que entré mis pies han estado descalzos, total y absolutamente descalzos, desnudos del todo, sin calzado ni medias o calcetines.

--Sin nada que mancille su belleza perfecta y sensual, la perfecta y sensual belleza de un pie desnudo – Agregó Martínez. García continuó:

>> Cada segundo de mi vida tengo que permanecer total e inevitablemente descalza, en cada lugar, momento, sin importar el clima, el suelo, el agua, la nieve, el frío, el calor y el pavimento ardiente, el terreno agreste, de grava afilada, fuera como fuese. Mis pies, jamás, nunca, bajo ninguna circunstancia, ni aun estando convalecientes por alguna herida sufrida por andar descalza, deberán de estar cubiertos o protegidos por nada. Han de estar siempre pues, mis plantas descalzas en contacto permanente con la superficie que pise, sea esta la que sea y sea donde sea el lugar en el que me encuentre.

-- Recite la LEY PRIMORDIAL.

-- Nunca usaré calzado.—comenzó Beatriz García como una autómata -- Mis pies jamás estarán cubiertos por nada, los llevaré desnudos siempre, sin importar el clima, el momento o el lugar. Vivo descalza, no merezco calzado ni protección alguna para mis pies:  No la necesito ni la quiero.

Cuando acabó, Martínez asintió satisfecho.

-- Puede retirarse García. Buen trabajo, y como siempre, gracias. Sigue usted teniendo unos pies preciosos, contemplarlos es todo un orgullo, y un placer.

-- Mis pies son suyos señor, se los ofrezco con gusto, placer y devoción para que los use como crea conveniente en el lugar y momento que usted ansíe.

Martínez sonrió satisfecho. García acababa de recitar otra de sus normas, tal cual estaban escritas en el libro de estilo y normas de la empresa.

La joven salió del despacho y se sentó en su asiento. Afuera, sus compañeras la miraban y ella, sonriendo aliviada, las mostró sus pies, limpios y sin daño alguno. Todas respiraron, Martínez no quería dar ejemplo de castigos aun a la nueva. Hoy se libraban, pero tal vez, la nueva no.

Almudena estaba aun como hipnotizada y no se dio cuenta de que Martínez estaba de pie ante ella. Por fin, se cayó de la nube y le miró a la cara. Martínez sonreía, y ella estaba al borde del llanto.

-- ¿Ha entendido usted o debo de explicárselo?

Almudena tragó saliva. Lentamente se levantó, apartó la silla y se quedó ante Martínez.

-- ¿Si me niego? – dijo asustada.

-- Ira usted de cabeza a prisión.

Almudena asintió. Eso era lo último que deseaba. En prisión seria una presa fácil de las otras presas, de los carceleros. Seguro que abusaban de ella, acabaría drogándose, y cayendo en enfermedades terribles, hasta moriría. Lo pensó apenas unos segundos. Descalza en el trabajo. Se dijo a si misma que podría ir y venir todos los días con sus mocasines, o las deportivas, las sandalias… con cualquier calzado y quitárselo en la puerta de abajo, o poco antes, y al volver a casa ponérselos de nuevo. Después, en su tiempo libre, los fines de semana, vacaciones, calzar lo que le de la gana. ¿Quién se daría cuenta? Respiró hondo y con una tímida sonrisa en la boca asintió. Con mucho cuidado, sacó un pie del zapato de tacón y a continuación el otro, quedándose descalza justo tras ellos, con cada pie tras el zapato correspondiente, y los dos pies, descalzos pero aun no desnudos juntos, uno pegado a otro, firme, como había visto a la chica estar antes. Martínez sonrió. Se agachó, cogió los tacones y los dejó encima de la mesa.

-- No es suficiente, y lo sabe. Aunque sus pis son realmente hermosos con las medias, están no dejan visualizar su esplendida y majestuosa belleza, así que ha de estar totalmente descalza, por siempre, sin nada cubriendo sus pies. Ya ha oído usted la LEY PRIMORDIAL.

Almudena asintió. Con cuidado, se subió la falda dejando ver su tanga tras la tela de las medias y se fue bajando estas, dejando caer la falda después encima, tapándose así rápidamente su pubis y los muslos de sus piernas delgadas y estilizadas.

En un rápido gesto, las medias estuvieron por las rodillas y pocos segundos después en sus manos, ya quitadas del todo, y de ahí a las de Martínez que las deposito encima de su mesa, junto a sus zapatos de tacón.

-- Mientras cumpla su condena, estará así siempre. Descalza. La ropa que traiga, me da igual, pero siempre descalza, aunque nieve, llueva, granice o los huevos se puedan freír en la calle, sus pies han de estar siempre sin cubrir. Las consecuencias de desobedecer esta norma, la LEY PRIMORDIAL, serán severas.

Almudena asintió. Una lágrima se escapó de sus ojos. Martínez sonrió, se acercó a ella y la abrazó, la beso en las mejillas y la sonrió.

-- Sus pies estarán más duros que los de García cuando salga de aquí en cuatro años, y entonces, usted podrá decidir. Seguir trabajando para mi, con las mismas norma, o irse y volver a encerrar sus preciosos pies en medias y calzado. En uno o dos años y con cremas hidratantes tal vez antes, volverán a estar como ahora, pero seria una pena, pues sus pies van a quedar tan perfectos, pulidos y duros, que podrá andar sobre cristales y solo sangrará débilmente y el dolor apenas será perceptible.

Almudena asintió. Ahora lloraba sin remedio pero en silencio.

-- Ahora sintiese donde estaba García, quiero ver sus pies de cerca.

Almudena asintió. Obediente, fue hasta el sillón, se sentó, y sin necesidad de graduarlo, pues era igual de alta que Beatriz, subió sus pies por primera vez al escritorio de Martínez sabiendo que no seria la última, pero sin saber, que de ahora en adelante, en muchas ocasiones, seria doloroso.

 

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