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La condenada descalza 5 (por Falaka1 y Dg2001)

en Fetichismo

LA ADVERTENCIA

AMO DE TUS PIES DESCALZOS

Y

DG2001

 

Almudena llamó a la puerta de Martínez y entró tras darle este permiso. La joven se quedó delante de la puerta, tras cerrarla tras de si, sintiendo la agradable suavidad de la alfombra en sus pies descalzos. La muchacha encogió los dedos y los estiró. La sensación era agradable, pero no podía pensar en andar descalza por la calle. Eso sería insufrible. Por suerte, se dijo, tenía sus mocasines.

-- Siéntese, por favor. Voy a darla las instrucciones pertinentes para que empiece a trabajar cuanto antes.

Lentamente, Almudena se deslizó sobre la suave alfombra hasta la mesa, se sentó, y cruzó las piernas. Martínez miró sus pies y sonrió, después la miró a ella.

-- Creo que tiene nociones ofimáticas.

Almudena asintió.

-- Bien. Eso la ayudará en su trabajo.

Y comenzó a darle las expiaciones pertinentes.

 

A las tres de la tarde, Almudena llevaba ya redactados tres informes y enviados por correo a su jefe, así como guardados en las carpetas correspondientes a los expedientes financieros o judiciales que pertenecían.

Su compañera de despacho Natalia, una chica rubia, alta, que hoy vestía un elegante traje rosa de chaqueta y pantalón, se levantaba sonriente anunciando la hora de comer. Almudena las miró y sonrió igualmente.

-- ¿Coméis aquí o bajáis a la calle?

-- Las chicas comemos aquí. Tenemos prohibido salir si no es para hacer algún recado a don Martínez o ir con él a alguna reunión.

Almudena puso cara de lástima.

-- No me he traído comida.

Natalia la sonrió acercándose a ella.

-- Tranquila. Entre todas seguro que podemos darte algo.

Almudena sonrió y dio las gracias. Después se levantó y salió del despacho junto a Paloma, pero no Isabel. La muchacha vio que Beatriz también se quedaba en su puesto.

-- ¿Ellas no comen?

-- No. Salen de trabajar a las cuatro, y se van directas a sus casas. Ellas están aquí desde las seis, llegan con el señor Martínez y se van cuando se marcha él.

-- ¿El señor Martínez se marcha a las cuatro?

Natalia asintió.

-- Todas entramos a las nueve, salvo ellas y tú. Tú entras a las diez, como Elsa, y por eso salís a las diez las dos. Todas trabajamos también diez horas.

Las dos muchachas fueron juntas hacia un salón donde había una mesa alargada. El suelo de la misma era de baldosines de gress, y estaba mucho más frío que el de tarima. Almudena sintió enseguida el frió en sus pies y la recorrió un escalofrío. Pero lo que vio, la impresionó.

Ante ella había catorce chicas, todas muy jóvenes, de entre dieciocho y veinticinco años, vestidas de diversas formas, con trajes de chaqueta con pantalones o con falda, con falda vaquera, pantalones vaqueros, vestidos de una pieza… Todas eran guapas, de estatura media, delgadas, bien formadas, rubias, morenas o castañas, y todas, todas, absolutamente todas, estaban tan descalzas como Almudena, la cual tragó saliva y por fin pareció caer en la cuenta, definitivamente, de que jamás volvería a calzarse unos zapatos en esa oficina.

Almudena consiguió comer un poco de sopa y unas salchichas, además de picar un poco de tortilla que trajo una chica para todas. Mañana se tendría de acordar de traer comida, o no podría comer. Otro día aprovechándose de las chicas la daría vergüenza.

Durante la comida se presentó a todas las compañeras, y estas a ella, diciendo su edad después, y el tiempo que llevaban andando descalzas. Almudena acertó, la más mayor tenia veinticinco años, y había unas pocas como ella, de dieciocho años, pero que ya tenían casi los diecinueve. Estas, eran las que menos tiempo llevaban en la empresa. La que más tiempo llevaba era Isabel, y después Beatriz, que también tiene veinticinco años.

-- Ellas dos fueron las primeras empleadas de Martínez, y siempre han estado descalzas. Isa incluso lo estuvo en su niñez, ya que era una mendiga. Es la que más tiempo lleva descalza de todas. Más de diez años.

Almudena se mareó, más de diez años descalza. Si los pies de Beatriz le parecían piel de cerdo, los de esa chica debían de ser tan duros como la madera y tan ásperos como el papel de lija.

La comida siguió contándoles como había llegado allí. Muchas chicas habían llegado igual que ella, por mediación del juez Soria, y luego se habían quedado. Otras habían encontrado el trabajo por sus padres, novios o amigos, y estaban contentas, a pesar de se las veía tristes y cabizbajas, decían que valía la pena el sufrimiento, por tener trabajo en esta época de crisis.

UNAS HORAS ANTES:

Elena Alonso miró a un lado y a otro antes de cruzar la calle con la bolsa de la compra en la mano y el pelo rubio largo ondeando por la brisa veraniega que se había levantado.

La joven, que apenas estaba molesta por el calor que transmitía la acera a sus pies descalzos, había salido esa mañana temprano abrigada de casa y ahora presentía que el chaleco le sobraba, pero ya estaba cerca de casa y prefería llegar cuanto antes para hacer la comida y hablar con Mónica acerca de lo que la espera mañana.

Elena no deseaba ningún mal para su hermana, pero sabia que tendría que pasar por ello, pues Gabriel se lo había hecho prometer. Elena amaba a su marido, le amaba y le temía, y sabia que el era fiel y que nunca haría nada con Mónica salvo azotar y torturar sus pies. El después no mantendría sexo con ella nunca, eso era cosa de los dos.

Excitada por pensar en el sexo con su marido, Elena sonreía mientras andaba por la calle acercándose a su casa. La gente de por allí ya apenas la miraba cuando se cruzaban con ella. Muchos ya conocían a Elena y su excéntrica forma de vida, así como a su hermana pequeña, que en verano, cuando volvía del internado, se pasaba el día descalza por la calle.

Elena estaba tan absorta en sus pensamientos, en como su marido había azotado sus pies la última vez y en lo placentero que fue después el sexo, que empezó a excitarse. La joven necesitaba satisfacer rápidamente sus deseos, esa excitación que la empezaba a recorrer el cuerpo, desde la planta de sus pies hasta su cada vez más húmedo sexo, sintiendo como seguía subiendo y endureciendo sus pezones.

Necesitaba saciar ese deseo, así que sin pensárselo mucho se paró en mitad de la acera y miró a un lado y a otro. No había mucha gente cerca, y nadie la miraba ahora, así que no lo dudó. Sacó de la bolsa de la compra una botella de cerveza y la tiró contra el suelo con fuerza. La botella destrozada se astilló en varios pedazos y la muchacha, sonriendo, se acercó a ellos, juntando los trozos con la punta de su pie desnudo, hizo un montón y sin pensárselo dos veces apoyó ambos pies en los trozos de cristal acumulados sintiendo como estos estallaban y se fragmentaban debajo de los mismos, astillándose y clavándosele en sus duras plantas mientras pensaba en su marido haciéndola el amor. Elena estaba tan excitada en esos momentos que se tuvo que morder el labio inferior para ahogar un orgasmo. Apretó más fuerte los pies moviéndolos hacia los lados, y sintió los cristales penetrando más en sus pies. Ahogó un grito de dolor y una lágrima cayó rodando por sus ojos. Contó hasta diez y levantó los pies para seguir andando después unos metros, hasta un banco cercano donde se sentó. Allí, tranquilamente, calmada ya su excitación, su deseo, Elena cogió un pie apoyándolo en la rodilla de la otra pierna y tras examinarlo quitó dos astillas grandes que se habían clavado tras las cuales salieron unas gotas de sangre. Repitió con el otro pie la misma operación. También sangró, pero la daba igual. El dolor era excitante y bueno para ella en esos momentos.

Su mente evocó en esos momentos la primera vez que sus pies fueron castigados. Como Iván Alonso, su padrastro, la dijo que desde el día siguiente iría descalza a un colegio especial, como la quitó todos sus zapatos y medias y calcetines, como los quemó delante de ella, como al día siguiente vio que en ese colegio todas las alumnas estaban descalzas como ella, algunas con medias pero descalzas también. Como ese primer día, el profesor de matemáticas la subió a la tarima para hacer un ejercicio y al no saberlo la hizo sentarse en un pupitre de la primera fila, subir los pies al escritorio, y tras atarla los pies por los tobillos y los dedos pulgares uno al otro, azotó sus pies con la regla de madera de la pizarra, usando la parte ancha. Cuarenta, cuarenta azotes, los recuerda perfectamente, así como sus gritos, sus llantos, sus súplicas. Recordaba como la costó andar después de eso, como llegó a rastras casi a casa esa tarde, con sus pies sucios, doloridos, llorando, suplicando a Iván que la dejara ir a otro centro, y como este, mientras fumaba un cigarro usando como cenicero las plantas de su criada, la decía que debía de ser fuerte, y la decía que quería ver sus plantas, y el se las inspeccionaba, sucias, doloridas, con una sonrisa en los labios.

Recordaba también como Mónica se quedaba entonces, cada día, después de volver del colegio, a los pies de su cama, mientras ella lloraba desconsolada, y la hermana pequeña acariciaba sus pies descalzos asombrada, asustada, y con lágrimas en los ojos, sin comprender que le había pasado a su hermana en los pies, y sin saber, que en cuatro años, cuando empezara su curso en su nuevo colegio, como su hermana, con quince años, como su hermana, a ella le pasaría lo mismo.

Entonces, Elena recordó que todo había empezado pensando en su hermana, en lo que la esperaba mañana, y eso la apenó un poco. Mónica, su hermana, mañana debería de elegir, si irse, vivir su vida, o quedarse, quedarse totalmente descalza, para siempre, y de ser así, sabia que su hermana seria castigada por Gabriel por primera vez. Debía de advertirla, una vez más, de lo duro que era Gabriel, que la haría auténtico daño, y que debía de ser fuerte, pues de ahora en adelante, si quería seguir viviendo allí, debía de soportarlo. Recordó entonces Elena, como al morir Iván pensó que Gabriel sería mejor con ella, pero descubrió que no era así, que era peor, pues este deseaba con ansia azotar sus pies, algo que Iván jamás había hecho.

Recordó que tras la primera azotaina de Gabriel vinieron muchas peores, y como su hermana seguía admirando sus pies descalzos, sus durezas, sus lastimadas y castigadas plantas, las heridas, las marcas de las torturas, y como ella empezó a darle consejos para que cuando la llegara a ella el día del castigo en sus pies, el día del dolor, supiera que este no desaparecería, pero que con esos consejos, tal vez, pasara más rápido. Pensando en cosas agradables, en cosas sencillas que la gustaran, que la hicieran bien.

Sin pensarlo más se levantó para llegar cuanto antes y hablar con Mónica, y siguió andando dejando manchas de sangre al hacerlo durante varios metros, justo hasta que llegó a la puerta de su casa y entró en el portal. No era la primera vez que un débil rastro de sangre llegaba hasta allí. Ni seria la última.

Mientras Elena hacia la compra, tras colgar a Gabriel, y antes de que presionara con sus pies descalzos unos cristales de botella rotos por ella misma para darse placer, su hermana, Mónica, admiraba la belleza de sus pies descalzos recién lavados y el tono amarillento de sus plantas, algo ásperas, algo duras, pero no tanto como las de su hermana.

La joven también recordaba en esos momentos su pasado más reciente.

Recordaba como los pies de Elena fueron sufriendo día a día castigos en el colegio durante su primer año, como llegaban siempre sucios, a veces sangrando por varias partes, algunos días con tachuelas clavadas por casi toda la superficie, como cuando estaban limpios los veía ásperos, duros, amarillentos, cada día más y más. Como cuando murió su padrastro, su padre, porque ella no había conocido a otro, pasaron a ser criadas por Gabriel, como este azotó durante días ese verano a Elena sus pies, a pesar de las lágrimas y gritos de dolor de esta. Como los duros y ásperos pies de su hermana aparecían rojos alguna vez, rojos y calientes, ampollados a veces. Mónica recordaba como antes de irse a su nuevo colegio, una semana antes, Gabriel ya la obligó a ir descalza, para que se fuera acostumbrando, y como su primer día descalza fue en la boda de su hermana, la cual, como no, iba descalza, descalza pero hermosa. Realmente, a esa boda, casi todas las mujeres invitadas estaban descalzas.

Recuerda como aquella noche, mientras su hermana y Gabriel, su ahora marido, iniciaban su luna de miel, ella se quedaba al cargo de Isabel, una joven empleada de su ahora cuñado, que estaba descalza, como ella ahora, pero cuyos pies eran los más duros y resistentes que ella había visto nunca. Cuando los vio limpios, el tono amarillo brillante que tenían era espectacular, y el verla clavarse ella misma chinchetas en las duras plantas, le hizo a Mónica soñar con que ella, tal vez, un día, podría hacer eso, y ese día llegaría pronto, justo cuando fuera el cumpleaños de Gabriel, cuando cumpliera los cuarenta y uno, lo probaría aun sabiendo que sus pies no eran ni la mitad de fuertes, duros y resistentes de lo que eran entonces los de esa chica.

Esa noche, la anterior al cumpleaños de Gabriel, cuando den las doce, mientras su hermana y Gabriel duerman, ella enterraría tachuelas en su pies, formando en uno el numero cuatro y en otro el numero uno, los años que cumplía Gabriel, para que cuando ese día, llegase el momento de azotarla, pues sabia que Gabriel lo celebraría azotando a ambas hermanas cuarenta y una veces en los pies, el momento de que Gabriel azotara sus pies, estos, fueran para él, un regalo.

Mónica siguió recordando, recordó su primer día en el colegio, y como vio a una chica ser azotada en sus pies por llevar las uñas de los pies pintadas. Y al ver el sufrimiento de la chica, se dijo que ella no deseaba sufrir, y trató de portarse bien, de no provocar castigos, que a pesar de todo, llegaban.

Recordó, que al fin y al cabo, en el colegio no lo había pasado tan mal. Se le curtieron las plantas de los pies también, al igual que ocurrió con Elena, pero no pareció extrañar mucho su estado original. Era buena alumna, estudiaba y prestaba atención en clase, y aunque era de carácter afable y alegre también sabía comportarse, lo que la había librado de la famosa y terrible "caja" y de la también aterradora "tabla", aunque sí había sufrido algunas veces de los azotes en sus plantas por alguna travesura menor, generalmente hecha en grupo. Era extraño, recordaba sonriendo mientras acariciaba la planta de sus pies, no le parecía tan malo después de todo. La tabla y la caja sí lucían terribles, pero los azotes, si bien dolían, no eran tan graves. Claro, sus ofensas eran menores, así que seguramente sus maestros no habrían golpeado con tanta fuerza, sabiendo además que era una buena alumna. Cada vez que se veía obligada a mostrar las plantas de sus pies sobre la tarima de clase, o en el despacho de algún profesor para ser azotadas por el twase, la vara o la regla, ella cerraba los ojos cuando le tocaba recibir los azotes y se ponía a pensar en otra cosa. Al principio en su chocolate favorito, en su vestido favorito, en algún actor de cine que le gustaba. Después, ya en el segundo curso, en aquel chico que había conocido ese verano, en cómo la había abrazado, en su primer beso, y en el segundo y el tercero también... Ensimismada como estaba, el profesor de turno la despertaba de su ensueño diciéndole "Alonso, terminamos, puede irse a su sitio y, por favor, pórtese mejor la próxima vez". Le había dolido, las plantas le latían un poco, le ardían, pero no era tan serio después de todo.

Ahora, sabía que mañana era el gran día, y tenía bien claro lo que quería hacer, lo sabia desde hacia ya tiempo. Mónica había logrado llegar al placer con el castigo, el dolor y el sufrimiento de sus pies, y ahora solo ansiaba ser castigada por Gabriel, y si tenía que provocarle para que cada día el marido de su hermana torturase sus pies, así lo haría, empezando por mañana, mientras recibía su primer castigo.

Elena llegó a casa y saludó desde el piso de abajo a voz a su hermana, que bajó las escaleras para saludarla. Los pies descalzos de Mónica tronaron por la escalera por la rapidez con la que bajaron, y al llegar abajo, besó a su hermana en la mejilla.

-- ¿Estas contenta Mónica? – dijo Elena mientras dejaba la bolsa con la compra en la cocina.

-- Sí.

Mónica asintió, y miró al suelo, a los pies de su hermana, descubriendo que esta seguía dejando un débil rastro de sangre.

-- Hermana, sangras….

Lo dijo sorprendida, pero no asustada. Se había acostumbrado a ver a su hermana dejar gotas de sangre al andar, pero siempre después de algún castigo de Gabriel.

Elena se miró los pies y sonrió a su hermana.

-- No es nada, una botella rota que he pisado.

Mónica asintió, creía comprender a su hermana, ella misma soñaba con infringirse dolor en los pies para alcanzar el placer, pero ¿en la calle? Se extrañó pero la

sonrió

-- Ven conmigo al sofá – dijo Elena a su hermana – Tengo que hablar contigo.

Mónica asintió y acompañó a su hermana hasta el sofá. Ambas se sentaron y se miraron. En los ojos de Elena había preocupación.

-- Mónica. Mañana cumples dieciocho años, y ya sabes lo que eso significa. ¿no?

La muchacha asintió sonriendo.

-- Cariño. Nada me gustaría más que estar siempre contigo, pero si te quedas, sabes a lo que te expones – Elena miró los pies de su hermana y sintió lastima – Sabes lo que le puede pasar a tus pies.

-- Lo sé.

-- Solo te pido que pienses bien lo que quieres.

>> Gabriel vendrá mañana a comer a casa antes de lo normal. Después de comer me ha dicho que será cuando te de a elegir, y me ha pedido que os deje a solas. Yo me iré nada más comer, y te quedaras a solas con él. No le debes de tener miedo, respetará tu decisión, sea cual sea, y te tratara consecuentemente.

Mónica sintió sonriente a su hermana. La besó y la abrazó.

-- No te preocupes hermanita, que ya he tomado mi decisión.

Elena la miró, no se atrevía a preguntar cual era, la sonrió, la devolvió el beso y el abrazo y se levantó del sofá con lágrimas en los ojos.

-- Voy a preparar la comida.

Y se alejó despacio hacía la cocina, mientras Mónica admiraba los hermosos pies de su hermana y deseaba la dureza de esas plantas, las ansiaba, así como el placer de sentir el dolor que ella a buen seguro había sentido al sentir crujir los cristales bajo sus pies desnudos.

AHORA:

Después de comer, las chicas se quedaron largo rato charlando en la mesa del comedor, riendo, contándose chistes… Almudena no podía entender como las muchachas estaban tan divertidas sufriendo como sufrían sus pies el constante contacto con el suelo. Se dijo a si misma que cuando acabará su condena, se iría de ahí y jamás volvería a andar descalza nunca, salvo en la playa, ni siquiera en casa. La pobre no sabia que acabaría haciendo lo contrario, que no volvería a andar calzada nunca más en su vida.

A las cinco en punto estaban todas de nuevo en sus puestos de trabajo, eso sí, con un café cada una en la mano.

En la empresa había una cafetera, y había varias tazas. Como no todas tomaban, Almudena tuvo suerte y cogió una. Cuando salió del comedor, Almudena comprobó que ya no había luz en el despacho de Martínez y que ni Beatriz ni tampoco Isabel estaban ya en la oficina.

Entró en su despacho junto a Paloma y Natalia y se sentó a seguir redactando el informe en el que estaba. Al menos, se dijo, el trabajo en si la gustaba y se la daba bien.

Desde donde estaba, Almudena vio a Natalia coger el teléfono y apoyar sus pies encima de la mesa. Sonriendo, la joven marcó un número de teléfono. Sin casi quererlo, Almudena prestó toda la atención que pudo a la conversación, mientras no perdía de vista los preciosos pies de Natalia, con las plantas de los pies sucias. Según le había contado en al comida, Natalia tenia diecinueve años, y cumpliría veinte próximamente. La muchacha llevaba un año trabajando para Gabriel Martínez, y había entrado en el despacho por mediación de su novio, un joven de treinta años que Martínez conocía desde hacia tiempo.

Natalia le había contado que conoció a su novio hacia tres años, cuando acababa de cumplir los diecisiete, y que se enamoró de él enseguida. La joven se quedó tan prendada de aquel joven abogado, con una prometedora carrera, que no dudó en hacer cualquier cosa que le pidiera. Fue por eso, que cuando la pidió irse a vivir con el al cumplir los dieciocho no lo dudó ni aunque la única condición fuera que desde ese día, sus pies jamás volverían a estar cubiertos por calzado o protección alguna.

Aquello, que Natalia hizo sin dudarlo, no gustó a sus padres, y estos la dijeron que si hacía eso, no volviera a casa nunca más, y así había sido. La joven había elegido su amor, la desnudez eterna de sus pies, a volver a ver a sus padres algún día.

No estaba arrepentida, ya que era feliz con su novio.

Los primeros meses le costó acostumbrarse al suelo frío del invierno, que lastimaba sus pies hasta el llanto. Se constipó varias veces, y sus pies fueron lastimados varias veces por cristales y diversos objetos de la calle. La gente se la quedaba mirando al pasar, sorprendidos, curiosos, ofendidos. Los más crueles tiraban colillas a su paso, botellas o hasta escupían ante ella antes de que sus pies pisaran la acera. "Así aprenderá la cerda" decían. Pero ella, como demostrando su valía, seguía su camino firme sin importarle lo que pisara, aguantando el dolor y las lágrimas hasta que podía sentarse en un banco en un parque, una parada de autobús o ya en casa, y curar sus lastimados pies.

Por norma no se lavaba los pies hasta que Carlos, su novio, llegara y los inspeccionará. Cuando este, satisfecho, daba su permiso a Natalia, esta, sonriendo, le besaba y corría al baño a lavarse los pies, para después masajearlos con una crema cicatrizante y calmante que también mantenía sus pies hidratados, lo cual no evitaba que se fueran curtiendo lentamente.

-- ¿Ir al cine? – decía Natalia sonriendo a su novio por el teléfono mientras bebía café.

Al otro lado alguien contestó

-- Me parece bien.

>> Podemos cenar alguna hamburguesa por ahí, y después ir al centro a los cines. Luego podemos volver a casa y allí me limpias los pies como más te guste.

Almudena sonrió al oír este comentario. No comprendía bien a esta chica, a su placer y devoción por andar descalza, pero pensó que si al volver a casa, había alguien que te lavaba y masajeaba los pies, eso era bueno. Lo que Almudena no sabía era que siempre que el novio de la chica limpiaba los pies de Natalia, el sistema consistía en darla azotes en las plantas de sus pies tras la limpieza normal. Muchas veces, era por castigo. En este caso, el instrumento y la cantidad de azotes los elegía el novio, y su dureza era tal que Natalia lloraba desconsolada tras el quinto azote, sabiendo que la esperaban muchos más. Cuando era por diversión, o porque a ella le apetecía, ella elegía el instrumento y los azotes, que nunca eran más de veinte, y su novio solía azotarla más flojo, pero sin que esto quitara fuerza, que cuando era por castigo.

-- Llevo mucho tiempo portándome bien, también en el trabajo, y se que lo estás deseando – dijo Natalia. Almudena se extrañó por estas palabras. ¿Siendo buena también en el trabajo? ¿A que diablos se referiría?

-- Sabes que me encanta. Sobre todo si usas… -- Natalia miró a Almudena, y esta la sonrió. Su compañera le devolvió la sonrisa y susurró algo que Almudena no entendió. Quizás mejor. Natalia acababa de decir a su novio que quería que esa noche el Twase surcara las plantas de sus pies.

La conversación siguió durante largo rato. Natalia acabó su café y bajó los pies de la mesa, y mientras hablaba siguió trabajando en la reclamación judicial que debía de enviar por correo electrónico urgentemente antes de irse. La muchacha siguió escribiéndola, y cuando la acabó, guardó el documento de Word y abrió el correo electrónico, escribió un nuevo mensaje, adjunto el archivo recién guardado, y escribió la dirección que tenia copiada en un post-it desde esta mañana, cuando Martínez se la había dicho por teléfono. Le dio a enviar y a continuación, sin preocuparse de más, cerró el correo y siguió hablando con su novio largo rato.

Aquello la costaría caro al día siguiente.

 

Poco a poco el día fue llegando a su fin. Sus compañeras se fueron marchando, y finalmente Almudena se quedó sola en la enorme oficina con Elsa, la chica de recepción, que fue a verla a su despacho sonriéndola y con dos latas de Coca Cola en la mano.

-- Gracias. – dijo Almudena.

-- ¿Qué tal tu primer día?

Almudena sonrió y miró sus pies descalzos bajo la mesa y los de Elsa, apoyados sobre la mesa de Isabel.

-- Bien. Raro, pero bien.

-- Ya te acostumbrarás. Todo te irá bien si haces tu trabajo correctamente y con diligencia.

Almudena sonrió. Miró la hora. Las diez menos veinte.

-- ¿Suele aparecer alguien más por aquí?

Elsa negó con la cabeza. Almudena asintió y sonrió.

-- Bien. Entonces creo que ya basta por hoy.

La joven cogió su bolso, lo abrió y sacó de su interior los dos mocasines, dejándolos en el suelo, junto a sus pies. Elsa, mirándola con cara de pánico casi deja caer la lata de Coca Cola, pero se contuvo, y consiguió también ahogar un grito de terror al ver a Almudena calzarse los mocasines.

-- ¿Estás loca?

Almudena sonrió.

-- Oh, vamos. No pienso estar más tiempo del necesario descalza. ¿Acaso tiene cámaras en la oficina?

Elsa se puso nerviosa. Cámaras en la oficina quizás no, pero si sabe que muchas chicas son seguidas durante sus primeros días para ver si se calzan en algún momento. Lo sabe porque ella misma lo hizo, y aun recuerda su castigo con pánico.

-- ¡No! Pero si se entera, que se enterará…

-- Si se entera es porque te has chivado, y no creo que seas de esa. Además, ¿Qué me puede hacer?

Elsa no dijo nada. Sabía perfectamente qué la podía hacer, pero sabía que si la advertía al respecto de cualquier castigo, ella recibiría el doble. Así que se levantó, sonrió a Almudena y se marchó del despacho, volviéndola a advertir antes.

-- Al final te arrepentirás, y desearás no haberlo hecho. Créeme. – la joven sabia bastante bien lo que decía. Sus pies ya saborearon el látigo aquella vez, y pronto le tocará a ella -- Estás advertida.

Y la joven Elsa se marchó sin hacer ruido con sus pies descalzos sobre la tarima mientras Almudena sonreía, sintiendo el alivio que sus pies recibían al sentir la agradable sensación de los mocasines resguardándolos del suelo.

Pese a ello, las palabras de Elsa resonaban en su mente. "Estas advertida".

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